Capítulo IX


El señor y la señora Boffin consultan entre ellos

El señor Boffin se dirigió directamente a casa sin más obstáculos ni impedimentos, llegó a La Enramada y le hizo a la señora Boffin (ataviada con un vestido de paseo de terciopelo negro y plumas, como el caballo de un coche fúnebre) un relato de todo lo que había dicho y hecho desde el desayuno.

—Esto nos lleva, querida —añadió—, a la cuestión que dejamos a medias: saber si hemos de tomar alguna nueva determinación en relación a la Moda.

—Pues bien, te diré lo que deseo ahora, Noddy —dijo la señora Boffin, alisándose el vestido con un aire de inmensa dicha—. Quiero vida social.

—¿Vida social elegante, querida?

—¡Sí! —exclamó la señora Boffin, riendo con una alegría infantil—. ¡Sí! ¿De qué me sirve quedarme aquí como una figura de cera? ¿No es lo que soy ahora?

—La gente paga por ver las figuras de cera, querida —contestó su marido—, mientras que, a pesar de que verte a ti saldría barato a ese precio, los vecinos pueden venir a verte por nada.

—Pero eso no es motivo —dijo la jovial señora Boffin—. Cuando trabajábamos como los vecinos, estábamos en nuestra salsa, pero, ahora que hemos dejado de trabajar, debemos buscarnos otras salsas.

—Bueno, ¿y si volviéramos a trabajar otra vez? —insinuó el señor Boffin.

—¡De ninguna manera! Hemos heredado una gran fortuna, y debemos hacer lo que corresponde a nuestra fortuna; debemos estar a su altura.

El señor Boffin, que sentía un profundo respeto por la intuitiva sabiduría de su esposa, replicó, aunque bastante pensativo:

—Supongo que debemos hacerlo.

—Todavía no nos hemos puesto a su altura, y, en consecuencia, no hemos sacado nada bueno —dijo la señora Boffin.

—Cierto, hasta el momento —asintió el señor Boffin con su actitud pensativa de antes, tomando asiento en su banco—. Espero que en el futuro saquemos algo bueno. ¿Y cuáles son tus ideas a ese respecto, querida?

La señora Boffin, una criatura sonriente, de figura ancha y de carácter sencillo, rollizos pliegues en el cuello, con las manos juntas en el regazo, procedió a exponer su punto de vista:

—Lo que yo digo es que deberíamos tener una buena casa en un buen barrio, estar rodeados de cosas buenas, una buena vida y buena sociedad. Lo que yo digo es que vivamos según nuestros recursos, sin derroche, y seamos felices.

—Sí. Yo también digo que seamos felices —asintió el aún pensativo señor Boffin.

—¡Dios bendito! —exclamó la señora Boffin, riendo y dando una palmada, meciéndose dichosa adelante y atrás—. Cuando me imagino en un carruaje amarillo claro tirado por dos caballos, con bujes de plata en las ruedas…

—¡Oh! ¿En eso pensabas, querida?

—¡Sí! —exclamó la dichosa criatura—. ¡Y un lacayo detrás, con una barra de un lado a otro, para protegerle los pies! ¡Y con un cochero delante, en lo alto, hundido en un asiento lo bastante grande como para que quepan tres, todo tapizado de verde y blanco! ¡Y dos caballos bayos que sacudan la cabeza y levanten las patas a más altura que el paso que dan! ¡Y tú y yo dentro, recostados, espléndidos como una moneda de nueve peniques! ¡Ooooh! ¡Qué maravilla! ¡Ja, ja, ja!

La señora Boffin volvió a dar palmas, a mecerse y dio patadas en el suelo, secándose las lágrimas de tanto reír.

—Y, querida mía —inquirió el señor Boffin, tras haberla acompañado en sus risas—, ¿qué opinas del tema de La Enramada?

—Ciérrala. No te deshagas de ella, pero pon a alguien que la cuide.

—¿Alguna otra idea?

—Noddy —dijo la señora Boffin, pasando de su elegante sofá al sencillo banco de él, y enlazando su confortador brazo con el de él—. También pienso, y la verdad es que es un pensamiento que he tenido desde el principio, en la decepcionada muchacha; en la cruel decepción que sufrió, al quedarse sin marido ni riquezas. ¿No crees que podríamos hacer algo por ella? ¿Llevarla a vivir con nosotros, o algo parecido?

—¡Ni una vez se me había pasado por la cabeza! —exclamó el señor Boffin, golpeando la mesa de admiración—. Qué máquina de pensar es esta mujer. Y ni ella sabe cómo lo hace. ¡Igual que no lo sabe la máquina!

La señora Boffin le dio un tironcito a la oreja más cercana en agradecimiento por esa reflexión filosófica, y a continuación, adoptando un tono de carácter maternal:

—Y por último, aunque no menos importante, tengo un capricho. ¿Te acuerdas del pequeño John Harmon, antes de que fuera a la escuela? ¿Del día que se calentaba en nuestro fuego, al otro lado del patio? Ahora que el dinero ya no puede aprovecharle, y ha venido a nuestras manos, me gustaría encontrar a un huérfano, adoptarlo y llamarlo John, y darle todo lo que necesite. Creo que de este modo estaría más tranquila. Dirás que es un capricho…

—No lo digo —interrumpió su marido.

—No, querido, pero si lo dijeras…

—Sería un animal si lo dijera —volvió a interrumpir su marido.

—¿Eso quiere decir que estás de acuerdo? ¡Qué bueno y amable eres! ¡Tan propio de ti! ¿Y no empieza a parecerte algo de lo más agradable —dijo la señora Boffin, radiante y espléndida una vez más de pies a cabeza, alisándose de nuevo el vestido con inmensa dicha— pensar que hay un niño que será más inteligente, mejor, más feliz, a causa de lo que le pasó ese día a ese triste muchacho? ¿Y no es agradable saber que esa buena obra la haremos con el dinero de ese pobre muchacho?

—Sí, y es de lo más agradable saber que eres la señora Boffin —dijo su marido—, ¡y durante muchos y muchos años ha sido muy agradable saber que lo eras!

Y eso arruinó las aspiraciones de su esposa, pues, tras esas palabras del señor Boffin, se quedaron allí sentados, uno al lado del otro, como una pareja irremediablemente inelegante.

Esas dos personas ignorantes y sin cultivar se habían guiado, en su viaje por la vida, por una idea religiosa del deber y un deseo de hacer el bien. En el pecho de ambos se podrían haber detectado miles de debilidades y absurdos; posiblemente se hubieran podido añadir miles de vanidades en el pecho de la mujer. Pero el personaje duro, iracundo y sórdido que les había arrancado todo el trabajo que había podido en sus mejores días, por el mismo escaso dinero que les pagaba cuando les metía prisa en sus peores días, nunca llegó a ser tan retorcido como para no reconocer la rectitud moral de ambos y respetarla. La reconoció en su propia maldad, en un conflicto constante consigo mismo y con ellos. Y esta es la ley eterna. Pues a menudo el Mal se detiene en seco ante sí mismo y muere con quien lo comete; pero el Bien, nunca.

El difunto carcelero de la cárcel de Harmon, a través de sus intenciones más arraigadas, había sabido que esos dos fieles sirvientes eran honestos y leales. Mientras se enfurecía con ellos y los vilipendiaba por oponerse a él con palabras de honestidad y verdad, estas arañaban su corazón de piedra, y percibía que toda su riqueza habría sido insuficiente para comprarlos, de habérsele ocurrido intentarlo. Así pues, sin dejar de ser su avaricioso amo ni dedicarles jamás una palabra agradable, había hecho constar sus nombres en su testamento. Así, aunque cada día manifestara que desconfiaba de toda la humanidad —y desde luego desconfiaba profundamente de todo aquel que se le pareciera lo más mínimo—, estaba tan seguro de que esas dos personas, al sobrevivirle, serían dignas de confianza en todas las cosas, de la más grande a la más nimia, como lo estaba de que debía morir.

El señor y la señora Boffin, sentados el uno junto al otro, con la Moda apartada a una inconmensurable distancia, se pusieron a comentar cómo podrían encontrar a su huérfano. La señora Boffin sugirió que pusieran anuncios en los periódicos, solicitando que los huérfanos que respondieran a la descripción adjunta se presentaran en La Enramada en un día concreto; pero el señor Boffin, temiendo, con razón, que aquellos enjambres de huérfanos obstruyeran todos los caminos del vecindario, se mostró contrario a ese método. A continuación, la señora Boffin sugirió que se dirigieran a su párroco para pedirle un huérfano prometedor. Al señor Boffin le pareció más adecuado ese plan, y así decidieron visitar al reverendo enseguida y aprovechar la oportunidad para conocer a la señorita Bella Wilfer. A fin de que ambas visitas pudieran considerarse solemnes, se solicitó el carruaje de la señora Boffin.

Este lo tiraba un viejo jamelgo con la cabeza en forma de martillo, que antiguamente habían utilizado cuando trabajaban, y el vehículo era una calesa de cuatro ruedas de la misma época, que había sido exclusivamente utilizado por varias gallinas discretas de la Cárcel de Harmony como lugar favorito para poner sus huevos. Cuando caballo y calesa pasaron a formar parte del legado Boffin, el primero recibió una insólita ración de maíz, y el carruaje, una dosis igual de insólita de pintura y barniz, pasando a ser lo que el señor Boffin consideraba un resultado espléndido; a ello se añadió un cochero, en la persona de un joven con la cabeza en forma de martillo que casaba muy bien con el caballo, y aquel conjunto ya no dejaba nada que desear. También él había trabajado en el negocio, pero ahora permanecía sepultado, gracias a un honesto sastre —amén de desempeñar otros oficios— que había en la zona, en un perfecto sepulcro de levita y polainas, sellado con pesados botones.

Tras este criado, el señor y la señora Boffin tomaron asiento en la parte trasera del vehículo: que era lo bastante espacioso, aunque tenía una propensión alarmante y poco digna, al pasar por lugares muy accidentados, a brincar como si tuviera hipo y a alejarse de la parte delantera. Los vecinos, al divisarlos salir de La Enramada, se asomaban a las puertas y a las ventanas a saludar a los Boffin. Entre aquellos que iban quedando atrás, con la mirada fija en la calesa, había muchos espíritus juveniles que los saludaban con voces estentóreas y felicitaciones del tipo «¡No-ddy Bo-ffin!», «El dine-ro de Bo-ffin!», «¡Enséñanos el dinero, Boffin!» y otras gentilezas semejantes. El joven cochero de la cabeza en forma de martillo se tomaba todo esto tan a mal que a menudo perjudicaba la majestuosidad del avance deteniéndose en seco y haciendo ademán de bajarse a fin de exterminar a los ofensores; y solo era disuadido de ese propósito tras una viva y prolongada discusión con sus amos.

Finalmente, dejaron atrás el barrio de La Enramada y llegaron a la pacífica morada del reverendo Frank Milvey. La residencia del reverendo Frank Milvey era muy modesta, pues su renta era también muy modesta. En virtud de su cargo, tenía las puertas abiertas a cualquier absurda anciana que tuviera cualquier incoherencia que comunicarle, y de buena gana recibió a los Boffin. Era bastante joven, había recibido una cara educación y cobraba una paga miserable, y tenía una joven esposa y media docena de chiquillos. Se veía en la necesidad de dar clases y traducir a los clásicos para compensar sus magros ingresos, aunque por lo general se consideraba que tenía más tiempo libre que el más ocioso de la parroquia y más dinero que el más rico. Aceptaba las innecesarias desigualdades e inconsistencias de su vida con una suerte de sumisión, como si eso fuera lo convenido, que lindaba con el servilismo; y si algún seglar atrevido hubiera intentado aliviarle de sus cargas, para hacerlas más decentes y llevaderas, no habría recibido mucha ayuda del reverendo.

El señor Milvey escuchó el deseo de la señora Boffin de encontrar un huérfano con una cara y una actitud atenta y paciente, pero también con una sonrisa disimulada que delataba la veloz observación que había hecho del vestido de la señora Boffin. Estaban en su pequeña biblioteca, en la que resonaban ruidos y gritos, como si los seis niños que había en el piso de arriba cayeran a través del techo, y como si la pierna de cordero que se asaba abajo subiera a través del suelo.

—Creo —dijo el señor Milvey— que no han tenido hijos propios, ¿verdad, señor y señora Boffin?

Nunca.

—Pero, al igual que los reyes y reinas de los cuentos de hadas, supongo que desearon uno.

En términos generales, sí.

El señor Milvey volvió a sonreírse, y dijo para sí: «Esos reyes y reinas siempre deseaban tener hijos». Se le ocurrió que de haber sido párrocos, sus deseos habrían ido en una dirección muy opuesta.

—Creo —añadió— que será mejor que invitemos a la señora Milvey a nuestra pequeña asamblea. Me resulta indispensable. Si me lo permiten, la llamaré.

De manera que el señor Milvey exclamó «¡Margaretta, querida!», y la señora Milvey bajó. Era una mujer guapa y llena de vida, un tanto ajada por la preocupación, que había suprimido muchos gustos delicados y espléndidas fantasías que ahora ocupaban la escuela, la sopa, la franela, el carbón y todas las ocupaciones de los días laborables y las toses dominicales de una abundante población de jóvenes y ancianos. Con igual gallardía, el señor Milvey había suprimido en sí mismo muchas cosas que pertenecían de manera natural a sus antiguos estudios y antiguos compañeros de estudio, pasando a vivir entre los pobres y sus hijos con las duras migajas de la vida.

—El señor y la señora Boffin, querida, de cuya buena suerte ya has oído hablar.

La señora Milvey, con una gentileza totalmente falta de afectación, los felicitó y dijo que se alegraba de conocerlos. No obstante, su encantadora cara, al ser tan franca como perceptiva, también mostró la disimulada sonrisa de su marido.

—La señora Boffin desea adoptar un niño, querida.

Como la señora Milvey pareciera bastante alarmada, su marido añadió:

—Un huérfano, querida.

—¡Ah! —dijo la señora Milvey, tranquilizada por lo que se refería a sus hijos.

—Y estaba pensando, Margaretta, que quizá el nieto de la anciana señora Goody pudiera servir a tal propósito.

—¡Mi querido Frank! ¡La verdad es que no lo creo!

—¿No?

—¡No!

La sonriente señora Boffin consideró que le correspondía tomar parte en esa conversación, y encantada con el tono enfático de aquella mujercita y con su vivo interés, le dio las gracias y preguntó qué tenían en contra del muchacho.

—No creo —dijo la señora Milvey, dirigiendo la mirada al reverendo Frank—, y creo que mi marido estará de acuerdo conmigo en cuanto lo reflexione, que consiguiera mantener a ese huérfano limpio de rapé. Porque su abuela toma muchas onzas, y acaba cayéndole encima al niño.

—Pero es que entonces dejaría de vivir con su abuela, Margaretta —dijo el señor Milvey.

—No, Frank, pues no habría manera de mantenerla alejada de la casa de la señora Boffin; y cuanta más comida y bebida hubiera allí, más a menudo se presentaría. Y es una mujer inoportuna. Espero que no se me tache de poco caritativa si recuerdo que la última Nochebuena se bebió once tazas de té, y se pasó todo el rato rezongando. Y tampoco es una mujer agradecida, Frank. Recordarás que una noche le soltó un discursito a un grupo de gente que estaba delante de su casa, presentando un memorial de agravios porque, después de que ya nos hubiéramos ido a la cama, vino a devolver las enaguas nuevas de franela que le habían dado, diciendo que eran demasiado cortas.

—Es cierto —dijo el señor Milvey—. No creo que fuera una buena idea. A lo mejor el pequeño de los Harrison…

—¡Oh, Frank! —le reconvino su enfática esposa.

—No tiene abuela, querida.

—No, pero no creo que a la señora Boffin le gustara un huérfano que bizquea tanto.

—Eso es cierto —dijo el señor Milvey, con una desmesurada cara de perplejidad—. Si le sirviera una niña…

—Pero querido, la señora Boffin quiere un chico.

—De nuevo he de darte la razón —dijo el señor Milvey—. Tom Bocker es un buen muchacho. —(Pensativo).

—Pero es que dudo, Frank —apuntó la señora Milvey, tras cierta vacilación—, que la señora Boffin quiera un huérfano que ya tiene diecinueve años, que lleva un carro y riega los caminos.

El señor Milvey remitió el caso a la señora Boffin con una simple mirada; al ver que la sonriente señora sacudía negativamente su capota de terciopelo negro y sus lazos, observó, un tanto alicaído, «de nuevo te doy la razón».

—No le quepa duda —dijo la señora Boffin, inquieta por causar tantas molestias— que de haber sabido que se lo iban a tomar tan a pecho… probablemente no habría venido.

—¡Le ruego que no diga eso! —la instó la señora Milvey.

—No, no lo diga —convino el señor Milvey—, porque le estamos muy agradecidos por haber acudido primero a nosotros. —Ese punto lo confirmó la señora Milvey; y la verdad es que aquella pareja amable y concienzuda hablaba como si tuvieran a su cargo un lucrativo depósito de huérfanos y trataran personalmente con los clientes—. Es un encargo que exige responsabilidad —añadió el señor Milvey— y difícil de cumplir. Al mismo tiempo, naturalmente, no querríamos perder la oportunidad que nos ofrece tan amablemente, y si nos concediera un par de días para ver qué hay disponible… ya sabes, Margaretta, podríamos examinar minuciosamente el asilo de pobres, la escuela de párvulos y tu parroquia.

—¡Naturalmente! —dijo su enfática mujercita.

—Sé que disponemos de huérfanos —añadió el señor Milvey, con el aire de quien podría haber añadido «en abundancia», y tan preocupado como si hubiera gran competencia en el negocio y temiera perder un pedido—; en los pozos de arcilla, por ejemplo, pero están empleados por parientes o amigos, y me temo que acabaría convirtiéndose en una transacción en forma de trueque. Y aun cuando intercambiara mantas por el niño (o libros y combustible), sería imposible impedir que todo eso acabara convertido en licor.

En consecuencia, se decidió que el señor y la señora Milvey buscarían un huérfano que les conviniera, y al que no afectaran en lo posible las objeciones anteriores, y que se pondrían en contacto con el señor Boffin. Entonces el señor Boffin se tomó la libertad de mencionarle al señor Milvey si este tendría la amabilidad de ser su banquero a perpetuidad hasta la cantidad de «más o menos un billete de veinte libras», para que los gastase sin mencionar su nombre, por lo que le estaría sinceramente agradecido. Al oírlo, el señor y la señora Milvey se sintieron tan complacidos como si ellos no pasaran necesidad alguna, y solo conocieran la pobreza en la persona de los demás; y así concluyó la entrevista, a satisfacción de las dos partes, que sacaron una buena impresión de la otra.

—Y ahora, señora —dijo el señor Boffin al retomar sus asientos detrás del caballo y el cochero con cabeza en forma de martillo—, después de esta agradabilísima visita, probaremos con los Wilfer.

Cuando llegaron ante el portón de donde vivía aquella familia, pareció que probar con los Wilfer era más fácil de decir que de hacer, pues acceder a la vivienda resultó en extremo difícil; tirar tres veces de la campana no produjo ningún resultado, y en cada ocasión oyeron ruidos de gente que correteaba y se apresuraba en el interior. A la cuarta llamada —realizada por el joven con la cabeza en forma de martillo de manera vengativa—, apareció la señorita Lavinia, surgiendo del interior de la casa como de manera accidental, con una capota y un parasol, como si se dispusiera a dar un reflexivo paseo. La joven se quedó de una pieza al encontrar visitantes en la puerta, y expresó esa sorpresa de manera conveniente.

—¡El señor y la señora Boffin están aquí! —gruñó el joven con la cabeza en forma de martillo a través de los barrotes del portón, sacudiéndolos al mismo tiempo, como si viera un grupo de animales salvajes—. ¡Y llevan media hora esperando!

—¿Quién ha dicho? —preguntó la señorita Lavinia.

—¡El señor y la señora BOFFIN! —replicó el joven, casi en un rugido.

La señorita Lavinia subió airosa hasta la puerta de la casa, bajó igual de airosa los peldaños con la llave, cruzó el jardincillo y abrió la verja.

—Por favor, entren —dijo la señorita Lavinia, con altivez—. Nuestro criado está fuera.

El señor y la señora Boffin obedecieron, y al detenerse en el pequeño vestíbulo hasta que la señorita Lavinia llegó para mostrarles por dónde debían continuar, percibieron tres pares de piernas a la escucha en lo alto de las escaleras. Eran las de la señora Wilfer, la señorita Bella y el señor George Sampson.

—El señor y la señora Boffin, ¿verdad? —dijo Lavinia, levantando la voz como para dar aviso.

Tensa atención por parte de las piernas de la señora Wilfer, de la señorita Bella y del señor George Sampson.

—Sí, señorita.

—Si son tan amables de bajar por aquí… por estas escaleras… se lo haré saber a mamá.

Fuga alborotada por parte de las piernas de la señora Wilfer, de la señorita Bella y del señor George Sampson.

El señor y la señora Boffin, tras esperar más o menos un cuarto de hora solos en la salita familiar, que presentaba trazas de haber sido tan apresuradamente arreglada después de la comida que podría dudarse de si lo habían ordenado para recibir a las visitas o despejado para jugar a la gallinita ciega, se apercibieron de la entrada de la señora Wilfer, majestuosamente lánguida, con una condescendiente labor de punto a un lado, que era como atendía a las visitas.

—Perdónenme —dijo la señora Wilfer tras los primeros saludos, y en cuanto se hubo ajustado el pañuelo debajo de la barbilla. Y moviendo las manos enguantadas añadió—: ¿A qué debo este honor?

—Abreviando, señora —replicó el señor Boffin—: quizá le suenen los nombres del señor y la señora Boffin, pues hemos heredado una cierta cantidad de dinero.

—Había oído que así ha sido, señor —contestó la señora Wilfer, con una digna inclinación de cabeza.

—Y me atrevería a decir, señora —añadió el señor Boffin, mientras su señora añadía asentimientos y sonrisas de confirmación—, que no siente mucha simpatía por nosotros, ¿verdad?

—Perdóneme —dijo la señora Wilfer—, pero sería injusto achacar al señor y la señora Boffin una calamidad que sin duda fue obra de la Providencia.

Estas palabras quedaron subrayadas por una expresión serenamente heroica de sufrimiento.

—Eso que ha dicho es muy justo, sin duda —observó el honesto señor Boffin—. Mi mujer y yo, señora, somos gentes sencillas, y no nos gusta fingir ni irnos con rodeos: porque para llegar a cualquier parte siempre hay un camino recto. En consecuencia, el objeto de esta visita es decirles que nos alegraría tener el honor y el placer de conocer a su hija, y que nos llenaría de gozo que su hija considerara nuestra casa como su hogar tanto como la que ahora estamos visitando. En resumen, deseamos animar a su hija, y brindarle la oportunidad de compartir los placeres de que nosotros vamos a disfrutar. Queremos animarla, y pasearla, y ofrecerle un cambio.

—¡Eso es! —dijo la generosa señora Boffin—. ¡Señor! ¡Hay que vivir bien.

La señora Wilfer inclinó la cabeza hacia aquella señora de una manera distante, y con majestuosa monotonía les replicó a sus visitantes:

—Perdónenme. Tengo varias hijas. ¿Cuál de ellas debo entender que se ve favorecida por las amables intenciones del señor Boffin y señora?

—¿No lo ve? —intervino la siempre sonriente señora Boffin—. La señorita Bella, por supuesto.

—¡A-ah! —dijo la señora Wilfer, con una mirada severa y poco convencida—. Mi hija Bella no anda lejos, y hablará por sí misma. —A continuación abrió un poco la puerta al tiempo que se oía un correteo al otro lado, y la señora proclamó—: ¡Enviadme a la señorita Bella!

Esta proclama, aunque solemnemente formal, y casi se podría decir heráldica, se enunció, de hecho, con unos ojos maternales que lanzaban una mirada de ira y reproche hacia esa joven en carne y hueso, hasta tal punto que esta se retiró con cierta dificultad hacia el pequeño hueco que formaban las escaleras, temiendo la aparición del señor y la señora Boffin.

—Las ocupaciones de R. W., mi marido —explicó la señora Wilfer, volviendo a sentarse—, le tienen muy atareado en la City a esta hora del día, pues de lo contrario tendríamos el honor de que participara en esta recepción bajo nuestro humilde techo.

—¡Un lugar muy agradable! —dijo el señor Boffin, con alegría.

—Perdóneme, señor —replicó la señora Wilfer, corrigiéndole—, pero esta es la morada de una Pobreza consciente, aunque independiente.

El señor y la señora Boffin, viendo que era bastante difícil seguir la conversación por aquellos derroteros, se quedaron mirando el vacío, y la señora Wilfer permaneció sentada en silencio, dándoles a entender que cada vez que respiraba lo hacía con una abnegación raramente igualada en la historia, hasta que apareció la señorita Bella. La señora Wilfer se la presentó, y le explicó cuál era la intención de las visitas.

—Puedo asegurarles que les estoy muy agradecida —dijo la señorita Bella, sacudiendo fríamente sus rizos—, pero dudo que me apetezca nada salir.

—¡Bella! —la amonestó la señora Wilfer—. Bella, debes superarlo.

—Sí, haz lo que te dice tu mamá y supéralo, querida —la instó la señora Boffin—, porque nos alegraremos de tenerte aquí, y porque eres demasiado guapa para quedarte encerrada en casa.

Tras esas palabras, la simpática mujer le dio un beso y unas palmaditas en sus hombros con hoyuelos; la señora Wilfer permanecía rígida, como un funcionario que preside el interrogatorio anterior a una ejecución.

—Vamos a mudarnos a una bonita casa —dijo la señora Boffin, que era lo bastante mujer para comprometer al señor Boffin en ese punto, en un momento en que él no podía objetar nada—. Y tendremos un bonito carruaje, e iremos a todas partes y lo veremos todo. Y para empezar, de ninguna manera —añadió sentando a Bella a su lado y dándole unas palmaditas en la mano— debes tenernos aversión, pues ya sabes que no pudimos evitarlo, querida.

La señorita Bella, con esa tendencia natural de la juventud a ceder ante la franqueza y un carácter amable, se sintió tan conmovida por la simplicidad de esas palabras que le devolvió un sincero beso a la señora Boffin. Aquello no fue del todo del agrado de aquella buena mujer de mundo, su madre, que pretendía mantenerse en el ventajoso terreno de que fuera ella quien les hacía un favor a los Boffin, y no al contrario.

—Mi hija pequeña, Lavinia —dijo la señora Wilfer, contenta de poder desviar la atención con la llegada de su hija—. Y el señor George Sampson, un amigo de la familia.

El amigo de la familia estaba en esa fase de tierna pasión que le hacía propenso a considerar a todos los que no fueran él como enemigos de la familia. Se llevó a la boca la empuñadura redonda de su bastón al sentarse, como si fuera un tapón. Como si estuviera lleno hasta la garganta de sentimientos de afrenta. Y lanzó a los Boffin una mirada implacable.

—Si quieres traer a tu hermana contigo cuando vengas a estarte con nosotros —dijo la señora Boffin—, desde luego estaremos encantados. Lo que mejor te plazca, señorita Bella, mejor nos placerá a nosotros.

—Supongo que mi consentimiento está de más en todo esto —exclamó la señorita Lavinia.

—Lavvy —dijo su hermana en voz baja—, haz el favor de tener la boca cerrada.

—No quiero —contestó la cortante Lavinia—. No soy una niña que se exhibe delante de los desconocidos.

—Eres una niña.

—No soy una niña y no quiero que me exhiban. «Trae a tu hermana». ¡Hay que ver!

—¡Lavinia! —dijo la señora Wilfer—. ¡Basta! No te permitiré que en mi presencia manifiestes el absurdo recelo de que ningún desconocido, se llame como se llame, va a hacerse cargo de mi hija. ¿Te atreves a suponer, muchacha ridícula, que el señor y la señora Boffin han entrado por esa puerta para hacerse cargo de ti; o que, si lo hicieran, continuarían aquí dentro, aunque fuera un solo instante, mientras tu madre posea la fuerza que aún le queda en su armazón vital para pedirles que se marchen? Si eso es lo que crees, es que conoces muy poco a tu madre.

—Todo lo que dices es muy bonito —comenzó a refunfuñar Lavinia, hasta que la señora Wilfer repitió:

—¡Basta! No te lo permito. ¿No sabes cómo hay que tratar a las visitas? ¿Es que no comprendes que al atreverte a insinuar que esta señora y este caballero pudieran tener la menor intención de hacerse cargo de ningún miembro de nuestra familia, me da igual cuál de ellos, los acusas de una impertinencia que roza la locura?

—No se preocupe por la señora Boffin o por mí —dijo el señor Boffin, sonriente—, no nos importa.

—Usted perdone, pero a mí sí me importa —contestó la señora Wilfer.

La señorita Lavinia emitió una risita y murmuró:

—Sí, claro.

—Y le exijo a mi atrevida hija —continuó la señora Wilfer, fulminando con la mirada a su hija menor, que no se dio en absoluto por aludida— que tenga la amabilidad de ser justa con su hermana Bella; que recuerde que su hermana Bella está muy solicitada; y que, cuando su hermana Bella acepta una atención, considera que confiere tanto honor —y aquí hubo un temblor de indignación— como recibe.

Pero en este punto, Bella también la rechazó, y dijo con calma:

—Ya sabes que puedo hablar por mí misma, mamá. No hace falta que intercedas por mí, por favor.

—Y resulta muy fácil disparar a los otros utilizándome a mí —dijo con rencor la incontenible Lavinia—, aunque me gustaría preguntarle a George Sampson qué tiene él que decir.

—Señor Sampson —proclamó la señora Wilfer, al ver que el joven caballero se sacaba el tapón, lanzándole enseguida una mirada tan siniestra que se lo volvió a poner enseguida—. El señor Sampson, como amigo de la familia y habitual de esta casa, estoy convencida de que es una persona demasiado bien educada como para interponerse en tal invitación.

Este encomio del joven caballero llevó a la concienzuda señora Boffin a arrepentirse de no haberle hecho justicia en su mente, y a decir, en consecuencia, que ella y el señor Boffin estarían encantados de verle en cualquier momento; una atención que él agradeció con cortesía replicando, sin sacarse el tapón de la boca:

—Se lo agradezco mucho, pero siempre estoy comprometido, día y noche.

No obstante, como Bella compensó todos aquellos inconvenientes respondiendo a las proposiciones de los Boffin de manera encantadora, aquella sencilla pareja quedó, en conjunto, satisfecha, y le propuso a la susodicha Bella que, en cuanto estuvieran en condiciones de recibirla de una manera que correspondiera a los deseos de ambos, la señora Boffin regresaría para informarles. La señora Wilfer sancionó ese arreglo inclinando la cabeza majestuosamente y moviendo los guantes, como quien dice: «Vuestros deméritos los pasaremos por alto, y seréis clementemente recompensados, pobrecillos».

—Por cierto, señora —dijo el señor Boffin, dándose la vuelta cuando ya se marchaba—, ¿tiene un inquilino?

—Un caballero —respondió la señora Wilfer, matizando aquella expresión plebeya— ocupa la primera planta.

—Podríamos considerarlo Nuestro Amigo Común —dijo el señor Boffin—. ¿Qué clase de persona es Nuestro Amigo Común? ¿Le tiene usted aprecio?

—El señor Roskesmith es muy puntual, muy discreto, y un residente de lo más ideal.

—Porque —explicó el señor Boffin— debe saber que no conozco demasiado a Nuestro Amigo Común, pues solo lo he visto una vez. Usted habla bien de él. ¿Está en casa?

—El señor Rokesmith está en casa —dijo la señora Wilfer—. De hecho —añadió señalando a través de la ventana—, ahora está en la puerta del jardín. Quizá esperándole.

—Es posible —replicó el señor Boffin—. A lo mejor me ha visto entrar.

Bella había escuchado atentamente este breve diálogo. Acompañó a la señora Boffin hasta la puerta y observó atentamente lo que ocurrió.

—¿Cómo está, señor, cómo está? —dijo el señor Boffin—. Esta es la señora Boffin. El señor Rokesmith, del que ya te he hablado, querida.

Ella le dio los buenos días, y él enseguida le dio la mano para ayudarla a subir al coche.

—Despidámonos por el momento, señorita Bella —dijo la señora Boffin, hablando con toda cordialidad—. ¡Pronto volveremos a vernos! Y espero que entonces podrá ver a mi pequeño John Harmon.

El señor Rokesmith, que estaba junto a la rueda colocando las faldas del vestido de la señora Boffin, de repente miró a su espalda, luego alrededor y a continuación levantó la vista, tan pálido que la señora Boffin exclamó:

—¡Dios santo! —Y al cabo de un momento—: ¿Qué le ocurre, señor?

—¿Cómo va a ver a un muerto? —replicó el señor Rokesmith.

—No es más que un hijo adoptivo. Ya le he hablado de él a Bella. ¡Voy a ponerle ese nombre!

—Me ha cogido de sorpresa —dijo el señor Rokesmith—, y ha sonado como un presagio que hablara de enseñarle un muerto a alguien tan joven y lozano.

Bella sospechaba ya que el señor Rokesmith la admiraba. Si el saberlo (porque era eso más que sospecha) hacía que le tuviera más simpatía o menos que al principio, si despertaba en ella una avidez de saber más cosas de él —pues deseaba fundamentar su recelo o librarse de él—, era algo que su corazón aún no tenía muy claro. Pero en muchas ocasiones él ocupaba una gran parte de su atención, y prestó una gran atención a ese incidente.

Cuando quedaron solos en el sendero que había junto a la puerta del jardín, ella sabía tan bien como él que él lo sabía tan bien como ella.

—Son personas respetables, señorita Wilfer.

—¿Los conoce bien? —preguntó Bella.

Él sonrió, con una expresión de reproche, y ella se sonrojó, reprochándoselo a sí misma —sabiendo los dos que había intentado pillarle contestando con una mentira— cuando él dijo:

—He oído hablar de ellos.

—Lo cierto es que él ha dicho que le había visto una vez.

—Lo cierto es que supongo que así es.

Ahora Bella estaba nerviosa, y le habría alegrado retirar la pregunta.

—Le parecería extraño que yo, con el gran interés que siento por usted, me sobresaltara ante lo que parecía una propuesta de ponerla en contacto con el hombre asesinado que yace en su tumba. Podría haber comprendido, y sin duda lo habría comprendido al cabo de un momento, que no lo decía en ese sentido. Pero mi interés permanece.

Al volver a entrar en la sala familiar en un estado meditabundo, la señorita Bella fue recibida por la incontenible Lavinia con un:

—¡Mira, Bella! Al menos espero que hayas cumplido sus deseos… gracias a tus Boffin. Ahora serás lo bastante rica… con tus Boffin. Podrás coquetear todo lo que quieras… gracias a tus Boffin. ¡Pero no me llevarás con tus Boffin, te lo digo a ti… a ti y a ellos!

—Si —manifestó el señor George Sampson, sacándose el tapón con aire taciturno— el señor Boffin de la señorita Bella me viene otra vez con estas tonterías, solo deseo que entienda, de hombre a hombre, que lo hace a su propio ries…

Iba a decir «riesgo»; pero la señorita Lavinia, que no tenía fe en la inteligencia del joven, y consideraba que aquella frase no tenía una aplicación concreta en ninguna circunstancia, volvió a clavar el tapón con una brusquedad que las lágrimas acudieron a los ojos del señor George Sampson.

En ese momento, la señora Wilfer, tras haber utilizado a su hija pequeña como maniquí para la edificación de ese par de Boffin, se acarameló con ella, y pasó a dar un último ejemplo de su fuerza de carácter, que aún tenía en reserva. Consistía en ilustrar a la familia con su extraordinaria capacidad fisionómica, una capacidad que aterraba a R. W. cada vez que la utilizaba, pues siempre estaba impregnada de una tenebrosidad y una maldad de la que ninguna presencia inferior era consciente. Y esto era lo que hacía ahora la señora Wilfer, obsérvese que por celos de los Boffin, en el mismísimo momento en que ya estaba reflexionando cómo blandiría a esos mismísimos Boffin y su fortuna por encima de la cabeza de sus amigos que no tenían ningún Boffin.

—De sus modales —dijo la señora Wilfer— no digo nada. De su aspecto, no digo nada. De lo desinteresadas que son sus intenciones hacia Bella, no digo nada. Pero la astucia, el sigilo, el secretismo, las turbias conspiraciones que lleva escritas la señora Boffin en la cara, me ponen a temblar.

Y como prueba incontrovertible de la existencia de todos esos siniestros atributos, la señora Wilfer se puso a temblar allí mismo.