El señor Boffin consulta a su abogado
Cualquiera que, saliendo de Fleet Street, hubiese entrado en la sociedad legal de Temple Inn en este punto de la historia, y hubiera deambulado desconsolado por los edificios de Temple hasta tropezar con un triste cementerio, y hubiera levantado la mirada hacia las tristes ventanas que dominaban ese cementerio para descubrir, en la más triste de todas, a un triste muchacho, habría contemplado en él, en un solo golpe de vista, al escribiente en jefe, el escribiente pasante, el escribiente civil, el escribiente de escrituras, el escribiente de la cancillería, y a los escribientes de todas las categorías y departamentos del señor Mortimer Lightwood, al que los periódicos habían calificado no hacía mucho de eminente procurador.
El señor Boffin, al haber mantenido diversos contactos con aquella esencia de los escribientes, tanto en su propia casa como en La Enramada, no tuvo dificultad alguna para identificarlo al verlo allá arriba, en su polvoriento nido de ave de presa. Ascendió hasta el segundo piso, en el que estaba situada la ventana, muy preocupado por las incertidumbres que asediaban al Imperio romano, y lamentando enormemente la muerte del simpático Pertinax, que apenas la noche anterior había abandonado los asuntos imperiales es un estado de gran confusión para caer víctima de la guardia pretoriana.
—¡Buenos días, buenos días! —dijo el señor Boffin, saludando con la mano mientras el triste muchacho, cuyo verdadero nombre era Blight, le abría la puerta de la oficina—. ¿Está el jefe?
—El señor Lightwood le ha dado cita, ¿verdad?
—No quiero que me la dé, ¿sabe? —replicó el señor Boffin—, yo la pagaré, muchacho.
—Sin duda, señor. ¿Quiere entrar? En este momento el señor Lightwood no está, pero espero que regrese de un momento a otro. ¿Le importa tomar asiento en el despacho del señor Lightwood, señor, mientras repaso el libro de citas? —Con gran aparatosidad, el joven Blight agarró de su escritorio un volumen manuscrito alargado y delgado con la tapa de papel marrón, y pasando el dedo por las citas del día, murmuró—: Señor Aggs, señor Baggs, señor Caggs, señor Daggs, señor Faggs, señor Gaggs, señor Boffin. Sí, señor, aquí está. Ha llegado con un poco de adelanto, señor. El señor Lightwood vendrá enseguida.
—No tengo prisa —dijo el señor Boffin.
—Gracias, señor. Aprovecharé la oportunidad, si no le importa, de registrar su nombre en el libro de visitas del día. —Con la misma aparatosidad que antes, el joven Blight cambió de volumen, cogió una pluma, la humedeció en la boca, la mojó y repasó las entradas anteriores antes de escribir—: Señor Alley, señor Balley, señor Calley, señor Dalley, señor Falley, señor Galley, señor Halley, señor Lalley, señor Malley. Y señor Boffin.
—Todo muy sistemático, ¿eh, muchacho? —dijo el señor Boffin mientras anotaban su nombre.
—Sí, señor —replicó el muchacho—. No podría trabajar de otra manera.
Mediante lo cual quizá quería decir que su mente habría quedado hecha trizas sin esa ficción ocupacional. Al no llevar en su solitario confinamiento esposas que pudiera lustrar, y como no le proporcionaran copa de beber que pudiera cincelar, había acudido al recurso de realizar cambios alfabéticos en los dos volúmenes en cuestión, o de entrar una gran cantidad de personas que sacaba de la Guía Comercial como si tuvieran negocios con el señor Lightwood. Aquello era imprescindible para su espíritu, pues, al ser de temperamento sensible, tenía tendencia a considerar como una deshonra personal que su jefe no tuviera clientes.
—¿Cuánto hace que está en el mundo legal? —preguntó el señor Boffin con su tono brusco e inquisitivo habitual.
—Llevo en esto unos tres años, señor.
—¡Eso es casi como su hubiese nacido en él! —dijo el señor Boffin con admiración—. ¿Le gusta?
—No me molesta demasiado —replicó el joven Blight suspirando como si lo más amargo ya hubiese pasado.
—¿Cuál es su salario?
—La mitad de lo que me gustaría —contestó el joven Blight.
—¿Y cuánto desearía?
—Quince chelines a la semana —dijo el muchacho.
—Y teniendo en cuenta la velocidad media a que se asciende, ¿cuánto tardaría en llegar a juez? —preguntó el señor Boffin, tras examinar en silencio su poca estatura.
El muchacho respondió que aún no había realizado ese pequeño cálculo.
—Supongo que no hay nada que pueda impedirle alcanzar ese cargo —dijo el señor Boffin.
El muchacho vino a decirle que tenía el honor de ser un británico de pies a cabeza, y que nada podía impedírselo. No obstante, parecía inclinado a sospechar que quizá pudiera surgir algún obstáculo.
—¿Un par de libras le serían de ayuda? —preguntó el señor Boffin.
Sobre este particular, el joven Blight no tenía la menor duda, con lo que el señor Boffin le regaló esa suma de dinero, y le agradeció la atención que prestaba a sus asuntos (los del señor Boffin); los cuales, añadió, creía poder considerar como solucionados.
A continuación, el señor Boffin, con el bastón junto a la oreja, como un espíritu familiar que le fuera a explicar cuanto había en el despacho, se quedó sentado mirando una pequeña estantería con libros sobre la práctica legal y actas de los procesos, y una ventana, y un talego azul vacío, y una barra de lacre, y una pluma, y una caja de obleas, y una manzana, y un bloc de notas —todo muy polvoriento— y una abundancia de manchas y borrones de tinta, y el estuche mal disimulado de un arma de fuego, que fingía ser algo relacionado con la ley, y una caja de hierro con el rótulo «TESTAMENTARIA HARMON», hasta que apareció el señor Lightwood.
El señor Lightwood le dijo que venía de visitar al apoderado, con el que había estado tratando los asuntos del señor Boffin.
—¡Y a lo que parece, le ha hecho sudar tinta! —dijo el señor Boffin con conmiseración.
El señor Lightwood, sin explicarle que aquel agotamiento era crónico, pasó a exponerle que, cumplidos con todo detalle los trámites de la ley, comprobada la autenticidad del testamento del difunto Harmon, demostrado el óbito del inmediato heredero de Harmon, etcétera, el Tribunal de la Cancillería había tomado la resolución de, etcétera, de que él, Lightwood, tuviera la satisfacción, el honor y la dicha, de nuevo, etcétera, de felicitar al señor Boffin por entrar en posesión, como legatario universal, de una cantidad superior a las cien mil libras, depositadas en los libros del gobernador y la institución del Banco de Inglaterra, seguido de más etcéteras.
—Y lo mejor de todo este dinero, señor Boffin, es que no conlleva molestia alguna. No hay propiedades que administrar, no hay rentas que deban producir un porcentaje dado en los malos tiempos (que es una manera extraordinariamente costosa de que tu nombre salga en los periódicos), no hay electores a los que hervir en agua caliente, ni intermediarios que se lleven la crema de la leche antes de que llegue a la mesa. Podría poner el montante dentro de una caja fuerte mañana por la mañana y llevárselo a… no sé, las Montañas Rocosas. Y se las menciono —concluyó el señor Lightwood, con una sonrisa indolente—, porque parece que todos los hombres caen bajo un fatal hechizo que tarde o temprano les obliga a mencionarle a alguien las Montañas Rocosas en un tono de extrema familiaridad, y espero que me perdone por mencionarle esa gigantesca cordillera, ahora latazo geográfico.
Sin atender demasiado ese último comentario, el señor Boffin dirigió su mirada perpleja al techo, y a continuación a la alfombra.
—Bueno —comentó—, la verdad es que no sé qué decirle. Estaba muy bien como estaba. Es mucho dinero que cuidar.
—¡Mi querido señor Boffin, entonces no se moleste en cuidarlo!
—¿Cómo? —dijo el caballero.
—Si me permite hablarle —replicó Mortimer— con la imbécil irresponsabilidad de un individuo particular, y con la profundidad de un consejero legal, lo que le diría es que si esa fortuna le resulta excesiva, o le abruma, le queda el consuelo de hacer que disminuya. Y si le causa aprensión esta tarea, le queda aún otro consuelo, y es el de que muchas personas se tomarán la molestia de quitársela de las manos.
—¡Bueno! No acabo de entenderlo —replicó el señor Boffin, aún perplejo—. Lo que está diciendo, ¿sabe?, no me parece satisfactorio.
—¿Es que hay algo que sea satisfactorio, señor Boffin? —preguntó Mortimer arqueando las cejas.
—Antes encontraba cosas satisfactorias —replicó el señor Boffin con una expresión nostálgica—. Cuando estaba de capataz en La Enramada, antes de que fuera La Enramada, el negocio me resultaba muy satisfactorio. El viejo era un horrible vándalo (lo digo, desde luego, sin querer faltarle al respeto a su memoria), pero era agradable supervisar el negocio, desde antes de que amaneciera hasta pasado el anochecer. Casi fue una pena —dijo el señor Boffin, frotándose la oreja— que el hombre ganara tanto dinero. Habría sido mejor que no se hubiese entregado en cuerpo y alma a él. ¡No le quepa duda —dijo el señor Boffin como si acabara de descubrirlo— que él si tenía mucho que cuidar!
El señor Lightwood tosió, no muy convencido.
—Y hablando de satisfacción —añadió el señor Boffin—, ¡bueno, que el Señor nos ampare! Si lo analizamos por partes, una a una, ¿puede decirme qué satisfacciones nos ha traído ese dinero? Cuando, después de todo, el viejo le hace justicia al muchacho, este no saca ningún provecho de él. Lo liquidan justo en el momento en que se está llevando (por así decir) la copa y el platillo a los labios. Señor Lightwood, quiero mencionarle ahora que, en nombre de ese pobre y querido muchacho, la señora Boffin y yo nos enfrentamos muchas veces al viejo, hasta que acababa dedicándonos todos los insultos que su lengua era capaz de pronunciar. Le vi, después de que la señora Boffin le diera su opinión acerca de la necesidad de los afectos naturales, coger la capota de la señora Boffin (esta llevaba, por lo general, un sombrero de paja negro, colocado por comodidad en lo más alto de la cabeza) y lanzarla dando vueltas a la otra punta del patio. Lo vi con mis propios ojos. Y en una ocasión en que lo hizo de una manera que era ya una afrenta, le habría dado un buen guantazo si la señora Boffin no se hubiera interpuesto entre nosotros, recibiendo el golpe en la sien. Que la tumbó, señor Lightwood. La tumbó.
El señor Lightwood murmuró:
—Eso honra, por igual, el corazón y la cabeza de la señora Boffin.
—Entiéndame —prosiguió el señor Boffin—. Lo menciono para que vea, ahora que todo ha terminado, que la señora Boffin y yo siempre estuvimos, como nos obligaba nuestro honor de cristianos, de parte de los hijos. La señora Boffin y yo estábamos de parte de la hija; la señora Boffin y yo estábamos de parte del pobre muchacho; la señora Boffin y yo le plantamos cara al viejo cuando lo único que podíamos esperar a cambio de nuestros esfuerzos era que nos pusiera de patitas en la calle. En cuanto a la señora Boffin —dijo el señor Boffin, bajando la voz—, a lo mejor ella no quiere que se lo mencione, ahora que es una mujer elegante, pero llegó a decirle, en mi presencia, que era un bribón con el corazón de pedernal.
El señor Lightwood murmuró:
—El bravío espíritu sajón… los antepasados de la señora Boffin… arqueros en las batallas de Agincourt y Cressy.
—La última vez que la señora Boffin y yo vimos al pobre muchacho —dijo el señor Boffin, calentándose (como suele ocurrir con la grasa) con cierta tendencia a derretirse— era un niño de siete años. Pues, cuando regresó para interceder por su hermana, la señora Boffin y yo estábamos fuera, supervisando una compra que se había hecho en uno de los campos, que debía ser cribada antes de cargarla en los carros, y él vino y se fue en el intervalo de una hora. Le digo que era un niño de siete años. Se disponía a partir, totalmente solo y desamparado, a una escuela en el extranjero, y vino a nuestra casa, situada al final del patio de la presente Enramada, para calentarse en nuestro hogar. Llevaba una ropa de viaje escasa y de poco abrigo. Tenía una maleta muy escasa fuera, en el viento helado, que yo iba a llevarle hasta el vapor, pues el viejo no quería ni oír hablar de gastarse seis peniques en el coche de línea. La señora Boffin, en aquel tiempo una joven y el vivo retrato de una rosa en flor, está de pie a su lado, se arrodilla junto al fuego, le calienta las dos manos y pasa a frotarle las mejillas; pero, al ver que los ojos del niño se llenan de lágrimas, ella también se pone a llorar enseguida, y le rodea el cuello con los brazos, como si le protegiera, y me grita: «¡Daría todo el ancho mundo, desde luego que lo daría, por irme con él!». Lo único que le digo es que aquello me llegó a lo más hondo, y que al mismo tiempo aumentó la admiración que sentía por la señora Boffin. El pobre niño se queda un rato agarrado a ella, y ella se agarra a él, y luego, cuando el viejo lo llama, el muchacho dice: «¡Debo irme! ¡Que Dios les bendiga!». Y por un momento apoya el corazón en el pecho de la señora Boffin, y levanta la mirada hacia ambos, como si sintiera pena… como si sufriera. ¡Qué mirada! Subí a bordo con él (primero le compré todas las pequeñas fruslerías que se me ocurrió que le gustarían), y no le dejé hasta que no se hubo dormido en la litera, tras lo cual volví con la señora Boffin. Pero el que le contara cómo lo había dejado en el barco no sirvió de nada, pues, según ella, el muchacho jamás cambió esa expresión que nos había dirigido antes. Pero aquello tuvo un lado bueno. La señora Boffin y yo no teníamos hijos propios, y a veces habíamos deseado tener uno. Pero ya no. «Cualquiera de los dos podría morir», dice la señora Boffin, «y otros ojos podrían ver esa mirada de desamparo en nuestro hijo». Así que algunas noches, cuando hacía mucho frío, o cuando el viento aullaba, o llovía a cántaros, se despertaba sollozando, y me decía presa de gran agitación: «¿Es que no ves la cara del pobre niño? ¡Oh, dale cobijo!». Hasta que con el transcurrir de los años se le pasó, como tantas otras cosas.
—Mi querido señor Boffin, con el tiempo todo acaba en despojos —dijo Mortimer, con una risita.
—Bueno, yo no llegaría al extremo de decir todo —replicó el señor Boffin, al que parecía irritar la actitud de su interlocutor—, porque hay cosas que nunca he encontrado entre la basura. Bueno, señor. Así pues, la señora Boffin y yo nos vamos haciendo viejos al servicio del viejo, viviendo y trabajando bastante duro, hasta que el viejo es hallado muerto en su cama. Entonces la señora Boffin y yo sellamos su caja fuerte, que siempre estuvo en la mesita que había al lado de su cama, y después de haberle oído mencionar a menudo el nombre de Temple Inn como un lugar donde se contrataba la recogida de la basura de los abogados, vine hasta aquí en busca de un abogado que me aconsejara, y veo a su joven ayudante en estas alturas, cortando moscas en pedacitos con su navaja cortaplumas en el alféizar, y le lanzo un «¡Eh!», pues no tengo el placer de conocerle, y así es como consigo ese honor. Luego, usted y ese caballero que lleva ese cuello tan incómodo y que tiene su despacho bajo el pequeño pasadizo abovedado del cementerio de Saint Paul…
—Doctor’s Commons —observó Lightwood.
—Tenía entendido que era otro nombre —dijo Boffin, haciendo una pausa—, pero usted lo sabrá mejor que yo. Entonces usted y ese doctor Scommons se ponen a trabajar, y hacen las cosas como es debido, usted y el doctor Scommons se ocupan de averiguar el paradero del pobre muchacho, y al final lo encuentran, y la señora Boffin y yo a menudo intercambiamos la observación: «Volveremos a verlo, en felices circunstancias». Pero no fue así como; y lo que tiene este asunto de insatisfactorio es que el dinero nunca le llegó.
—Pero ha llegado —comentó Lightwood, con una lánguida inclinación de cabeza— a manos excelentes.
—Ha venido a parar a manos de la señora Boffin y mías este mismo día y a esta misma hora solo, y a eso quiero llegar, porque hemos esperado a que llegara este día y esta hora con un propósito. Señor Lightwood, se ha cometido un asesinato cruel y pérfido. Y la señora Boffin y yo nos beneficiamos misteriosamente de este asesinato. Ofrecemos, para que se prenda y se condene al asesino, una recompensa de una décima parte de la propiedad, una recompensa de diez mil libras.
—Señor Boffin, eso es demasiado.
—Señor Lightwood, la suma la hemos fijado la señora Boffin y yo, y no vamos a cambiarla.
—Pero permítame hacerle ver —replicó Lightwood—, hablando ahora con profundidad profesional y no con imbecilidad individual, que la oferta de una recompensa tan grande es una invitación a que aparezcan sospechas falsas, a que se reconstruyan falsamente los hechos, a que se acuse falsamente: toda una caja de herramientas afiladas.
—Bueno —dijo el señor Boffin, un tanto estupefacto—, esta es la suma que hemos apartado a ese fin. Si hay que declararlo abiertamente en los nuevos anuncios que hay que poner en nombre nuestro…
—En su nombre, señor Boffin, en su nombre.
—Muy bien, en mi nombre, que es el mismo que el de la señora Boffin, y se refiere a los dos, es algo que hay que considerar al redactarlas. Pero esa es la primera orden que, como poseedor de la propiedad, le doy a mi abogado al entrar en posesión de ella.
—Su abogado, señor Boffin —replicó Lightwood, escribiendo una anotación muy breve con una pluma muy oxidada— tiene la satisfacción de escribir su orden. ¿Alguna más?
—Otra, y no más. Redácteme un testamento todo lo breve y conciso que se pueda sin dejar de ser estricto, por el que deje la totalidad de los bienes a «mi querida esposa, Henerietty Boffin, como única albacea». Hágalo todo lo breve que pueda, utilizando esas palabras, pero hágalo estricto.
Lightwood, que no acababa de comprender la idea que tenía el señor Boffin de lo que era un testamento estricto, empezó a tantearlo.
—Le ruego me perdone, pero la profundidad profesional debe ser exacta. Cuando dice estricto…
—Quiero decir estricto —explicó el señor Boffin.
—Exacto. Y no hay nada más loable. Pero esa cualidad de estricto de la que habla, ¿impone alguna condición a la señora Boffin? Y si es así, ¿en qué términos?
—¿Imponer alguna condición a la señora Boffin? —interrumpió su marido—. ¡No! Pero ¡en qué está pensando! Lo que quiero es que todo sea suyo de una manera tan estricta que no se le pueda arrebatar.
—¿Suyo con total libertad para hacer lo que quiera con el dinero? ¿Completamente suyo?
—¿Completamente? —repitió el señor Boffin, con una risita breve y sonora—. ¡Ja! ¡Desde luego! ¡Estaría bueno que a estas alturas comenzara a ponerle condiciones a la señora Boffin!
Así pues, esa instrucción también fue anotada por el señor Lightwood; y este, tras haberla anotado, estaba casi acompañándole a la puerta cuando el señor Eugene Wrayburn casi tropieza con él en el umbral. A consecuencia de lo cual, el señor Lightwood dijo, con su frialdad habitual, «Permítanme que les presente», y posteriormente expresó que el señor Wrayburn era un abogado versado en leyes y que, en parte por cuestiones relacionadas con su labor y en parte por placer, había puesto al corriente al señor Wrayburn de algunos hechos interesantes de la biografía del señor Boffin.
—Encantado —dijo Eugene (aunque no lo pareciera)— de conocer al señor Boffin.
—Gracias, señor, gracias —replicó el caballero—. ¿Le gusta el mundo de la abogacía, señor?
—No… especialmente —replicó Eugene.
—Demasiado árido para usted, ¿eh? Bueno, supongo que hay que perseverar algunos años antes de dominar el oficio. Pero no hay nada como el trabajo. Fíjese en las abejas.
—Le ruego me perdone —contestó Eugene, con una sonrisa de renuencia—, pero ¿me perdonará si le digo que siempre protesto cuando se menciona a las abejas?
—¡No me diga! —exclamó el señor Boffin.
—Me opongo por principios —dijo Eugene—, en cuanto que bípedo…
—En cuanto que ¿qué? —preguntó el señor Boffin.
—En cuanto que criatura de dos patas. Me opongo por principios, en cuanto que criatura de dos patas, a que se me compare con insectos y con criaturas de cuatro patas. Me opongo a que se me exija que mi conducta deba tomar como modelo la conducta de las abejas, de los perros, las arañas o los camellos. Admito plenamente que el camello, por ejemplo, es una persona enormemente sobria; pero posee varios estómagos con los que sustentarse, y yo solo tengo uno. Además, yo no estoy provisto de una fresca bodega en la que conservar mi bebida.
—Pero yo he mencionado la abeja —insistió el señor Boffin, que no sabía muy bien qué decir.
—Exacto. ¿Y puedo hacerle observar que es muy poco pertinente mencionar la abeja? Porque eso es dar muchas cosas por sentado. Concedamos por un momento que existe alguna analogía entre una abeja y un hombre que lleva camisa y pantalones (cosa que yo niego), y demos por supuesto que el hombre puede aprender de la abeja (cosa que también niego). La cuestión sigue siendo: ¿qué tiene que aprender? ¿A imitar? ¿A evitar? Cuando sus amigas las abejas se preocupan con tanto revoloteo y hasta tal punto por su soberana, y pierden el oremus por cualquier pequeño movimiento de la soberana, nosotros, los hombres, ¿hemos de aprender a adular a los ricos o de la mezquindad del Diario de Sesiones? No tengo muy claro, señor Boffin, que eso de la colmena no sea sino pura sátira.
—En cualquier caso, trabajan —dijo el señor Boffin.
—S-sí —replicó Eugene con desdén—, trabajan, pero ¿no cree que exageran? Trabajan mucho más de lo que necesitan. Producen mucho más de lo que pueden comer. Fastidian y zumban sin cesar con esa idea única hasta que la muerte se las lleva. ¿No cree que exageran? Y los hombres, ¿no han de tener vacaciones por culpa de las abejas? ¿Es que yo nunca he de cambiar de aires, porque las abejas no lo hacen? Señor Boffin, creo que la miel es algo excelente para el desayuno; pero, a la luz de los maestros y moralistas convencionales, me opongo a las tiránicas paparruchas de su amiga la abeja. Con todos los respetos hacia usted.
—Gracias —dijo el señor Boffin—. ¡Buenos, buenos días!
Pero el digno señor Boffin se alejó con la incómoda impresión de que se podría haber ahorrado aquella charla, de que en el mundo había muchas cosas insatisfactorias, aparte de las que había recordado en relación a la propiedad de Harmon. Y mientras caminaba por Fleet Street en ese estado de ánimo, de repente se dio cuenta de que era seguido de cerca y observado por un hombre de aspecto elegante.
—¿Y bien? —dijo el señor Boffin, parándose en seco, tan en seco como había parado sus meditaciones—. ¿Qué vende usted?
—Le ruego me perdone, señor Boffin.
—¿También sabe mi nombre? ¿Cómo es eso? Yo no le conozco.
—No, señor, no me conoce.
El señor Boffin miró al hombre a los ojos, y el hombre lo miró a los ojos a él.
—No —dijo el señor Boffin, tras echarle una mirada al suelo, como si este estuviese hecho de caras e intentara encontrar la que correspondía a la del hombre—, no le conozco.
—Soy un don nadie —dijo el desconocido—, y no es probable que me conozca, pero la riqueza del señor Boffin…
—¡Oh! ¿Es que ya todo el mundo lo sabe? —murmuró el señor Boffin.
—… Y esa manera tan romántica de conseguirla, lo convierten en una persona notoria. El otro día alguien le señaló y me dijo quién era usted.
—Bueno —dijo el señor Boffin—, pues yo diría que debió de quedar usted decepcionado cuando me señalaron, si su cortesía le permite confesarlo, pues soy consciente de que en mí hay poco que ver. ¿Qué puede usted querer de mí? No es hombre de leyes, ¿verdad?
—No, señor.
—¿Tiene alguna información que darme, a cambio de una recompensa?
—No, señor.
Es posible que la cara del hombre se sonrojara momentáneamente en esa última respuesta, pero pasó enseguida.
—Si no me equivoco, usted me ha seguido desde el despacho de mi abogado y ha intentado llamar mi atención. ¡Confiéselo! ¿Es verdad, o no? —exigió saber el señor Boffin, bastante enfadado.
—Sí.
—¿Y por qué?
—Si me permite caminar a su lado, señor Boffin, se lo contaré. ¿Tiene algún inconveniente en que entremos en este lugar (creo que se llama Clifford’s Inn), donde podremos oírnos mejor que en medio del fragor de la calle?
(«Vaya —se dijo el señor Boffin—, como me proponga una partida a los bolos, o se encuentre con un caballero de provincias que acabe de heredar, o saque alguna joya que se haya encontrado, ¡lo tumbo de un golpe!» Con tan discreta reflexión, y llevando el bastón en brazos tal como lo lleva Punch,[6] el señor Buffin torció hacia la mencionada Clifford’s Inn).
—Señor Boffin, da la casualidad de que esta mañana estaba en Chancery Lane cuando le vi caminar delante de mí. Me tomé la libertad de seguirle, sin acabar de decidirme a abordarlo, hasta que entró usted en el despacho de su abogado. Entonces lo esperé fuera hasta que salió.
(«Esto no suena a partida de bolos, ni a caballero de provincias, ni a joyas —se dijo el señor Boffin—, aunque nunca se sabe»).
—Me temo que lo que voy a decirle es atrevido, y me temo que tiene poco que ver con el mundo práctico al que estamos acostumbrados, pero me arriesgaré. Si me pregunta, o si se pregunta a sí mismo (cosa más probable) qué me hace ser atrevido, le responderé que estoy del todo convencido de que es usted un hombre recto y de trato franco, con un corazón grandísimo, y bendecido con una esposa a la que distinguen las mismas cualidades.
—Lo que le han dicho es cierto, al menos de la señora Boffin —fue la respuesta del señor Boffin, mientras inspeccionaba a su nuevo amigo.
Había cierta contención en la actitud del desconocido, que caminaba con los ojos en el suelo (aunque consciente, a pesar de todo, de que el señor Boffin lo observaba) y hablaba con una voz apagada. Pero sus palabras fluían con facilidad, y su voz era de tono agradable, aunque carente de espontaneidad.
—Si añado que puedo ver por mí mismo lo que la gente comenta de usted, que la fortuna no le ha echado a perder ni le ha envanecido, confío en que usted, en cuanto que hombre de carácter abierto, no sospeche que pretendo halagarle, sino que considere que todo lo que pretendo es excusarme, siendo esta mi única excusa para la presente intrusión.
(«¿Cuánto? —se dijo el señor Boffin—. Debe de tratarse de dinero. ¿Cuánto?»)
—Ahora que sus circunstancias han cambiado, probablemente cambiará su manera de vivir. Probablemente tendrá una casa más grande, muchos asuntos que atender, y lo asediará la correspondencia. Si usted me probara como secretario…
—¿Como qué? —exclamó el señor Boffin, con los ojos como platos.
—Como su secretario.
—Bueno —dijo el señor Boffin entre dientes—. ¡Qué cosa más rara!
—O —prosiguió el desconocido, asombrado ante el asombro del señor Boffin—, si me probara como su apoderado, o con el nombre que sea, sé que descubriría que soy una persona fiel y agradecida, y espero que me encuentre útil. Naturalmente, a lo mejor piensa que mi objetivo inmediato es el dinero. No es así, pues de buena gana le serviré un año, dos años, el plazo que usted decida, antes de abordar la cuestión de los honorarios.
—¿De dónde es usted? —preguntó el señor Boffin.
—Vengo —replicó el otro, encontrando su mirada—, de muchos países.
Como el conocimiento que tenía el señor Boffin de los nombres y situaciones de las tierras extranjeras era limitado en cantidad y confuso en cualidad, modeló su siguiente pregunta según una forma elástica.
—¿De algún… lugar en concreto?
—He estado en muchos lugares.
—¿A qué se ha dedicado? —preguntó el señor Boffin.
Tampoco consiguió un gran progreso con eso, pues la respuesta fue:
—He sido estudiante y viajero.
—Si no le parece que me tomo demasiada libertad en preguntarle —dijo el señor Boffin—, ¿cómo se ganaba la vida?
—Le he mencionado a qué aspiro —replicó el otro, lanzándole otra mirada y sonriendo—. He tenido que desistir de unos planes que tenía trazados, y digamos que ahora debo comenzar de nuevo.
El señor Boffin, sin saber cómo librarse de aquel aspirante, y sintiéndose más confuso debido a que la actitud y aspecto del hombre delataban una exquisitez de la que él se reconocía deficiente, dirigió su mirada hacia la pequeña y mohosa colonia o coto de gatos que era aquel día Clifford’s Inn, en busca de alguna sugerencia. Había gorriones, había gatos, había podredumbre húmeda, podredumbre seca, pero no era un lugar que inspirara ninguna idea.
—Aún no le he mencionado mi nombre —dijo el desconocido, sacando una carterita de la que extrajo una tarjeta—. Me llamo Rokesmith. Me alojo en casa de un tal señor Wilfer, en Holloway.
El señor Boffin se lo quedó mirando de nuevo.
—¿El padre de la señorita Bella Wilfer? —dijo.
—Mi casero tiene una hija llamada Bella. Sí, sin duda.
Justamente, aquel nombre había rondado por los pensamientos del señor Boffin toda la mañana, y los días anteriores; por lo que dijo:
—¡Eso también es algo singular! —Y lo miró otra vez fijamente, sin darse cuenta, rebasando las barreras de los buenos modales, con la tarjeta en la mano—. Y, por cierto, supongo que fue alguien de la familia el que le señaló quién era yo.
—No. Nunca he ido por la calle con ninguno de ellos.
—Entonces, ¿oyó cómo hablaban de mí entre ellos?
—No. Tengo mis propias habitaciones, y he mantenido escasa comunicación con ellos.
—¡Esto se hace más raro por momentos! —dijo el señor Boffin—. Bueno, señor, la verdad sea dicha, no sé qué decirle.
—No diga nada —replicó el señor Rokesmith—, y permítame que venga a visitarle dentro de unos días. No soy tan inconsciente como para pensar que me aceptará con solo verme una vez y me contratará en medio de la calle. Deje que venga a visitarle cuando se haya formado una opinión, cuando le venga bien.
—Eso es justo, y no tengo nada que objetar —dijo el señor Boffin—, pero debe ser con la condición de que quede plenamente entendido que sigo sin saber para qué puedo llegar a necesitar a alguien que me haga de secretario… Ha sido secretario lo que ha dicho, ¿verdad?
—Sí.
El señor Boffin volvió a poner unos ojos como platos, y se quedó mirando al aspirante de pies a cabeza, repitiendo:
—¡Qué raro! ¿Está seguro de que ha sido secretario? ¿Sí?
—Estoy seguro de que es lo que he dicho.
—Como secretario —repitió el señor Boffin, meditando sobre la palabra—. No creo que vaya a necesitar nunca un secretario, o lo que sea, más de lo que voy a necesitar nunca un hombre en la luna. La señora Boffin y yo todavía no hemos decidido que vayamos a cambiar en nada nuestra manera de vivir. Las inclinaciones de la señora Boffin desde luego propenden a la moda; pero, como ya vive de manera elegante en La Enramada, es posible que no quiera hacer ningún cambio. No obstante, señor, ya que no desea precipitar las cosas, deseo que nos volvamos a ver, y, si le apetece, puede venir a visitarme a La Enramada. Pásese dentro de una semana o dos. Al mismo tiempo, considero que debo mencionarle, además de lo que ya le he mencionado, que tengo a mi servicio a un hombre de letras, con una pata de palo, y que no es mi propósito separarme de él.
—Lamento que, en cierto modo, se me hayan adelantado —replicó el señor Rokesmith, evidentemente sorprendido por la noticia—, pero a lo mejor surgen otras obligaciones.
—Verá —replicó el señor Boffin, con un sentido confidencial de la dignidad—, las obligaciones de mi hombre de letras son claras. Profesionalmente, su ocupación son las decadencias y caídas, y como amigo entra en el terreno de la poesía.
Sin observar que esas obligaciones no le parecían nada claras a la atónita comprensión del señor Rokesmith, el señor Boffin prosiguió:
—Y ahora, señor, le deseo buenos días. Puede pasarse por La Enramada cualquier día de la semana que viene o la otra. No está a más de una milla de donde usted vive, y su casero le indicará cómo ir. Pero como es posible que no conozca el lugar por el nuevo nombre de Enramada de Boffin, cuando le pregunte, hágalo por Harmon.
—Harmun —repitió el señor Rokesmith, que al parecer no había captado bien el sonido—. Harman. ¿Cómo lo deletrea?
—Bueno, en cuanto a cómo se deletrea —replicó el señor Boffin, con gran presencia de ánimo—, eso es cosa suya. Harmon es todo lo que tiene que decirle a su casero. ¡Buenos días, buenos días!
Y, dicho esto, se marchó sin mirar atrás.