Capítulo VII


El señor Wegg mira por sí mismo

Silas Wegg, de camino al Imperio romano, se aproxima por el camino de Clerkenwell. Es por la tarde; llueve y hace mal tiempo. El señor Wegg encuentra tiempo para hacer un pequeño recorrido, gracias a que ha plegado su pantalla más temprano, ahora que combina otra fuente de ingresos con esta, y también a que considera que le conviene hacerse esperar con cierta ansiedad en La Enramada. «Boffin estará más impaciente si espera un poco», se dice Silas, cerrando, a medida que avanza con su pata de palo, primero el ojo derecho, luego el izquierdo. Algo que resulta en él totalmente superfluo, pues la naturaleza se los ha cerrado ya bastante.

«Si la cosa va bien con él, como espero que vaya —prosigue Silas, avanzando y meditando—, no sería propio de mí dejarlo aquí. No sería respetable». Animado por su reflexión, acelera el paso, y mira muy a lo lejos, como hacen a menudo los hombres que tienen proyectos ambiciosos.

Al darse cuenta de que un grupo de joyeros ha buscado asilo en los alrededores de la iglesia de Clerkenwell, el señor Wegg comprende que ese vecindario le inspira interés y respeto. Pero sus sensaciones, por lo que se refiere a su estricta moralidad, cojean tanto como él al caminar; pues sugieren las delicias de un abrigo que te haga ser invisible, en el que alejarte a salvo con las piedras preciosas y los relojes, sin remordimiento alguno por la gente que los perdería.

No obstante, el señor Wegg no dirige sus pasos hacia las «tiendas» donde los diestros artesanos trabajan con perlas, diamantes, oro y plata, enriqueciendo sus manos hasta tal punto que las aguas enriquecidas en que se las lavan las compran los refinadores; no hacia allí renquea el señor Wegg, sino hacia las tiendas más pobres de los pequeños comerciantes al por menor que venden cosas para comer, para beber y para mantener a la gente caliente, y hacia los fabricantes de marcos italianos, hacia las barberías, las tiendas de objetos de segunda mano y los vendedores de perros y pájaros cantores. De esas tiendas, en una calle estrecha y sucia dedicada a esos comercios, el señor Wegg selecciona un escaparate oscuro en el que arde una vela de sebo que da escasa luz, rodeada de una mescolanza de objetos que se parecen vagamente a trozos de cuero y palos secos, pero entre los cuales no hay nada que tenga una forma nítida, excepto la vela misma dentro de su vieja palmatoria de hojalata, y dos ranas disecadas que mantienen un duelo a espada. Impulsándose con renovada energía sobre su pata de palo, el señor Wegg se introduce por la oscura y grasienta entrada, empuja una renuente puerta lateral, oscura y grasienta, y entra en una tiendecita oscura y grasienta. Tan oscuro está que sobre un pequeño mostrador no se distingue nada más que otra vela de sebo en otra palmatoria de hojalata, próxima a la cara de un hombre sentado en una silla y muy encorvado.

El señor Wegg saluda esa cara con un «Buenas noches».

La cara que se levanta hacia él es cetrina, de mirada vacilante, coronada por una maraña de pelo rojizo y polvoriento. El propietario de esa cara no lleva corbata, y se ha abierto el cuello revuelto de la camisa para trabajar con más comodidad. Por la misma razón no lleva chaqueta: solo un chaleco holgado sobre la camisa amarilla. Sus ojos exhiben la misma fatiga de los grabadores, pero ese no es su oficio; su expresión y encorvamiento son más de zapatero, pero tampoco se dedica a eso.

—Buenas noches, señor Venus. ¿Me recuerda?

El señor Venus se yergue a medida que los recuerdos asoman lentamente, y coge la palmatoria que hay en el pequeño mostrador y la baja hacia las piernas, la natural y la artificial, del señor Wegg.

—¡Oh, claro! —dice entonces el hombre—. ¿Cómo está?

—Wegg, ya sabe —explica el caballero.

—Sí, sí —dice el otro—. ¿El de la amputación en el hospital?

—El mismo —dice el señor Wegg.

—Sí, sí —dice Venus—. ¿Cómo está? Siéntese junto al fuego y caliéntese la… la otra pierna.

El pequeño mostrador es tan corto que deja accesible la chimenea —pues de ser más largo habría quedado detrás—, así que el señor Wegg se sienta en un cajón delante del fuego, y aspira un cálido y agradable olor que no es el de la tienda. «Pues esta —decide para sus adentros el señor Wegg, mientras da un par de inspiraciones correctoras— debe de oler a humedad, cuero, plumas, sótano, cola, goma y —con otra inspiración—, de hecho, es un fuerte olor a fuelles viejos».

—El té se está haciendo y tengo un bollo que se está tostando, señor Wegg. ¿Quiere compartirlo?

Como una de las reglas del señor Wegg es siempre compartir, dice que sí. Pero la tiendecita está tan totalmente a oscuras, está tan llena de estantes, repisas, rinconeras y ángulos oscuros, que ve la taza y el platillo del señor Venus solo porque están cerca de la vela, y no ve de qué misterioso hueco el señor Venus saca otros para él hasta que los tiene bajo la nariz. De manera simultánea, Wegg percibe un bonito pajarillo muerto sobre el mostrador, con la cabeza inerte a un lado, apoyada contra el platillo del señor Venus, y un alambre rígido y largo que le penetra el pecho. Como si fuera Petirrojo, el héroe de la balada, y el señor Venus el gorrión del arco y la flecha, y el señor Wegg la mosca de su ojito.

El señor Venus se agacha y saca otro bollo, aún sin tostar; saca la flecha de Petirrojo y procede a asar el bollo con la punta de ese cruel instrumento. Cuando está tostado, vuelve a agacharse y saca mantequilla, con la cual completa su labor.

El señor Wegg, como hombre lleno de recursos que está seguro de que tarde o temprano acabará cenando, insiste a su anfitrión para que se tome el bollo, a fin de que su estado de ánimo sea dócil, como si engrasara su maquinaria, por así decir. A medida que los bollos desaparecen lentamente, los estantes, repisas y rincones oscuros comienzan a aparecer, y el señor Wegg, lentamente, se hace una idea imperfecta de que delante de él, encima de la repisa de la chimenea, hay un bebé hindú metido dentro de un frasco, acurrucado y con la cabeza casi entre las piernas, como si, de ser la botella lo bastante grande, fuera a dar al instante un salto mortal.

Cuando el señor Wegg considera que los engranajes del señor Venus están lo bastante lubricados, aborda la cuestión que le ha traído, y pregunta, mientras da unas suaves palmaditas con las manos para expresar que no le ha traído ninguna intención preconcebida:

—¿Y cómo me ha ido todo este tiempo, señor Venus?

—Muy mal —dice el señor Venus, sin paños calientes.

—¿Qué? ¿Todavía estoy en casa? —pregunta Wegg con aire de sorpresa.

—En casa, como siempre.

Parece que, en su fuero interno, esas palabras alegran a Wegg, pero este oculta sus sentimientos y observa:

—Qué raro. ¿Y a qué lo atribuye?

—No sé a qué atribuirlo, señor Wegg —replica Venus, que es un hombre demacrado y melancólico, que habla con una voz tenue y quejosa—. No consigo encajarle en ninguna miscelánea. Haga lo que haga, no hay manera de encajarle. Cualquiera que tuviera un mínimo conocimiento os distinguiría a simple vista y diría: «¡De ninguna manera! ¡No encaja!».

—Muy bien, pero maldita sea, señor Venus —protesta Wegg con cierta irritación—, no puede ser por nada personal y característico de mí. A menudo debe de ocurrir con las misceláneas.

—Con las costillas, os lo garantizo, siempre. Pero con nada más. Cuando preparo una miscelánea, sé de antemano que no puedo ser fiel a la naturaleza, ni ser misceláneo con las costillas, porque todo el mundo tiene sus propias costillas, y no le irán bien las de nadie más; pero en lo demás puedo ser misceláneo. Acabo de enviar una belleza, una belleza perfecta, a una escuela de arte. Una pierna es belga, la otra inglesa, y lo demás procede de ocho personas distintas. ¡Que no reúne las condiciones para entrar en una obra miscelánea! Tendría que tener usted todo el derecho, señor Wegg.

Silas contempla intensamente su pierna, todo lo que le permite la tenue luz, y al cabo de unos momentos manifiesta enfurruñado que «debe de ser culpa de los demás. Si no, ¿cómo explica que ocurra algo así?», pregunta impaciente.

—No sé cómo ocurre. Póngase de pie un momento. Aguante la luz. —De un rincón de su silla, el señor Venus saca los huesos de una pierna y un pie, hermosamente puros, y los junta con exquisito encaje. Los compara con la pierna del señor Wegg, que lo contempla como si le tomaran las medidas para una bota de montar—. No, no sé lo que es, pero es así. Tiene una curva en ese hueso, según mi parecer. Nunca he visto nada parecido.

El señor Wegg, tras haber mirado su pierna con desconfianza, y con recelo el patrón con el que acaba de ser comparada, señala:

—¡Apuesto una libra a que no es inglesa!

—¡Una apuesta fácil, sabiendo que manejamos tanto material extranjero! No, pertenece a un caballero francés.

Como el señor Venus señala con la cabeza un punto de la oscuridad que queda detrás del señor Wegg, este sufre un leve sobresalto, se da la vuelta en busca del «caballero francés», al que finalmente divisa representado (de una manera muy eficiente) por sus costillas, colocadas en un estante de otro rincón, como una parte de una armadura o un par de corsés.

—¡Oh! —exclama el señor Wegg, como si se lo presentaran—. Diría que hacía usted un buen papel en su país, pero espero que no ponga ninguna objeción si le digo que todavía no ha nacido el francés con el que desee encajar.

En ese momento, la grasienta puerta sufre un violento empujón y aparece un muchacho, quien, tras dejar que dé un portazo, dice:

—Vengo por el canario disecado.

—Son tres chelines y nueve peniques —replica Venus—. ¿Tienes el dinero?

El muchacho saca cuatro chelines. El señor Venus, siempre extraordinariamente abatido y con sus sonidos quejumbrosos, busca el canario a su alrededor. Cuando coge la palmatoria para ayudarse en su búsqueda, el señor Wegg observa que tiene un pequeño estante, muy útil, cerca de las rodillas, en el que solo hay manos de esqueletos, que dan la vivísima impresión de querer agarrarlo. De entre estas, el señor Venus saca el canario, que está dentro de una cajita de cristal, y se lo enseña al muchacho.

—¡Toma! —gimotea—. ¡Está casi vivo! ¡Sobre una rama, como sopesando saltar! Cuídalo, es un ejemplar muy bonito… Y tres peniques hacen cuatro chelines.

El niño recoge el cambio y abre la puerta mediante una tira de cuero que tiene clavada a ese fin, momento en que el señor Venus le grita:

—¡Deténgale! ¡Regresa, bribonzuelo! Que te llevas uno de mis dientes entre los medios peniques.

—¿Cómo iba a saberlo? Usted me lo ha dado. Yo no quiero ningún diente, ya me basta con los míos. —Esto exclama el niño, mientras separa el diente del cambio y lo arroja sobre el mostrador.

—No me vengas con impertinencias, ni con el malvado orgullo de la juventud —le replica patéticamente el señor Venus—. No me golpees porque me veas abatido, que ya sin eso tengo bastante. Supongo que el diente se cayó en el cajón. Se caen por todas partes. A la hora del desayuno había dos en la cafetera. Muelas.

—Muy bien, pues —contesta el chaval—, ¿por qué me insulta, entonces?

A lo cual el señor Venus tan solo replica, agitando su mechón de pelo polvoriento y parpadeando con sus ojos débiles:

—No me vengas con impertinencias, ni con el malvado orgullo de la juventud. No me golpees porque me veas abatido. No tienes ni idea de lo pequeño que serías si tuviera que articular tu esqueleto.

La afirmación parece hacer mella en el muchacho, pues se aleja gruñendo.

—¡Ay, Dios mío! —suspira pesadamente el señor Venus, despabilando la vela—. El mundo, que parecía tan florido, ha dejado de retoñar. Veo que está usted mirando el resto de la tienda, señor Wegg. Permítame que le alumbre. Este es mi banco de trabajo. Este el banco de trabajo de mi ayudante. Un torno de banco. Herramientas. Huesos, variados. Cráneos, variados. Un bebé indio en conserva. También un bebé africano. Frascos de preparaciones, varias. Todo al alcance de su mano, en buen estado de conservación. Los artículos enmohecidos están arriba. Ni me acuerdo de lo que hay en esos cestos de allí. Digamos que restos humanos, variados. Gatos. Un bebé inglés articulado. Perros. Patos. Ojos de cristal, variados. Un pájaro momificado. Piel seca, variada. ¡Dios mío! Esa es una panorámica general.

Tras haber paseado la vela por todos aquellos objetos heterogéneos, que parecían dar un paso al frente de manera obediente a medida que eran nombrados, el señor Venus repite abatido:

—¡Dios mío, Dios mío!

Vuelve a sentarse, y con un abatimiento que le abruma, se sirve más té.

—¿Dónde estoy? —pregunta el señor Wegg.

—Se halla en algún lugar de la trastienda que hay al otro lado del patio, señor; y, para hablarle con franqueza, ojalá nunca le hubiese comprado al portero del hospital.

—A ver, ¿cuánto pagó por mí?

—Bueno —replica Venus, soplando en su taza de té: la cabeza y la cara asoman de la oscuridad, por encima del humo que emana, como si estuviese modernizando su antiguo origen familiar[5]—, formaba parte de un lote, y la verdad es que no lo sé.

Silas plantea su pregunta con la fórmula mejorada de:

—¿Cuánto aceptaría por mí?

—Bueno —replica Venus, aún soplando su té—, en estos momentos no estoy en condiciones de decírselo, señor Wegg.

—¡Vamos! Según ha dicho usted mismo, yo no valgo gran cosa —razona Wegg de manera convincente.

—Para un trabajo misceláneo no, desde luego, señor Wegg; pero aún podría resultarme valioso como… —En ese punto el señor Venus da un sorbo a su té, que está tan caliente que se ahoga y le hace llorar—… como monstruosidad, si me perdona la palabra.

Reprimiendo una mirada de indignación, indicativa de todo menos de una disposición a excusarlo, Silas sigue argumentando:

—Creo que me conoce, señor Venus, y creo que sabe que nunca regateo.

El señor Venus da unos cuantos sorbos a su té caliente, cerrando los ojos en cada uno, y vuelve a abrirlos de manera espasmódica, pero no da su consentimiento.

—Tengo la oportunidad de prosperar en la vida y alcanzar una posición mejor gracias a mi propio esfuerzo —dice Wegg con cierta emoción—, y no me gustaría… se lo diré abiertamente: no me gustaría, en tales circunstancias, encontrarme, cómo le diría… disperso, una parte de mí aquí, una parte allá, sino que me gustaría estar completo, como un señor.

—En la actualidad, esto es solo un proyecto, ¿verdad, señor Wegg? ¿Aún no cuenta con el dinero para cerrar un trato? Entonces le diré lo que haré con usted; lo guardaré para más adelante. Soy un hombre de palabra, no tiene que temer que disponga de usted. Lo guardaré para más adelante. Se lo prometo. ¡Dios mío, Dios mío!

El señor Wegg, deseoso de aceptar y deseando ganarse a su interlocutor, lo observa mientras este suspira y se sirve más té, y a continuación dice, procurando introducir una nota de simpatía en su voz:

—Parece alicaído, señor Venus. ¿Va mal el negocio?

—Nunca ha ido tan bien.

—¿Tiene problemas con las manos?

—Nunca han estado tan bien, señor Wegg. No solo soy el primero del ramo, sino que yo soy el ramo. Puede ir a comprar un esqueleto al West End, si quiere, y pagar el precio del West End, pero lo habré montado yo. Tengo tanto trabajo como pueda desear, con la colaboración de mi ayudante, y me enorgullece y llena de placer hacerlo.

El señor Venus pronuncia estas palabras con la mano derecha extendida, el platillo humeante en la mano izquierda, en un tono de queja, como si fuera a prorrumpir en un llanto torrencial.

—Entonces no hay motivo para que se sienta abatido, señor Venus.

—Eso ya lo sé, señor Wegg. Dejando aparte el hecho de que nadie me iguala en este trabajo, he mejorado mucho en mi conocimiento de la anatomía, y reconozco todos los huesos tanto por su forma como por su nombre. Señor Wegg, si le trajeran aquí dentro de una bolsa, desmontado, podría nombrar sus huesos más diminutos con los ojos cerrados, al igual que los más grandes, tan deprisa como podría cogerlos, y los clasificaría, clasificaría sus vértebras de una manera que le sorprendería y le encantaría por igual.

—Bueno —observa Silas (aunque no de tan buena gana como antes)—, pues eso no es motivo para abatirse. O, al menos, no para que usted se sienta abatido.

—Señor Wegg, eso ya lo sé. Señor Wegg, sé que no es motivo. ¡Pero es el corazón lo que me abate, es el corazón! Sea tan amable de leer esta carta en voz alta.

Silas recibe de la mano de Wegg una carta que este saca del maravilloso caos que hay en un cajón, y, tras ponerse las gafas, lee:

—«Señor Venus».

—Sí, prosiga.

—«Conservador de animales y pájaros».

—Sí, prosiga.

—«Articulador de huesos humanos».

—Eso es —dice el señor Venus con un gruñido—. ¡Eso es! Señor Wegg, tengo treinta y dos años y sigo soltero. Señor Wegg, la amo. Señor Wegg, ¡ella merece ser amada por un potentado! —Silas parece alarmarse en el momento en que el señor Venus se pone de pie a causa de su zozobra interior, y con el semblante descompuesto le planta cara poniéndole una mano en el cuello del abrigo; pero el señor Venus, tras pedir excusas, vuelve a sentarse, y dice con la calma de la desesperación—: Ella se opone a mis pretensiones.

—¿Ella es consciente del provecho que obtendría?

—Ella es consciente de ese provecho, pero no aprecia este arte y le pone reparos. «No deseo», escribe de su puño y letra, «verme a mí misma, ni que me vean, bajo una luz tan color hueso».

El señor Venus se sirve más té, con una expresión y una actitud de la más profunda desolación.

—¡Es como cuando un hombre trepa a lo alto de un árbol, señor Wegg, solo para darse cuenta de que desde allí arriba no hay nada que ver! Me siento aquí por las noches, rodeado de mis maravillosos trofeos artísticos, ¿y de qué me han servido? Han sido mi ruina. Me han llevado a que ella informe de que ¡«no deseo verme a mí misma, ni que me vean, bajo una luz tan color hueso»!

Tras haber repetido esa fatídica expresión, el señor Venus da más sorbitos de té y ofrece una explicación de por qué lo hace.

—Eso me abate. Y cuando todo mi cuerpo está abatido por igual, la letargia se apodera de mí. Si bebo hasta la una o las dos de la mañana, acabo olvidándolo. No deje que le retenga más, señor Wegg. No soy una buena compañía para nadie.

—No me marcho por eso —dice Silas, poniéndose en pie—, sino porque tengo una cita. Ya tendría que estar en Harmon.

—¿Qué? —dice el señor Venus—. En Harmon, por el camino de Battle Bridge.

El señor Wegg admite que hacia allí se encamina.

—Debe de estar metido en un buen asunto, si ha conseguido acceder a esa casa. Allí hay mucho dinero.

—Y pensar —dice Silas— que lo ha entendido todo a la primera, y que está tan al corriente. ¡Es maravilloso!

—En absoluto, señor Wegg. El anciano caballero quería conocer la naturaleza y valor de todo lo que encontraba entre el polvo; y había muchos huesos, y plumas, y qué sé yo, y me lo traía.

—¿De verdad?

—Sí. (¡Oh, Dios mío, Dios mío!) Y está enterrado en este barrio, ¿sabe? Un poco más allá.

El señor Wegg no lo sabe, pero hace como si lo supiera, asintiendo. También sigue con la mirada la sacudida de la cabeza de Venus, como si buscara una dirección un poco más allá.

—El descubrimiento que hicieron en el río despertó mi interés —dice Venus—. (Por entonces ella aún no me había escrito su carta de rechazo). Tengo allí… bueno, da igual.

Había levantado la palmatoria, alargando el brazo hacia uno de los estantes a oscuras, y el señor Wegg se había vuelto para mirar cuando el señor Venus se interrumpió.

—El anciano caballero era muy conocido por aquí. Corrían historias de que tenía escondidos todo tipo de objetos de valor en esos montones de basura. Supongo que no había nada en ellos. Quizá usted lo sabe, señor Wegg.

—No hay nada en ellos —dijo Wegg, que jamás había oído hablar de todo eso.

—No deje que le retenga más. ¡Buenas noches!

El desdichado señor Venus acompaña su apretón de manos de una sacudida de cabeza y se derrumba en su silla, para a continuación servirse más té. El señor Wegg vuelve la cabeza mientras abre la puerta tirando de la correa, observa que ese movimiento también zarandea aquella destartalada tienda, sacude la vela, originando un destello momentáneo que provoca que los bebés —el hindú, el africano y el inglés—, los «humanos varios», el caballero francés, los gatos de ojos verdes de cristal, los perros, los patos, y todo el resto de la colección parezcan por un instante animados pero paralíticos; e incluso el pequeño Petirrojo, que está al lado del señor Venus, se vuelve sobre su costado inocente. Un instante después, el señor Wegg renquea su pata de palo bajo las farolas y a través del barro.