La voz de la sociedad
Así pues, a Mortimer Lightwood le corresponde contestar a una invitación a cenar del señor y la señora Veneering, expresando que le alegrará tener el honor de responder al honor que le hacen al invitarlo. Como es habitual, los Veneering han repartido invitaciones a la Sociedad de manera infatigable, y todo aquel que desee participar en una de sus cenas más vale que se apresure, pues está escrito en los Libros de los Hados Insolventes que la semana que viene Veneering se va a dar una costalada de aúpa. Sí. Tras haber desentrañado el insondable misterio de cómo la gente consigue vivir por encima de sus posibilidades, y tras haberse sumergido hasta el cuello en la marea de los chanchullos como legislador elegido ante el Universo por los honestos electores de Pocket Breaches, la semana que viene ocurrirá que Veneering aceptará el cargo de los Chiltern Hundreds, [38] y que el caballero relacionado con la abogacía que goza de la confianza de Britania aceptará de nuevo los miles de Rotos en los Bolsillos, y que los Veneering se retirarán a Calais, donde vivirán de los diamantes de la señora Veneering (en los que el señor Veneering, como buen marido, ha invertido de vez en cuando considerables sumas), y donde le relatará a Neptuno y a otros que la Cámara de los Comunes, antes de que Veneering se retirara del Parlamento, la formaban él y los seiscientos cincuenta y siete más queridos y viejos amigos que tenía en el mundo. Del mismo modo ocurrirá, lo más cerca posible de ese periodo, que la Sociedad descubrirá que siempre despreció a los Veneering, y que desconfió de los Veneering, y que siempre fue a cenar con bastante recelo… aunque muy bien disimulado entonces, al parecer, y totalmente privado y confidencial.
No obstante, como los Libros de los Hados Insolventes de la semana siguiente aún no se han abierto, alrededor de los Veneering hay el habitual movimiento de personas que van a su casa a cenar unos con otros, y no con los Veneering. Está lady Tippins. Está Podsnap el Grande y la señora Podsnap. Está Twemlow. Están el Parachoques, Boots y Brewer. Está el Contratista, que es la Providencia para quinientos hombres. Está el presidente de la compañía que viaja tres mil millas por semana. Está el brillante genio que convirtió las acciones en esa suma extraordinariamente exacta de trescientas setenta y cinco mil libras, redondas sin peniques ni chelines.
A quienes hay que añadir al señor Mortimer Lightwood, que se pasea entre ellos con su aire lánguido habitual, copiado de Eugene, y perteneciente a la época en que contó la historia del hombre de Alguna Parte.
Tippins, esa hada lozana, no deja de dar gritos al divisar a su falso enamorado. Llama al desertor con su abanico; pero el desertor, predeterminado a no acercársele, habla de Britania con Podsnap. Podsnap siempre habla de Britania, y lo hace como si él fuera una especie de guardaespaldas privado, por los intereses de Inglaterra y en contra del resto del mundo.
—Sabemos lo que significa Rusia, señor —dice Podsnap—; sabemos lo que quiere Francia; ya vemos cuáles son las intenciones de Norteamérica; pero sabemos lo que es Inglaterra. Eso nos basta.
No obstante, cuando se ha servido la cena, y Lightwood ocupa su lugar habitual, delante de lady Tippins, ya no hay manera de esquivarla.
—Pero si es nuestro Robinson Crusoe largo tiempo exiliado —dice la seductora, intercambiando saludos—, ¿cómo ha dejado su isla al marcharse?
—Gracias —dice Lightwood—. No se quejaba de que le doliera nada.
—Y dígame, ¿cómo estaban los salvajes? —pregunta lady Tippins.
—Cuando me fui de la isla de Juan Fernández se estaban civilizando —dice Lightwood—. O al menos se comían los unos a los otros, cosa que se le parece mucho.
—¡Qué cruel! —replica esa joven criatura—. Ya sabe a qué me refiero, y se burla de mi impaciencia. Cuénteme algo de inmediato de la pareja casada. Estuvo usted en la boda.
—¿De verdad que estuve? —finge considerar Mortimer, tomándoselo con calma—. ¡Ah, sí!
—¿Cómo iba vestida la novia? ¿De remera?
Mortimer pone un gesto de abatimiento, y se niega a responder.
—Espero que la chica fuera a la ceremonia timoneando, o esquifando, o marineando, o bolinando, o barloventeando, o cual sea el término técnico —añade la ingeniosa Tippins.
—Fuera como fuera, fue lo más hermoso de la ceremonia —dice Mortimer.
Lady Tippins, emitiendo un gritito como de espanto, atrae la atención general.
—¡Lo más hermoso! Cójame si me desmayo, Veneering. ¡Pretende decirnos que esa horrible fémina barquera es hermosa!
—Le ruego que me perdone, pero no pretendo decirle nada, lady Tippins —replica Lightwood. Y mantiene su palabra acabándose la cena con una exhibición de absoluta indiferencia.
—No se va a escapar así, insociable hombre de la jungla —contesta lady Tippins—. No esquivará la pregunta para proteger a su amigo Eugene, que se ha puesto en evidencia de este modo. Tendrá que saber que la voz de la Sociedad condena este ridículo asunto. Mi querida señora Veneering, permita que formemos un Comité de toda la Cámara para abordar el asunto.
La señora Veneering, siempre encantada con esa parlanchina sílfide, exclama:
—¡Oh, sí! ¡Formemos un Comité de toda la Cámara! ¡Deliciosa idea! —dice Veneering—. Los que estén de acuerdo que digan Sí; los que no, que digan No. Los Síes ganan.
Pero nadie presta atención a esa gracia.
—¡Y yo soy la presidenta de los Comités! —exclama lady Tippins.
(—¡Qué vigor tiene! —exclama la señora Veneering; tampoco nadie le presta atención).
—Y esto —añade la enérgica mujer— es un Comité para toda la Cámara de lo que podríamos considerar —supongo que de donde podríamos extraer— la voz de la Sociedad. La cuestión que se plantea ante el Comité es si un joven de muy buena familia, de buena apariencia y cierto talento, hace el ridículo o actúa sensatamente al casarse con una fémina barquera convertida en obrera de una fábrica.
—No creo que sea esa la cuestión —interviene el terco Mortimer—. Para mí la cuestión es si un hombre como el que usted describe, lady Tippins, hace bien o mal en casarse con una mujer valiente (no menciono su belleza) que le ha salvado la vida con una maravillosa energía y habilidad; de la que sabe que es virtuosa y que posee extraordinarias cualidades; a la que admiraba de mucho tiempo atrás, a la vez que ella siente un profundo afecto por él.
—Pero, perdóneme —dice Podsnap, con su humor y el cuello de la camisa igual de arrugados—, ¿era esa mujer una fémina barquera o no?
—Nunca. Aunque creo que a veces remaba en el bote de su padre.
La impresión general es adversa a esa joven. Brewer sacude la cabeza. Boots sacude la cabeza. El Parachoques sacude la cabeza.
—Y ahora, señor Lightwood —añade Podsnap, con una indignación que va ascendiendo hacia sus cabellos, que son como dos cepillos—, ¿esa muchacha trabajó alguna vez en una fábrica?
—Nunca. Aunque creo que estuvo empleada en un molino papelero.
Se repite la impresión general adversa. Brewer dice:
—¡Dios santo!
Boots dice:
—¡Dios santo!
Buffer dice:
—¡Dios santo!
Todo ello en medio de un murmullo de protesta.
—Entonces —replica Podsnap, apartando la cosa con un movimiento de su brazo—, todo lo que tengo que decir es que este matrimonio me llena de disgusto, que me ofende y me disgusta, que me repugna, y que no deseo saber nada más de él.
(«Ahora me pregunto si es usted la voz de la Sociedad», piensa Mortimer, divertido).
—¡Bravo, bravo, bravo! —exclama lady Tippins—. ¿Cuál es su opinión de esta mésalliance, honorable colega del honorable diputado que acaba de sentarse?
La señora Podsnap es de la opinión que en estos asuntos «debería darse una igualdad de posición y fortuna, que un hombre acostumbrado a la Sociedad debería buscar una mujer acostumbrada a la Sociedad y capaz de desempeñar su papel en ella con soltura y elegancia». La señora Podsnap se detiene ahí, insinuando delicadamente que todos los hombres deberían buscar una mujer refinada que se pareciera tanto a ella misma como pudiesen imaginar.
(«¡Ahora me pregunto si es usted esa voz!», piensa Mortimer).
A continuación, lady Tippins solicita la opinión del Contratista, que cuenta con quinientos mil hombres. Este potentado opina que lo que debería haber hecho el hombre en cuestión es comprarle un bote a la joven y darle una pequeña anualidad para que se instalara por su cuenta. Todo esto no es más que una cuestión de cerveza y bistecs. Le compras un bote a una mujer. Muy bien. Al mismo tiempo, le asignas una buena anualidad. Hablas de anualidades en libras esterlinas, pero en realidad son tantas libras de bistecs y tantas pintas de cerveza. Por un lado, la joven tiene el bote. Por otro, consume tantas libras de bistecs y tantas pintas de cerveza. Esos bistecs y esa cerveza son el combustible del motor de la joven. De ellos deriva una cierta cantidad de energía para remar el bote; la energía producirá tanto dinero; le añades eso a la pequeña anualidad, y así es como obtienes la renta de la joven. Esa (le parece al Contratista) es la manera de verlo.
Durante esta última exposición, la hermosa esclavizadora ha caído en uno de sus sueñecitos, y a nadie le gusta despertarla. Por suerte se despierta sola, y le plantea la cuestión al Presidente Errante. El Errante solo es capaz de hablar del caso como si fuera propio. Si una joven tal como la que se ha descrito hubiera salvado su vida, le habría estado muy agradecido, no se habría casado con ella y le habría conseguido un empleo en la Oficina de Telégrafos, donde a una mujer le puede ir muy bien.
¿Qué piensa el Genio de las trescientas setenta y cinco mil libras, sin chelines ni peniques? Es incapaz de decir lo que piensa sin preguntar: ¿Tenía dinero la mujer?
—No —dice Lightwood con una voz inflexible—. Nada de dinero.
—Locura y tontería —es entonces el conciso veredicto del Genio—. Un hombre puede hacer cualquier cosa lícita por dinero. ¡Pero si no hay dinero! ¡Sandeces!
¿Qué dice Boots?
Boots dice que no lo habría hecho por menos de veinte mil libras.
¿Qué dice Brewer?
Brewer dice lo mismo que Boots.
¿Qué dice el Parachoques?
El Parachoques dice que conoce a un hombre que se casó con una mujer que trabajaba en las casetas de baño de la playa, y la abandonó.
Lady Tippins considera que ha recogido los sufragios de todo el Comité (a nadie se le ocurre preguntarles su opinión a los Veneering), cuando, mirando a su alrededor a través de su monóculo, distingue al señor Twemlow, que tiene la mano en la frente.
¡Dios santo! ¡Se me ha olvidado mi Twemlow! ¡Querido mío! ¡Pobrecillo! ¿Cuál es su voto?
Twemlow pone cara de sentirse incómodo cuando aparta la mano de la frente y contesta.
—Me inclino a pensar —dice— que todo depende de los sentimientos del caballero.
—Un caballero que contrae ese matrimonio no puede tener sentimientos —suelta Podsnap.
—Perdóneme, señor —dice Twemlow, en un tono no tan manso como es habitual en él—, pero no estoy de acuerdo con usted. Si los sentimientos de gratitud, respeto, admiración y afecto de este caballero le indujeron (como así creo) a casarse con esa dama…
—¡Esa dama! —repite Podsnap.
—Señor —contesta Twemlow, con los puños de la camisa un tanto erizados—, usted repite la palabra, y yo repito la palabra. Esa dama. ¿Cómo la llamaría, si el mencionado caballero estuviera presente?
Como para Podsnap eso es un dilema, simplemente lo aparta con la mano sin decir nada.
—Lo que digo —retoma la palabra Twemlow— es que si tales sentimientos por parte del caballero lo impulsaron a casarse con ella, creo que esa acción lo hace aún más caballeroso, y a ella más dama. Y permítame decir que cuando utilizo la palabra «caballero», la empleo como un rango que puede ser alcanzado por cualquier hombre. Para mí los sentimientos de un caballero son sagrados, y le confieso que me incomoda que se los convierta en objeto de broma o de discusión.
—Me gustaría saber si su noble pariente es de la misma opinión —dice con sorna Podsnap.
—Señor Podsnap —le contesta Twemlow—, permítame. Puede que sea de la misma opinión, o puede que no. No lo sé decir. Pero no puedo permitir que me dicte lo que he de pensar en un punto tan delicado, y acerca del cual mi convicción es muy firme.
De algún modo, aquel aguafiestas desanima a los presentes, y a lady Tippins nunca se la había visto tan glotona ni tan enfadada. Solo Mortimer Lightwood está radiante. Se ha preguntado a sí mismo, en referencia a todos los demás miembros del Comité: «¡Me pregunto si es usted la voz de la Sociedad!». Pero deja de hacerse la pregunta cuando Twemlow acaba de hablar, y mira en dirección a él como si estuviera agradecido. Cuando la compañía se dispersa —para entonces el señor y la señora Veneering han disfrutado de todo el honor de recibirles, y los invitados de todo el honor de asistir—, Mortimer acompaña a Twemlow hasta su casa, le estrecha la mano cordialmente al separarse, y alegremente pone rumbo a Temple.