Personas y cosas en general
La primera y deliciosa ocupación del señor y la señora Harmon fue enderezar todo lo que se había torcido, o podría o pudiere haberse torcido, mientras su apellido había estado desaparecido. Al repasar todas las consecuencias que pudiera haber acarreado la ficticia muerte de John, utilizaron un criterio amplio y generoso; en relación, por ejemplo, a que la modista de muñecas tuviera derecho a su protección por haberse relacionado con la que era ahora señora de Eugene Wrayburn, y debido a la antigua relación de esta, a su vez, con la parte sombría de la historia. De ahí que el anciano Riah, como amigo fiel y servicial de ambos, no fuera dejado de lado. Ni siquiera el inspector, al que se había engañado para que siguiera diligentemente una pista falsa. Se podría observar, en relación con ese digno agente, que poco después corrió el rumor por el cuerpo de policía de que le había confiado a la señorita Abbey Potterson, mientras tomaba una jarra de ponche en el bar de los Seis Alegres Mozos, que «no iba a perder ni un chelín» con el regreso a la vida del señor John Harmon, sino que se quedaba igual de satisfecho que si el caballero hubiera sido bárbaramente asesinado, y que él (el inspector) se había embolsado la recompensa del gobierno.
En todo lo que acordaron en relación a esos asuntos, el señor John Harmon y señora contaron con la inmensa ayuda de su eminente abogado, el señor Mortimer Lightwood, quien se esforzó profesionalmente con tan inusitada rapidez y aplicación que cualquier trabajo se llevaba a cabo vigorosamente nada más planearse; por lo que el joven Blight actuaba como afectado por ese trago matinal de aguardiente que en ultramar denominan «abre-los-ojos», y en lugar de mirar por la ventana ahora miraba clientes de verdad. Como la accesibilidad de Riah proporcionó algunas pistas que ayudaron a desenmarañar los asuntos de Eugene, Lightwood se aplicó con infinita energía a atacar y hostigar al señor Fledgeby: el cual, al descubrirse en peligro de volar por los aires a causa de ciertas explosivas transacciones en las que se había involucrado, y tras salir bastante desollado a causa de la paliza recibida, se presentó para parlamentar y pidió cuartel. El inofensivo Twemlow sacó provecho, aunque poco lo imaginara, del nuevo estado de cosas. El señor Riah se ablandó de manera inexplicable; lo esperó en persona en el patio del establo de Duke Street, Saint James, ya no voraz, sino afable, para informarle de que su rencor de judío se apaciguaría si seguía pagando sus intereses como hasta entonces, solo que ahora en el despacho del señor Lightwood; y se despidió sin revelarle el secreto de que el señor John Harmon había avanzado el dinero y se había convertido en su acreedor. Así fue como se evitó la suprema cólera de Snigworth, y así fue como ya no lanzó más bufidos de superioridad moral que los que figuraban normalmente en su constitución (y la británica) ante la columna corintia del grabado que tenía sobre la chimenea.
La primera visita de la señora Wilfer a la novia del mendigo en la nueva residencia de la mendicidad fue un gran acontecimiento. Habían mandado a buscar a papá a la City el mismísimo día de la toma de posesión, y se había quedado pasmado de asombro, y habían tenido que hacerlo reaccionar, y su hija lo había llevado por la casa agarrándolo de la oreja para que contemplara los diversos tesoros, y había quedado extasiado y encantado. Papá también había sido nombrado secretario, y le habían ordenado que presentara inmediatamente la dimisión a Chicksey, Veneering y Stobbles para siempre jamás. Pero mamá vino más tarde, y vino, como le correspondía, con toda ceremonia.
Mandaron el carruaje a recoger a mamá, quien entró con un porte digno de la ocasión, más acompañada que sostenida por la señorita Lavinia, que se negó por completo a reconocer la majestad maternal. El señor George Sampson las seguía mansamente. Fue recibido en el vehículo por la señora Wilfer como si le permitiera tener el honor de asistir a un funeral de la familia, y a continuación le ordenó «¡Adelante!» al lacayo del mendigo.
—No sabes cómo me gustaría que te recostaras un poco, mamá —dijo Lavvy, apoltronándose entre los cojines con los brazos cruzados.
—¿Qué? —repitió la señora Wilfer—. ¡Recostarme!
—Sí, mamá.
—Espero ser incapaz de tal cosa —dijo la imponente señora.
—Eso ya lo veo, mamá. Aunque no entiendo cómo es posible salir a cenar con tu propia hija sin parecer que llevas una tabla bajo las enaguas.
—Ni yo entiendo —repuso la señora Wilfer con profundo desdén— cómo una jovencita es capaz de mencionar esa prenda cuyo nombre has pronunciado. Me avergüenzas.
—Gracias, mamá —dijo Lavvy, bostezando—, pero eso puedo hacerlo yo misma cuando llegue el momento, te lo agradezco.
En ese momento, el señor Sampson, con vistas a imponer la armonía, cosa que bajo ninguna circunstancia conseguía, dijo con una agradable sonrisa:
—Después de todo, mamá, ya sabemos que está ahí.
Y de inmediato tuvo la sensación de haber hablado de más.
—¡Sabemos que está ahí! —dijo la señora Wilfer fulminándolo con la mirada.
—De verdad, George —le reconvino la señorita Lavinia—, he de decir que no entiendo tus alusiones, y que creo que podrías ser más delicado y menos personal.
—¡Adelante! —exclamó el señor Sampson, pasando a ser, en un periquete, presa de la desesperación—. ¡Oh, sí! ¡Adelante, señorita Lavinia Wilfer!
—No alcanzo a imaginar qué puedes querer decir con tus expresiones propias de un cochero de ómnibus —dijo la señorita Lavinia—. Ni tampoco deseo imaginarlo. A mí me basta saber, en lo más profundo de mí, que no voy… —Y como de manera imprudente se había metido en una frase sin haber previsto una salida, ahora se veía obligada a concluir con—: …adelante.
Una débil conclusión que, sin embargo, obtuvo algo de fuerza del desdén puesto en ella.
—¡Oh, sí! —exclamó el señor Sampson con amargura—. Siempre es así. Tú nunca…
—Si lo que quieres decir —le cortó en seco la señorita Lavvy— es que no soy ninguna joven gacela, te lo puedes ahorrar, porque nadie en este carruaje ha imaginado que lo fuera. Ya nos conocemos. —(Como si eso fuese una estocada certera).
—Lavinia —contestó el señor Sampson, ya alicaído—, no me refiero a eso. Lo que quería decir es que nunca esperé que se me siguiera concediendo un lugar de honor en esta familia después de que la Fortuna derramara sus rayos sobre ella. ¿Por qué me lleváis a esos resplandecientes salones con los que nunca puedo competir y luego me restregáis por la cara mi moderado salario? ¿Es una actitud generosa? ¿Amable?
La solemne señora Wilfer, al intuir la oportunidad de expresar unos cuantos comentarios desde su trono, zanjó el altercado:
—Señor Sampson —comenzó a decir—, no puedo permitir que malinterprete las intenciones de una hija mía.
—Déjale en paz, mamá —interpuso la señorita Lavvy con altivez—. Me da igual lo que diga o haga.
—No, Lavinia —expresó la señora Wilfer—, esto afecta a la estirpe familiar. Si el señor George Sampson atribuye, aunque sea a mi hija menor…
(—No entiendo por qué has de utilizar la palabra «aunque», mamá —intervino la señorita Lavvy—, pues soy tan importante como cualquier otro miembro de la familia).
—¡Paz! —manifestó solemnemente la señora Wilfer—. Repito, si el señor George Sampson le atribuye a mi hija pequeña intenciones rastreras, se las atribuye por igual a la madre. La madre las rechaza, y le pregunta al señor George Sampson, como hombre de honor: ¿Qué más quiere? Puede que me equivoque (nada es más probable), pero —prosiguió la señora Wilfer agitando majestuosamente los guantes— me parece que el señor Sampson está sentado en un carruaje de primera categoría. Me parece que el señor Sampson se halla a punto de ser admitido a una residencia que podría calificarse de palaciega. Me parece que el señor Sampson ha sido invitado a participar en la, llamémosla, Exaltación que ha descendido sobre la familia con la que él ambiciona, digamos, ¿emparentarse? Así pues, ¿a qué viene ese tono por parte del señor Sampson?
—Lo único que ocurre, señora —le explicó el señor George Sampson, tremendamente abatido—, es que, en un sentido económico, soy dolorosamente consciente de mi escasa valía. Lavinia está ahora bien relacionada. ¿Cómo voy a esperar que siga siendo la Lavinia de antes? ¿No se me puede perdonar que sienta cierto recelo cuando veo su predisposición a interrumpirme bruscamente?
—Si no está satisfecho con su situación, señor —observó la señorita Lavinia, con mucha cortesía—, podemos dejarle en cualquier esquina que tenga la amabilidad de indicarle al cochero de mi hermana.
—Queridísima Lavinia —dijo patéticamente el señor Sampson—, te adoro.
—Entonces, si no puedes hacerlo de una manera más agradable —replicó la joven—, preferiría que no lo hicieras.
—Y también la respeto a usted, señora —añadió el señor Sampson—, hasta un punto que nunca estará a la altura de sus méritos, soy consciente de ello, pero que aún así es muy alto. Ten paciencia con un desgraciado, Lavinia, tenga paciencia con un desgraciado, señora, que se da cuenta de los nobles sacrificios que hacen por él, pero que se ve atormentado hasta casi la locura —el señor Sampson se dio una palmada en la frente— cuando piensa que ha de competir con gente rica e influyente.
—Cuando tengas que competir con los ricos e influyentes —dijo la señorita Lavinia—, probablemente se te mencionará a su debido tiempo. Al menos, así se hará en mi caso.
El señor Sampson de inmediato expresó la opinión de que eso era «más que humano», y se arrodilló a los pies de la señorita Lavinia.
Fue la guinda indispensable para que madre e hija alcanzaran la dicha suprema el introducir al señor Sampson, ese agradecido cautivo, en los resplandecientes salones que había mencionado, y pasearlo por los mismos, convirtiéndolo en un testigo viviente de la gloria de madre e hija y en destacado ejemplo de su condescendencia. Mientras subían la escalera, la señorita Lavinia le permitió caminar a su lado como quien dice: «A pesar de todo lo que ves a tu alrededor, aún soy tuya, George. Por cuánto tiempo, es otro cantar, pero todavía soy tuya». También tuvo la amabilidad de ponerle al corriente de la naturaleza de los objetos que contemplaba, y a los que él estaba poco acostumbrado: como «Animales exóticos, George», «Una pajarera, George», «Un reloj de oro molido, George», y cosas así. Mientras, a través de toda la decoración, la señora Wilfer encabezaba la comitiva con el aire del jefe de una tribu salvaje que considera su reputación en peligro si manifiesta el menor signo de sorpresa o admiración.
De hecho, la actitud que esa imponente mujer mantuvo a lo largo de todo el día fue la pauta que suelen seguir todas las mujeres imponentes en parecidas circunstancias. Reanudó sus relaciones con el señor y la señora Boffin, como si estos hubieran dicho de ella lo que ella había dicho de ellos, y como si solo el Tiempo pudiera borrar esa injuria. Contemplaba a cada criado que se le acercaba como su enemigo jurado, como si pretendiesen ofrecerle afrentas con los platos y verterle ofensas a su moral de las licoreras. Se sentó erguida en la mesa, a la derecha de su yerno, como si medio sospechara que la comida estaba envenenada, y como si se enfrentara a otras emboscadas mortales con la fuerza innata de su carácter. Se comportaba con Bella como si esta fuera una joven de buena posición a la que hubiera conocido hacía unos cuantos años. Incluso cuando, un tanto bajo la influencia del burbujeante champán, experimentó cierto deshielo y le relató a su yerno algunas anécdotas de interés doméstico referentes a su papá, infundió en la narración ciertas insinuaciones árticas de que ella había sido una bendición para la humanidad que había pasado inadvertida, desde los tiempos de su papá, y de que ese caballero había sido la personificación glacial de una raza glacial, pues conseguía helar a quienes lo escuchaban hasta las plantas de los pies. Sacaron a la Inagotable, con sus ojos como platos, con la intención evidente de poner una débil y babosa sonrisa, pero en cuanto contempló a la señora Wilfer entró en una fase espasmódica e inconsolable. Cuando la imponente señora se despidió por fin, habría sido difícil decir si se iba con el aire de quien se dirige al cadalso o de quien deja a los residentes en la casa a punto para una inmediata ejecución. No obstante, John Harmon disfrutó enormemente de todo aquello, y le dijo a su esposa, cuando estuvieron solos, que la espontaneidad de su carácter nunca había sido tan espontánea como al someterse a aquel contraste, y que aunque era indudable que era hija de su padre, jamás dejaría de estar convencido de que no podía ser hija de su madre.
La visita, como se ha dicho, fue un espléndido acontecimiento. Hubo otro, quizá no tan espléndido pero sí especial, que tuvo lugar en la misma época; y fue la primera entrevista entre el señor Fangoso y la señorita Wren.
Un día el señor Fangoso tuvo que ir a recoger a la modista de muñecas, que trabajaba en un vestido para una muñeca de la Inagotable que era unas dos tallas más grande que la niña.
—Entre, señor —dijo la señorita Wren, que trabajaba en su banco—. ¿Quién es usted?
El señor Fangoso se presentó con su nombre y sus botones.
—¡Ah, ya caigo! —exclamó Jenny—. Hacía tiempo que quería conocerle. He oído mencionar que hace poco se distinguió por algo.
—¿De verdad, señorita? —dijo sonriendo Fangoso—. Crea que me alegra oírlo, aunque no me imagino por qué.
—Por arrojar a alguien a un carro de basura —dijo la señorita Wren.
—¡Oh! ¡Eso! —exclamó Fangoso—. Sí, señorita.
Y echó la cabeza hacia atrás y rió.
—¡Válgame el señor! —dijo la señorita Wren con un respingo—. No abra tanto esa boca, joven, o se le quedará así y no podrá volver a cerrarla.
El señor Fangoso la abrió aún más, si eso era posible, y la mantuvo abierta hasta que se le acabó la risa.
—Vaya —dijo la señorita Wren—, parece el gigante que llegó de la tierra de Guisantia y se quería zampar a Jack para cenar.
—¿Era guapo, señorita? —preguntó Fangoso.
—No —dijo la señorita Wren—. Era feo.
Su visitante observó la sala (que ahora disponía de muchas comodidades antes ausentes) y dijo:
—Qué lugar más bonito, señorita.
—Me alegro de que se lo parezca, señor —contestó la señorita Wren—. ¿Y qué le parezco yo?
Como la sinceridad del señor Fangoso se vio puesta a prueba por la pregunta, retorció un botón, sonrió y titubeó.
—¡Sáquelo! —dijo la señorita Wren con una mirada pícara—. ¿No le parezco un personaje cómico y raro?
Sacudió la cabeza después de la pregunta, liberando a la vista los cabellos.
—¡Oh! —exclamó Fangoso en un arrebato de admiración—. ¡Cuánto pelo, y vaya color!
La señorita Wren, con la habitual sacudida que tenía por costumbre, siguió con su trabajo. Pero dejó el pelo suelto, pues no le desagradaba el efecto que producía.
—No vive aquí sola, ¿verdad, señorita? —preguntó Fangoso.
—No —dijo la señorita Wren, chasqueando las mandíbulas—. Vivo aquí con mi hada madrina.
—¿Con quién ha dicho que vive, señorita? —Fangoso no acababa de entenderlo.
—¡Bueno! —replicó la señorita Wren más en serio—. Con mi segundo padre. O con el primero, si a eso vamos. —Negó con la cabeza y suspiró—. Si hubiera conocido al pobre niño que tenía aquí, me entendería. Pero no lo conoció, y ya no lo va a conocer. ¡Tanto mejor!
—Debió de pasar mucho tiempo aprendiendo, señorita —dijo Fangoso, mirando la colección de muñecas que tenía a mano—, antes de trabajar tan bien y con tan buen gusto.
—¡Nadie me enseñó ni una puntada, joven! —replicó la modista, echando la cabeza para atrás—. Aprendí a fuerza de equivocarme, hasta que supe hacerlo. Bastante mal al principio, pero mejor ahora.
—¡Y aquí estoy yo —dijo Fangoso, como reprochándoselo a sí mismo—, aprendiendo y aprendiendo a costa del señor Boffin, que paga y paga hace ya mucho tiempo!
—He oído que es ebanista —observó la señorita Wren.
El señor Fangoso asintió.
—Ahora que hemos acabado con los montículos, a eso me dedico. Y le diré que me gustaría hacerle algún mueble, señorita.
—Se lo agradezco mucho. Pero ¿qué?
—Podría hacerle unas celdillas donde poner las muñecas —dijo Fangoso estudiando la habitación—. O una serie de cajones donde poner sus sedas, hilos y retales. O tornear una singular empuñadura para esa muleta, si pertenece a la persona que llama padre.
—Es mía —contestó la criaturita, sonrojándose en la cara y el cuello—. Soy coja.
El pobre Fangoso también se sonrojó, pues tras sus botones había una delicadeza instintiva, y era su propia mano la que había asestado el golpe. Dijo, quizá, lo mejor que podía decir para desagraviarla:
—Me alegro mucho de que sea suya, pues preferiría adornarla para usted antes que para cualquier otra persona. Por favor, ¿puedo echarle un vistazo?
La señorita Wren se la estaba ya entregando por encima del banco cuando se detuvo:
—Aunque es mejor que me vea usarla —dijo bruscamente—. Trin-tran, trin-tran, ploc-ploc-ploc. No es bonito, ¿verdad?
—A mí me parece que casi no la necesita —dijo Fangoso.
La pequeña modista volvió a sentarse y le entregó la muleta diciendo, con mejor aspecto y sonriente:
—¡Gracias!
—Y por lo que se refiere a las celdillas para las muñecas y a los cajones —dijo Fangoso tras medir la empuñadura con la manga y apoyando suavemente la muleta contra la pared—, bueno, la verdad es que para mí será un auténtico placer. He oído decir que canta usted muy bien, y preferiría que me pagara con una canción que con dinero, pues siempre me ha gustado cantar, y a menudo les cantaba a la señora Higden y a Johnny una canción cómica con partes habladas. Aunque me parece que ese no es su estilo.
—Es usted un hombre muy amable —contestó la modista—, un hombre amable de verdad. Acepto su oferta… Supongo que a Él no le importará —añadió como si se lo pensara mejor, encogiéndose de hombros—, ¡y si le importa, tanto me da!
—¿Se refiere al que llama usted su padre? —preguntó Fangoso.
—No, no —contestó la señorita Wren—. ¡Él, Él, Él!
—¿Él, él, él? —repuso Fangoso, mirando a su alrededor como si buscara a ese Él.
—El que va a venir a cortejarme y casarse conmigo —contestó la señorita Wren—. ¡Caramba, qué lento es usted!
—¡Ah! ¡Él! —dijo Fangoso. Y pareció quedarse pensativo y un tanto atribulado—. No había pensado en él. ¿Y cuándo viene?
—¡Vaya pregunta! —exclamó la señorita Wren—. ¡Cómo voy a saberlo!
—¿Y de dónde vendrá, señorita?
—¡Pero hombre, cómo voy a saberlo! Viene de una u otra parte, supongo, y vendrá un día de estos, supongo. En este momento, no sé más de él.
Eso hizo reír al señor Fangoso como si fuera un chiste extraordinariamente bueno, y echó la cabeza hacia atrás y rió con alegría infinita. La modista de muñecas, al verlo reír de manera tan absurda, rió también de buena gana. Y los dos siguieron riendo hasta que se cansaron.
—¡Basta, basta, basta! —dijo la señorita Wren—. Por todos los santos, Gigante, pare ya, o me engullirá viva antes de que me dé cuenta. Y de momento todavía no me ha dicho para qué ha venido.
—He venido a por la muñeca de la pequeña señorita Harmon —dijo Fangoso.
—Ya me lo imaginaba —comentó la señorita Wren—, y aquí está la muñeca de la señorita Harmon, esperándolo. Está envuelta en papel de plata, ya ve, como si estuviera envuelta de pies a cabeza en billetes de banco. Cuídela, aquí tiene mi mano, y gracias de nuevo.
—La cuidaré más que si fuera una imagen de oro —dijo Fangoso—, y aquí tiene mis dos manos, señorita, y esté segura de que pronto volveré.
Pero el acontecimiento más importante de la nueva vida del señor John Harmon y señora fue la visita del señor Eugene Wrayburn y señora. El antaño apuesto Eugene estaba ahora pálido y demacrado, y caminaba apoyándose en el brazo de su mujer y descansando el peso sobre un bastón. Pero cada día se encontraba mejor y más fuerte, y los médicos declararon que a lo mejor con el tiempo no quedaría muy desfigurado. Fue un gran acontecimiento, sin duda, la llegada del señor Eugene Wrayburn y señora para alojarse en casa del señor Harmon y señora: donde, por cierto, el señor y la señora Boffin (exquisitamente felices, cada día de paseo a ver tiendas), permanecían también de manera indefinida.
La señora de John Harmon informó de manera confidencial al señor Eugene Wrayburn de lo que sabía de los afectos de su esposa en la época en que él era un insensato. Y el señor Eugene Wrayburn le dijo en confianza a la señora de John Harmon que, por favor, se fijara en cómo su esposa le había cambiado.
—No hago promesas —dijo Eugene—. ¡¿Quién las hace y las cumple?! Yo he tomado una decisión.
—¿Te puedes creer, Bella —le interrumpió su esposa, colocándose de nuevo a su lado para retomar su papel de enfermera—, que el día de nuestra boda me dijo que lo mejor que podía hacer era morirse?
—Pero como no me he muerto, Lizzie —dijo Eugene—, haré lo que tú sugeriste, que es mejor. Y lo haré por ti.
Esa misma tarde, mientras Eugene estaba echado en su sofá de la habitación del piso de arriba, Lightwood fue a charlar con él, al tiempo que Bella se llevaba a su esposa a dar un paseo en coche.
—Solo conseguirás llevártela por la fuerza —había dicho Eugene; y Bella había simulado que la obligaba.
—Querido amigo —comenzó Eugene, tendiéndole la mano—, no podrías haber llegado en mejor momento, porque tengo muchas cosas en la cabeza, y quiero vaciarla. Primero te hablaré de mi presente, antes de llegar a mi futuro. M. R. P., que es un caballero mucho más joven que yo, y admirador confeso de la belleza, tuvo la amabilidad de comentar el otro día (nos hizo una visita de dos días río arriba, y le puso muchos reparos al hotel) que a Lizzie habría que hacerle un retrato. Lo cual, viniendo de M.R.P., podría considerarse como una bendición melodramática.
—Te estás recuperando —dijo Mortimer con una sonrisa.
—De verdad —dijo Eugene—, lo digo en serio. Cuando M.R.P. dijo eso, y a continuación se paseó el clarete por la boca (que él pidió, y yo pagué), y dijo «Hijo mío, ¿por qué bebes esta porquería?», para él fue el equivalente a una bendición paternal de nuestra unión, acompañado de una efusión de lágrimas. La frialdad de M.R.P. no se mide por los patrones ordinarios.
—Eso es cierto —dijo Lightwood.
—Eso es todo lo que le oiré decir a M.R.P., sobre el tema —prosiguió Eugene—, y él seguirá deambulando por el mundo con el sombrero ladeado. Ahora que mi matrimonio ha sido solemnemente reconocido en el altar de la familia, ya no tendré más problemas en ese aspecto. También he de decir que has hecho maravillas a la hora de aliviar mis dificultades económicas, y teniendo a mi lado a una guardiana y administradora como la que me ha salvado la vida (todavía no estoy muy fuerte, ya ves, pues no soy lo bastante hombre como para referirme a ella sin que me tiemble la voz: ¡tan inexpresable es el amor que siento por ella, Mortimer!), lo poco que puedo llamar mío lo será más de lo que lo ha sido nunca. Y tendrá que ser así, pues ya sabes lo que ha sido siempre en mis manos. Nada.
—Creo que menos que nada, Eugene. Mi propia renta (¡de verdad que ojalá mi abuelo se la hubiera dejado al Océano antes que a mí!) ha sido un eficaz Algo a la hora de impedir que me dedicara a Cualquier Cosa. Y creo que tu caso ha sido el mismo.
—Habló la voz de la sabiduría —dijo Eugene—. No somos más que dos principiantes. Cuando por fin nos ponemos a algo, nos ponemos de verdad. No digamos más por el momento, al menos durante unos años. Se me ha ocurrido la idea, Mortimer, de irme con mi esposa a las colonias y trabajar allí en mi profesión.
—Sin ti no sabría qué hacer, Eugene, pero puede que tengas razón.
—No —dijo Eugene de manera enfática—. No tengo razón. ¡Es un error!
Lo dijo en un arrebato tan impetuoso —casi colérico— que Mortimer se quedó muy sorprendido.
—¿Crees que esta aporreada cabeza mía está alterada? —continuó Eugene con una expresión orgullosa—. No, créeme. Puedo decirte del saludable ritmo de mi pulso lo que Hamlet dijo del suyo.[37] Se me altera la sangre, aunque de una manera sana, cuando pienso en ello. ¿Debo portarme como un cobarde con Lizzie, y huir los dos a escondidas, como si me avergonzara de ella? ¿Dónde estaría ahora tu amigo, Mortimer, si ella se hubiera portado cobardemente con él, y en una ocasión incomparablemente mejor?
—Eres un hombre honorable y de principios —dijo Lightwood—. No obstante, Eugene…
—¿No obstante, qué, Mortimer?
—No obstante, ¿no crees que quizá (y esto lo digo por ella, solo por ella) sería recibida con cierta frialdad por parte de la… Sociedad?
—¡Oh! A ti y a mí se nos atraganta esa palabra —replicó Eugene, riendo—. ¿Te refieres a nuestra Tippins?
—Puede —dijo Mortimer, también riendo.
—¡Ya lo creo que SÍ! —repuso Eugene, con gran animación—. ¡Podemos ir con todos los circunloquios que queramos, pero esa es la verdad! Ahora bien, le tengo mucho más cariño a mi esposa, Mortimer, que a Tippins, y le debo un poco más que a Tippins, y estoy bastante más orgulloso de ella que lo que nunca lo he estado de Tippins. Por tanto, combatiré con ella y por ella hasta el último aliento, en campo abierto. Si la escondo, o si, pusilánime, por ella me meto en un agujero o en un rincón, ¿me harás el favor, tú que eres la persona a quien más quiero aparte de ella, de decirme lo que merezco que me digan con toda justicia: que aquella noche en que me encontró desangrándome mejor habría sido que me pisoteara y me escupiera en mi miserable cara?
El resplandor que caía sobre él mientras decía esas palabras se irradiaba de tal manera a sus rasgos que, por un momento, pareció no haber sufrido ninguna herida. Su amigo respondió como Eugene esperaba, y hablaron del futuro hasta que Lizzie regresó. Esta, cuando se hubo vuelto a sentar a su lado, mientras le tocaba con ternura las manos y la cabeza, dijo:
—Eugene, querido, me has hecho salir, pero debería haberme quedado contigo. Hacía días que no te veía tan acalorado. ¿Qué has estado haciendo?
—Nada —replicó Eugene—, esperando que volvieras.
—Y hablando con el señor Lightwood —dijo Lizzie, volviéndose hacia él con una sonrisa—. Pero no creo que haya sido el estar en Sociedad lo que te ha alterado tanto.
—¡Caramba, amor mío! —repuso Eugene, con su actitud displicente de antaño, mientras se reía y la besaba—. ¡Pues algo ha tenido que ver la Sociedad en todo ello!
Aquella noche, cuando Mortimer Lightwood se dirigió a Temple, la palabra le rondaba por la cabeza hasta tal punto que decidió echarle un vistazo a la Sociedad, que no había visitado durante bastante tiempo.