Jaque mate al movimiento amistoso
El señor John Harmon y señora calcularon hasta tal punto la toma de posesión de su nombre legítimo y su casa de Londres que el hecho tuvo lugar el mismísimo día en que el último carromato con la carga del último montículo salió por las puertas de La Enramada de Bower. Mientras se alejaba traqueteando, el señor Wegg tenía la impresión de que, del mismo modo, la última carga era eliminada de su mente, y saludó la auspiciosa temporada en que esa oveja negra, Boffin, iba a ser esquilada hasta la raíz.
A lo largo del lento proceso de allanar los montículos, Silas se había mantenido atento con ojos voraces. Aunque unos ojos no menos voraces habían vigilado el crecimiento de los montículos en años pretéritos, y habían cribado atentamente el polvo de que estaban compuestos. No habían encontrado nada de valor. ¿Cómo iba a haber nada, teniendo en cuenta que mucho tiempo atrás ese viejo e inflexible carcelero de la Prisión de Harmony había convertido en dinero todo lo que estaba sin dueño?
El señor Wegg, aunque decepcionado por ese magro resultado, se sintió demasiado aliviado por el final de aquellos trabajos como para pensar en protestar. El capataz-representante de los contratistas de las basuras, que eran los compradores de los montículos, había dejado al señor Wegg en la piel y los huesos. El supervisor de las labores había reivindicado los derechos de su empresa a cargar a la luz del día, a la luz de la noche y a la luz de las antorchas, cuando así lo desearan, lo que habría supuesto la muerte de Silas de haber durado las faenas un poco más. Como si nunca necesitara dormir, el supervisor reaparecía con la cabeza vendada —como si se la hubiera roto—, sombrero con orejeras, calzas de pana, como un condenado duende, a las horas más intempestivas. Agotado de tanto vigilar con esmero la larga jornada de carga en medio de la niebla y la lluvia, Silas acababa de meterse en la cama y comenzaba a dormitar cuando una espantosa sacudida y un estrépito debajo de su almohadón anunciaban que se aproximaba otra caravana de carretas, escoltada por el Demonio del Alboroto, para ponerse a trabajar de nuevo. Otras veces el trajín lo sacaba de un sueño profundo, en plena noche; en otras tenía que mantenerse en su puesto de cuarenta y ocho horas seguidas. Cuando más su perseguidor le suplicaba que no se molestara en aparecer, más suspicaz se mostraba el artero Wegg, pensando que habían atisbado indicios de que algo se ocultaba allí e intentaban librarse de su presencia. Tan a menudo se le interrumpía en su descanso que llevaba una vida del que se ha ofrecido a hacer diez mil guardias de diez mil horas, y tenía el lastimero aspecto del que siempre se está levantando aunque nunca se haya acostado. Tan demacrado y ojeroso se le veía al final que la pierna de madera le quedaba desproporcionada, y presentaba un aspecto tan próspero en contraste con el resto de su cuerpo enfermo que casi se la podía calificar de rolliza.
No obstante, el consuelo de Wegg era que todas sus penalidades habían acabado ya, y que casi de inmediato pasaría a hacerse con la fortuna. Últimamente, parecía que era a él a quien habían agarrado por la nariz, en lugar de al señor Boffin, aunque ahora a este se la iba a poner como un tomate. Hasta ese momento, el señor Wegg no le había apretado mucho las tuercas a su amigo el basurero, tras haberse visto frustrado en su amigable plan de cenar a menudo con él a causa de las maquinaciones del basurero insomne. Se había visto obligado a delegar en el señor Venus la labor de vigilar a su amigo el basurero, mientras él se demacraba y languidecía en La Enramada.
Cuando por fin los montículos quedaron allanados y desaparecieron, el señor Wegg se presentó en el museo del señor Venus. Ya había oscurecido, y, como esperaba, se encontró al caballero sentado delante del fuego; aunque no lo encontró, como esperaba, con su poderosa inteligencia flotando en té.
—¡Vaya, qué bien huele, y qué cómodo se está aquí! —dijo Wegg, como si se lo tomara a mal, deteniéndose y oliscando al entrar.
—Estoy bastante cómodo, señor —dijo Venus.
—En su negocio no usa limón, ¿verdad? —preguntó Wegg, oliscando una vez más.
—No, señor Wegg —dijo Venus—. Cuando lo utilizo, es sobre todo en el ponche de vino.
—¿A qué llama ponche de vino? —preguntó Wegg, de peor humor que antes.
—Es difícil dar la receta exacta, señor —repuso Venus—, pues, por mucho que uno se esmere en las proporciones de los ingredientes, el resultado depende mucho del talento de quien lo prepara, y de que se le ponga un poco de sentimiento. Pero la base principal es la ginebra.
—¿De la botella holandesa? —dijo Wegg abatido, mientras se sentaba.
—¡Muy bien, señor, muy bien! —exclamó Venus—. ¿Quiere un poco, señor?
—¿Que si quiero compartirlo? —contestó Wegg en tono muy hosco—. ¡Bueno, naturalmente que quiero! ¡No va a querer un hombre que se ha visto atormentado hasta casi perder el oremus por un basurero imperecedero que lleva la cabeza vendada! ¡Claro que va a querer! ¡Como si fuera posible que no quisiera!
—No deje que eso le altere, señor Wegg. Parece que hoy no está de su humor habitual.
—Ya que lo menciona, tampoco se le ve a usted de su humor habitual —gruñó Wegg—. Hoy parece más animado.
En el actual estado de ánimo del señor Wegg, eso le parecía una ofensa fuera de lo normal.
—¡Y se ha cortado el pelo! —dijo Wegg, echando de menos su polvorienta mata.
—Sí, señor Wegg. Pero tampoco permita que eso le altere.
—¡Y que me aspen si no ha engordado! —dijo Wegg, para rematar su descontento—. ¿Qué será lo siguiente?
—Bueno, señor Wegg —dijo Venus, sonriendo animadamente—, sospecho que es casi imposible que adivine la siguiente cosa que voy a hacer.
—No quiero adivinar nada —replicó Wegg—. Todo lo que tengo que decir es que le ha ido muy bien la división del trabajo que hemos hecho. Le ha ido muy bien encargarse de la parte más cómoda de este negocio, cuando la mía ha sido tan pesada. Estoy seguro de que nadie ha interrumpido su descanso.
—Puede estar seguro, señor —dijo Venus—. No he descansado tan bien en mi vida, gracias.
—¡Ah! —gruñó Wegg—. Debería haber ocupado mi lugar. De haberlo ocupado, y de haber visto cómo le sacaban de la cama, de su sueño, de sus comidas, de quicio, a lo largo de meses y meses, estaría mal de cuerpo y de mente.
—Desde luego, ha perdido peso, señor Wegg —dijo Venus, contemplando su figura con ojos de artista—. ¡Ya lo creo que ha perdido peso! Tan mustia y amarilla tiene la piel que le envuelve los huesos que casi se diría que ha venido a visitar al caballero francés que hay en el rincón, y no a mí.
El señor Wegg, mirando indignadísimo en dirección al caballero francés del rincón, pareció observar allí algo nuevo, lo que le indujo a mirar hacia el rincón opuesto, y a continuación se puso los lentes y miró atentamente todos los recovecos y rincones de la tienda en penumbra.
—¡Vaya, pero si ha limpiado la tienda! —exclamó.
—Sí, señor Wegg. Lo ha hecho la mano de una mujer adorable.
—Imagino que, entonces, lo siguiente que va a hacer es casarse.
—Eso es, señor.
Silas se quitó los lentes —le disgustaba tan intensamente el aspecto animado de su amigo y socio que no soportaba ver su imagen ampliada— y le preguntó:
—¿Con la vieja pájara?
—¡Señor Wegg! —dijo Venus con un repentino arrebato de ira—. La mujer en cuestión no es vieja ni pájara.
—Me refería —explicó Wegg con irritación— a la pájara que antes le había rechazado.
—Señor Wegg —dijo Venus—, en un caso de tal delicadeza, debo insistir en que explique a qué se refiere. Hay cuerdas que no deben tocarse. ¡No, señor! No hay que hacerlas sonar si no es de la manera más respetuosa y melodiosa. De tan melodiosas cuerdas está formada la señorita Agrado Riderhood.
—¿Se trata, entonces, de la dama que anteriormente le rechazó?
—Señor —replicó Venus con dignidad—, acepto la frase transformada. Es la dama que anteriormente me rechazó.
—¿Y cuándo hinca la rodilla esa dama? —preguntó Silas.
—Señor Wegg —dijo Venus con otro arrebato—, no le permito que hable del asunto como si fuera un combate. Debo pedirle, de manera comedida pero firme, que rehaga la pregunta.
—¿Cuándo va a darle su mano la dama que ya le ha dado su corazón? —preguntó a regañadientes Wegg, conteniendo su mal humor en recuerdo de su asociación comercial y de la mercancía.
—Señor —contestó Venus—, de nuevo acepto la frase transformada, y con gusto. La dama que ya me ha dado su corazón va a darme su mano el próximo lunes.
—Entonces, ¿la dama ya no tiene nada que objetar? —dijo Silas.
—Señor Wegg —dijo Venus—, como ya le expliqué, creo, en una ocasión anterior, si no en varias…
—En varias —le interrumpió Wegg.
—… cuál era la naturaleza de la objeción de la dama —prosiguió Venus—, puedo informarle, sin violar las cariñosas confidencias que desde entonces hemos mantenido la dama y yo, cómo han desaparecido esas objeciones gracias a la amable intervención de dos buenos amigos míos, uno de los cuales conocía anteriormente a la dama; el otro, no. Esos dos amigos me hicieron el gran favor de visitar a la dama para ver si no existía alguna posibilidad de que esa unión llegara a celebrarse, y expusieron la idea de que si, después de la boda, me limitaba a la articulación de hombres, niños y animales inferiores, probablemente eso aliviaría los sentimientos de la dama en relación a ser considerada (en cuanto que mujer) como un esqueleto. Fue una idea feliz, señor, y arraigó.
—Parece que tiene muchos amigos —observó Wegg con cierta desconfianza.
—Bastantes, señor —contestó ese caballero en un tono de plácido misterio—. No está mal. Bastantes.
—Sin embargo —dijo Wegg, tras volver a dirigirle otra mirada de desconfianza—, le doy mi enhorabuena. Un hombre gasta su fortuna de una manera, y el otro de otra. Usted va a casarse. Yo pienso viajar.
—¿De verdad, señor Wegg?
—Un cambio de aires, la proximidad del mar, el descanso natural. Espero que todo eso me permita recuperarme tras las persecuciones a que me ha sometido el basurero de la cabeza vendada que acabo de mencionarle. Ahora que ha terminado la ardua labor de allanar los montículos, ha llegado el momento de que Boffin afloje la mosca. ¿Le iría bien quedar mañana a las diez, socio, para agarrar por fin por la nariz a ese Boffin?
Las diez de la mañana le iba muy bien al señor Venus para ese propósito.
—Espero que lo haya vigilado bien —dijo Silas.
El señor Venus lo había tenido perfectamente vigilado cada día.
—¿Podría pasarse esta noche por su casa y darle algunas instrucciones de mi parte (digo de mi parte porque sabe que conmigo no se juega) para que tenga sus papeles, sus cuentas y su efectivo preparado a esa hora de la mañana? —dijo Wegg—. Y como mera formalidad, ¿le importaría, antes de que salgamos (pues le acompañaré parte del camino, a pesar de que la pierna no me sostiene de cansancio), que le echemos un vistazo a la mercancía?
El señor Venus la sacó, y todo estuvo totalmente correcto. El señor Venus se comprometió a volver a sacarla por la mañana, y se citó con el señor Wegg en la puerta de casa del señor Boffin cuando el reloj diera las diez. En un cierto punto del camino entre Clerkenwell y la casa de Boffin (el señor Wegg insistió expresamente en que nada precediera al apellido del Basurero de Oro), los socios se separaron.
Fue una mala noche, y le sucedió una mala mañana, pues las calles estaban tan desacostumbradamente cubiertas de barro y nieve derretida, y tan tristes, que Wegg cogió un coche para ir a la escena de los hechos, arguyendo que un hombre que estaba a punto de ir al banco para hacerse con una bonita suma de dinero bien podía permitirse ese nimio gasto.
Venus llegó puntual, y fue Wegg quien llamó a la puerta y quien iba a llevar la voz cantante en la reunión. Nudillos en la puerta. Puerta abierta.
—¿Está Boffin en casa?
El criado replicó que el señor Boffin estaba en casa.
—Muy bien —dijo Wegg—, aunque no es así como yo lo llamo.
El criado preguntó si tenían cita previa.
—Pues le diré, joven —contestó Wegg—, que no la tenemos. Por ahí no paso. No trato con sirvientes. Quiero a Boffin.
Los acompañó a una sala de espera en la que el todopoderoso Wegg no se quitó el sombrero y se puso a silbar, y con el dedo hurgó un reloj que había sobre la repisa de la chimenea hasta que le hizo dar la hora. A los pocos minutos los acompañaron arriba, a lo que había sido la habitación de Boffin, que, además de la puerta de entrada, tenía unas puertas plegables que la dividían en dos cuando la ocasión lo requería. Allí encontraron a Boffin sentado delante de una mesa de biblioteca, y allí el señor Wegg, tras haberle hecho señas al criado de manera imperiosa para que se retirara, acercó una silla y se sentó, aún con el sombrero puesto, muy cerca de Boffin. Y ahí, también, el señor Wegg sufrió al instante la extraordinaria experiencia de ver cómo le quitaban el sombrero de un tirón y lo arrojaban por la ventana, que fue abierta y cerrada para ese propósito.
—Ojo con las insolentes libertades que se toma en presencia de este caballero —dijo el propietario de la mano que había hecho eso—, o irá usted detrás del sombrero.
Wegg se llevó la mano involuntariamente a la cabeza descubierta, y se quedó mirando al secretario con los ojos muy abiertos. Pues era él quien se le dirigía con el semblante severo y quien había aparecido sigiloso por las puertas plegables.
—¡Oh! —dijo Wegg nada más recuperar el habla, momentáneamente en suspenso—. ¡Muy bien! Di órdenes de que lo despidieran. Y no se ha ido, ¿verdad? ¡Vaya! Habrá que tomar medidas enseguida. ¡Muy bien!
—No, y yo tampoco me he ido —dijo otra voz.
Otra persona apareció sigilosamente por las puertas plegables. Al volver la cabeza, Wegg contempló a su perseguidor, el basurero que nunca dormía, ataviado con el sombrero con orejeras y los calzones de pana. El cual, al quitarse la venda de la cabeza rota, reveló que esta estaba entera, y que la cara era de Fangoso.
—¡Ja, ja, ja, caballeros! —tronó Fangoso en una carcajada, disfrutando de manera inconmensurable—. ¡Jamás se le ocurrió pensar que yo podía dormir de pie, pues a menudo lo hacía cuando daba vueltas para la señora Higden! ¡Jamás se le ocurrió pensar que yo le daba las noticias de la policía a la señora Higden poniendo voces distintas! ¡Pero se las he hecho pasar canutas con eso, caballeros, y espero que así fuera DE VERDAD!
En ese momento, Fangoso abrió la boca hasta un punto alarmante, y echando la cabeza hacia atrás para otra carcajada, reveló incalculables botones.
—¡Oh! —dijo Wegg, ligeramente desconcertado, aunque no demasiado—. Con este ya son dos los que no han sido despedidos, ¿no? ¡Bof-fin! Deje que le haga una pregunta. ¿Quién vistió así a este sujeto cuando empezaron a cargar los montículos? ¿Quién contrató a este sujeto?
—¡Oiga! —le amonestó Fangoso, echando la cabeza hacia delante—. ¡Nada de sujetos o le echo por la ventana!
El señor Boffin lo apaciguó con un gesto de la mano y dijo:
—Yo lo contraté, Wegg.
—¡Oh! ¿Que usted lo contrató, Boffin? Muy bien. Señor Venus, aumentamos nuestras exigencias, y lo mejor que podemos hacer es entrar ya en materia. ¡Bof-fin! Quiero que esta chusma se vaya de aquí.
—Eso no va a ocurrir —contestó el señor Boffin, sentado en una punta de la mesa de la biblioteca sin perder la compostura, mientras el secretario permanecía en la otra con la misma actitud.
—¡Bof-fin! ¿Que no va a ocurrir? —repitió Wegg—. ¿Ni por la cuenta que le trae?
—No, Wegg —dijo el señor Boffin, negando con la cabeza con aire jovial—. Ni por la cuenta que me trae a mí ni a nadie más.
Wegg reflexionó un momento, y a continuación dijo:
—Señor Venus, ¿tendría la bondad de entregarme el documento?
—Desde luego, señor —replicó Venus, entregándoselo con mucha cortesía—. Aquí está. Ahora que me he separado de él, señor, deseo hacer una pequeña observación: no porque sea de ningún modo necesaria, ni porque exprese ni una nueva doctrina ni un nuevo descubrimiento, sino solo para aliviar mi espíritu. Silas Wegg, es usted un bribón de siete suelas.
El señor Wegg, como si esperara un cumplido, con el documento había estado marcando el compás de las corteses palabras del otro, hasta que esa inesperada conclusión le hizo parar en seco.
—Silas Wegg —dijo Venus—, sepa que me tomé la libertad de incorporar a nuestro negocio al señor Boffin como socio capitalista en una fase muy precoz de la existencia de nuestra empresa.
—Muy cierto —añadió el señor Boffin—, y yo puse a prueba a Venus haciéndole un par de falsas propuestas, y en general me pareció una persona muy honesta, Wegg.
—El señor Boffin es muy indulgente al decir eso —observó Venus—, aunque al principio de este turbio asunto mis manos, durante unas pocas horas, no estuvieron todo lo limpias que hubiera deseado. Pero espero haberme enmendado totalmente y a tiempo.
—Venus, se enmendó —dijo el señor Boffin—. No le quepa la menor duda.
Venus inclinó la cabeza con respeto y gratitud.
—Gracias, señor. Le estoy muy agradecido por todo, señor. Por la buena opinión que tiene ahora de mí, por la manera en que me recibió y animó la primera vez que me puse en contacto con usted, por la manera en que usted y el señor Harmon han influido sobre cierta dama. —A quien también le hizo una reverencia al mencionarlo.
Wegg escuchó ese nombre aguzando el oído, y observó lo que ocurría aguzando la vista, y cierto temor se fue infiltrando en su actitud de matasiete cuando Venus volvió a reclamar su atención.
—Ahora se explica todo lo ocurrido entre usted y yo, señor Wegg —dijo Venus—, y ahora lo puede entender, señor, sin que se lo tenga que explicar. Pero para evitar por completo cualquier malentendido o confusión que pueda surgir en lo que considero un punto importante, y para que quede claro ahora que nuestra relación acaba, le pido permiso al señor Boffin y al señor John Harmon para repetir una observación que ya he tenido el placer de poner en su conocimiento. ¡Es usted un bribón de siete suelas!
—Y usted un necio —dijo Wegg, chasqueando los dedos—, y me hubiera librado de usted mucho antes de habérseme ocurrido la manera de hacerlo. Y le di muchas vueltas, se lo digo. Váyase, y con viento fresco. Así me toca más a mí. Porque saben —dijo Wegg, dividiendo su siguiente observación entre el señor Boffin y el señor Harmon—, me merezco ese precio, y me lo voy a cobrar. Está muy bien que nos separemos, y es propio de un bobo anatómico como este —señalando al señor Venus—, pero no de un Hombre. Estoy aquí para cobrar mi precio, y ya he dicho la cifra. Y ahora, págueme o aténgase a las consecuencias.
—Me atengo a las consecuencias, Wegg —dijo el señor Boffin, riendo—, por lo que a mí se refiere.
—¡Bof-fin! —replicó Wegg, volviéndosele con aire severo—, entiendo su recién nacido atrevimiento. Le veo el latón bajo el baño de plata. Tiene la nariz ya desencajada. Sabiendo que ya no arriesga nada, se lanza a jugar por su cuenta. ¡Bueno, tiene ante las narices un cristal tan empañado que no ve! Pero el señor Harmon se halla en distinta situación. Lo que él arriesga es otro cantar. Últimamente he oído hablar de que si era o no ese tal señor Harmon… y ahora entiendo algunas de las insinuaciones que he visto en los periódicos sobre el tema. Y me olvido de usted, Bof-fin, pues ya no merece mi atención. Le pregunto a usted, señor Harmon, si tiene alguna idea del contenido de este documento.
—Es un testamento de mi difunto padre, de fecha más reciente que el testamento autenticado por el señor Boffin (y le daré un puñetazo si vuelve a dirigirse a él en los términos en que lo ha hecho), en el que lega la totalidad de sus bienes a la Corona —dijo John Harmon, con toda la indiferencia que pudo hacer compatible con su extrema seriedad.
—¡Ahí acierta! —exclamó Wegg—. Entonces —apretó el peso de su cuerpo sobre la pata de palo, y apretó la pata de palo sobre un lado, y apretó un ojo—, entonces le pregunto: ¿cuál es el valor de ese documento?
—Ninguno —dijo John Harmon.
Wegg había repetido la palabra con sorna, y estaba iniciando una respuesta sarcástica, cuando, para su infinito asombro, se encontró con que lo agarraban por la corbata; lo zarandearon hasta que le castañetearon los dientes; le dieron un empujón y, trastabillando, acabó en un rincón del cuarto, donde se quedó clavado.
—¡Bribón! —dijo John Harmon, cuya presa de marinero era como si le sujetara un torno.
—Me está golpeando la cabeza contra la pared —protestó débilmente Silas.
—Es que pretendo golpearle la cabeza contra la pared —replicó John Harmon, trasladando sus palabras en actos con el mayor celo—, y daría mil libras para poder daros una paliza hasta que os salieran los sesos por las orejas. Escucha, bribón, y observa la botella holandesa.
Fangoso se la puso delante para su edificación.
—Esta botella holandesa, bribón, contenía el último testamento de los muchos testamentos que redactó mi desdichado y atormentado padre. Este testamento se lo deja todo a mi noble benefactor y también suyo, el señor Boffin, excluyéndome e injuriándome, y también a mi hermana (que entonces ya había muerto con el corazón roto) expresamente. Esta botella la encontró mi noble benefactor y suyo después de entrar en posesión de la herencia. Esta botella holandesa lo alteró muchísimo, pues, aunque mi hermana y yo ya no existíamos, difamaba nuestra memoria, y él sabía que en nuestra miserable juventud no habíamos hecho nada para merecerlo. Así pues, enterró la botella holandesa en el montículo que le pertenecía, y allí permaneció mientras usted, canalla ingrato, hurgaba y rebuscaba… a menudo muy cerca de ella, diría yo. La intención del señor Boffin era que jamás viera la luz; pero temía destruirla, temiendo que destruir ese documento, aun cuando fuera con una causa generosa, fuera motivo de delito. Tras descubrir quién era yo, el señor Boffin, aún inquieto por el asunto, me contó el secreto de la botella holandesa, bajo ciertas condiciones que un granuja como usted sería incapaz de apreciar. Le insistí en la necesidad de desenterrarla, y de que el documento fuera legalmente presentado y acreditado. La primera cosa usted se la vio hacer, y la segunda se ha hecho sin que se diera cuenta. En consecuencia, el papel que ahora tiembla en su mano mientras le zarandeo (y me gustaría zarandearle hasta matarle) vale menos que el corcho podrido de la botella holandesa, ¿lo entiende?
A juzgar por la cara larga de Silas mientras su cabeza se movía adelante y atrás de manera muy incómoda, lo entendió.
—Y ahora, bribón —dijo John Harmon, dándole otro giro de marinero a su corbata y sujetándolo en el rincón al extremo de su brazo—, le voy a decir un par de cosas más, porque espero que lo atormenten. Su descubrimiento fue un descubrimiento auténtico, pues a nadie se le había ocurrido mirar en ese lugar. Tampoco sabíamos que lo había hecho hasta que Venus habló con el señor Boffin, aunque yo le tenía bien vigilado desde que aparecí por aquí, y aunque Fangoso ha hecho de la labor de ser su sombra la principal ocupación y placer de su vida. Le cuento esto para que sepa que le conocíamos lo bastante como para convencer al señor Boffin de que nos dejara seguir teniéndolo engañado hasta el último momento, a fin de que su decepción fuera lo más contundente posible. Esta era la primer cosa que tenía que decirle. ¿Lo ha entendido?
John Harmon le ayudó a comprender con otro zarandeo.
—Y ahora, bribón —añadió—, voy a terminar. Hace un momento suponía que yo era el propietario de la herencia de mi padre. Lo soy. Pero ¿porque mi padre me la legara o por el derecho que tengo? No. Por la generosidad del señor Boffin. Las condiciones que convino conmigo, antes de revelar el secreto de la botella holandesa, fueron que yo me quedara con la herencia, y que él se quedaría con su montículo, y nada más. Debo todo lo que poseo exclusivamente al desprendimiento, la rectitud, la amabilidad, la bondad (no me bastan las palabras) del señor y la señora Boffin. Y cuando, sabiendo lo que sabía, vi que un gusano como usted tenía la presunción de plantarle cara en esta casa a tan noble alma, lo asombroso —añadió John Harmon a través de sus dientes apretados, y con una terrible vuelta a la corbata de Wegg— es que no le haya arrancado la cabeza y la haya tirado por la ventana. Ya está. Esto era lo último que quería decirle. ¿Lo ha entendido?
Silas, al verse liberado, se llevó la mano al cuello, se aclaró la garganta y dio la impresión de tener una espina de pescado bastante grande en esa zona. Al mismo tiempo que realizaba ese gesto en esa parte de su rincón, el señor Fangoso llevó a cabo un movimiento singular y a primera vista incomprensible: comenzó a retroceder hacia el señor Wegg siguiendo la pared, igual que un mozo de cuerda o un estibador que se dispone a levantar un saco de harina o de carbón.
—Siento, Wegg —dijo el señor Boffin en su clemencia— que mi anciana y yo no podamos tener de usted una opinión mejor que la que nos vemos obligados a albergar. Pero no me gustaría que se fuera, a fin de cuentas, con una posición en la vida peor de la que lo encontré. Así pues, diga, en una palabra, antes de que nos despidamos, cuánto le costaría montar otro puesto ambulante.
—Y en otro sitio —intervino John Harmon—. No quiero que se acerque a estas ventanas.
—Señor Boffin —repuso Wegg en avariciosa humillación—: la vez que tuve el honor de conocerle, poseía una colección de baladas que, se podría decir, era de un valor inapreciable.
—Entonces no hay manera de pagarlas —dijo John Harmon—, y mejor no intentarlo, mi querido señor.
—Perdóneme, señor Boffin —retomó Wegg, con una maligna mirada en dirección del último en hablar—, le estaba exponiendo el caso a usted, el cual, si mis sentidos no me engañan, me lo ha pedido. Poseía una selectísima colección de baladas, y en la cajita había una nueva provisión de pan de jengibre. No digo más, y el resto se lo dejo a usted.
—Pero es difícil señalar lo que es justo —dijo el señor Boffin, incómodo, con la mano en el bolsillo—, y no quiero sobrepasar lo que es justo, pues ha resultado usted ser un sujeto malvado. No sé por qué ha sido tan artero e ingrato, Wegg; ¿alguna vez le ofendí?
—También estaban mis contactos como recadero —añadió el señor Wegg, con aire meditabundo—, oficio en el que era muy respetado. Pero no me gustaría que me tacharan de codicioso, y lo dejo a su arbitrio, señor Boffin.
—A fe mía, que eso no sé cómo valorarlo —farfulló el Basurero de Oro.
—Había también —continuó Wegg— un par de caballetes, por los que un irlandés considerado experto en caballetes me ofreció cinco chelines y seis peniques, una suma que no quise ni oír, pues habría perdido dinero. Y había un taburete, un paraguas, un tendedero y una bandeja. Pero lo dejo a su arbitrio, señor Boffin.
El Basurero de Oro pareció absorto en abstrusos cálculos, y el señor Wegg le ayudó con los siguientes productos adicionales.
—Además estaban la señorita Elizabeth, el señorito George, tía Jane y tío Parker. ¡Ah! Cuando un hombre considera la pérdida de unos protectores como esos; cuando un hombre descubre que los cerdos han hozado en un jardín tan bonito; le resulta muy difícil, sin llegar muy alto, calcularlo en dinero. Pero lo dejo enteramente a su arbitrio, señor.
El señor Fangoso proseguía con su singular y a primera vista incomprensible movimiento.
—Se ha hablado aquí de engaños —dijo Wegg con aire melancólico—, y no es fácil decir hasta qué punto mi tono espiritual no se ha visto menoscabado por la lectura de vidas de avaros, cuando usted me engañó a mí y a otros para que pensáramos que lo era. Lo único que puedo decir es que me pareció que mi tono espiritual disminuía en esa época. ¡Y cómo va uno a tasar su espíritu! También hay que sumar el sombrero que llevaba hace un momento. Pero lo dejo todo a su arbitrio, señor Boffin.
—¡Venga! —dijo el señor Boffin—. Aquí tiene un par de cientos de libras.
—Para ser justo conmigo, no puedo aceptarlo, señor.
Aún tenía esas palabras en la boca cuando John Harmon levantó el dedo y Fangoso, que ahora estaba cerca de Wegg, siguió retrocediendo hasta la espalda de este, se agachó, le agarró por detrás el cuello de la chaqueta con ambas manos, y hábilmente lo levantó como si fuera el saco de harina o carbón antes mencionado. En esa posición, el semblante de Wegg exhibió un descontento y un asombro extraordinarios, mientras sus botones se veían casi tan prominentes como los del propio Fangoso, por no mencionar que su pata de palo estaba en una situación muy impropia. Pero su cara dejó de verse en la habitación a los pocos segundos, pues Fangoso trotó a paso ligero y lo sacó de allí, y a continuación bajó la escalera con el mismo trote, mientras el señor Venus le acompañaba para abrir la puerta de la calle. Las órdenes del señor Fangoso habían sido depositar su carga en la calle; pero como dio la casualidad de que el carro de unos basureros estaba en la esquina sin que nadie lo atendiera, con su escalerita plantada junto a la rueda, el señor Fangoso no pudo resistir la tentación de arrojar al señor Silas Wegg dentro del carro. Una proeza un tanto difícil, conseguida con gran destreza y que salpicó muchísimo.