Capítulo XIII


Que muestra como el Basurero de Oro ayudó a sembrar la confusión

En medio del desconcierto inicial del asombro de Bella, lo más desconcertante y asombroso para ella fue la expresión radiante del señor Boffin. Que su esposa se mostrara alegre, afectuosa y simpática, o que su cara expresara todas las cualidades relacionadas con la generosidad y la confianza, y ninguna egoísta ni mezquina, se correspondía con la experiencia de Bella. Pero que él, con un aire totalmente benévolo y su cara rolliza y sonrosada, estuviera allí, mirándola a ella y a John, como si fuera un espíritu jovial y bondadoso, era maravilloso. Porque hay que recordar qué cara tenía la última vez que ella lo viera en esa habitación (la misma en la que ella le dijo lo que pensaba de él al despedirse). ¿Qué había sido ahora de aquellas retorcidas arrugas de recelo, avaricia y desconfianza que le habían deformado la cara entonces?

La señora Boffin hizo sentar a Bella en la gran otomana, y ella se sentó a su lado, y John y el señor Boffin se colocaron al otro lado, y el señor Boffin les dirigía una sonrisa radiante a todos y a todo lo que veía, con insuperable alegría y dicha. Entonces a la señora Boffin le dio un ataque de risa y se puso a dar palmas, con las manos, las rodillas, y a mecerse adelante y atrás, y luego le dio otro ataque de risa y abrazó a Bella, y se puso a mecerse adelante y atrás, y los dos ataques fueron de considerable duración.

—Señora, señora —dijo al final el señor Boffin—, si no empiezas tú, otro tendrá que hacerlo.

—Ya empiezo, querido Noddy —replicó la señora Boffin—. Solo que no es fácil que una persona que se halla en este estado de alegría y felicidad sepa por dónde empezar. Bella, querida. Dime, ¿quién es este hombre?

—¿Que quién es? —repitió Bella—. Mi marido.

—¡Ah! ¡Pero dime cómo se llama, querida! —exclamó la señora Boffin.

—Rokesmith.

—¡No, ese no es su apellido! —exclamó la señora Boffin, dando palmas y negando con la cabeza—. Ni por asomo.

—Handford, pues —sugirió Bella.

—¡No, tampoco! —exclamó la señora Boffin, de nuevo dando palmas y negando con la cabeza—. Ni por asomo.

—¡Al menos, supongo que su nombre es John! —dijo Bella.

—¡Ah! ¡Yo diría que sí, querida! —exclamó la señora Boffin—. ¡Eso espero! Tantísimas veces le he llamado por ese nombre. Pero ¿cuál es su apellido, el verdadero? ¡Adivínalo, preciosa!

—No se me ocurre nada —dijo Bella, volviendo su cara pálida a uno y a otro.

—A mí sí que se me ocurrió —dijo la señora Boffin—, ¡y lo que es más, lo adiviné! Lo descubrí, me vino de sopetón, se podría decir, una noche. ¿No es cierto, Noddy?

—¡Sí! ¡La anciana lo descubrió! —dijo el señor Boffin, enorgulleciéndose de la circunstancia.

—Préstame atención, querida —añadió la señora Boffin, tomando las manos de Bella entre las suyas, y dándole unos suaves golpecitos de vez en cuando—. Fue después de esa noche en concreto en que John se había visto frustrado (o eso creía) en sus afectos. Fue después de esa noche en que John hizo una propuesta de matrimonio a cierta dama, y esta lo rechazó. Fue después de esa noche en concreto, cuando él se sentía como despreciado, y había decidido irse a buscar fortuna. Fue la noche siguiente. Mi Noddy quería un papel que estaba en la habitación de su secretario, y le digo a Noddy: «Voy a pasar por su puerta y lo llamo». Di unos golpes en la puerta, pero no me oyó. Me asomé y lo vi sentado solo junto al fuego, meditando. Por casualidad levantó la mirada y cuando me vio puso una sonrisa complacida, ¡y entonces, en un solo momento, prendieron todos los granos de pólvora que se habían esparcido a su alrededor desde que le viera por primera vez hecho un hombre en La Enramada! ¡Demasiadas veces lo había visto sentado solo, cuando era un pobre niño, para que lo compadecieran con caricias y afecto! ¡Demasiadas veces lo había visto necesitado de que alguien le dirigiera una palabra de consuelo que lo animara! ¡Tantísimas y tantísimas, como para que cuando me vino esa inspiración me equivocara! ¡No, no! Tan solo pude gritar: «¡Ahora te reconozco! ¡Eres John!». Y él me coge cuando me desmayo… Así pues —dijo la señora Boffin, interrumpiendo su torrencial relato para poner la sonrisa más radiante—, creo que ahora ya puedes adivinar cuál es el nombre de tu marido, querida.

—¡No! ¿Harmon? —A Bella le temblaban los labios—. ¡No es posible!

—No tiembles. ¿Por qué no es posible, querida, cuando tantas cosas son posibles? —preguntó la señora Boffin en un tono tranquilizador.

—Lo asesinaron —dijo Bella con voz entrecortada.

—Eso se creyó —dijo la señora Boffin—. Pero si alguna vez John Harmon respiró sobre la tierra, no hay duda de que es el John Harmon que ahora te rodea la cintura con el brazo, querida. Si alguna vez John Harmon tuvo una esposa sobre la tierra, esa esposa eres tú. Si alguna vez John Harmon y su esposa tuvieron una hija sobre la tierra, la niña es esa.

En medio de aquella maquinación secreta, un golpe maestro hizo aparecer al inagotable bebé por la puerta, suspendido en el aire por un agente invisible. La señora Boffin se lanzó a por él y lo puso en el regazo de Bella, donde el señor y la señora Boffin agotaron a la Inagotable en una lluvia de carantoñas. Fue solo esa oportuna aparición lo que impidió que Bella se desmayara. Eso, y la convicción con que su marido le explicó por qué todo el mundo había creído que lo habían asesinado, y que incluso había sido sospechoso de su propio asesinato; también cómo le había contado una mentira piadosa que lo había reconcomido, a medida que se acercaba el momento de descubrirla, por temor a que ella no acabara de perdonarle la finalidad que la había originado ni aquello en que se había convertido.

—¡Pero bendita seas, preciosa! —exclamó la señora Boffin, cortándole en seco en ese punto con otra entusiasta palmada—. No fue solo John quien participó en todo esto. Todos estuvimos metidos.

—No… no acabo de entenderlo —dijo Bella, mientras su mirada sin expresión iba de uno a otro.

—Claro que no, querida —exclamó la señora Boffin—. ¡Cómo vas a entenderlo hasta que no te lo cuenten! Así que ahora voy a contártelo. Así que vuelve a poner tus manos entre las mías —exclamó la animosa criatura, abrazándola—, y con esa preciosidad que tienes en el regazo mirándonos, te lo contaré todo. Y ahora te voy a contar la historia. Una, dos y tres… ¡ya! ¡Ahí voy! Cuando esa noche exclamo: «¡Ahora lo sé, eres John!»… Esas fueron mis palabras exactas, ¿verdad, John?

—Tus palabras exactas —dijo John, poniendo la mano en la de ella.

—Esto está muy bien —exclamó la señora Boffin—. Déjala ahí, John. Y como todos estábamos en el ajo, Noddy, ven tú también y pon tu mano encima de la suya, y no romperemos el montón hasta que no acabe el relato.

El señor Boffin acercó una silla y añadió su manaza morena al montón.

—¡Estupendo! —dijo la señora Boffin, besándosela—. Parece una construcción familiar, ¿no? Pero ya estamos en marcha. ¡Bueno! Cuando esa noche grito: «¡Ahora sé quién eres! ¡Eres John!». John me coge, es cierto; pero yo no soy un peso ligero, bendito seas, y se ve obligado a dejarme en el suelo. Noddy oye un ruido y entra con su trotecillo, y en cuanto recupero el sentido le digo: «¡Noddy, ya podía decir lo que dije aquella noche en La Enramada, pues, demos gracias a Dios, este es John!». Y él también suelta un suspiro y cae redondo, y queda con la cabeza bajo el escritorio. Eso hace que yo me reponga del todo, y él también se repone del todo, y entonces John, él y yo lloramos de alegría.

—¡Sí! Lloran de alegría, querida —intervino John—. ¿Lo entiendes? ¡Ellos dos, que si yo vivía se quedaban frustrados y sin nada, lloran de alegría!

Bella lo miró confundida, y volvió a mirar la radiante cara de la señora Boffin.

—No pasa nada, querida, no le hagas caso —dijo la señora Boffin—, escúchame a mí. ¡Bueno! A continuación nos sentamos, poco a poco nos calmamos y nos confabulamos. John nos cuenta lo desolado que está por culpa de una cierta jovencita, y que, de no haber descubierto yo quién era, pensaba irse al ancho mundo a buscar fortuna, y que había tomado la decisión de no volver a la vida, sino dejarnos para siempre la propiedad de la herencia que no nos correspondía. Al oírlo, no has visto a nadie tan asustado como mi Noddy en ese momento. Pues el solo hecho de pensar que se había hecho con una herencia que no le correspondía, aunque hubiera sido de manera inocente, y que (más aún) podría haberla disfrutado hasta el día de su muerte, lo dejó más blanco que un papel.

—Tú también lo estabas —dijo el señor Boffin.

—Tampoco le hagas caso a él, querida —prosiguió la señora Boffin—, escúchame a mí. Todo eso crea una confabulación centrada en cierta jovencita; cuando Noddy da su opinión de que es una criatura encantadora. «Puede que sea un poco malcriada —dice—, malcriada por las circunstancias, pero eso es solo en la superficie, y me juego la vida que tiene un auténtico corazón de oro».

—Tú también lo dijiste —dijo el señor Boffin.

—No le hagas ni pizca de caso, querida —continuó la señora Boffin—, escúchame a mí. Entonces dice John: «Oh, ojalá yo pudiera demostrarlo». Entonces los dos nos levantamos y decimos en ese mismo momento: «¡Demuéstralo!».

Con un respingo, Bella le dirigió una mirada al señor Boffin. Pero este le sonreía meditabundo a su manaza morena, y, o no la vio, o no le prestó atención.

—«¡Demuéstralo, John!», le decimos —repitió la señora Boffin—. «¡Demuéstralo y supera tus dudas con un triunfo, y sé feliz por primera vez en tu vida y el resto de tu vida». Naturalmente, eso deja a John muy alterado. Entonces le decimos: «¿Qué te dejaría satisfecho? ¿Que se mantuviera a tu lado cuando te despreciaran, que se mostrara generosa cuando te vieses oprimido, que se mostrara leal a ti cuando te vieras pobre y sin amigos, y todo ello contra su propio interés? ¿Te conformarías con eso?». «¿Conformarme?», dice John, «eso me haría estar en el cielo». «Entonces», dice mi Noddy, «prepárate para subir al cielo, John, pues tengo la certeza de que allí acabarás».

Durante medio instante, la mirada de Bella se cruzó con el centelleo de los ojos del señor Boffin; pero él apartó la mirada de ella y la devolvió a su manaza morena.

—Desde el principio fuiste el ojito derecho de Noddy —dijo la señora Boffin, negando con la cabeza—. ¡Ya lo creo! Y si yo hubiera sido de las celosas, no sé qué te habría hecho. Pero como no lo era… Bueno, preciosa —añadió con una cordial carcajada y un abrazo—, pues acabaste siendo también mi ojito derecho. Pero ya estamos en harina. ¡Bueno! Entonces dice mi Noddy, con las costillas temblándole hasta que creo que volvieron a dolerle: «Prepárate para verte despreciado y oprimido, John, pues si ha habido en el mundo un patrón inflexible, ahora vas a descubrir que lo seré contigo». ¡Y ahí empezó todo! —exclamó la señora Boffin en un éxtasis de admiración—. ¡Dios te bendiga, ahí empezó todo! ¡Y cómo empezó!, ¿verdad?

Bella estaba medio asustada, pero también medio reía.

—Pero bendito sea —prosiguió la señora Boffin—, ¡ojalá lo hubieras visto por las noches, en esa época! ¡Cómo se sentaba y se reía solo! Cómo decía «Hoy me he comportado como un auténtico cafre», y cómo después se abrazaba y se apretaba al pensar en lo bruto que había fingido ser. Pero cada noche me decía: «La cosa va cada día a mejor, anciana. ¿Qué dijimos de la muchacha? Superará la prueba y nos mostrará su corazón de oro. Será la mejor obra que hemos hecho nunca». Y luego decía «¡Mañana seré un auténtico troglodita!», y se reía, y a menudo no paraba hasta que John y yo le dábamos unas palmadas en la espalda, y lo hacíamos respirar otra vez con un poco de agua.

El señor Boffin, cubriéndose la cara con su manaza, no hizo ruido alguno, pero movía los hombros cuando hablaban así de él, como si se lo pasara la mar de bien.

—Y así, preciosa —añadió la señora Boffin—, fue como te casaste, y este marido tuyo nos escondió en el órgano de la iglesia, y no nos dejó salir, como era nuestra intención primera. «No», dice, «es tan desprendida y está tan contenta que todavía no me puedo permitir ser rico. Debo esperar un poco más». Luego, cuando esperabas al bebé, dice: «Es un ama de casa tan jovial y maravillosa que todavía no me puedo permitir ser rico. Debo esperar un poco más». Luego, cuando nació el bebé, dice: «Ahora está mejor que nunca, y aún no puedo permitirme ser rico. Debo esperar un poco más». Y así una y otra vez hasta que le digo claramente: «John, si no fijas una fecha para instalarla en su propia casa, y nos permites salir de ella, acabaré chivándome». Entonces dice que solo está esperando a conseguir un triunfo como nunca había creído posible, y a demostrarnos que es mejor de lo que nunca imaginamos; y dice: «Verá que soy sospechoso de haberme asesinado a mí mismo, y vosotros veréis lo confiada y leal que es». ¡Bueno! Noddy y yo estuvimos de acuerdo, y él tenía razón, y aquí estás ahora, y ya está todo contado y se ha acabado el relato, y Dios te bendiga, hermosura, ¡y Dios nos bendiga a todos!

La montaña de manos se dispersó, y Bella y la señora Boffin se dieron un fuerte y largo abrazo: con peligro del inagotable bebé, que miraba atónito desde el regazo de Bella.

—¿Y ya se ha acabado la historia? —dijo Bella, pensativa—. ¿No hay nada más que contar?

—¿Qué más podría haber, querida? —replicó la señora Boffin, llena de alegría.

—¿Está segura de que no se ha dejado nada? —preguntó Bella.

—Creo que no —dijo la señora Boffin con aire travieso.

—John —dijo Bella—, eres una buena niñera; ¿te importaría cogerme al bebé? —Tras depositar a la Inagotable en sus brazos, Bella miró fijamente al señor Boffin, que se había trasladado a una mesa y apoyaba la cara en una mano con la cara vuelta; Bella se arrodilló en silencio a su lado, le echó un brazo por el hombro y le dijo—: Por favor, le ruego me perdone, me equivoqué de palabra la vez que me despedí de usted. Creo que es mejor (no peor) que Hopkins, mejor (no peor) que Dancer, mejor (no peor) que Blackberry Jones, mejor (no peor) que cualquiera de ellos. ¡Y otra cosa, por favor! —exclamó Bella, con una carcajada sonora y exultante mientras forcejeaba con él y le obligaba a volverle su cara satisfecha—. He averiguado algo que todavía no se ha mencionado. ¡No creo que sea un avaro de corazón endurecido, y no creo que lo haya sido ni un solo momento!

En ese momento, la señora Boffin casi chilló de éxtasis, y se quedó sentada dando palmas y pataditas en el suelo, y meciéndose adelante y atrás, como el miembro demente de una familia de mandarines de juguete.

—¡Oh, ya le entiendo, señor! —exclamó Bella—. No quiero que usted ni nadie más me cuente el resto de la historia. Yo misma se la puedo contar, si quiere oírla.

—¿De verdad, hija mía? —dijo el señor Boffin—. Entonces cuéntanosla.

—¿Sí? —exclamó Bella, agarrándolo con las dos manos por la chaqueta y manteniéndolo prisionero—. Cuando se dio cuenta de lo codiciosa y miserable que era la persona a la que había acogido, decidió enseñarle el mal uso que se podía hacer de la riqueza, y cómo echaba a perder a las personas que no sabían valorarla en su justa medida: ¿no fue así como? Sin importarle lo que ella pensara de usted (¡y sabe Dios que eso no tenía ninguna importancia!), y le enseñó en usted mismo el lado más mezquino de la riqueza, diciéndose: «Esta criatura superficial no averiguaría la verdad ni aunque dispusiera de cien años; pero si le ponemos delante un ejemplo flagrante a lo mejor hasta le abrimos los ojos y la hacemos pensar». Eso fue lo que usted se dijo, ¿verdad?

—Nunca dije nada parecido —declaró el señor Boffin en un estado de máxima dicha.

—Entonces debería haberlo dicho, señor —repuso Bella, tirando de él dos veces y besándolo una vez—, pues seguro que lo pensó. Se dio cuenta de que mi buena suerte se me estaba subiendo a la cabeza y endureciendo mi estúpido corazón, que me estaba convirtiendo en una persona codiciosa, calculadora, insolente, insufrible, y se tomó la molestia de ser el poste indicador más encantador y amable que jamás se ha colocado, señalando el camino que yo estaba tomando y adónde conducía. ¡Confiéselo al instante!

—John —dijo el señor Boffin, un gran sol resplandeciente de pies a cabeza—, ayúdame a salir de esta.

—No puede delegar en un abogado —repuso Bella—. Debe hablar por usted mismo. ¡Confiese al instante!

—Bueno, querida —dijo el señor Boffin—, la verdad es que cuando ideamos este pequeño plan que mi anciana mujer ha señalado, le pregunté a John qué le parecía ampliarlo a un plan más general como el que acabas de mencionar. Pero no dije una palabra que lo diera a entender, pues no era esa mi intención. Lo único que le dije a John fue que si me portaba como un oso con él, lo normal era que me portara como un oso con todos.

—¡Confiese ahora mismo que lo hizo para corregirme y enmendarme! —dijo Bella.

—Desde luego, hija mía —dijo el señor Boffin—. No lo hice para perjudicarte; puedes estar segura de ello. Y mi esperanza era que te sirviese de advertencia. No obstante, debo mencionar que en cuanto mi esposa descubrió a John, este nos hizo saber a ella y a mí que tenía la vista puesta en una persona desagradecida llamada Silas Wegg. Fue en parte para castigar a Wegg, para seguirle la corriente en el feo y turbio juego que se traía, que tú y yo compramos tantos libros juntos (y por cierto, querida, no era Blackberry Jones, sino Blewberry), que me eran leídos en voz alta por la persona llamada Silas Wegg, mencionada hace un momento.

Bella, que todavía estaba arrodillada a los pies del señor Boffin, poco a poco se fue sentando en el suelo, adquiriendo una actitud más y más reflexiva, la mirada fija en los ojos radiantes del anciano.

—Sin embargo —dijo Bella tras una meditabunda pausa—, hay aún dos cosas que no entiendo. La señora Boffin jamás pensó que los cambios que usted sufría fueran auténticos, ¿verdad? Jamás lo creyó, ¿verdad? —preguntó Bella volviéndose hacia ella.

—¡No! —replicó la señora Boffin, con una negativa de lo más rotunda y apasionada.

—Y no obstante, se lo tomó muy a pecho —dijo Bella—. Recuerdo que eso la incomodaba muchísimo.

—¡Caramba, ya ves que a tu esposa no se le escapa nada, John! —exclamó el señor Boffin sacudiendo la cabeza con aire de admiración—. Tienes razón, querida. Muchas veces la anciana estuvo a punto de echarlo todo a rodar.

—¿Por qué? —preguntó Bella—. ¿Por qué ocurrió, si estaba en el secreto?

—Bueno, es una debilidad de la anciana —dijo el señor Boffin—, y sin embargo, si te he de decir la verdad y nada más que la verdad, es algo que me enorgullece mucho. Querida, la anciana me tiene en un pedestal tan alto que no soportaba ver que me comportaba como un oso. ¡No soportaba verme cuando me ponía serio! Por eso siempre estábamos a punto de que nos descubrieras.

La señora Boffin se rió de sí misma de buena gana; pero un cierto brillo en sus ojos honestos reveló que de ninguna manera estaba curada de esa peligrosa propensión.

—Te aseguro, querida —dijo el señor Boffin—, que el celebrado día en que, según están todos de acuerdo, hice mi mejor interpretación (me refiero a miau dijo el gato, cuá-cuá dijo el pato, y guau-guau-guau dijo el perro), te aseguro, querida, que en ese celebrado día, esas crueles palabras que no me creía fueron un golpe tan duro para ella que tuve que sujetarla para impedir que corriera detrás de ti y me defendiera diciendo que estaba haciendo comedia.

La señora Boffin volvió a reír de buena gana, y apareció otro brillo en sus ojos, y dio entonces la impresión no solo de que los dos cómplices en la conspiración consideraban que en ese arrebato de sarcástica elocuencia el señor Boffin se había superado, sino de que este lo consideraba un logro extraordinario.

—¡No fue nada estudiado, querida! —le comentó a Bella—. Cuando John dijo que hubiera sido feliz de ganarse tu afecto y poseer tu corazón, me vino a la cabeza soltarle aquello de «Ganarse su afecto y poseer su corazón. ¡Miau dijo el gato, cuá-cuá dijo el pato, y guau-guau-guau dijo el perro!». No sabría decirte cómo me vino a la cabeza ni de dónde salió, pero sonó tan bilioso que te confieso que yo mismo me quedé atónito. ¡Estuve a punto de echarme a reír cuando John se me quedó mirando!

—Antes has dicho, querida —le recordó a Bella la señora Boffin—, que había otra cosa que no entendías.

—¡Ah, sí! —exclamó Bella, tapándose la cara con las manos—. Aunque eso no podré entenderlo mientras viva. Y es cómo John pudo quererme tanto cuando lo merecía tan poco, y cómo ustedes, señor y señora Boffin, fueron capaces de pensar tan poco en sí mismos, y tomarse tantas molestias para hacerme un poco mejor, y ayudarle a conseguir una esposa tan poco digna de él. Pero estoy muy agradecida.

Le tocaba a John Harmon —ahora John Harmon para siempre, y nunca más John Rokesmith— defender su engaño delante de ella (algo totalmente innecesario), y decirle, una y otra vez, que si lo había prolongado había sido por sus seductores encantos en la fingida situación económica en que vivían en ese momento. Esto condujo a un abundante intercambio de palabras de cariño y de alegría por parte de todos, en medio de las cuales observaron que la Inagotable miraba con un aire de lo más imbécil desde el pecho de la señora Boffin, y decidieron que con su inteligencia sobrenatural había entendido todo lo ocurrido, y le hicieron declarar a las damas y caballeros, moviendo su manita moteada (que extrajo con dificultad de su pelele exageradamente corto) que:

—¡Ya he informado a mi venerable mamá de que lo sé todo!

A continuación, John Harmon le preguntó a su señora si no le gustaría ver su casa. Y era una casa exquisita, hermosa y de buen gusto; y la recorrieron en procesión; la Inagotable, en el pecho de la señora Boffin (aún con los ojos muy abiertos), ocupando la posición central, y el señor Boffin cerrando la comitiva. Y en la exquisita mesa de tocador de Bella había un cofre de marfil, y dentro del cofre había joyas que jamás había imaginado, y en el piso superior una habitación infantil adornada con los colores del arco iris; «aunque no ha sido fácil que la tuvieran a punto en tan poco tiempo», dijo John Harmon.

Una vez inspeccionada la casa, unos emisarios se llevaron a la Inagotable, a la que poco después oyeron chillar entre los arco iris; momento en el que Bella se retiró de la presencia de los caballeros, y cesaron los gritos, y una sonriente Paz acompañó a esa joven rama de olivo.

—¡Entra y echa un vistazo, Noddy! —le dijo la señora Boffin a su esposo.

El señor Boffin permitió que lo llevaran de puntillas hasta la puerta del cuarto de la niña y se asomó con inmensa satisfacción, aunque lo único que había que ver era a Bella en un meditabundo estado de felicidad, sentada en una sillita baja junto a la lumbre, con la niña en sus claros brazos juveniles, y sus suaves pestañas protegiendo sus ojos del fuego.

—Parece que el espíritu del anciano ha hallado por fin descanso, ¿verdad? —dijo la señora Boffin.

—Sí, anciana.

—Y que el dinero ha vuelto a cobrar lustre, tras mucho tiempo oxidándose en la oscuridad, y que al fin comienza a centellear al sol.

—Sí, anciana.

—Y que pinta una imagen hermosa y prometedora, ¿verdad?

—Sí, anciana.

Pero el señor Boffin, viendo al instante que aquello merecía ser rematado con una ocurrencia, endilgó el siguiente comentario, pronunciado con un espeluznante gruñido de oso:

—¿Una imagen hermosa y prometedora? ¡Miau, cuá-cuá, guauguau!

Y a continuación bajó trotando las escaleras, mientras sus hombros sufrían la más viva conmoción.