Capítulo XII


La sombra que pasa

El viento y la marea se levantaron y bajaron unas cuentas veces, la tierra giró alrededor del sol unas cuantas veces, el barco que surcaba el océano hizo su viaje sin novedad y llevó a casa del señor Rokesmith una pequeña Bella. ¡Y quién más feliz que este, excepto la propia señora de John Rokesmith!

—¿No te gustaría ahora ser rica, querida?

—¿Cómo puedes hacerme ahora esta pregunta, querido John? ¿Es que no soy rica?

Esas fueron algunas de las primeras palabras que pronunciaron cerca de la pequeña Bella mientras esta dormía. Pronto demostró ser un bebé de maravillosa inteligencia, evidenciando la más poderosa oposición a estar en compañía de su abuela, sufriendo invariablemente de una dolorosa acidez de estómago cada vez que esa digna dama la distinguía con su atención.

Era delicioso ver a Bella contemplar a su bebé, y descubrir sus hoyuelos en ese diminuto reflejo, como si se mirara en el espejo sin ninguna vanidad. El querúbico padre de Bella hizo notar acertadamente al marido de esta que el bebé parecía rejuvenecerla, y que le recordaba los días en que ella le hablaba a su muñeca preferida mientras la tenía en brazos. Parecía que hubieran desafiado al mundo a que produjera otro bebé al que se le pudieran decir y cantar tal cantidad de tonterías como las que Bella le decía y le cantaba a su bebé; o al que se pudiera vestir y desvestir tantas veces en veinticuatro horas como Bella vestía y desvestía al suyo; al que tantas veces al día escondieran detrás de la puerta y lo hicieran asomarse para impedir el paso de su padre cuando este volvía del trabajo; o que, en una palabra, hiciera la mitad de cosas de bebé que hacía ese inagotable bebé gracias a la incesante inventiva de una madre alegre y orgullosa.

El inagotable bebé tenía dos o tres meses cuando Bella comenzó a notar unos nubarrones en la frente de su marido. Al contemplarlos, veía una angustia cada vez más densa y profunda que a ella le causaba gran desazón. Más de una vez oía a su marido farfullar en sueños y lo despertaba; y aunque lo único que él farfullaba era el nombre de ella, a Bella le resultaba evidente que ese desasosiego procedía de algún peso en la conciencia. Así que al final Bella reclamó su derecho a dividir esa carga y llevar ella la mitad.

—Ya sabes, John —dijo ella jovialmente, retomando la conversación de meses anteriores— que espero que se pueda confiar en mí en cosas importantes. Y lo que te causa tanta zozobra no puede ser cosa pequeña. Es muy considerado por tu parte intentar ocultarme que algo te preocupa, pero no vas a conseguirlo, amor mío.

—Admito que estoy bastante inquieto.

—Entonces, dime qué es, por favor.

Pero no, él se negó.

«¡Tanto da! —se dijo Bella resueltamente—. John me exige que confíe totalmente en él, y no voy a decepcionarle».

Aquel día ella se fue a Londres para reunirse con él e ir de compras. Lo encontró esperándola donde habían quedado y echaron a andar por las calles. Él estaba contento, aunque no dejaba de insistir en lo de ser ricos; y le dijo que se imaginara que aquel carruaje de allá era suyo, y que los esperaba para llevarlos a su bonita casa; en ese caso, ¿qué le gustaría encontrar en casa a Bella? ¡Vaya! Bella no lo sabía: como ya tenía todo lo que quería, no sabía decirlo. Pero poco a poco acabó confesando que le gustaría tener una habitación para el inagotable bebé como nunca se había visto. Tendría «un arco iris de colores», pues estaba casi segura de que el bebé se fijaba en los colores; y la escalera estaría adornada de las flores más exquisitas, pues estaba totalmente segura de que el bebé se fijaba en las flores; y en alguna parte habría una pajarera, con los pajarillos más preciosos, pues no había la menor duda de que el bebé se fijaba en los pájaros. ¿Alguna otra cosa? No, querido John. Una vez satisfechas las preferencias del bebé, a Bella no se le ocurría nada más.

Charlaban de esa manera cuando John sugirió: «¿Y no te gustaría alguna joya, por ejemplo?». A lo que Bella replicó riendo: Oh, ya que lo mencionaba, sí, no le importaría tener un hermoso joyero de marfil en su tocador; cuando esas fantasías quedaron oscurecidas y borradas en un instante.

Doblaron una esquina y se toparon con el señor Lightwood.

Mortimer se paró como si se hubiera quedado petrificado al ver al marido de Bella, quien en el mismo momento palideció.

—El señor Lightwood y yo ya nos conocemos —dijo John.

—¿Que ya os conocíais? —repitió Bella en tono de incredulidad—. El señor Lightwood me dijo que no te había visto nunca.

—Y no sabía que lo había visto —dijo Lightwood, incómodo por ella—. Había oído hablar tan solo del… señor Rokesmith. —Puso énfasis en el nombre.

—Cuando el señor Lightwood me vio, amor mío —comentó su marido, mirando a los ojos a Mortimer—, mi nombre era Julius Handford.

¡Julius Handford! ¡El nombre que Bella tantas veces había leído en los periódicos, cuando residía en casa del señor Boffin! ¡Julius Handford, a quien se había invitado a aparecer colocando carteles, ofreciéndose una recompensa a quien supiera algo de él!

—Habría evitado mencionarlo en su presencia —le dijo Lightwood a Bella, con delicadeza—, pero, puesto que es su marido quien lo menciona, debo confirmar lo que él, extrañamente, admite. Cuando le vi era el señor Julius Handford, y posteriormente (cosa que sin duda él supo) me tomé grandes molestias para localizarle.

—Muy cierto —dijo Rokesmith sin inmutarse—. Pero no deseaba ni me interesaba que me localizaran.

La mirada de Bella fue de uno a otro, estupefacta.

—Señor Lightwood —añadió su marido—, como el azar ha hecho que por fin nos encontremos (cosa que no es de extrañar, pues lo raro es que no nos hayamos encontrado antes, a pesar de todos mis esfuerzos por evitarlo), solo quiero recordarle que ha estado en mi casa, y añadir que no he cambiado de residencia.

—Señor —repuso Lightwood, dirigiéndole una expresiva mirada a Bella—, mi posición es realmente delicada. Espero que no se le pueda culpar de complicidad en algún asunto turbio, pero es imposible que ignore que su singular conducta ha resultado muy sospechosa.

—Lo sé —fue toda la respuesta de John.

—Mi deber profesional —dijo Lightwood, vacilante, dirigiéndole otra mirada a Bella— choca frontalmente con mis deseos; aunque dudo, señor Handford, o señor Rokesmith, que exista una razón por la que tenga que despedirme de usted sin que me explique su conducta.

Bella cogió la mano de su marido.

—No te alarmes, querida. El señor Lightwood descubrirá que existe una razón de mucho peso por la que tiene que despedirse de mí ahora mismo. En cualquier caso —añadió Rokesmith—, descubrirá que yo, desde luego, voy a despedirme de él.

—Creo, señor —dijo Lightwood—, que no puede negar que cuando vine a su casa en la ocasión a que se ha referido, me evitó usted de manera deliberada.

—Señor Lightwood, le aseguro que no tengo intención de negarlo. Habría seguido evitándole, con el mismo propósito, durante mucho tiempo de no habernos encontrado ahora. Me voy directamente a casa, y allí permaneceré hasta mañana a mediodía. Espero que en el futuro nos conozcamos mejor. Buenos días.

Lightwood se quedó indeciso, pero el marido de Bella pasó junto a él sin vacilar, con Bella del brazo, y los dos se dirigieron a su casa sin que nadie más le importunara ni les reprochara nada.

Cuando hubieron cenado y estuvieron solos, John Rokesmith le dijo a su esposa, que no había perdido la alegría:

—¿Y tú no me preguntas, querida, por qué llevaba ese nombre?

—No, John. Naturalmente que me encantaría saberlo —(cosa que su expresión de ansia confirmaba)—, pero esperaré a que me lo digas por propia voluntad. Me preguntaste si tenía total confianza en ti, y dije que sí, y hablaba en serio.

No se le escapó a Bella que a John se le comenzaba a ver triunfante. No es que su determinación precisara refuerzo; pero, de haber sido así, lo habría obtenido de la apasionada cara de su marido.

—No me dirás que estabas preparada, querida, para descubrir que ese misterioso señor Handford era la misma persona que tu marido.

—No, John, claro que no. Pero me dijiste que estuviera preparada para pasar una prueba, y me preparé.

Él la atrajo aún más hacia sí, y le dijo que todo acabaría pronto, y que la verdad no tardaría en salir a la luz.

—Y ahora —añadió—, querida, fíjate bien en lo que voy a añadir. No corro ningún peligro, y no existe la posibilidad de que nadie me haga daño.

—¿Estás seguro, totalmente seguro de eso, John?

—¡Nadie puede tocarme ni un pelo! Además, no he hecho nada malo, y no he perjudicado a nadie. ¿Quieres que lo jure?

—¡No, John! —exclamó Bella, posando su cabeza sobre sus labios con una expresión de orgullo—. ¡A mí, nunca!

—Pero ciertas circunstancias —añadió John—, que puedo aclarar y aclararé dentro de un momento, me han rodeado de las sospechas más extraordinarias que se han conocido nunca. ¿Oíste que el señor Lightwood se refería a un asunto turbio?

—Sí, John.

—¿Estás preparada para oír con todo detalle a qué se refería?

—Sí, John.

—Se refería, vida mía, al asesinato de John Harmon, el marido que te estaba asignado.

Con el corazón palpitándole rápidamente, Bella lo agarró del brazo.

—¿No me dirás que sospechan de ti, John?

—Amor mío, te lo digo, ¡porque sospechan!

Se abrió un silencio entre ambos, y ella lo miró a la cara, el rostro y los labios pálidos.

—¡Cómo se atreven! —exclamó por fin, en un arranque de noble indignación—. ¡Mi querido esposo, cómo se atreven!

Él la cogió en sus brazos cuando ella abrió los suyos, y la apretó contra su corazón.

—Aun sabiendo esto, ¿eres capaz de confiar en mí, Bella?

—Soy capaz de confiar en ti, John, con toda mi alma. Si no fuera capaz de confiar en ti, caería muerta a tus pies.

Un apasionado gesto triunfal ardía en la cara de John cuando este levantó la vista y se preguntó extasiado qué había hecho él para merecer la bendición del corazón de esa confiada criatura. De nuevo ella le llevó la mano a los labios y le dijo «¡Calla!», y a continuación añadió, de esa manera suya tan conmovedora, que si todo el mundo se pusiera en contra de él, ella lo apoyaría; que si todo el mundo lo repudiara, ella creería en él; que si a ojos de los demás tuviera mala fama, a los suyos solo tendría honor; y que, sometido a las peores e inmerecidas sospechas, ella dedicaría su vida a consolarlo, y que le transmitiría a su hija esa misma fe en él.

Un sereno crepúsculo de felicidad sucedió a ese radiante mediodía, y permanecieron en paz, hasta que se oyó en la habitación una extraña voz que los sobresaltó a los dos. Como la habitación estaba a oscuras, la voz dijo:

—No deje que la señora se alarme si enciendo una luz.

De inmediato se oyó el roce de una cerilla que brilló en una mano. John Rokesmith vio que la mano, la cerilla y la voz pertenecían al inspector, al que en esta crónica vimos ya meditativamente activo.

—Me tomo la libertad —dijo el inspector, yendo al grano— de presentarme ante el señor Julius Handford, que me dio su nombre y su dirección en la comisaría hace ya bastante tiempo, por si se acuerda de mí. ¿Le importaría a la señora que encendiera un par de velas de la chimenea para arrojar un poco más de luz sobre el tema? ¿No? Gracias, señora. Ahora nos vemos más animados.

El inspector, vestido de levita azul oscuro abotonada hasta arriba y pantalones, presentaba el aspecto de un miembro del ejército a media paga mientras se llevaba el pañuelo a la nariz y le hacía una reverencia a la señora.

—Señor Handford —dijo el inspector—, aquella vez tuvo la amabilidad de escribirme su nombre y dirección, y ahora le enseño el papel que me escribió. Al comparar la letra con la de la guarda de este libro que hay sobre la mesa, que es un bonito volumen, y que pone «Señora de John Rokesmith. De su marido en el día de su cumpleaños» (cómo agradecen nuestros sentimientos estos regalos), veo que son idénticas. ¿Puedo hablar un momento con usted?

—Por supuesto. Aquí mismo, si le va bien —fue la respuesta.

—Bueno —repuso el inspector, de nuevo haciendo uso del pañuelo—, aunque no hay nada que pueda causar la alarma de la señora, las señoras, sin embargo, son propensas a alarmarse cuando se trata de ciertos asuntos (pues el sexo débil no está acostumbrado más que a los que son de carácter estrictamente doméstico), por lo que generalmente sigo la norma de no referirme a esos asuntos delante de las señoras. Quizá —insinuó el inspector— a la señora le gustaría subir arriba a cuidar al bebé.

—La señora Rokesmith… —comenzó a decir su marido, cuando el inspector, tomando las palabras como una presentación, dijo:

—Es un honor, sin duda.

Y le hizo una galante reverencia.

—La señora Rokesmith —continuó su marido— está convencida de que no hay razón para alarmarse, sea cual sea el asunto.

—¿De verdad? ¿Es así? —dijo el inspector—. Tenemos mucho que aprender del sexo débil, y no hay nada que una mujer no pueda conseguir si se lo propone. Lo mismo ocurre con mi esposa. Bueno, señora, este marido suyo ha ocasionado muchos problemas que se podrían haber evitado si se hubiera presentado y explicado. ¡Pero ya ve! Ni se presentó ni se explicó. Por consiguiente, ahora que nos hemos topado, él y yo, dirá usted (y dirá con razón) que no hay de qué alarmarse si le propongo que se presente, o, diciéndolo de otra manera, que me acompañe, y se explique.

Cuando el inspector lo expresó en la forma de «que me acompañe», hubo en su voz un tono de satisfacción, y en su mirada un lustre oficial.

—¿Se propone llevarme detenido? —preguntó John Rokesmith muy fríamente.

—¿Por qué discutir? —contestó el inspector con un suave reproche—. ¿No le basta con que le proponga que me acompañe?

—¿Por qué razón?

—¡Bendita sea mi alma! —repuso el inspector—. Me asombra que me lo pregunte un hombre con sus estudios. ¿Por qué discutir?

—¿Qué cargo tiene en mi contra?

—Me asombra que lo pregunte delante de una señora —dijo el inspector, negando con la cabeza en un reproche—. ¡Me asombra, con la buena educación que le han dado, que no tenga más delicadeza! Así pues, le acuso de estar involucrado en el caso Harmon. No digo si antes, durante o después del asesinato. No digo que por saber algo que todavía no ha salido a la luz.

—No me ha sorprendido. He previsto su visita esta tarde.

—¡No me diga! —dijo el inspector—. Bueno, ¿por qué discutir? Es mi deber informarle de que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.

—No creo que lo sea.

—Pero yo le digo que lo será —dijo el inspector—. Y ahora, después de haber recibido esta advertencia, ¿sigue diciendo que esta tarde ya preveía mi visita?

—Sí. Y le diré algo más, si me acompaña a la habitación de al lado.

Poniendo un beso tranquilizador en los labios de la asustada Bella, su marido (al que el inspector ofreció amablemente el brazo) cogió la vela y se retiró con ese caballero. Estuvieron hablando media hora. Cuando regresaron, el inspector parecía enormemente estupefacto.

—He invitado a este digno agente —dijo John— a realizar una breve excursión en la que tú también puedes participar. Comerá y beberá algo, si lo invitas, mientras tú te pones la capota.

El inspector no quiso comer, pero aceptó una copa de brandy con agua. Lo mezcló con aire apático y lo bebió con aire pensativo, y de vez en cuando afirmaba en soliloquios que jamás había oído nada parecido, que nunca había estado tan perplejo, y que menuda manera era esa de poner a prueba la opinión que uno tiene de sí mismo. Junto con esos comentarios, de vez en cuando soltaba una carcajada, con el aire medio satisfecho y medio herido en su orgullo de un hombre al que le han planteado un acertijo y, tras mucho pensar, se rinde y le dicen la solución. A Bella ese hombre la asustaba tanto que observaba todo aquello con una actitud entre perceptiva y encogida, y del mismo modo se dio cuenta de que él se comportaba con John de una manera totalmente distinta. Esa actitud de «haga el favor de acompañarme» se había convertido en prolongadas miradas reflexivas a John y a ella, y a veces en el gesto de frotarse la frente con la mano, lentamente y con fuerza, como si se planchara las arrugas que su profunda reflexión le producía. Algunos satélites habían gravitado secretamente hacia él tosiendo y silbando dentro de la casa, pero ya los había despedido, y ahora observaba a John como si hubiera sido su intención hacerle un servicio público, pero por desgracia se le hubieran anticipado. Bella no sabía si, de no haberle tenido tanto miedo, podría haber llegado a comprender algo más; pero para ella todo resultaba inexplicable, y a su mente no asomaba el menor atisbo de cuál era realmente la situación. El inspector se fijaba cada vez más en ella, y cada vez que sus ojos se encontraban levantaba las cejas con un aire de complicidad, como si le dijera «¿Es que no se da cuenta?», lo que no hacía sino aumentar el temor de Bella, y, por consiguiente, su perplejidad. Por estas razones, cuando él, ella y John, a eso de las nueve de una noche de invierno, se dirigieron a Londres, y tomaron un coche en London Bridge, pasando junto a los muelles, dársenas y otros extraños lugares y recónditos de la orilla del río, Bella estaba como en un sueño; totalmente incapaz de explicar por qué estaba allí, totalmente incapaz de imaginar qué iba a pasar ahora, ni adónde se dirigían, ni por qué; sin otra certeza en el presente inmediato que su confianza en John, y que de alguna manera él saldría más triunfante. ¡Pero menuda certeza era esa!

Por fin se apearon en la esquina de un patio, en el que había un edificio con un farol encendido y una portezuela. Su aspecto cuidado contrastaba con los alrededores, y lo explicaba el cartel que ponía «COMISARÍA».

—¿No iremos a entrar aquí, John? —dijo Bella, agarrándose a él.

—Sí, querida, pero por voluntad propia. Y saldremos sin ningún problema, no temas.

La sala encalada estaba tan blanca como antaño, el hombre que llevaba metódicamente los libros lo hacía con la misma calma de antaño, y la misma persona que aullaba a lo lejos seguía golpeando la puerta de su celda como antaño. El santuario no era una residencia permanente, sino una suerte de almacén para el transporte de criminales. Los vicios y bajas pasiones se anotaban regularmente en los libros, se almacenaban en las celdas, y se transportaban de acuerdo con la factura adjunta, y dejaban poca señal de su paso.

El inspector colocó dos sillas ante el fuego para sus visitantes, y conversó en voz baja con un hermano de su orden (otro hombre con aspecto de militar a media paga), el cual, a juzgar exclusivamente por su ocupación de ese momento, podría haber sido un amanuense haciendo copias. Cuando acabaron de conferenciar, el inspector regresó junto a la lumbre, y, tras observar que haría una visita a los Mozos para ver cómo estaban las cosas, salió. No tardó en volver, y dijo:

—No podría ir mejor, pues ahora están cenando con la señorita Abbey en el bar.

Y a continuación salieron los tres juntos.

Aún como en un sueño, Bella se vio entrar en una acogedora y anticuada taberna, y que la llevaban como a escondidas a una salita triangular que quedaba delante del bar del establecimiento. El inspector logró introducirlos a escondidas, a ella y a John, en esa extraña sala, que una inscripción en la puerta calificaba de «RESERVADO», entrando primero por un estrecho pasillo, y de repente girando hacia ellos con los brazos extendidos, como si ellos fuesen dos ovejas. Habían iluminado el cuarto para recibirlos.

—Y ahora —le dijo el inspector a John, bajando un poco el gas—, me mezclaré con ellos como si tal cosa, y cuando diga «Identificación», usted aparece.

John asintió, y el inspector salió solo por la media puerta del bar. Desde la entrada en penumbra del reservado, dentro del que se hallaban Bella y su marido, podían ver una agradable reunión de tres personas sentadas en el bar, cenando, y podían oír todo lo que se decía.

Las tres personas eran la señorita Abbey y dos hombres. El inspector les comentó a los tres que para esa época del año el viento cortaba como un cuchillo.

—Aunque nunca será tan afilado como su ingenio, señor —dijo la señorita Abbey—. ¿Qué tiene ahora entre manos?

—Gracias por el cumplido —contestó el inspector—. La verdad es que no gran cosa, señorita Abbey.

—¿A quién tiene en el reservado? —preguntó la señorita Abbey.

—No son más que un caballero y su esposa, señorita.

—¿Y quiénes son? Si es que se puede preguntar sin detrimento de sus planes en interés de la gente de bien —dijo la señorita Abbey, orgullosa del inspector, al que veía como un genio administrativo.

—En esta parte de la ciudad son forasteros, señorita Abbey. Están esperando a que llame al caballero para que se presente un momento en un lugar.

—Mientras esperan —dijo la señorita Abbey—, ¿por qué no se sienta con nosotros?

El inspector entró en el bar de inmediato, y se sentó al lado de la media puerta, dándole la espalda al pasillo y de cara a los dos hombres.

—Esperaré a que sea más tarde para cenar —dijo el inspector—, así que no les haré estar más estrechos. Pero tomaré un vaso de ponche, si es lo que hay en la jarra del guardafuegos.

—Es ponche —contestó la señorita Abbey—, y lo he hecho yo, y si alguno de ustedes puede encontrar uno mejor, me gustará saber dónde.

La señorita Abbey le llenó un vaso humeante con sus manos hospitalarias y volvió a colocar la jarra en el fuego; los demás, en su cena, aún no habían llegado a la fase del ponche, y prosiguieron sus escaramuzas con una cerveza fuerte.

—¡Aaah! —exclamó el inspector—. ¡Esto es una maravilla! No hay un solo detective en el cuerpo, señorita Abbey, capaz de encontrar nada mejor.

—Me alegra oírselo decir —repuso la señorita Abbey—. Y si alguien lo encontrara, usted debería saberlo.

—Señor Job Potterson —añadió el inspector—, a su salud. Señor Jacob Kibble, a la suya. Espero que hayan tenido un próspero viaje de vuelta, caballeros.

El señor Kibble, un hombre untuoso y corpulento de pocas palabras y muchos bocados, dijo, con más laconismo que énfasis, llevándose la cerveza a los labios:

—Lo mismo le deseo.

El señor Job Potterson, un medio marinero de carácter atento, dijo:

—Gracias, señor.

—¡Dios bendiga mi alma! —exclamó el inspector—. Y hablando de profesiones, y de cómo dejan huella en quienes las practican —(un tema que nadie había tocado)—, ¡quién no iba a darse cuenta de que su hermano es camarero en un barco! ¡Todo señala en él su profesión: el brillo y la viveza de sus ojos, la pulcritud de sus gestos, la elegancia de su figura, la confianza que inspira en caso de que necesitéis una jofaina! Y el señor Kibble, ¿no se ve que es un pasajero de pies a cabeza? Aparte de su aire mercantil, por el que os sentiríais feliz de concederle un crédito de quinientas libras, ¿no se ve también en él el brillo de la sal marina?

—Puede que usted lo vea —contestó la señorita Abbey—, pero yo no. Y, en cuanto al oficio de camarero, creo que ya es hora que mi hermano lo abandone y se encargue de este establecimiento cuando su hermana se retire. De lo contrario, este local se caerá en pedazos. No se lo vendería ni por todo el dinero del mundo a nadie que, en mi opinión, no tuviera personalidad para llevar los Mozos, como he hecho yo.

—Ahí tiene razón, señorita —dijo el inspector—. No hay local mejor regentado que este. ¿Qué digo? No hay local ni la mitad de bien regentado que este. Enséñele los Seis Alegres Mozos a cualquiera del cuerpo, y todos, hasta el último agente, le dirán que encarna la perfección, señor Kibble.

Ese camarero suscribió sus palabras con un muy serio movimiento de cabeza.

—Y hablando de cómo pasa el Tiempo, como si fuera un animal en una de esas rústicas diversiones en las que se les enjabona la cola —dijo el inspector (otro tema que nadie había abordado)—, bueno, hay que ver. Hay que ver. Cómo ha pasado el tiempo desde que el señor Job Potterson, aquí presente, y el señor Jacob Kibble, aquí presente, y el agente de policía aquí presente, se vieron por primera vez por un asunto de ¡identificación!

El marido de Bella salió sin hacer ruido de la media puerta del bar y se quedó allí.

—Cómo ha pasado el tiempo para todos nosotros —añadió lentamente el inspector, observando a los dos comensales con los ojos apretados—, desde que los tres, en la encuesta que tuvo lugar en este mismo local… ¿Señor Kibble? ¿Se encuentra mal, señor?

El señor Kibble se había puesto en pie tambaleándose, con la boca abierta, apretando el hombro de Potterson y señalando hacia la medio puerta.

—¡Potterson! ¡Mire! ¡Mire ahí!

Potterson se puso en pie de un salto, reculó y exclamó:

—¡Que el cielo nos proteja! ¿Qué es eso?

El marido de Bella retrocedió hasta ella, la abrazó (pues Bella estaba demasiado aterrada por el incomprensible terror de los dos hombres), y cerró la puerta de la pequeña sala. Se oyeron voces atropelladas, entre las que destacó la del inspector; gradualmente las voces se apagaron hasta cesar; y reapareció el inspector.

—¡Astucia, eso es todo! —dijo, asomando la cabeza con un guiño cómplice—. Sacaremos de aquí a la señora enseguida.

Al instante, Bella y su marido estaban bajo las estrellas, regresando solos hasta el vehículo que los esperaba.

Todo aquello era de lo más extraordinario, y lo único que Bella entendía era que John estaba de parte de la justicia. Hasta qué punto lo estaba, y por qué habían llegado a sospechar lo contrario, eso lo ignoraba. Lo más parecido a una explicación definitiva era la vaga idea de que nunca había asumido realmente el nombre de Handford, y que existía un parecido extraordinario entre él y esa persona misteriosa. Pero John había triunfado; eso estaba claro; y ella no tenía prisa en conocer el resto.

Cuando al día siguiente John llegó a casa, se sentó en el sofá junto a Bella y la pequeña Bella y dijo:

—Querida, tengo que darte una noticia. He dejado la tienda china.

Como John parecía contento por haberla dejado, Bella dio por sentado que nada malo había en ello.

—En una palabra —dijo John—, la tienda china ha sido disuelta, demolida. Ya no existe.

—¿Estás en otra empresa, John?

—Sí, querida. Estoy en otro ramo. Y me va mucho mejor.

Bella obligó al inagotable bebé a felicitar a su padre y a decir, al tiempo que le agitaba un puñito moteado y un brazo bastante inertes:

—Tres hurras, damas y caballeros. ¡Hip hip, hurra!

—Me temo, mi vida —dijo John—, que le has cogido mucho cariño a esta casita.

—¿Que lo temes, John? Naturalmente.

—La razón por la que he dicho «me temo» es que tendremos que mudarnos —dijo John.

—¡Oh, John!

—Sí, querida, hemos de mudarnos. A partir de ahora tendremos que tener nuestro cuartel general en Londres. En pocas palabras, mi nuevo cargo va acompañado de un residencia por la que no he de pagar alquiler, y debemos ocuparla.

—Eso es una ventaja, John.

—Sí, querida, sin duda, es una ventaja.

John le dirigió una mirada risueña, y muy pilla. Lo que ocasionó que el inagotable bebé le plantara cara con sus puños moteados y exigiera saber de manera amenazadora qué quería decir con eso.

—Amor mío, has dicho que era una ventaja, y yo he dicho que era una ventaja. Un comentario de lo más inocente, sin duda.

—No… te… permito… —dijo el inagotable bebé— que… te… burles… de… mi… venerable… mamá. —En cada pausa le impartía un suave golpe con uno de sus puños moteados.

John se había agachado para recibir esos castigos, y Bella le preguntó si había que mudarse pronto. Bueno, sí (dijo John), desde luego, él le proponía que se mudaran enseguida. ¿Y se llevarían los muebles? (dijo Bella). La verdad es que no (dijo John), pues el hecho era que la casa estaba, más o menos, amueblada.

El inagotable bebé, al oír eso, reanudó la ofensiva y dijo:

—Pero no hay habitación para mí, señor. ¿Qué es eso, padre sin corazón?

A lo que el padre sin corazón respondió que había, más o menos, una habitación para los niños, y que eso «serviría».

—¿Que eso serviría? —repuso la Inagotable, impartiéndole más castigo—. ¿Por quién me tomas?

Y a continuación se puso de espaldas en el regazo de Bella y lo ahogaron a besos.

—Pero bueno, John —dijo Bella, sonrojada de una manera encantadora por esos ejercicios—, esta nueva casa, tal como está, ¿será adecuada para el bebé? Esa es la cuestión.

—Ya me pareció que esa era la cuestión —contestó—, por lo que lo he dispuesto todo para que mañana por la mañana vengas a echarle un vistazo conmigo. —Y una vez hubieron quedado en que Bella le acompañaría a la mañana siguiente, él la besó, y Bella estuvo encantada.

Cuando a la mañana siguiente llegaron a Londres cogieron un coche que les llevó hacia el oeste. No solo hacia el oeste, sino hacia esa peculiar zona del oeste que Bella había visto por última vez cuando le dio la espalda a la puerta del señor Boffin. Y no solo fueron a esa zona, sino a esa calle concreta. Y no solo a esa calle, sino que se detuvieron ante esa misma puerta.

—¡John, querido! —exclamó Bella, mirando por la ventanilla un tanto aturullada—. ¿Te das cuenta de dónde estamos?

—Sí, amor mío. El cochero no se ha equivocado.

La puerta de la casa se abrió sin que tuvieran que llamar ni tirar de la campana, y John la hizo entrar sin más ceremonias. El criado que les abrió la puerta no le preguntó nada a John, ni fue delante de ellos ni detrás cuando subieron las escaleras. Y si Bella no se quedó parada al pie de la escalera fue solo porque su marido le rodeó la cintura con el brazo y le dio un empujoncito. Mientras subían, veían que estaba adornada con las flores más hermosas.

—¡Oh, John! —dijo Bella en un hilo de voz—. ¿Qué significa esto?

—Nada, querida, nada. Sigamos.

Subieron un poco más y se toparon con una deliciosa pajarera en la que revoloteaban algunas aves tropicales, de colores más espléndidos que las flores; y entre esas aves había peces dorados y plateados, y musgo, y nenúfares, y una fuente, y todo tipo de maravillas.

—¡Oh, mi querido John! —dijo Bella—. ¿Qué significa esto?

—Nada, querida, nada. Sigamos.

Siguieron andando hasta llegar a una puerta. Cuando John alargó la mano para abrirla, Bella se la cogió.

—No sé qué significa, pero para mí es demasiado. Abrázame, John, amor mío.

John la tomó en sus brazos y suavemente entró en la habitación con ella.

¡Y ahí estaban el señor y la señora Boffin, con una sonrisa radiante! Ahí estaba la señora Boffin, batiendo palmas, extática, corriendo hacia Bella con lágrimas de alegría que le caían de su hermosa cara, y la apretaba contra su pecho y le decía:

—¡Mi querida, querida, queridísima niña, a la que Noddy y yo vimos casarse sin poder desear que fueras feliz, ni decir nada! Mi querida, querida, queridísima esposa de John y madre de esta niñita! ¡Mi querida, querida, queridísima, guapísima y preciosa niña! ¡Bienvenida a tu casa, querida!