Se hace realidad el descubrimiento de la modista de muñecas
La señora de John Rokesmith estaba cosiendo en su pequeña y bonita habitación, junto a un cesto de bonitas ropas de talla pequeña que hasta tal punto parecían obra de una modista de muñecas que se diría que pensaba hacerle la competencia a la señorita Wren. No estaba muy claro si la Perfecta Ama de Casa Inglesa le había impartido sabios consejos acerca de su confección, pero lo más probable era que no, pues ese críptico oráculo no se veía por ninguna parte. Aunque lo cierto era que la señora de John Rokesmith daba puntadas con una mano tan diestra que debía de haber tomado clases de alguien. En todas las cosas, el amor es un maestro maravilloso, y puede que fuera el amor (desde el punto de vista pictórico, sin más atavío que un dedal) quien le había estado enseñando esa rama del arte de la costura a la señora de John Rokesmith.
Era casi la hora en que John volvía a casa, pero como la señora de John Rokesmith estaba deseosa de obtener un éxito especial con esa habilidad antes de la cena, no salió a encontrarse con él. Plácida, aunque bastante sonriente, se quedó dando puntadas con un sonido regular, y parecía una especie de encantador reloj de porcelana de Dresde con hoyuelos fabricados por el mejor relojero.
Llamaron a la puerta y sonó la campanilla. No era John; o Bella hubiera volado a recibirlo. Entonces, ¿quién era? Bella se hacía esa pregunta cuando entró muy agitada aquella criada tan boba, diciendo:
—¡El señor Lightwood!
¡Dios santo!
Bella apenas tuvo tiempo de arrojar un pañuelo sobre el cesto cuando el señor Lightwood le hizo una inclinación de cabeza. Algo le ocurría al señor Lightwood, pues se le veía extrañamente serio y como enfermo.
El señor Lightwood, con una breve referencia a la época feliz en que tuvo el privilegio de conocer a la señora Rokesmith como señorita Wilfer, le explicó qué le ocurría y por qué se había presentado en su casa. Había ido para transmitirle el deseo de Lizzie Hexam de que la señora de John Rokesmith estuviera en su boda.
Esa petición emocionó tanto a Bella, al igual que la breve narración que él le hizo de manera emotiva, que jamás una botella de sales aromáticas llegó tan a tiempo como la llamada de John.
—Mi marido —dijo Bella—. Lo traeré aquí.
Pero eso resultó más fácil de decir que de hacer; pues, en cuanto mencionó el nombre del señor Lightwood, John se quedó clavado, con la mano en la cerradura de la puerta de la calle.
—Ven arriba, querida.
Bella estaba asombrada del rubor de la cara de su marido, y por el hecho de que enseguida diera media vuelta. «¿A qué se deberá?», se dijo, mientras le acompañaba arriba.
—Y ahora, vida mía —dijo John, sentándola sobre sus rodillas—, cuéntamelo todo.
Por mucho que dijese «cuéntamelo todo», John se sentía muy confuso. Y mientras Bella se lo contaba todo, su atención de vez en cuando se extraviaba. No obstante, ella sabía que John sentía un gran interés por Lizzie y su suerte. ¿Qué podía significar?
—¿Vendrás a esa boda conmigo, querido John?
—N-no, amor mío; no puedo.
—¿Que no puedes, John?
—No, querida, de ninguna manera. No hay ni que pensar en ello.
—¿Tengo que ir sola, John?
—No, querida, irás con el señor Lightwood.
—¿No crees que ha llegado el momento de bajar a ver al señor Lightwood, querido John? —insinuó Bella.
—Querida, tienes que bajar ya, pero debo pedirte que me excuses delante de él.
—¿No me dirás, John, que no piensas verle? Bueno, sabe que has vuelto a casa. Se lo he dicho.
—Eso es un pequeño contratiempo, pero no se puede evitar. Por suerte o por desgracia, no puedo verle de ninguna manera, amor mío.
Bella rebuscó en su mente cuál podía ser la razón de ese inexplicable comportamiento mientras estaba sentada en sus rodillas, asombrada y con los labios en un puchero. Se le ocurrió un motivo de poco peso.
—John, querido, ¿no estarás celoso del señor Lightwood?
—Vamos, preciosa —replicó su marido con una franca carcajada—, ¿cómo voy a estar celoso de él? ¿Y por qué iba a estarlo?
—Porque, ¿sabes, John? —añadió Bella reforzando el puchero—, aunque en una época fue un admirador mío, no fue mi culpa.
—Fue culpa tuya que yo te admirara —replicó su marido con cara de estar orgulloso de ella—, ¿por qué no iba a ser culpa tuya que él te admirara? Pero ¿celoso por eso? ¡Bueno, creo que me volvería loco si me pusiera celoso de todo aquel que encontrara a mi esposa guapa y encantadora!
—Estoy medio enfadada contigo, John —dijo Bella, riendo un poco—, y medio contenta; porque eres un hombre tan tonto, y sin embargo dices cosas tan bonitas como si hablases en serio. No se haga el misterioso, señor. ¿Es que sabes algo malo del señor Lightwood?
—No, amor mío.
—¿Alguna vez te ha hecho algo, John?
—Nunca me ha hecho nada, querida. No tengo contra él más de lo que pueda tener contra el señor Wrayburn; nunca me ha hecho nada; no tampoco el señor Wrayburn. Y, no obstante, no quiero ver a ninguno de los dos.
—¡Oh, John! —replicó Bella, como si lo diera por imposible, como antes se daba a ella—. ¡Pareces una esfinge! Y una esfinge casada no es… no es un marido simpático que te hace confidencias —dijo Bella en tono de ofensa.
—Bella, vida mía —dijo John Rokesmith tocándole la mejilla y poniendo una grave sonrisa, mientras ella bajaba los ojos y ponía otro puchero—. Mírame, quiero hablar contigo.
—¿En serio, Barba Azul de la cámara secreta? —preguntó Bella, deshaciendo el mohín.
—En serio. Y confieso lo de la cámara secreta. ¿No te acuerdas que me pediste que no dijera lo que pensaba de tus elevadas cualidades hasta que te pusiera a prueba?
—Sí, querido John. Y lo decía totalmente en serio, totalmente.
—Llegará el momento, querida (no soy profeta, pero lo digo), en que se te pondrá a prueba. Creo que llegará el momento en que se te someterá a una dura prueba que no pasarás triunfalmente por mí si no me otorgas tu absoluta confianza.
—Entonces no dudes de mí, John, pues te entrego mi absoluta confianza, y confío ahora en ti y siempre confiaré. No me juzgues por una pequeñez como esta, John. En las cosas pequeñas, yo también soy pequeña… siempre lo he sido. Pero en las cosas grandes, espero que no; ¡no quiero presumir, John, pero espero que no!
Mientras John sentía los amorosos brazos de ella en torno a él, estaba aún más convencido que ella de la verdad de sus palabras. De haber podido apostar todas las riquezas del Basurero de Oro, las habría apostado hasta el último penique por la fidelidad a toda prueba de aquel corazón afectuoso y confiado.
—Ahora voy a bajar y marcharme con el señor Lightwood —dijo Bella, poniéndose en pie de un salto—. A la hora de hacer las maletas, eres de lo más torpe, y lo dejas todo revuelto y lleno de arrugas; pero si te portas bien, y me prometes no hacerlo más (¡aunque no sé lo que has hecho!), puedes recogerme unas cuantas cosas para pasar la noche mientras me pongo la capota.
Él la obedeció alegremente, y ella se hizo un nudo bajo su barbilla con hoyuelos, sacudió la cabeza dentro de la capota, dejó visibles los lazos de las cintas, se puso los guantes, dedo a dedo, y finalmente embutió en ellos sus manos rollizas, para a continuación despedirse y bajar. La impaciencia del señor Lightwood quedó muy aliviada cuando la vio vestida para salir.
—¿El señor Rokesmith viene con nosotros? —dijo vacilante y mirando hacia la puerta.
—¡Oh, se me olvidaba! —repuso Bella—. Le manda sus saludos. Tiene la cara hinchada del tamaño de dos, y se ha ido directamente a la cama, el pobrecillo, a esperar a que venga el médico con la lanceta.
—Es curioso —observó Lightwood— que nunca haya visto al señor Rokesmith, aunque hayamos participado en los mismos asuntos.
—¿De verdad? —dijo Bella, sin ruborizarse.
—Comienzo a pensar que nunca le veré —comentó Lightwood.
—A veces ocurren cosas tan raras —dijo Bella con el gesto inmutable— que parece que haya en ellas una especie de fatalidad. Pero estoy preparada, señor Lightwood.
Salieron enseguida en un pequeño carruaje que Lightwood había traído con él desde el inolvidable Greenwich; y desde Greenwich partieron enseguida hacia Londres; y en Londres esperaron en la estación hasta que se unieron a ellos el reverendo Frank Milvey y Margaretta, su esposa, con quienes ya había hablado Lightwood.
Esa digna pareja se demoró por culpa de una increíble anciana de la parroquia que era el azote de sus vidas, y a la que soportaban con la más ejemplar amabilidad y buen humor, a pesar de ser portadora del virus del absurdo, que contagiaba a todo y a todos los que se relacionaban con ella. Formaba parte de la congregación del reverendo Frank, y procuraba distinguirse dentro de esa agrupación por llorar de manera notoria ante cualquier cosa que dijera el reverendo Frank en su ministerio público, por alegre que fuese; y se aplicaba a sí misma las diversas lamentaciones de David, y se quejaba de una manera personalmente ofendida (siempre se la oía a la zaga del pastor y de los demás fieles) de que sus enemigos cavaban una fosa ante ella y la quebrantaban con cetro de hierro.[34] A decir verdad, esa anciana viuda pronunciaba esa parte del servicio de la mañana y de la tarde como si presentara una queja bajo juramento y le solicitara a un magistrado una orden de detención. Pero esa no era su característica más molesta, sino el hecho de que tuviera la impresión, generalmente cuando hacía mal tiempo o al amanecer, de que tenía algo en la cabeza y necesitaba la presencia inmediata del reverendo Frank para quitarse de encima esa obsesión. Muchas veces se había levantado esa amable criatura, había ido a casa de la señora Sprodgkin (tal era el nombre de su discípula), reprimiendo con fuerza la comicidad que le provocaba con su fuerte sentido del deber, y sabiendo perfectamente que lo único que sacaría de eso sería un resfriado. No obstante, el reverendo Frank Milvey y señora, cuando no estaban a solas, rara vez insinuaban que la señora Sprodgkin no merecía las molestias que causaba; pero los dos se lo tomaban lo mejor que podían, al igual que todas las demás molestias.
Esta exigente discípula de su grey parecía dotada de un sexto sentido a la hora de saber cuándo el reverendo Frank Milvey menos deseaba su compañía, y justo entonces aparecía con prontitud en su pequeño vestíbulo. Por tanto, cuando el reverendo Frank hubo acordado de buena gana que él y su esposa acompañarían a Lightwood, dijo, como si fuera lo más natural:
—Apresurémonos, Margaretta, o aparecerá la señora Sprodgkin.
A lo que la señora Milvey replicó, con su aire agradablemente enfático habitual:
—¡Oh sí, pues es tan aguafiestas, Frank, y tan fastidiosa!
Apenas se hubieron pronunciado esas palabras, se anunció que el objeto de ellas esperaba fielmente abajo, y deseaba consejo en un tema espiritual. Como los puntos que la señora Sprodgkin necesitaba elucidar rara vez eran de naturaleza acuciante (como Quién engendró a Quién, o información acerca de los amorreos), la señora Milvey, en esa ocasión especial, recurrió a la estratagema de sobornarla para que se fuera con un regalo de té y azúcar, y una hogaza de pan y mantequilla. La señora Sprodgkin aceptó esos regalos, pero siguió insistiendo en permanecer en el vestíbulo para presentarle sus respetos al reverendo Milvey en cuanto saliera. Y este, diciendo incautamente, con su simpatía habitual: «¡Vaya, Sally, aquí estás!», se vio sometido a la discursiva alocución que le lanzó la señora Sprodgkin, que giró alrededor de que consideraba el té y el azúcar como si fueran mirra e incienso, y el pan y la mantequilla idénticos a las langostas y la miel silvestre. La señora Sprodgkin, tras haberles comunicado una información tan edificante, quedó aún perorando en el vestíbulo, mientras el señor y la señora Milvey corrían acalorados hacia la estación. De todo lo cual dejamos aquí constancia en honor de esa pareja de buenos cristianos, representativos de centenares de parejas de buenos cristianos tan escrupulosos como útiles, que funde la pequeñez de su obra en otra mayor, y no ven pérdida de dignidad al adaptarse a las patrañas de otras personas.
—En el último momento me detuvo una persona a la que no podía negarme a escuchar —fue la disculpa del reverendo Milvey ante Lightwood, sin pensar en sí mismo.
A lo que la señora Milvey añadió, pensando en él, como la defensora esposa que era:
—Oh, sí, le detuvo en el último momento. Pero eso de que no podías negarte a escuchar, Frank, debo decir que a veces me parece que eres demasiado considerado y permites que abusen un poco de ti.
Bella se dio cuenta de que, a pesar de que ella había acudido nada más ser avisada, la ausencia de su marido sería una sorpresa desagradable para los Milvey. Tampoco se la vio muy tranquila cuando la señora Milvey preguntó:
—¿Cómo está el señor Rokesmith? ¿Se nos ha adelantado, o vendrá después?
Como esas palabras obligaban de nuevo a Bella a acostar a su marido y a tenerlo esperando la lanceta, así lo hizo. Pero en la segunda ocasión no resultó tan convincente como en la primera; porque una mentira bien intencionada, dicha dos veces, casi parece adquirir mala intención, si no estás acostumbrado a decirlas.
—¡Oh, querida! —dijo la señora Milvey—. ¡Lo siento mucho! El señor Rokesmith se tomó tanto interés por Lizzie Hexam la última vez que estuvimos en aquel pueblo… Y de haber sabido que le pasaba eso en la cara, podríamos haberle dado algo que le calmara el dolor durante el poco tiempo que tardaremos.
Para que la mentira bien intencionada lo fuera un poco más, Bella se apresuró a afirmar que no sentía dolor. La señora Milvey se alegró mucho.
—No sé por qué ocurre —dijo la señora Milvey—, y estoy segura de que tú tampoco, Frank, pero los clérigos y sus esposas siempre provocan hinchazones de cara. Cada vez que me fijo en un niño de la escuela, me parece que la cara se le hincha al instante. No hay vez que Frank no conozca a alguna anciana sin que a esta le entre dolor de cara. Y otra cosa, siempre hacemos que los pobres niños sorban por la nariz. No sé cómo lo hacemos, pero me gustaría muchísimo que no ocurriera; pero, cuanto más te fijas en ellos, más sorben. Al igual que cuando se hacen las lecturas en el servicio… Frank, ese hombre es maestro. Lo he visto en alguna parte.
Se refería a un joven de aspecto reservado que llevaba chaqueta y chaleco negros y pantalones de mezclilla. Había entrado en la oficina de la estación, con aire desasosegado, inmediatamente después de que Lightwood saliera hacia el tren; había leído apresuradamente los carteles y anuncios de la pared. Se le veía interesado por lo que decía la gente que esperaba, y caminaba de un lado a otro. Se había acercado en el momento en que la señora Milvey mencionó a Lizzie Hexam, y se había quedado al lado, aunque sin dejar de mirar de soslayo hacia la puerta por la que había salido Lightwood. Les daba la espalda, con las manos enguantadas unidas sobre las lumbares. Era tan evidente su titubeo, que expresaba la indecisión de si manifestar o no que había oído que se referían a él, que el señor Milvey le habló.
—No recuerdo su nombre —dijo—, pero le he visto en su escuela.
—Me llamo Bradley Headstone, señor —contestó, retrocediendo hasta un lugar más retirado.
—Debería haberlo recordado —dijo el señor Milvey, dándole la mano—. ¿Cómo le va? Mucho trabajo, imagino.
—Sí, en estos momentos hay mucho trabajo.
—¿No se divirtió en sus últimas vacaciones?
—No, señor.
—Pues hay que divertirse en las vacaciones, señor Headstone, si no, uno se vuelve mustio…[35] Bueno, en su caso, no creo; pero sí puede provocar dispepsia, si no se anda con ojo.
—Procuraré andarme con ojo, señor. ¿Podría hablar con usted fuera un momento?
—Naturalmente.
Anochecía, y la oficina estaba bien iluminada. El maestro, que no había dejado de vigilar la puerta de Lightwood, salió ahora por otra puerta a un rincón exterior, donde había más sombras que luz; y dijo, quitándose los guantes:
—Una de esas dos señoras mencionó el nombre de alguien que conozco; de una persona, debo decir, que conozco bien. Mencionó el nombre de la hermana de un antiguo discípulo mío. De hecho fue discípulo mío durante mucho tiempo, y ha progresado y ha ascendido rápidamente. El nombre es Hexam. El nombre es Lizzie Hexam.
Parecía una persona tímida luchando contra el nerviosismo, y hablaba como conteniéndose. La pausa que hizo entre las dos últimas frases le resultó muy incómoda a su interlocutor.
—Sí —replicó el señor Milvey—. Ahora vamos a verla.
—Eso colegí, señor. Espero que no le ocurra nada malo a la hermana de mi antiguo discípulo. Espero que no haya sufrido ninguna pérdida. Espero que no tenga ninguna aflicción. No habrá perdido un… pariente, ¿verdad?
El señor Milvey se dijo que el comportamiento de aquel hombre era muy extraño, y que tenía una mirada turbia y esquiva; pero le contestó con su manera franca de siempre.
—Me alegra poder decirle, señor Headstone, que la hermana de su antiguo discípulo no ha sufrido ninguna pérdida. ¿Pensaba que a lo mejor íbamos a un entierro?
—Puede que haya pensado en ello, señor, teniendo en cuenta que es usted un clérigo, aunque no he sido consciente. Entonces, ¿no es así?
Un hombre muy extraño, desde luego, y con una mirada furtiva que se hacía opresiva.
—No. De hecho —dijo el señor Milvey—, ya que le veo tan interesado en la hermana de su antiguo discípulo, puedo decirle que voy a casarla.
El maestro reculó de un respingo.
—No a casarme con ella —dijo el señor Milvey, con una sonrisa—, pues ya tengo esposa. Voy a celebrar la ceremonia de su matrimonio.
Bradley Headstone se agarró a la columna que tenía a la espalda. Si el señor Milvey reconocía una cara cenicienta nada más verla, ahí tenía una.
—¡Está usted muy enfermo, señor Headstone!
—No tanto, señor. Se me pasará enseguida. Estoy acostumbrado a que me den estos ataques de vértigo. No quiero retenerle, señor. No necesito ayuda, gracias. Le agradezco mucho que me haya concedido estos minutos de su tiempo.
Mientras el señor Milvey, al que no le sobraban muchos minutos, le daba una respuesta cortés y regresaba a la oficina, observó que el maestro permanecía apoyado en la columna con el sombrero en la mano, y que tiraba de su corbata como si deseara rasgarla. El reverendo Frank se dirigió a uno de los empleados de la estación:
—Fuera hay una persona que se encuentra muy mal, y que necesita ayuda, aunque diga que no.
Por entonces, Lightwood ya tenía asiento para todos, y la campana de salida estaba a punto de sonar. Ocuparon sus asientos, y comenzaban a salir de la estación cuando el empleado de antes llegó corriendo por el andén, mirando en todos los vagones.
—¡Oh! ¡Está usted aquí, señor! —dijo, saltando al estribo y clavando el codo en el marco de la ventanilla, mientras el tren se movía—. La persona que me ha señalado tiene un ataque.
—Por lo que me ha dicho, infiero que es propenso a esos ataques. Si le da el aire no tardará en recuperarse.
El empleado dijo que le había dado muy fuerte, y que mordía y atizaba furiosamente. ¿Le podría dar su tarjeta, al ser el primero que lo había visto? El señor Milvey se la dio, con la explicación de que lo único que sabía de aquel hombre era que tenía una ocupación muy respetable, y que había dicho que tenía problemas de salud, como así indicaba su aspecto. El empleado cogió la tarjeta, esperó el mejor momento para saltar, saltó, y ahí acabó todo.
A continuación, el tren traqueteó entre tejados, y entre irregulares laterales de casas derribadas para dejarle paso, y por encima de las populosas calles, y bajo la tierra fértil, hasta que cruzó el río a toda velocidad: estallando sobre la tranquila superficie como una bomba, y desapareciendo como si hubiera explotado en medio de la ráfaga de humo, vapor y luz. Un poco más y volvió a cruzar atronadoramente el río, como un gran cohete: desdeñando los giros y recodos del río con inefable desprecio, y siguiendo en línea recta hacia su meta, al igual que el Padre Tiempo hacia la suya. A este no le importa si las aguas suben o bajan, reflejan la luz y las sombras del cielo, hacen crecer las malas hierbas y las flores, giran aquí o giran allá, hacen ruido o discurren calladas, van tranquilas o revueltas, pues su curso tiene un final seguro, aunque sus fuentes y recursos sean muchos.
Luego hubo un trayecto nocturno y furtivo en carruaje, cerca del río solemne, que, al igual que todas las cosas furtivas, de día o de noche, cedió en silencio a la atracción del imán de la Eternidad; y, cuanto más se acercaban a la habitación donde estaba Eugene, más temían descubrir que sus idas y venidas entre este mundo y el otro habían terminado. Al final vieron el pálido brillo de la luz de su cuarto, y eso les dio esperanzas, aunque a Lightwood le fallaron las fuerzas al pensar: «Si él ya no está, ella seguirá a su lado».
Pero lo encontraron tranquilo, medio dormido, medio inconsciente. Bella entró levantando un dedo admonitorio y besó a Lizzie suavemente, pero no dijo nada. Ninguno dijo nada, y todos se sentaron al pie de la cama, esperando callados. Y en aquel momento, en esa vigilia nocturna, entremezclándose con el discurrir del río y con la velocidad del tren, a Bella volvieron a asaltarle las preguntas: ¿qué había en el fondo del misterio de John?, ¿por qué nunca había sido visto por el señor Lightwood, al que evitaba? ¿cuándo llegaría esa dura prueba que ella pasaría gracias a su fe en su querido esposo y al deber que tenía para con él, y que haría que él saliera triunfante? Pues era lo que él había dicho. Que ella pasara esa prueba iba a hacer que el hombre que ella amaba con todo su corazón saliera triunfante. Y esas palabras el corazón de Bella no las perdía de vista.
A altas horas de aquella madrugada, Eugene abrió los ojos. Estaba consciente, y enseguida dijo:
—¿Qué hora es? ¿Ha regresado nuestro Mortimer?
Lightwood estuvo a su lado de inmediato, y dijo:
—Sí, Eugene, y todo está a punto.
—¡Mi querido muchacho! —repuso Eugene con una sonrisa—. Los dos te damos las gracias de corazón. Lizzie, diles lo bien recibidos que son, y con qué elocuencia lo diría yo si pudiera.
—No hace falta —dijo el señor Milvey—. Lo sabemos. ¿Se encuentra mejor, señor Wrayburn?
—Me siento mucho más feliz —dijo Eugene.
—Y también mucho mejor, espero.
Eugene volvió los ojos hacia Lizzie, como para tranquilizarla, pero no dijo nada.
Entonces todos se pusieron en pie en torno a la cama, y el señor Milvey abrió el libro y comenzó la ceremonia; tan rara vez asociada a la sombra de la muerte; tan inseparable en la imaginación del calor de la vida y de la alegría, la esperanza, la salud, la dicha. Bella pensó que era muy distinta de su boda, discreta y soleada, y lloró. La señora Milvey, abrumada por la compasión, también lloró. La modista de muñecas, con las manos delante de la cara, lloró en su dorada enramada de cabellos. El señor Milvey, leyendo en voz baja y clara, e inclinándose sobre Eugene, que no dejaba de mirarle, cumplió con su cometido con pertinente simplicidad. Como el novio no podía mover la mano, le tocaron los dedos con el anillo, y se lo pusieron en el dedo a la novia. Cuando los dos se hubieron jurado fidelidad, ella colocó la mano sobre la de él y la dejó allí. Cuando la ceremonia concluyó, y todos los demás salieron de la habitación, ella puso el brazo bajo la cabeza de Eugene y dejó la cabeza sobre el almohadón, junto a la de él.
—Retira las cortinas, querida —dijo Eugene al cabo de un rato—, y veamos cómo es el día de nuestra boda.
Salía el sol, y los primeros rayos se adentraban en el cuarto cuando ella regresó a su lado, y posó los labios en los de él.
—¡Bendito el día! —dijo Eugene.
—¡Bendito el día! —dijo Lizzie.
—Has hecho una mala boda, mi dulce esposa —dijo Eugene—. Un tipo hecho trizas, poco agraciado, tendido aquí cuan largo es, y que no te dejará casi nada cuando seas una joven viuda.
—Solo por atreverme a imaginar esta boda habría dado el mundo entero —contestó ella.
—Has echado tu vida por la borda —dijo Eugene, negando con la cabeza—. Pero has seguido tu corazón, que es un tesoro. ¡Mi justificación es que ya habías echado ese corazón por la borda, querida niña!
—No. Te lo había dado a ti.
—¡Eso es lo mismo, mi pobre Lizzie!
—¡Calla, calla! Es algo muy diferente.
Había lágrimas en los ojos de Eugene, y ella buscaba cerrarlos.
—No —dijo Eugene, negando de nuevo con la cabeza—. Deja que te mire, Lizzie, mientras pueda. ¡Qué valiente y leal eres! ¡Mi heroína!
Esas alabanzas llenaron de lágrimas los ojos de Lizzie. Y cuando él hubo hecho acopio de fuerzas para levantar un poco su cabeza vendada, y la colocó sobre el pecho de ella, los dos lloraban.
—Lizzie —dijo Eugene al cabo de un silencio—, cuando veas que me voy de este refugio que tan poco merezco, pronuncia mi nombre, y volveré.
—Sí, querido Eugene.
—¡Eso es! —exclamó él, sonriendo—. ¡De no ser por esas palabras, me habría ido!
Un poco más tarde, cuando parecía que Eugene se iba a sumir en la inconsciencia, ella dijo, con una voz serena y encantadora:
—¡Eugene, mi querido esposo!
Y él de inmediato contestó:
—¡Otra vez! ¡Ves como puedes hacerme volver!
Y luego, cuando era incapaz de hablar, le contestaba moviendo ligeramente la cabeza sobre su pecho.
El sol estaba ya alto cuando ella se separó de él para darle los estimulantes y el alimento que Eugene precisaba. En aquel momento, Lizzie se alarmó al ver el absoluto desamparo de los restos de Eugene que habían llegado a la orilla, aunque a él se le viera más optimista.
—¡Ah, mi querida Lizzie! —dijo él débilmente—. Si me recupero, ¿cómo podré pagarte todo lo que te debo?
—No te avergüences de mí —contestó ella—, y me consideraré más que pagada.
—Haría falta toda una vida, Lizzie, para pagártelo todo; más de una vida.
—Pues por ese motivo, vive; vive por mí, Eugene; vive para ver cuánto me esfuerzo en mejorar, y en no deshonrarte nunca.
—Mi querida niña —contestó él, volviendo a ser el mismo de siempre por primera vez en muchos días—. Todo lo contrario, he estado pensando si lo mejor que podría hacer no es morirme.
—¿Lo mejor para dejarme con el corazón roto?
—No me refiero a eso, mi querida niña. Pensaba en otra cosa. Por la compasión que me tienes, en este estado destrozado y mutilado, me tratas con mucho cariño, me tienes en mucha consideración, me quieres tanto…
—¡Sabe el Cielo que te quiero mucho!
—¡Y sabe el Cielo lo mucho que lo valoro! Bueno. Si vivo, descubrirás cómo soy.
—¿Descubriré que mi marido posee una mina de energía y decisión, y que saca provecho de ella?
—Eso espero, queridísima Lizzie —dijo Eugene, deseándolo de verdad, aunque sin acabar de creérselo—. Eso espero. Pero soy incapaz de la vanidad de creérmelo. ¡Cómo voy a creerlo, al volver la vista atrás y ver cómo he desperdiciado la juventud! Lo espero con humildad, pero no me atrevo a creérmelo. En mi conciencia surge el recelo de que, si fuera a vivir, decepcionaría tu buena opinión de mí y la mía propia… ¡y de que más me valdría morirme, querida!