Capítulo VI


Expulsado

Los Seis Alegres Mozos de Cuerda, taberna ya mencionada y calificada de hidropésica, había adquirido hacía ya mucho un estado de saludable malestar. En su propia constitución no tenía ni un piso recto, y apenas una línea recta; pero había sobrevivido, y estaba claro que sobreviviría, a muchos otros edificios mejor equipados, a muchas tabernas más elegantes. Externamente, era un estrecho y torcido apiñamiento de madera con ventanas corpulentas amontonadas una encima de otra al igual que uno podría amontonar una montaña de naranjas, con una absurda galería de madera suspendida sobre el agua; de hecho, toda la construcción, incluyendo la quejumbrosa asta de la bandera del tejado, colgaba sobre el agua, pero parecía haber adoptado la actitud de un nadador pusilánime que lleva mucho tiempo detenido en el borde y ya nunca se zambullirá.

Esta descripción se aplica a la fachada de Los Seis Alegres Mozos de Cuerda que da al río. La parte de atrás del establecimiento, aunque allí se encontrara la entrada principal, estaba tan contraída que apenas representaba, en relación con la fachada, el tirador de una plancha de hierro vertical apoyada sobre su extremo más ancho. Este tirador se hallaba al fondo de un patio y un callejón desolados: esa desolación causaba tanta mella en Los Seis Alegres Mozos de Cuerda que la hostería no dejaba ni un palmo de terreno más allá de su puerta. Por esta razón, combinada con el hecho de que la casa prácticamente flotaba cuando subía la marea, cada vez que en los Mozos la familia lavaba la ropa de cama, acababa secándose en unos tendederos improvisados en las salas de recepción y en los dormitorios.

La madera que formaba las chimeneas, vigas, tabiques, suelos y puertas de Los Seis Alegres Mozos de Cuerda parecía, en su vejez, rebosar de confusos recuerdos de su juventud. En muchos lugares se veían protuberancias y hendiduras, al igual que en los árboles ancianos; se formaban nudos; y aquí y allá parecía retorcerse de manera semejante a las ramas. En ese estado de segunda juventud, tenía el aire de ser, a su manera, locuaz acerca de su vida anterior. No sin razón, los frecuentadores habituales del local a menudo afirmaban, cuando la luz daba de pleno sobre el grano de ciertos paneles, sobre todo en un viejo aparador de madera de nogal que había en un rincón del bar, que podías localizar pequeños bosques, y diminutos árboles similares al árbol padre, en plena umbrosa foliación.

El bar de Los Seis Alegres Mozos de Cuerda era de los que ablandan el corazón humano. El espacio disponible no era mucho mayor que el de un coche de alquiler; pero nadie habría deseado que el bar fuera más grande, pues ese espacio estaba totalmente rodeado de pequeños toneles rechonchos, de botellas cordiales y radiantes con ficticios racimos de uvas, por limones dentro de redes, por galletas dentro de cestos, por las corteses palancas de la cerveza de presión que hacían profundas inclinaciones cuando se servía a los clientes, y por el queso que se guardaba en un resguardado rincón, y por la propia mesita de la posadera, situada en un rincón más resguardado cerca del fuego, con el mantel permanentemente puesto. Ese refugio estaba separado del áspero mundo por una mampara de cristal y una media puerta, con un pequeño mostrador de chapa de plomo que servía para dejar la copita de licor; pero el recogimiento del bar saltaba de tal manera por encima de la media puerta que, aunque los clientes bebían allí de pie, en un pasaje oscuro y lleno de corrientes donde se rozaban con los codos de los demás clientes que entraban y salían, siempre se hacían la ilusión, como en un hechizo, de que bebían dentro del mismo bar.

En cuanto al resto, tanto el local donde se bebía como la sala de estar de Los Seis Alegres Mozos de Cuerda daban al río y tenían cortinas rojas que hacían juego con las narices de los clientes habituales, y estaban provistas de cómodos receptáculos de hojalata en forma de cono para el fuego, parecidos a esos receptáculos en forma de cono que se utilizaban para calentar líquidos, construidos de esa forma para que, con sus extremos puntiagudos, pudiesen buscar por su cuenta rincones incandescentes en las profundidades de los carbones al rojo cuando preparaban la cerveza caliente con especias, o calentaban bebidas tan deliciosas como cerveza con ginebra y jengibre, ponche de cerveza y cerveza con ginebra.[3] El primero de esos energéticos brebajes era una especialidad de los Mozos, los cuales, mediante una inscripción colocada sobre las jambas de la puerta, apelaban amablemente a tus sentimientos afirmando «La Temprana Casa de la Cerveza con Especias». Pues al parecer esa bebida hay que tomarla temprano; aunque no podamos resolver aquí si esa bebida temprana atrapa al cliente por razones más claramente estomacales que las que tiene un pájaro tempranero para atrapar a un gusano. Solo queda añadir que en el tirador de la plancha, y justo delante del bar, había una diminuta habitación que parecía un sombrero de tres picos, en la que jamás penetraba directamente ni un rayo de sol, de luna o de estrellas, pero que supersticiosamente se consideraba un santuario repleto de comodidad y reclusión gracias a la luz de gas, y sobre la puerta estaba inscrita la atractiva palabra: «Reservado».

La señorita Potterson, única propietaria y gerente de los Mozos de Cuerda, reinaba como autoridad suprema sobre su trono, el bar, y cualquiera que pensara que podía contradecirla en lo que fuera debía de haber bebido hasta perder la razón. Al haberse dado a conocer ella misma como señorita Abbey Potterson, algunas mentes de la orilla del río, a las que (al igual que al río) les faltaba claridad, albergaban confusas ideas acerca de que ella, a causa de su dignidad y firmeza, recibía su nombre, o guardaba cierto parentesco, con la abadía de Westminster.[4] Pero Abbey no era más que el diminutivo de Abigail, nombre con el que habían bautizado a la señorita Potterson en la iglesia de Limehouse unos sesenta y pico años antes.

—Y ahora, Riderhood, escúcheme —decía la señorita Abbey Potterson, señalando con un enfático índice por encima de la media puerta—, los Mozos no le quieren ver ni en pintura, y preferirían con mucho tener la habitación que ocupa que su compañía; pero aun en el caso de que fuera bienvenido en esa posada, que no es el caso, ni siquiera entonces debería tomar ni una gota más de licor aquí esta noche, después de la pinta de cerveza que le acabo de servir. Así pues, sáquele todo el provecho.

—Pero ya sabe, señorita Potterson —aunque esto se pronunció muy mansamente—, que si me porto bien no puede negarse a servirme.

—¡Que no puedo! —dijo Abbey, con ilimitada expresividad.

—No, señorita Potterson, porque, ya sabe, la ley…

—Aquí yo soy la ley, señor mío —replicó la señorita Abbey—, y si lo duda, pronto le convenceré de ello.

—No he dicho que tuviera ninguna duda, señorita Abbey.

—Mucho mejor para usted.

Abbey la suprema arrojó el medio penique del parroquiano al interior de la caja y, tras sentarse en su silla junto al fuego, reemprendió la lectura que había dejado a medias. Era una mujer alta, erguida y bien parecida, aunque de semblante severo, y parecía más una maestra de escuela que la patrona de Los Seis Alegres Mozos de Cuerda. El hombre que estaba al otro lado de la media puerta era un ribereño que bizqueaba y miraba de soslayo, y la mirada que le dirigía ahora semejaba la de un pupilo caído en desgracia.

—Es usted cruel conmigo, señorita Potterson.

La señorita Potterson leía el periódico con el ceño fruncido, y no le hizo caso hasta que él susurró:

—¡Señorita Potterson! ¡Señora! ¿Podría dirigirle media palabra?

La señorita Potterson se dignó a dirigir su mirada de soslayo hacia el suplicante, lo vio golpearse la frente estrecha con los nudillos, y humillar la cabeza hasta acercarla a la de ella, como si le pidiera permiso para arrojarse de cabeza por encima de la media puerta y aterrizar de pie en el bar.

—¿Y bien? —dijo la señorita Potterson, tan lacónica en palabras como prolija de cuerpo—. Diga su media palabra. ¡Vamos!

—¡Señorita Potterson! ¡Señora! ¿Me perdonará si me tomo la libertad de preguntarle si es mi carácter lo que desaprueba?

—Desde luego —dijo la señorita Potterson.

—¿Acaso teme que…?

—No le temo a usted —interrumpió la señorita Potterson—, si se refiere a eso.

—Con toda humildad, no me refería a eso, señorita Abbey.

—Entonces, ¿a qué se refería?

—¡Es usted realmente cruel conmigo! Lo que iba a preguntarle, ni más ni menos, es si de alguna manera teme, o al menos si cree o supone que, de frecuentar yo este establecimiento, los bolsillos de los parroquianos podrían verse en peligro.

—¿Para qué quiere saberlo?

—Bueno, señorita Abbey, y lo digo respetuosamente, sin intención de ofenderla, para mí sería una satisfacción comprender por qué los Mozos no me dejan entrar a mí, mientras que sí dejan entrar al Jefe.

La cara de la posadera se ensombreció con cierta perplejidad mientras replicaba:

—El Jefe nunca ha estado donde ha estado usted.

—¿Se refiere a la trena, señorita? Puede que no. Pero ha hecho méritos para ello. Es posible que de él sospechen cosas mucho peores que todo lo que se ha llegado a sospechar de mí.

—¿Quién sospecha de él?

—Muchos, quizá. Sin duda alguna, hay uno. Yo.

—Usted no es gran cosa —dijo la señorita Abbey Potterson, poniendo un nuevo ceño de desprecio.

—Pues yo fui su socio. Escúcheme, señorita, yo fui su socio. Y como tal, sé más de sus tejemanejes que ninguna otra persona viva. ¡Fíjese! Yo, el hombre que era su socio, soy el que sospecha de él.

—Entonces —sugirió la señorita Abbey, aunque con una sombra de perplejidad más intensa que antes—, usted se incrimina a sí mismo.

—No, eso no, señorita Abbey. ¿Quiere saber cómo está la cosa? Pues está de la siguiente manera. Cuando yo era su socio, nunca conseguí que estuviera satisfecho. ¿Y por qué nunca conseguí que estuviera satisfecho? Porque tuve mala suerte; porque nunca conseguí encontrar bastantes. ¿Y cómo era su suerte? Siempre buena. ¡Fíjese! ¡Siempre buena! ¡Ah! Hay muchos juegos, señorita Abbey, en los que interviene el azar, pero hay muchos otros en los que también interviene la habilidad.

—¿Y quién duda, buen hombre, que el Jefe tiene habilidad a la hora de encontrar lo que encuentra? —preguntó la señorita Abbey.

—A lo mejor, más que encontrar lo que busca, es que se provee de ello —dijo Riderhood, sacudiendo su maligna cabeza.

La señorita Abbey lo miró ceñuda, y él de manera maligna.

—Si salís al río casi a cada marea, y queréis encontrar a un hombre o a una mujer en el río, ayudaréis enormemente a vuestra suerte, señorita Abbey, si a ese hombre o a esa mujer le sacudís un buen golpe de antemano y lo arrojáis al agua.

—¡Dios bendito! —fue la exclamación involuntaria de la señorita Potterson.

—¡Fíjese! —replicó el otro, alargando el cuerpo por encima de la media puerta para arrojar sus palabras al bar; pues su voz sonaba como si llevara metido en la garganta el estropajo de su bote—. ¡Una cosa le digo, señorita Abbey! ¡Y fíjese en lo que es! ¡Yo le seguiré los pasos, señorita Abbey! ¡Y fíjese en lo que le digo! ¡Al final me rendirá cuentas, aunque tengan que pasar veinte años! ¿Quién es él, para que se le trate con ese favoritismo, y a su hija? ¡¿Es que no tengo yo también una hija?!

Con esa rúbrica, y como si hubiera hablado bastante más borracho y con bastante más ferocidad de como había empezado, el señor Riderhood agarró la jarra de su pinta y se encaminó con aire arrogante al interior de la taberna.

El Jefe no estaba allí, pero sí una buena reunión de pupilos de la señorita Abbey, que exhibían, cuando lo requería la ocasión, la mayor docilidad. Cuando el reloj dio las diez y la señorita Abbey apareció en la puerta, y dirigiéndose a cierta persona que llevaba una chaqueta escarlata descolorida, dijo: «¡George Jones, se te ha acabado el tiempo! Le dije a tu mujer que serías puntual», Jones se levantó sumiso, deseó las buenas noches a los allí congregados y se retiró. A las diez y media, cuando la señorita Abbey apareció de nuevo y dijo «William Williams, Bob Glamour y Jonathan, ha llegado vuestra hora», Williams, Bob y Jonathan se despidieron y evaporaron con similar mansedumbre. Pero lo más asombroso ocurrió cuando una persona de nariz de patata y sombrero reluciente, tras considerable vacilación, pidió otro vaso de ginebra con agua al muchacho que servía, momento en el cual la señorita Potterson, en lugar de enviárselo, apareció en persona y dijo «Capitán Joey, ya ha tomado todo lo que podía sentarle bien», tras lo cual el capitán se frotó suavemente las rodillas y contempló el fuego sin pronunciar una palabra de protesta, aunque el resto de la concurrencia farfulló: «¡Ay, ay, capitán! La señorita Abbey tiene razón; déjese guiar por la señorita Abbey, capitán». Y no, la vigilancia de la señorita Abbey no se veía disminuida por esta sumisión, sino agudizada, pues al girar la cabeza para contemplar las caras respetuosas de sus pupilos, y divisando a dos jóvenes que necesitaban admonición, se la aplicó de la siguiente manera: «Tom Tootle, ya es hora de que un joven que piensa casarse el mes que viene se vaya a casa a dormir. Y no hace falta que le des codacitos, señor Jack Mullins, pues sé que mañana empiezas a trabajar temprano, y lo mismo te digo. ¡Así que andando! ¡Buenas noches, como buenos mozos que sois!». Tras esas palabras, Tottle miró a Mullins, y el sonrojado Mullins miró a Tottle, para ver quién se levantaba primero, y al final los dos se levantaron juntos y salieron con una ancha sonrisa, seguidos de la señorita Abbey, en cuya presencia ninguno de los presentes se tomaba la libertad de sonreír de ese modo.

En dicho establecimiento, el muchacho que servía, ataviado con un delantal blanco y con las mangas enrolladas apretadamente sobre los hombros desnudos, era una simple insinuación de la posibilidad de recurrir a la fuerza física, exhibida tan solo por una cuestión de estado y forma. Exactamente a la hora de cierre, todos los parroquianos que quedaban desfilaron en perfecto orden, mientras la señorita Abbey permanecía de pie junto a la media puerta del bar para cumplir con la ceremonia de pasarles revista y despedirlos. Todos le desearon buenas noches a la señorita Abbey, quien les deseó buenas noches a todos, menos a Riderhood. El espabilado camarero, que lo observaba todo de manera oficial, sintió, en ese momento, la convicción en su alma de que aquel hombre quedaba desterrado y excomulgado para siempre jamás de Los Seis Alegres Mozos de Cuerda.

—Tú, Bob Gliddery —le dijo la señorita Abbey al muchacho—, ve corriendo a casa de los Hexam y dile a su hija Lizzie que quiero hablar con ella.

Bob Gliddery partió con ejemplar celeridad, y regresó. Le siguió Lizzie, que llegó cuando una de las dos mujeres de servicio de los Mozos colocó sobre la recogida mesita situada junto a la lumbre del bar la cena de la señorita Potterson, consistente en salchichas calientes y puré de patatas.

—Entra y siéntate, muchacha —dijo la señorita Abbey—. ¿Quieres tomar un bocado?

—No, gracias, señorita. Ya he cenado.

—Y yo también, creo —dijo la señorita Abbey, apartando el plato sin catar—, y más de lo que quisiera. Estoy molesta, Lizzie.

—Lo siento mucho, señorita.

—Entonces, ¿por qué lo haces, en el nombre de Dios? —expresó la señorita Abbey de manera desbrida.

—¿Que hago el qué, señorita?

—Vaya, vaya. No pongas esa cara de asombro. Debería haber comenzado con unas palabras de explicación, pero es mi manera de ir al grano. Siempre he tenido el genio vivo. Tú, Bob Gliddery, pon la cadena en la puerta y baja a cenar.

Bob obedeció con una presteza no menos atribuible al genio vivo de la señorita Abbey que al hecho de que le esperara la cena, y se oyó cómo sus botas descendían hacia el lecho del río.

—Lizzie Hexam, Lizzie Hexam —comenzó a decir la señorita Potterson—. ¿Cuántas veces te he brindado la oportunidad de alejarte de padre y llevar otra vida?

—Muchas, señorita.

—¿Muchas? ¡Sí! E igual habría dado que le hablara a la chimenea de hierro del más recio de los vapores que pasan por delante de los Mozos.

—No, señorita —alegó Lizzie—, porque la chimenea no le estaría agradecida, y yo sí.

—Confieso y declaro que casi me avergüenzo por interesarme tanto por ti —dijo la señorita Abbey, malhumorada—, y no creo que lo hubiera hecho si no fueras tan guapa. ¿Por qué no serás fea?

Lizzie apenas respondió a esa difícil pregunta con una mirada de disculpa.

—Pero, como no lo eres —prosiguió la señorita Potterson—, no vale la pena comentarlo. Debo aceptarte así. Que, desde luego, es lo que he hecho. Bien, pues, ¿sigues igual de obstinada?

—Espero no ser obstinada, señorita.

—Entonces, ¿lo llamas firme?

—Sí, señorita. Digamos que firme.

—¡Hasta ahora no ha habido ni una persona obstinada que lo reconociera ante el mundo! —observó la señorita Potterson, frotándose su desconcertada nariz—. Estoy segura de que, si yo fuera obstinada, lo confesaría; pero soy de genio vivo, que es algo diferente. Lizzie Hexam, Lizzie Hexam, piénsatelo otra vez. ¿Estás al tanto de lo peor que ha hecho tu padre?

—¡Que si estoy al corriente de lo peor que ha hecho mi padre! —repitió Lizzie, abriendo mucho los ojos.

—¿Sabes las sospechas que despierta tu padre? ¿Estás al corriente de las sospechas que ahora corren en contra de él?

El conocimiento de lo que su padre hacía habitualmente agobiaba enormemente a la muchacha, y bajó la mirada.

—Dime, Lizzie. ¿Lo sabes? —le insistió la señorita Abbey.

—Por favor, dígame cuáles son esas sospechas, señorita —preguntó tras un silencio, la mirada aún en el suelo.

—No es fácil decirle esto a una hija, pero hay que decirlo. Algunos opinan que tu padre ha ayudado a morir a unos cuantos de los que ha encontrado muertos.

El alivio de escuchar que solo se trataba de sospechas —que ella estaba segura de que eran falsas—, en lugar de la verdad pura y cierta —que era lo que esperaba oír—, alegró tanto el pecho de Lizzie durante un momento que la señorita Abbey se quedó estupefacta ante su comportamiento. Lizzie levantó la mirada rápidamente, negó con la cabeza, y de manera triunfal, casi se rió.

—¡Los que hablan así conocen poco a padre!

(«Se lo toma con mucha calma —pensó la señorita Abbey—. ¡Se lo toma con una calma extraordinaria!»)

—A lo mejor —dijo Lizzie, al recordar algo—, es alguien que tiene alguna cuenta pendiente con mi padre; ¡alguien que ha amenazado a mi padre! ¿Es el señor Riderhood, señorita?

—Bueno; pues sí.

—¡Sí! Era socio de mi padre, y este rompió con él, y ahora se venga. Yo estaba presente cuando padre rompió con él, y el señor Riderhood se puso furioso. ¡Y otra cosa, señorita Abbey! ¿Me promete que lo que voy a decirle ahora, si no es por una razón muy poderosa, jamás saldrá de sus labios?

Se inclinó para susurrarlo.

—Lo prometo —dijo la señorita Abbey.

—Fue la noche en que se descubrió el asesinato de Harmon, gracias a padre, un poco más arriba del puente. Remábamos de vuelta a casa, justo debajo del puente, cuando Riderhood apareció entre la oscuridad con su lancha. Y posteriormente, muchas, muchísimas veces, cuando he visto que se dedicaban tantos esfuerzos a llegar al fondo de ese crimen, sin acercarse siquiera, me he dicho para mis adentros, ¿no podría haber cometido el asesinato el propio Riderhood, y dejado a propósito que fuera mi padre quien descubriera el cadáver? Parecía pérfido y cruel pensar algo así: pero, ahora que intenta endilgárselo a padre, vuelvo a pensarlo como si fuera verdad. ¿Puede ser verdad? ¿Fue el muerto quien me hizo pensar eso?

Le formuló esa pregunta al fuego más que a la posadera de los Mozos, y recorrió el pequeño bar con una mirada de zozobra.

Pero la señorita Potterson, que era una maestra despierta y acostumbrada a pedir cuentas a sus pupilos, veía la cuestión desde una perspectiva mucho más de este mundo.

—Eres una pobre ilusa —dijo—. ¿Es que no ves que no puedes sospechar de uno de los dos sin sospechar del otro? Han trabajado juntos. Durante un tiempo se llevaron manejos en común. Aun admitiendo que aciertes en tus pensamientos, lo natural sería que cada uno siguiera haciendo por su cuenta lo que habían hecho juntos.

—No conoce a padre, señorita, si habla así. De verdad, de verdad que no conoce a padre.

—Lizzie, Lizzie —dijo la señorita Potterson—. Debes abandonarlo. No tienes por qué romper con él del todo, pero sí abandonarlo. Aléjate lo más posible de él; no por lo que te he dicho esta noche (no lo juzguemos esta noche, y esperemos que no sea verdad), sino por las razones en las que tanto te he insistido. Tanto da si es porque eres guapa o no, me caes bien y quiero ayudarte. Lizzie, deja que te oriente. No te eches a perder, muchacha, deja que te convenza para llevar una vida respetable y feliz.

La señorita Abbey, dejándose llevar por los buenos sentimientos y el buen sentido de su ruego, había suavizado su tono, y este era ahora tranquilizador, e incluso había rodeado con un brazo la cintura de la muchacha. Pero esta solo replicó:

—¡Gracias, gracias! No puedo hacerlo. No lo haré. No debo pensar en ello. Cuanto mayor sea la dificultad que recaiga sobre mi padre, más me necesita para apoyarse.

En ese momento, la señorita Abbey, como ocurre con todas las personas de carácter inflexible cuando se ablandan, pensó que se le debía una fuerte compensación por ello, reaccionó y quedó gélida.

—He hecho lo que he podido —dijo—. Ahora debes irte. Con tu pan te lo comas. Pero dile una cosa a tu padre: que no venga más por aquí.

—Oh, señorita, ¿le prohíbe entrar en el establecimiento donde sé que está a salvo?

—Los Mozos —replicó la señorita Abbey— tienen que mirar por sí mismos tanto como por los demás. Me ha costado mucho poner orden aquí, y convertir los Mozos en lo que es, y mantenerlo supone una ardua labor, día y noche. Los Mozos no tendrán ninguna mancha que pueda acarrearles mala fama. Le prohíbo la entrada a Riderhood y se la prohíbo al Jefe. Se la prohíbo a los dos por igual. Descubro por Riderhood y por ti que existen sospechas contra ambos hombres, y no voy a ser yo quien tome partido por uno u otro. Los dos han quedado embadurnados por una sucia brocha de alquitrán, y no quiero que esa brocha embadurne a los Mozos. Eso es todo lo que yo sé.

—¡Buenas noches, señorita! —dijo Lizzie Hexam, apesadumbrada.

—¡Ah! ¡Buenas noches! —replicó la señorita Abbey negando con la cabeza.

—Créame, señorita Abbey, le estoy igualmente agradecida.

—Soy capaz de creerme muchas cosas —replicó la solemne Abbey—, así que también me creeré lo que has dicho.

Aquella noche la señorita Potterson no cenó, y solo se tomó la mitad de su habitual vaso caliente de oporto Negus. Y el personal doméstico femenino —dos robustas hermanas con unos ojos negros muy abiertos, unas caras rojas, relucientes y no muy agraciadas, y unos rizos negros y espesos, como muñecas— intercambiaron la impresión de que la señorita estaba de muy malas pulgas. Y el camarero observó posteriormente que no lo mandaban «a la cama con tan malos modos» desde la época en que su madre aceleraba sistemáticamente su retiro a descansar con un atizador.

Lizzie Hexam, nada más salir y oír a su espalda la cadena de la puerta, sintió desaparecer la primera oleada de alivio que había experimentado. La noche era negra y gélida, las desoladas riberas del río estaban melancólicas, y el sonido de los eslabones de hierro y el chirriar de los cerrojos y abrazaderas manipulados por la señorita Abbey fueron como ruidos de destierro a oídos de Lizzie. Al quedar bajo el cielo encapotado, cayó sobre ella la turbia sombra de estar implicada en un asesinato; y cuando rompió a sus pies la marea ascendente del río sin que hubiera visto cómo se avecinaba, sus pensamientos, del mismo modo, la sobresaltaron saliendo impetuosamente de un vacío invisible y golpeando su corazón.

Estaba segura de que las sospechas en contra de su padre eran infundadas. Estaba segura. Segura. Segura. Y, sin embargo, por mucho que repitiera la palabra en su fuero interno, siempre la sucedía el intento de razonarla y demostrar esa seguridad, que acababa en fracaso. Riderhood había cometido el crimen, y le había echado la culpa a su padre. Riderhood no había cometido el delito, pero había decidido, en su maldad, involucrar a su padre, aprovechando la posibilidad de distorsionar las apariencias. En uno u otro caso, la aterradora posibilidad era que su padre, siendo inocente, acabara siendo considerado culpable. Había oído hablar de personas que habían sufrido pena de muerte por hechos de sangre de los que luego se había demostrado que eran inocentes, y esas personas, en principio, no se hallaban en una situación tan peligrosamente injusta como su padre. Y en el mejor de los casos, ya era un hecho comprobado que le hacían el vacío, murmuraban contra él, le evitaban. Había comenzado esa misma noche. Y mientras el gran río negro, con sus lóbregas orillas, desapareció pronto de su vista a causa de la tiniebla, ella se quedó en la ribera, incapaz de contemplar, del mismo modo, la inmensa y desolada desdicha de una vida bajo sospecha, apartada del bien y el mal, aunque no ignorara que en la oscuridad que había ante ella, extendiéndose hasta el gran océano, se hallaba la Muerte.

Pero en la mente de la chica solo había una cosa clara. Acostumbrada desde pequeña a hacer lo que podía cuanto antes —ya fuera resguardarse de las inclemencias, esquivar el frío, posponer el hambre y cualquier otra cosa—, abandonó sus cavilaciones y echó a correr hacia su casa.

La habitación estaba en silencio, y la lámpara ardía sobre la mesa. En la litera del rincón dormía su hermano. Se inclinó suavemente sobre él, lo besó y se acercó a la mesa.

«Por la hora de cierre de la señorita Abbey y por la altura de la marea, debe de ser la una. La marea está subiendo. Padre está en Chiswick, y no creo que se le ocurra bajar hasta que no cambie la marea, y eso es a la cuatro y media. A las seis despertaré a Charley. Si me quedo aquí sentada oiré las campanas de la iglesia».

Sin hacer ruido, colocó una silla delante del escaso fuego y se sentó en ella, abrazándose con el chal.

«Ya no veo el hueco junto al fuego de Charley. ¡Pobre Charley!»

El reloj dio las dos, el reloj dio las tres, el reloj dio las cuatro, y ella permaneció allí, con paciencia de mujer y un propósito. Cuando ya había transcurrido un buen intervalo entre las cuatro y las cinco, se quitó los zapatos (para que sus idas y venidas no despertaran a Charley), reavivó moderadamente el fuego, puso agua a hervir y preparó la mesa para el desayuno. A continuación subió la escalera, lámpara en mano, y volvió a bajarla, y se deslizó de un lado a otro preparando un hatillo. Al final, de su bolsillo, de la repisa de la chimenea, y de una palangana invertida que había en el estante superior, sacó medio penique, unas monedas de seis peniques, unas cuantas menos de chelín, y comenzó a contarlas laboriosamente y sin hacer ruido, apartando un montoncito. Tan concentrada estaba en esa tarea que la sobresaltó el «¡Hola!» de su hermano incorporado en la cama.

—Me has asustado, Charley.

—¡Asustado! Tú sí que me has asustado hace un momento, cuando he abierto los ojos y te he visto ahí sentada, como el fantasma de una niña tacaña, en plena noche.

—No es plena noche, Charley. Son casi las seis de la mañana.

—Ah, ¿sí? Pero ¿qué haces, Liz?

—Sigo leyéndote el porvenir, Charley.

—Pues si es ese, no parece gran cosa —dijo el muchacho—. ¿Para qué estás apartando ese dinero?

—Para ti, Charley.

—¿Qué quieres decir?

—Levántate, Charley, lávate y vístete, y luego te lo digo.

Cuando Lizzie le hablaba con ese tono tranquilo, con esa voz baja y clara, el muchacho siempre la obedecía. Charley pronto metió la cabeza en la palangana con agua, la sacó y se quedó mirando a su hermana entre una tormenta de refregones de toalla.

—Nunca he visto a una chica como tú —dijo Charley frotándose con la toalla, como si él fuera su peor enemigo—. ¿Qué te traes entre manos, Liz?

—¿Ya estás preparado para el desayuno, Charley?

—Puedes servirlo. ¡Vaya! ¿Qué es eso? ¿Un hatillo?

—Un hatillo, Charley.

—No será también para mí, ¿verdad?

—Sí, Charley; lo es.

El muchacho, ahora más serio y más lento en sus movimientos, acabó de vestirse y fue hasta a la pequeña mesa de desayuno, donde dirigió sus ojos atónitos a su hermana.

—Ya ves, Charley, he tomado una decisión, y creo que ha llegado el momento de que te separes de nosotros. Además de los cambios favorables que te irán ocurriendo con el tiempo, serás mucho más feliz, y te irá mucho mejor, ya el mes que viene. Incluso ya la semana que viene.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé muy bien cómo, Charley, pero lo sé. —A pesar de que su manera de hablar no había cambiado, ni su actitud serena, casi no se atrevía a mirarlo, y mantenía los ojos fijos en el pan que cortaba y untaba de mantequilla, y en la preparación del té, y en otros detalles—. Debes dejar que yo me encargue de padre, Charley. Haré con él lo que pueda, pero tú debes irte.

—Veo que no te andas con ceremonias —refunfuñó el muchacho, esparciendo por la mesa el pan con mantequilla en un arrebato de mal humor.

Ella no contestó.

—Te diré una cosa —dijo el muchacho, prorrumpiendo en un enojado lloriqueo—. Eres una mujerzuela egoísta, y crees que no tenemos bastante para los tres, así que has pensado en librarte de mí.

—Si crees eso, Charley… Sí, entonces yo también creo que soy una mujerzuela egoísta, y creo que no hay bastante para los tres, y quiero librarme de ti.

Hasta que el muchacho no se abalanzó hacia ella y la abrazó, la chica no perdió el dominio de sí misma. Pero cuando lo perdió, lloró por su hermano.

—¡No llores, no llores! Estoy contento de irme, Liz; estoy contento de irme. Sé que me mandas fuera por mi bien.

—¡Oh, Charley, Charley, el cielo que hay en lo alto sabe que sí!

—Sí, sí. No hagas caso de lo que te he dicho. Olvídalo. Dame un beso.

Después de un silencio, ella lo soltó para secarse los ojos y recuperar su poderosa y serena influencia.

—Y ahora escúchame, Charley querido. Los dos sabemos que hay que hacerlo, y solo yo sé que hay una buena razón para que se haga enseguida. Vete directamente a la escuela, y di que tú y yo lo hemos acordado, que no podemos superar la oposición de padre, y que este nunca los molestará y nunca volverá a llevarte a casa. Eres un honor para el colegio, y lo serás aún más, y ellos te ayudarán a ganarte la vida. Enséñales la ropa que llevas, y el dinero, y di que les mandaré un poco más. Si no puedo conseguirlo de otro modo, les pediré un poco de ayuda a los dos caballeros que vinieron aquella noche.

—¡Te digo una cosa! —gritó el hermano enseguida—. ¡No se lo pidas a ese sujeto que me agarró por la barbilla! ¡No se lo pidas a ese Wrayburn!

Quizá un leve toque adicional de rojo tiñó la cara y la frente de Liz, pues, asintiendo, llevó una mano a los labios de Charley para que este la escuchara atentamente.

—¡Y sobre todo no te olvides de una cosa, Charley! Procura hablar siempre bien de tu padre. Procura hacerle justicia. No se puede negar que por el simple hecho de no haber estudiado se opuso a que tú estudiaras; pero no admitas nada más en su contra, y procura decir, como ya sabes, que tu hermana lo quiere. Y si alguna vez oyes decir algo contra tu padre que no habías oído antes, no será cierto. ¡Acuérdate, Charley! No será cierto.

El muchacho la miró entre sorprendido y vacilante, pero ella siguió hablando sin prestarle atención.

—¡Por encima de todo, acuérdate! No será cierto. No tengo nada más que decirte, querido Charley, excepto que seas bueno, y aprendas, y algunas cosas de tu vida con nosotros mejor que las recuerdes como si las hubieras soñado la noche anterior. ¡Adiós, queridísimo!

Lizzie, a pesar de lo joven que era, infundió a sus palabras de despedida un amor que se parecía más al de una madre que al de una hermana, ante el cual el muchacho quedó con la cabeza gacha. Charley, después de apretarla contra su pecho con un grito apasionado, cogió su hatillo y salió disparado por la puerta, con un brazo sobre los ojos.

La cara blanca del invierno fue apareciendo perezosa, velada en una neblina helada; y los barcos de vagas formas que pasaban por el río lentamente adquirieron un espesor negro; y el sol, rojo sangre en las marismas de levante que había detrás de los oscuros mástiles y vergas, parecía cubierto por las ruinas de un bosque que se hubiera incendiado. Lizzie, que buscaba a su padre, lo vio venir, y se puso en pie sobre el embarcadero para que él pudiese verla.

No llevaba con él más que su bote, y avanzaba lentamente. En el embarcadero se congregaba un conjunto de esas criaturas humanas anfibias que parecen poseer el misterioso poder de extraer su subsistencia de las aguas de la marea con solo mirarla. Mientras el padre de Lizzie atracaba el bote, se quedaron contemplando el barro y a continuación se dispersaron. Liz advirtió que, en silencio, comenzaban a evitar a su padre.

El Jefe también lo vio, hasta el punto de que cuando puso pie a tierra empezó a mirar a su alrededor. Pero enseguida se entregó a la labor de llevar la lancha a tierra, amarrarla y sacar los remos, el timón y la cuerda. Transportando todo eso con la ayuda de Lizzie, llegaron hasta su morada.

—Siéntese junto al fuego, padre querido, mientras le preparo el desayuno. Está listo para ponerlo al fuego, y solo le esperaba a usted. Debe de estar helado.

—Desde luego, Lizzie, no estoy ardiendo; eso desde luego y parecía que me hubieran clavado las manos a los remos. ¡Mira qué muertas están!

Al levantarlas, su mente recordó algo semejante al color de sus manos, y quizá al que vio en la cara de su hija; se dio media vuelta y las acercó al fuego.

—No habrá pasado a la intemperie una noche mortal como esta, ¿verdad, padre?

—No, querida. La he pasado a bordo de una barcaza, junto a un buen fuego de carbón. ¿Dónde está el muchacho?

—Queda un poco de brandy para su té, padre, si quiere echárselo mientras le preparo este trozo de carne. Si el río se hiela, la gente lo pasará mal, ¿no es cierto, padre?

—Ah, la gente siempre lo pasa mal —dijo el Jefe, echándose en la taza el licor, que estaba en una botella negra y achaparrada, vertiéndolo despacio para que pareciera que había más—. Las penalidades son como el hollín del aire, siempre nos rodean… ¿Aún no se ha levantado ese muchacho?

—La carne está lista, padre. Cómasela ahora que está caliente y sabrosa. Cuando haya acabado, nos acercaremos al fuego y charlaremos.

Pero él intuyó que le daban largas, y, tras lanzar una rápida mirada furiosa hacia la litera, le dio un tirón al delantal de Lizzie y le preguntó:

—¿Qué ha pasado con el chico?

—Padre, si empieza a desayunar, me sentaré y se lo contaré.

Él la miró, cogió la taza de té y le dio tres o cuatro sorbos, a continuación cortó un trozo de carne caliente con el cuchillo y dijo, comiendo:

—Muy bien. ¿Qué ha pasado con el chico?

—No se enfade, padre. Parece ser, padre, que tiene mucha facilidad para el estudio.

—¡Miserable hijo desnaturalizado! —dijo el padre, agitando el cuchillo en el aire.

—Y que al tener ese don, y carecer de aptitudes para otras cosas, se las ha apañado para lograr un poco de instrucción.

—¡Miserable hijo desnaturalizado! —volvió a decir el padre, repitiendo el gesto de antes.

—Y sabiendo que usted no va sobrado de dinero, padre, y no deseando ser una carga para usted, poco a poco ha ido tomando la decisión de buscarse la vida con el estudio. Se marchó esta mañana, padre, y lloró muchísimo al marcharse, y se fue con la esperanza de que le perdonara.

—Que jamás se me acerque a pedirme perdón —dijo el padre, de nuevo subrayando sus palabras con el cuchillo—. Que nunca vuelva a tenerle ante mi vista, ni al alcance de la mano. Su propio padre no es lo bastante bueno para él. Repudia a su propio padre. Entonces, su propio padre lo repudia a él para siempre, a ese miserable hijo desnaturalizado.

Había apartado el plato. Luego, con la necesidad natural que posee un hombre tosco y fuerte de hacer algo contundente cuando está enfadado, levantaba el cuchillo y asestaba cuchilladas al aire cada vez que acababa una frase. Eran los mismos golpes que habría dado con el puño de no tener nada en la mano.

—Pues que se vaya. Mejor que se haya ido a que se haya quedado. Pero que no vuelva nunca. Que nunca asome la cabeza por esa puerta. Y jamás pronuncies una palabra en su favor, o repudiarás a tu propio padre, y lo que tu padre diga de él, tendrá que decirlo también de ti. Ahora entiendo por qué los hombres de la ribera se han apartado de mí. Se decían entre ellos: «¡Ahí viene el hombre que no es lo bastante bueno para su hijo!». ¡Lizzie…!

Pero ella lo interrumpió con un grito. Al mirarla, el Jefe vio, con una expresión que no conocía, cómo la chica retrocedía hacia la pared con las manos delante de los ojos.

—¡Padre, no! No soporto que dé esas cuchilladas. ¡Deje el cuchillo!

Él miró el cuchillo; pero, en su asombro, no lo soltaba.

—Padre, eso que hace es horrible. ¡Déjelo, déjelo!

Perplejo por la actitud de Lizzie y por sus exclamaciones, lo arrojó lejos, y se quedó con las manos abiertas extendidas delante de él.

—¿Qué te sucede, Liz? ¿Es que crees que voy a herirte con un cuchillo?

—No, padre, no. Usted nunca me haría daño.

—¿Y a quién iba a hacer daño?

—A nadie, padre. Se lo digo de rodillas. ¡Estoy segura, en mi corazón y en mi alma, estoy segura de que a nadie! Pero era horroroso verlo. Parecía… —Volvió a taparse la cara con las manos—. Parecía que…

—¿Qué parecía?

Lizzie, al recordar sus gestos asesinos, en combinación con lo que había pasado la noche anterior, y aquella mañana, cayó a los pies de su padre sin haber respondido.

Él nunca la había visto así. La levantó con suprema ternura, llamándola la mejor de las hijas, y «mi pobrecilla criatura», y reposó su cabeza en la rodilla de él, e intentó hacerla volver en sí. Al no conseguirlo, posó su cabeza suavemente en el suelo, cogió un almohadón y lo colocó debajo del pelo oscuro de la niña, y se acercó a la mesa a por una cucharada de brandy. Como no quedaba, cogió presuroso la botella vacía y salió corriendo por la puerta.

Regresó tan presuroso como se fue, con la botella aún vacía. Se arrodilló junto a ella, posó la cabeza sobre su brazo, se humedeció los dedos con un poco de agua y se los pasó por los labios, al tiempo que exclamaba, con palabras furiosas, mirando primero sobre un hombro, luego sobre el otro:

—¿Es que se ha declarado la peste en esta casa? ¿Es que llevo algo letal pegado a las ropas? ¿Qué ha caído sobre nosotros? ¿Quién lo ha desatado?