Dos vacantes
Una vez el ómnibus hubo dejado a la modista de muñecas en la esquina de Saint Mary Axe, esta, confiándose a sus pies y a su muleta dentro de sus límites, se dirigió al local comercial de Pubsey and Co. Por fuera, el lugar estaba soleado y tranquilo; por dentro, en sombras y tranquilo. Jenny se escondió en la entrada que había delante de la puerta de cristal, desde donde podía ver al anciano con gafas sentado en su escritorio.
—¡Buuu! —gritó la modista, asomando la cabeza por la cristalera—. ¿Está en casa el señor Lobo?
El anciano se quitó las gafas, y suavemente las depositó a su lado.
—¡Ah, Jenny, eres tú! Pensaba que no querías saber nada más de mí.
—Es cierto que no quería saber nada del traidor lobo del bosque —contestó ella—, pero, madrina, tengo la impresión de que usted ya no es el lobo. No estoy del todo segura, porque el lobo y usted cambian de forma. Quiero hacerle un par de preguntas para averiguar si es usted de verdad la madrina o un lobo. ¿Puedo?
—Sí, Jenny, claro.
Pero Riah miraba hacia la puerta, como si pensara que su jefe pudiera aparecer por allí de manera intempestiva.
—Si teme al zorro —dijo la señorita Jenny—, no tenga cuidado que ese animal no aparecerá. No saldrá de casa en muchos días.
—¿A qué te refieres, hija mía?
—Quiero decir, madrina —contestó la señorita Wren sentándose junto al judío—, que el zorro ha sufrido una azotaina de campeonato, y que si en este instante la piel y los huesos no le pican, le duelen y le escuecen, entonces no ha existido zorro que sufriera picor, dolor y escozor.
A continuación la señorita Jenny le relató lo que había ocurrido en Albany, omitiendo lo de los granos de pimienta.
—Y ahora, madrina —añadió—, deseo preguntarle por lo que ha ocurrido aquí desde que dejé al lobo. Porque tengo una idea del tamaño de una canica que me da vueltas por mi mollerita. En primer lugar: ¿es usted Pubsey and Co. o alguno de los dos? Quiero que me dé su solemne palabra de honor.
El anciano negó con la cabeza.
—Segundo: ¿es Fledgeby Pubsey and Co.?
El anciano asintió a regañadientes.
—Mi idea es ahora del tamaño de una naranja —exclamó la señorita Wren—. Pero antes de que se haga más grande, ¡cómo me alegro de que ya no sea el lobo, querida madrina!
La pequeña criatura abrazó el cuello del anciano con gran fervor y lo besó.
—Le pido humildemente perdón, madrina. Lo siento de verdad. Debería haber tenido más fe en usted. Pero ¿cómo iba a suponerlo, si no se defendía? No quiero justificarme, pero ¿cómo iba a imaginarlo, si aceptó en silencio todo lo que él dijo? Fue horrible, ¿verdad?
—Fue tan horrible, Jenny —respondió el anciano con gravedad—, que te diré enseguida qué impresión me produjo. Me vi como un ser aborrecible. Aborrecible ante mí mismo al ver lo aborrecible que era para el deudor y para ti. Pero más que eso, y peor que eso, y sin pensar sola y exclusivamente en mí, aquella noche reflexioné, sentado a solas en mi jardín de la azotea, que era una deshonra para mi fe y mi raza ancestrales. Reflexioné (reflexioné claramente por primera vez) que al doblar la testuz ante el yugo que estaba dispuesto a llevar, doblaba las testuces de todo el pueblo judío, quizá no tan dispuesto a llevarlo. Pues en los países cristianos a los judíos no se les trata como a los demás. Los hombres dicen: «Este es un griego malvado, pero hay griegos buenos. Este es un turco malvado, pero hay turcos buenos». Pero no pasa lo mismo con los judíos. Los hombres encuentran fácilmente el mal entre nosotros (¿y entre qué pueblos no es el mal fácil de encontrar?), y además toman a los peores de entre nosotros como muestras de los mejores; toman a los más viles como ejemplo de los más ilustres; y luego dicen: «Todos los judíos son iguales». Si hubiera hecho lo que hacía aquí de buena gana, por agradecimiento y porque necesitaba un poco de dinero, siendo cristiano, no habría comprometido a nadie más que a mi persona. Pero, al ser judío, inevitablemente comprometía a los judíos de todos los países y de toda condición. Para nosotros es un poco duro, pero es la verdad. ¡Ojalá que todo nuestro pueblo lo recordara! Aunque poco derecho tengo a decirlo, teniendo en cuenta lo que he tardado en entenderlo.
La modista de muñecas estaba sentada dándole la mano al anciano, y tenía un aire pensativo.
—En eso reflexionaba, ya digo, sentado aquella noche en el jardín de mi azotea. Y, al rememorar una y otra vez la dolorosa escena de aquel día, no dejaba de darme cuenta de que el pobre caballero había creído la historia enseguida porque yo era judío; que tú te habías creído la historia enseguida, hija mía, porque era judío; que el inventor de la historia pudo concebirla porque yo era judío. Era el resultado de haberos tenido a los tres delante de mí, cara a cara, y de verlo todo representado como en un teatro. Eso me hizo comprender que tenía la obligación de abandonar este empleo. Pero Jenny, querida —dijo Riah, interrumpiéndose—, te he prometido que contestaría a tus preguntas, y estoy divagando.
—Todo lo contrario, madrina; ahora mi idea es grande como una calabaza, y usted sabe lo que es una calabaza, ¿verdad? ¿Le ha dado aviso de que se iba? ¿Es lo que viene ahora? —preguntó la señorita Jenny con una expresión de gran atención.
—Le escribí una carta a mi amo. Sí. A ese efecto.
—¿Y qué dijo el rey de los picores-dolores-escozores-gritos-sacudidas? —preguntó la señorita Jenny con indecible alegría al expresar esos honorables títulos y al recordar el episodio de la pimienta.
—Me obligó a seguir sirviéndole los meses que indica la ley en caso de aviso de despido. Expiran mañana. Cuando expiraran, no antes, tenía la intención de reconciliarme con mi Cenicienta.
—¡Ahora mi idea es tan inmensa que no me cabe en la cabeza! —exclamó la señorita Wren, apretándose las sienes—. Escuche, madrina, voy a explicarle una cosa. Ojillos (que así llamo al rey de los picores-dolores-escozores) se la tiene jurada por abandonarle. Ojillos se pone a pensar cuál es la mejor manera de devolvérsela. Ojillos se acuerda de Lizzie. Ojillos se dice: «Averiguaré dónde ha llevado a esa chica, y traicionaré su secreto porque es algo muy preciado para él». Ojillos quizá piensa: «También la conquistaré»; pero eso no puedo jurarlo… el resto sí. Así pues, Ojillos viene a verme y yo voy a ver a Ojillos. Así han ido las cosas. ¡Y ahora que se ha descubierto el pastel —añadió la modista de muñecas, rígida de pies a cabeza por la energía con que blandía el puño ante sus ojos—, lo que lamento es no haberle aplicado pimienta de cayena y guindilla en vinagre!
Esta expresión de arrepentimiento el señor Riah la oyó solo en parte, pues se acordó de las heridas que había recibido Fledgeby e insinuó la necesidad de ir a atender al perro apaleado.
—¡Madrina, madrina, madrina! —exclamó irritada la señorita Wren—. La verdad es que me hace perder la paciencia. Cualquiera diría que cree en el buen samaritano. ¿Cómo puede ser tan incoherente?
—Querida Jenny —comenzó amablemente el anciano—, es costumbre de mi pueblo ayudar…
—¡Oh! ¡Al cuerno su pueblo! —le interrumpió la señorita Wren sacudiendo la cabeza—. Si lo único que se le ocurre a su pueblo es ir a ayudar a Ojillos, más le valdría haberse quedado en Egipto. Pero es que, además —añadió—, él no aceptaría su ayuda. Está demasiado avergonzado. Quiere mantenerlo en secreto, y que usted no sepa nada.
Seguían debatiendo ese punto cuando una sombra oscureció la entrada, y la puerta de cristal se abrió por obra de un mensajero que traía una carta dirigida sin más ceremonia a «Riah». El mensajero se quedaba a esperar respuesta.
La carta, garabateada a lápiz de cualquier manera y escrita incluso en las puntas dobladas, decía:
Viejo Riah:
Tu cuenta está saldada, vete. Cierra el local, sal enseguida y mándame la llave por el portador de la carta. Eres un perro judío desagradecido. Márchate.
F.
La modista de muñecas estuvo encantada al rastrear los gritos y los dolores de Ojillos en la letra distorsionada de la epístola. Se rió y se mofó de la carta en un rincón (para asombro del mensajero), mientras el anciano metía sus escasas pertenencias en una bolsa negra. Una vez terminó, cerró los postigos de las ventanas y bajó la persiana de la oficina, y salieron a los peldaños de la entrada en compañía del mensajero. Allí, mientras Jenny sujetaba la bolsa, el anciano cerró la puerta con llave y se la entregó al mensajero, quien al instante se retiró.
—Bueno, madrina —dijo la señorita Wren mientras permanecían en los escalones, mirándose—. ¡Y ahora se ve arrojada al mundo!
—Eso parece, Jenny, y de manera un tanto repentina.
—¿Adónde irá a buscar fortuna? —preguntó la señorita Wren.
El anciano sonrió, pero miró a su alrededor con aire de haber perdido su camino en la vida, cosa que no se le escapó a la modista de muñecas.
—Desde luego, Jenny —dijo él—, la pregunta es muy atinada, y más fácil de preguntar que de responder. Pero como sé lo bondadosas y serviciales que son las personas que le han dado trabajo a Lizzie, creo que iré a que lo sean conmigo.
—¿A pie? —preguntó la señorita Wren chasqueando los labios.
—¡Sí! —dijo el anciano—. ¿No tengo mi báculo?
Precisamente porque tenía su báculo, y mostraba un aspecto tan curioso, desconfiaba Jenny de que pudiera hacer el viaje.
—En cualquier caso —dijo Jenny—, lo mejor que puede hacer por el momento es venir a casa conmigo, madrina. Allí no hay nadie más que mi chico malo, y la habitación de Lizzie está vacía.
El anciano, satisfecho con no representar una molestia para nadie, accedió enseguida; y la singularísima pareja volvió a adentrarse una vez más en las calles.
Ahora bien, el chico malo, al que su progenitora había ordenado permanecer en casa en su ausencia, naturalmente había salido; y, al hallarse en la ultimísima fase de su decrepitud mental, había salido por dos motivos: para reafirmar el derecho que creía tener a que todos los taberneros vivos le sirvieran tres peniques de ron sin pagarlos; y segundo, para lloriquearle sus remordimientos al señor Eugene Wrayburn y ver si eso le reportaba algún beneficio. Tambaleándose en pos de esos dos objetivos (que se resumían en ron, lo único que había ya en su mente), la degradada criatura se adentró en Covent Garden y allí acampó en un portal, mientras se enfrentaba primero a «los temblores» y luego a «las alucinaciones».
El mercado de Covent Garden quedaba fuera de la ruta de esa criatura, pero ejercía sobre él la misma atracción que sobre los peores miembros de la solitaria tribu de los borrachos. Quizá se trataba de la agitación nocturna, quizá de la compañía de la ginebra y la cerveza que se derramaba entre los carreteros y los buhoneros, o quizá de la compañía de restos pisoteados de verdura, que se parece tanto al atavío de esos borrachos que quizá toman el mercado por un inmenso guardarropa; pero, sea como fuere, en ningún otro lugar verán a tantos borrachos en los portales como allí. En una soleada mañana, encontrarán especímenes de mujeres borrachas que dormitan como no se ven en todo Londres. No hay otro lugar donde se pueda contemplar tal vestimenta de hojas y tallos de col rancios y desechados, un semblante de naranja estropeada, una pulpa aplastada de humanidad como esa. Así pues, el mercado atrajo al señor Muñecas, y en un portal en el que horas antes una mujer había dormido la curda, tuvo aquel dos ataques de temblores y alucinaciones.
Ronda por allí un enjambre de jóvenes salvajes que se escabullen sigilosos con fragmentos de cajas de naranjas y paja mohosa (¡sabe el Cielo a qué agujeros los llevan, pues no tienen hogar!), cuyos pies descalzos caen con sorda suavidad sobre la calzada cuando la policía los persigue, y quienes (quizá por la misma razón) huyen sin que las autoridades los oigan, mientras que con botas altas armarían un alboroto ensordecedor. Esos chavales, encantados con los temblores y alucinaciones del señor Muñecas, como si fuera una representación gratuita, le rodearon en su portal y le empujaban, se le echaban encima y le tiraban lo que tenían a mano. Por eso, cuando salió de su retiro y se deshizo de ese grupo de andrajosos, estaba más sucio y en peor estado que antes. Pero aún no había tocado fondo; pues llegó a una taberna, y entre las prisas y el ajetreo le sirvieron su ron; y al ver que pretendía escabullirse sin pagar, lo cogieron por el cuello, lo registraron, descubrieron que no tenía un penique y le advirtieron que no volviera a intentarlo, y para que no olvidara le arrojaron un cubo de agua sucia. Eso provocó de inmediato otro ataque de temblores; tras lo cual, el señor Muñecas, hallándose de buen humor para hacerle una visita profesional a un amigo, se dirigió a Temple.
En los despachos no había nadie más que el joven Blight. Ese discreto joven, que comprendía que había una cierta incoherencia en la relación de ese cliente con la actividad que pudiera llegar algún día, contemporizó con Muñecas con las mejores intenciones y le ofreció un chelín para que alquilara un coche y volviera a casa. El señor Muñecas aceptó el chelín, y pronto lo convirtió en dos raciones de tres peniques de conspiración contra su vida, y en otros dos de furioso arrepentimiento. Al regresar a los despachos con esa carga, el precavido Blight, que miraba por la ventana, lo divisó entrar en el patio; al instante, Blight cerró la puerta exterior y dejó que la desdichada criatura consumiera su furia en la madera.
Cuanto más se le resistía la puerta, más peligrosa e inminente se hacía la sangrienta conspiración contra su vida. Llegó la policía, y él reconoció en ellos a los conspiradores, emprendiéndola a golpes con aire feroz, voz ronca, ojos desorbitados, convulsiones y espuma por la boca. Fue inevitable ir a buscar un humilde utensilio, conocido por los conspiradores y que recibe el expresivo nombre de Camilla, y cuando lo ataron a ella quedó convertido en un fardo de harapos rotos; la voz y la conciencia se le escapaban y le quedaba un hilo de vida. Cuando ese utensilio salía por la puerta de Temple llevada por cuatro hombres, la pobre modista de muñecas y su amigo judío subían por la calle.
—Vamos a ver qué pasa —exclamó la modista—. Apresurémonos, que quiero verlo, madrina.
Y cómo se apresuró la presurosa muleta.
—¡Caballeros, caballeros, ese hombre es mío!
—¿Que es suyo? —dijo el responsable del grupo, deteniéndose.
—Sí, queridos caballeros, es mi niño, que ha salido sin permiso. ¡Mi pobre chico malo, muy malo! ¡Y no me conoce, no me conoce! ¡Qué voy a hacer! —exclamó la pobre criatura, dando palmadas furiosamente—. ¡Mi niño ya no me reconoce!
El responsable del grupo miró (y con razón) al anciano en busca de una explicación. Mientras la modista de muñecas se inclinaba sobre la agotada figura e intentaba en vano que diera signos de reconocerla, el responsable susurró:
—Es su padre, un borracho.
Cuando depositaron la carga en el suelo, Riah se llevó al responsable aparte y le susurró que le parecía que el hombre se estaba muriendo.
—¡No, qué va! —replicó el responsable. Pero al mirarlo no pareció tan seguro de sí mismo, y ordenó a los portadores—: Que lo lleven al médico más cercano.
Allí lo llevaron; desde dentro, el escaparate se convirtió en un muro de caras, transformadas en todo tipo de deformaciones a causa de tantos frascos globulares rojos, verdes, azules y de otros colores. Brillaba sobre él una luz espectral que de nada le servía, y la bestia que tan furiosamente se había debatido minutos antes ahora estaba inmóvil, con una extraña y misteriosa escritura en la cara, que se reflejaba de uno de los grandes frascos, como si la Muerte le hubiera ya marcado: «Mío».
El testimonio médico fue más preciso y atinado de lo que es a veces en los tribunales:
—Más vale que traigan algo para cubrirlo. Todo ha terminado.
Así fue como la policía mandó a buscar algo para cubrirlo, y fue cubierto y transportado por las calles mientras la gente se apartaba. Lo siguieron la modista de muñecas, que ocultaba la cara entre los faldones del abrigo del judío y se aferraba a ellos con una mano, mientras que la otra se apoyaba en la muleta. Lo llevaron a casa, y como la escalera era muy estrecha, lo dejaron en la sala (apartaron el banco de trabajo para hacerle sitio), y allí, en medio de los ojos sin vida de las muñecas, dejaron al señor Muñecas, sin vida en los suyos.
La modista tuvo que vestir a muchas muñecas presumidas antes de reunir el dinero para pagar el entierro del señor Muñecas. En cuanto al anciano, Riah, sentado a su lado y ayudándola en todo lo que podía, le resultó difícil averiguar si ella se daba cuenta realmente de que el difunto había sido su padre.
—Mi pobre niño —decía Lizzie—, de haberlo criado mejor, quizá su vida no hubiera sido tan mala. No es que me lo reproche. Espero no tener motivo para ello.
—Ninguno, Jenny, estoy totalmente seguro.
—Gracias, madrina. Me alegra oírle decir eso. Pero ya ve que es muy difícil criar bien a un muchacho cuando trabajas, trabajas y trabajas todo el día. Cuando él estaba sin empleo, no siempre podía tenerlo a mi lado. Se ponía nervioso y comenzaba a quejarse y me veía obligada a dejarlo salir. Pero en la calle se me echaba a perder, siempre que no lo vigilaba se me echaba a perder. ¡Como suele pasar con los niños!
«¡Demasiado a menudo, incluso en este triste sentido!», se dijo el anciano.
—¡Cualquiera sabe cómo habría acabado de pequeña yo de no tener la espalda tan mal y las piernas tan flojas! —añadió la modista—. Lo único que podía hacer era trabajar, así que trabajaba. No podía jugar. Pero mi pobre niño desdichado sí podía jugar, y para él fue fatal.
—Y no solo para él, Jenny.
—¡Bueno! No sé, madrina. Sufría tremendamente, mi pobre muchacho. A veces estaba muy, muy enfermo. Y yo le ponía como chupa de dómine —decía Lizzie negando con la cabeza y llorando mientras cosía—. Y no sé si el que mi hijo se descarriara fue para mí lo peor. Si fue así como, olvidémoslo.
—Eres una buena chica, y paciente.
—En cuanto a lo de paciente —replicó ella encogiéndose de hombros—, muy poco, madrina. De haber sido paciente, no le habría dicho de todo. Pero esperaba que fuera por su bien. Y además, me parecía que era mi responsabilidad como madre. Intenté razonar, pero eso no sirvió. Intenté convencerlo por las buenas, y no sirvió. Probé a reñirlo, y no sirvió. Pero tenía que intentarlo todo, con esa responsabilidad en mis manos. ¡De no haber intentado nada, no habría cumplido con mi deber hacia el pobre niño perdido!
Con esa conversación, casi toda ella en tono alegre por parte de la industriosa criatura, se pasaron trabajando agradablemente el día y la noche, hasta que se hubieron entregado las suficientes muñecas elegantemente vestidas para llevar a la cocina, donde estaba ahora el banco de trabajo, el sombrío material que la ocasión requería, así como para llenar la casa de otros sombríos preparativos.
—Y ahora —dijo la señorita Jenny—, tras haber arreglado a mis amiguitas de mejillas sonrosadas, voy a arreglarme yo, con mis mejillas blancas. —Se refería a su propio vestido, que por fin estaba acabado—. La desventaja de coser para ti —dijo la señorita Jenny, encaramándose a una silla para verse en el espejo— es que no puedes cobrarle a nadie el trabajo, y la ventaja es que no has de salir para que se lo prueben. ¡Mmm…! ¡Está muy bien! ¡Si Él pudiera verme ahora (quienquiera que sea), no se arrepentiría de su elección!
Ella misma había hecho los sencillos preparativos de la ceremonia, y así se los explicó a Riah:
—Mi intención es ir sola, madrina, en mi carruaje habitual, y que usted me guarde la casa mientras estoy fuera. No está lejos. Y cuando regrese tomaremos una taza de té y charlaremos sobre los planes para el futuro. La última morada que he sido capaz de ofrecerle a mi pobre y desgraciado muchacho es muy sencilla; pero él la aceptará porque se ha hecho con la mejor voluntad, si es que llega a enterarse; y si no llega a enterarse —añadió con un sollozo, secándose los ojos—, bueno, entonces le va a dar igual. Sé muy bien que el devocionario dice que nada traemos a este mundo y que desde luego nada nos llevamos. Me consuela por no haber podido alquilar para mi pobre niño todas esas cosas estúpidas que tienen en las pompas fúnebres, como si yo intentara sacarlas de contrabando de este mundo con él, cuando ese intento está condenado al fracaso, y debería traerlas de vuelta. Así pues, no habrá nada que traer, excepto yo, y eso es normal, ¡ya que algún día yo no volveré!
Después de haber sido transportado anteriormente por la calle, el desdichado anciano pareció ser enterrado dos veces. Media docena de hombres de cara enrojecida y abotargada lo cogieron por los hombros, lo llevaron hasta el cementerio, y caminaron precedidos de otro hombre de cara enrojecida y abotargada, que afectaba un andar solemne, como si fuera un policía de la División de la M(uerte), y ceremoniosamente encabezaba el cortejo fingiendo no conocer a aquellos compinches suyos. No obstante, el espectáculo de aquella criaturita que renqueaba tras ellos hacía que muchos volvieran la cabeza con una expresión de interés.
Al final metieron al molesto finado en la fosa para que lo enterraran, y el hombre de paso majestuoso emprendió majestuosamente el camino de regreso delante de la solitaria modista, como si esta estuviese moralmente obligada a no saber muy bien cuál era el camino de vuelta. Una vez apaciguadas esas Furias, los convencionalismos, él la dejó sola.
—Debo llorar un poco, madrina, antes de recobrar mi buen humor para siempre —dijo la criaturita nada más entrar—. Porque, después de todo, un hijo es un hijo.
Fue un llanto más largo de lo esperado. No obstante, tuvo lugar hasta su fin en un rincón en penumbra, y luego la modista salió de allí, se lavó la cara y preparó el té.
—No le importa que corte estos retales mientras tomamos el té, ¿verdad? —le preguntó a su amigo el judío con aire engatusador.
—Querida Cenicienta —objetó el anciano—, ¿es que nunca descansas?
—¡Oh! Cortar un patrón no es trabajar —dijo la señorita Jenny, aplicando sus trabajadoras tijeras a un papel—. La verdad, madrina, es que quiero cortarlo antes de que se me vaya de la cabeza.
—¿Lo has visto hoy? —preguntó Riah.
—Sí, madrina. Lo acabo de ver. Es una sobrepelliz, eso es. Una cosa que llevan los clérigos, ¿sabe? —le explicó la señorita Jenny, en consideración a que él pertenecía a otra fe.
—¿Y qué vas a hacer con ella, Jenny?
—Bueno, madrina —replicó la modista—, ha de saber que nosotros, los profesionales que vivimos de nuestro gusto e invención, estamos obligados a mantener los ojos siempre abiertos. Y ya sabe que ahora tenemos muchos gastos extra. De manera que, mientras lloraba en la tumba de mi pobre niño, he pensado que se podría hacer algo con las ropas de un clérigo.
—¿Y qué se puede hacer? —preguntó el anciano.
—¡Un funeral no, no tema! —repuso la señorita Jenny, anticipándose a su objeción con un asentimiento de cabeza—. Al público no le gusta la tristeza, lo sé muy bien. Rara vez me llaman para que les haga vestidos de luto a mis jóvenes amigas; es decir, no luto de verdad; el luto de corte sí que les gusta bastante. Pero una muñeca clérigo, de rizos negros y lustrosos y patillas, uniendo a dos de mis jóvenes amigos en matrimonio —dijo la señorita Jenny agitando el dedo índice—, eso es otro cantar. ¡Si en breve no ve a esos tres en el altar de Bond Street, me llamo Rita!
Con su diestra y rápida manera de moverse, metió una muñeca dentro de un atavío de papel marrón blancuzco antes de acabar la merienda, y la mostraba para edificación del judío cuando llamaron a la puerta de la calle. Riah fue a abrir, y enseguida regresó, con ese aire grave y cortés que tan bien le iba, haciendo entrar a un caballero.
La modista no conocía a ese caballero; pero en el momento en que él la miró hubo algo en su actitud que le trajo recuerdos del señor Eugene Wrayburn.
—Perdóneme —dijo el caballero—. ¿Es usted la modista de muñecas?
—Soy la modista de muñecas, señor.
—¿La amiga de Lizzie Hexam?
—Sí, señor —replicó la señorita Jenny, poniéndose al momento a la defensiva—. Y amiga de Lizzie Hexam.
—Tengo aquí una nota para ella, en la que se le suplica que acceda a la petición del señor Mortimer Lightwood, el portador. Da la casualidad de que el señor Riah sabe que soy el señor Mortimer Lightwood, y se lo dirá.
Riah asintió para corroborarlo.
—¿Quiere leer la nota?
—Es muy corta —dijo Jenny, con una mirada de asombro, cuando la hubo leído.
—No había tiempo para alargarse más. Cada minuto era precioso. Mi querido amigo Eugene Wrayburn está muriéndose.
La modista juntó las manos y emitió un grito lastimero.
—Está muriéndose a cierta distancia de aquí —repitió Lightwood con emoción—. Está agonizando a causa de las heridas sufridas a manos de un villano que le atacó en la oscuridad. Vengo directamente de su lecho de muerte. Está casi inconsciente. En un breve intervalo de conciencia, o al menos de conciencia parcial, entendí que solicitaba su presencia a su lado. Como no acababa de confiar en mi interpretación de los confusos sonidos que emitía, hice que Lizzie lo escuchara. Los dos quedamos convencidos de que preguntaba por usted.
La modista, con las manos entrelazadas, paseó su mirada alarmada de uno a otro de sus compañeros.
—Si se demora, podría morir sin ver cumplida su petición, sin que su último deseo, que me confió a mí (hace mucho que somos más que hermanos), se cumpliera. Si digo más me pondré a llorar.
Unos instantes después, Lizzie se había hecho con su muleta y su capota negra, el judío quedaba custodiando la casa, y la modista de muñecas, acomodada en una silla de posta al lado de Mortimer Lightwood, salía de la ciudad.