Unos granos de pimienta
La modista de muñecas no volvió a acudir al establecimiento comercial de Pubsey and Co. después de haber descubierto por casualidad (eso creía ella) el carácter despiadado e hipócrita del señor Riah. Mientras trabajaba, a menudo moralizaba acerca de los trucos y maneras de ese venerable sinvergüenza, pero hacía sus compras en otra parte y llevaba una vida de reclusión. Tras mucho consultar consigo misma, decidió no poner a Lizzie Hexam en guardia contra el viejo, con el argumento de que Lizzie no tardaría en descubrir por sí misma la clase de hombre que era. Por tanto, en su intercambio epistolar con su amiga, no mencionó el tema, y se explayaba principalmente en las reincidencias de su chico malo, que cada día iba a peor.
—Condenado muchacho —le decía la señorita Wren agitando su dedo amenazador—, al final me obligarás a abandonarte, ya lo verás; ¡y entonces te quedarás hecho pedazos, y no habrá nadie para recogerlos!
Ante el presagio de un solitario deceso, el condenado muchacho gemía y lloriqueaba, y se quedaba sentado, tembloroso y muy abatido, hasta que llegaba el momento en que era capaz de salir temblando de casa y, con pulso tembloroso, meterse en el cuerpo otros tres peniques de alcohol. Pero totalmente borracho o totalmente sobrio (había llegado un momento en que en este último estado estaba menos vivo), pesaba siempre en la conciencia de aquel paralítico espantapájaros el hecho de haber traicionado a su perspicaz progenitora por sesenta vasos de tres peniques de ron, todos ya apurados, y no dejaba de pensar en que la perspicacia de aquella acabaría tarde o temprano detectando de manera infalible que lo había hecho. Teniendo todo eso en cuenta, por tanto, y añadiendo el estado físico del señor Muñecas a su estado mental, la cama en la que él reposaba era un lecho de rosas en el que las flores y las hojas se habían marchitado del todo, dejándole sobre las espinas y los tallos.
Cierto día, la señorita Wren estaba sola trabajando, con la puerta de la casa abierta para que entrara el fresco, mientras cantaba alegremente, con su dulce vocecita, una triste cancioncilla que podía haber sido la canción de la muñeca que estaba vistiendo, en la que se quejaba de lo frágil y fusible que era la cera, cuando a quién divisó de pie en la acera, contemplándola, sino al señor Fledgeby.
—¡Me he dicho que era usted! —dijo Fledgeby, subiendo los dos peldaños.
—Ah, ¿sí? —repuso la señorita Wren—. Y yo me he dicho que era usted, joven. Qué coincidencia. Usted no se equivocaba, ni yo tampoco. ¡Qué inteligentes somos!
—Bueno, ¿cómo está? —dijo Fledgeby.
—Pues más o menos como siempre, señor —replicó la señorita Wren—. Soy una madre muy desdichada, pues tengo un niño muy malo que me mata de preocupación.
Los ojillos de Fledgeby se abrieron tanto que podrían haber pasado por ojos de tamaño normal, mientras miraba a su alrededor en busca del niño de corta edad a quien suponía que ella se refería.
—Pero usted no es padre —dijo la señorita Wren—, y por tanto de nada sirve hablarle de cosas de familia… ¿A qué debo atribuir este honor y este favor?
—Al deseo de conocerla mejor —replicó el señor Fledgeby.
La señorita Wren mordió el hilo de coser y lo miró con cara de no dejarse engañar.
—Ya no nos vemos nunca, ¿verdad? —dijo Fledgeby.
—No —dijo la señorita Wren con brusquedad.
—Así que se me ocurrió —prosiguió Fledgeby— venir y charlar con usted de nuestro amigo el que se las sabe todas, el hijo de Israel.
—Así que fue él quien le dio mi dirección, ¿verdad? —preguntó la señorita Wren.
—Se la saqué —dijo Fledgeby con un tartamudeo.
—Parece que le ve bastante —comentó la señorita Wren, con maliciosa desconfianza—. Parece que le ve bastante, dadas las circunstancias.
—Sí —dijo Fledgeby—. Dadas las circunstancias.
—¿Todavía no ha acabado de interceder con él? —preguntó la modista, inclinándose hacia la muñeca con la que ejercía su oficio.
—No —dijo Fledgeby, negando con la cabeza.
—¡Vaya! Así que todo este tiempo ha estado intercediendo con él, y sigue pegado a él —dijo la señorita Wren sin interrumpir su trabajo.
—Pegado a él es la expresión —dijo Fledgeby.
La señorita Wren siguió a lo suyo con aire concentrado, y preguntó, tras un intervalo de callada laboriosidad:
—¿Está usted en el ejército?
—No exactamente —dijo Fledgeby, bastante halagado por la pregunta.
—¿En la Marina? —preguntó la señorita Wren.
—N-no —dijo Fledgeby.
Puntualizó las dos negativas, como si realmente no estuviera en ninguno de ambos servicios, pero casi en ambos.
—¿Qué es usted, entonces? —preguntó la señorita Wren.
—Un caballero, eso es lo que soy —dijo Fledgeby.
—¡Oh! —asintió Jenny, apretando la boca para aparentar convicción—. ¡Sí, claro! Eso explica que tenga tanto tiempo para interceder. ¡Y qué caballero tan amable y simpático debe de ser usted!
El señor Fledgeby comprendió que estaba patinando alrededor de un cartel que ponía Peligro, y que más le valía dar un giro a la conversación.
—Regresemos a ese que se las sabe todas —dijo—. ¿Qué se trae entre manos con su amiga, aquella chica tan guapa? Debe de perseguir algo. ¿Qué es?
—¡Como comprenderá, yo no se lo puedo decir, señor! —repuso la señorita Wren sin perder la calma.
—No quiere decir adónde se ha ido la chica —dijo Fledgeby—, y se me ha metido en la cabeza que me gustaría volver a verla. Ahora sé que él sabe dónde está.
—¡Como comprenderá, yo no se lo puedo decir, señor! —replicó de nuevo la señorita Wren.
—Y usted también sabe dónde está —aventuró Fledgeby.
—La verdad, yo no se lo puedo decir, señor —contestó la señorita Wren.
Su altiva y menuda barbilla se enfrentó a la mirada del señor Fledgeby con un movimiento tan cortante que el simpático caballero estuvo unos momentos sin saber cómo retomar su fascinante parte del diálogo. Al final dijo:
—¡Señorita Jenny!… Ese es su nombre, si no me equivoco.
—Probablemente no se confunde, señor —fue la fría respuesta de la señorita Wren—, porque lo sabe de la mejor fuente. La mía.
—¡Señorita Jenny! En lugar de volver y ser un muerto más, salgamos y parezcamos vivos. Valdrá más la pena, se lo aseguro —dijo Fledgeby, intentando engatusar a la modista con un par de guiños—. Verá que vale más la pena.
—Quizá —dijo la señorita Jenny. Extendió el brazo para mirar la muñeca de lejos, y con las tijeras en los labios y la cabeza echada para atrás contempló de manera crítica el efecto de su arte, como si fuera eso lo que más le interesara, y no la conversación—, quizá podría explicarme lo que quiere decir, porque para mí es griego… Necesitas otro toque de azul en tu vestido, querida.
Tras haber dirigido esas palabras a su guapa clienta, la señorita Wren procedió a cortar unos fragmentos de azul que tenía delante, mezclados con retales de otros colores, y a enhebrar la aguja con hilo de seda azul.
—Señorita Wren —dijo Fledgeby—. ¿Me está atendiendo?
—Le estoy atendiendo, señor —replicó la señorita Wren, sin que ni por asomo lo pareciera—. Otro toque de azul en tu vestido, querida.
—Señorita Wren —dijo Fledgeby, bastante desanimado por las circunstancias bajo las que veía discurrir la conversación—. Si me atiende…
(—Azul claro, jovencita —observó la señorita Wren en tono jovial—. Es el que mejor le sienta a tu tez clara y a tus rizos rubios).
—Digo, si me atiende —prosiguió Fledgeby—, que así valdrá más la pena. Conseguirá, de manera indirecta, comprar sus retales en Pubsey and Co. a precio nominal, o incluso sin pagar nada.
«¡Ajá —se dijo la modista—. Pero tú no eres tan indirecto, Ojitos, como para que no me haya dado cuenta de que hablas en nombre de Pubsey and Co. ¡Ay, Ojitos, Ojitos, te estás pasando de listo!»
—Doy por sentado —añadió Fledgeby— que conseguir casi todos sus materiales gratis es algo que le merece la pena, señorita Jenny.
—Podría dar por sentado —contestó la modista con muchos asentimientos de a-mí-no-me-engañas— que siempre merece la pena hacer dinero.
—Bueno —dijo Fledgeby en tono de aprobación—, ahora contesta con sensatez. ¡Y ahora, salga y parezca viva! Así que me tomo la libertad de observar, señorita Jenny, que usted y Judá eran demasiado íntimos para que la cosa pudiese durar. No se puede tener intimidad con un zascandil de ese calibre como es Judá sin comenzar a ver cómo es en realidad, ya sabe —dijo Fledgeby añadiendo un guiño…
—Debo confesar —replicó la modista con la mirada en su trabajo— que en la actualidad no somos tan buenos amigos.
—Ya sé que en la actualidad no son buenos amigos —dijo Fledgeby—. Lo sé todo. Me gustaría darle su merecido a Judá no dejándole que se salga tanto con la suya en todo. Casi todo lo consigue por las buenas o por las malas, pero ¡caramba!, no hay que dejar que se salga con la suya en sus artimañas. Eso es demasiado.
El señor Fledgeby habló con una indignada vehemencia, como si fuese el abogado en la causa de la Virtud.
—¿Cómo impedir que se salga con la suya? —preguntó la modista.
—En sus artimañas, he dicho —matizó Fledgeby.
—¿Que se salga con la suya, en sus artimañas?
—Se lo diré —dijo Fledgeby—. Me gusta oír que me lo pregunta, porque así parece viva. Es lo que esperaría de alguien de su sagaz entendimiento. Y ahora, le seré franco.
—¿Qué? —exclamó la señorita Jenny.
—He dicho que ahora le seré franco —explicó el señor Fledgeby, un tanto desconcertado.
—¡Ah!
—Me gustaría plantarle cara en el asunto de su amiga, la chica guapa. Él se trae algo entre manos. Puede estar segura, Judá se trae algo entre manos. Tiene un propósito, y sin duda se trata de un propósito turbio. Ahora bien, sea cual sea el propósito, es imprescindible para llevar a cabo ese propósito —las aptitudes gramaticales del señor Fledgeby no le permitieron evitar aquí una tautología— que me oculte lo que ha hecho con ella. De manera que le pregunto, pues usted lo sabe: ¿qué ha hecho con ella? No le pido más. ¿Y es pedir mucho, sabiendo que le reportará un beneficio?
La señorita Jenny, que había vuelto a fijar la mirada en el banco tras la última interrupción, se quedó mirándolo unos momentos, con la aguja en la mano, pero sin moverla. A continuación se puso a coser con energía, y dijo, con una mirada de soslayo de sus ojos y barbilla dirigida al señor Fledgeby:
—¿Dónde vive usted?
—Albany, Piccadilly —replicó Fledgeby.
—¿Cuándo estará en casa?
—Cuando usted quiera.
—¿A la hora de desayunar? —dijo Jenny, con su tono brusco y cortante.
—No hay hora mejor —dijo Fledgeby.
—Le visitaré mañana, joven. Estas dos damas —dijo señalando las muñecas— tienen una cita en Bond Street precisamente a las diez. Cuando las haya entregado, me pasaré a verle.
Con una misteriosa risita, la señorita Jenny señaló su muleta, como si fuese su carruaje.
—¡Esto sí que es parecer vivo! —exclamó Fledgeby, poniéndose en pie.
—¡Ojo! No le prometo nada —dijo la modista de muñecas, lanzándole dos amagos de estocada con la aguja, como si le fuera a sacar los ojos.
—No, no. Lo entiendo —repuso Fledgeby—. Primero arreglaremos lo de los retales. Le valdrá la pena, no tema. Buenos días, señorita Jenny.
—Buenos días, joven.
Se retiró la amable figura del señor Fledgeby; y la pequeña modista, cortando, recortando y cosiendo, y cosiendo y cortando y recortando, se puso a trabajar a gran velocidad; meditando y farfullando al mismo tiempo.
—Turbio, turbio, turbio. No acabo de entenderlo. ¿Ojillos y el lobo juntos en una conspiración? ¿O es que Ojillos y el lobo están enfrentados? No acabo de entenderlo. Mi pobre Lizzie, ¿acaso los dos planean algo contra ti? No acabo de entenderlo. ¿Es Ojillos Pubsey y el lobo Co.? No acabo de entenderlo. ¿Pubsey es leal a Co., y Co. a Pubsey? ¿Es Pubsey deshonesto con Co., y Co. con Pubsey? No acabo de entenderlo. ¿Qué ha dicho Ojillos? «Y ahora, le seré franco». ¡Ah! Lo mires por donde lo mires, es un mentiroso. Eso es todo lo que entiendo por el momento; ¡pero ya te puedes acostar en tu cama de Albany, Piccadilly con eso por almohadón, joven!
Dicho lo cual, la modista volvió a acometerle los ojos, y dibujando un lazo en el aire con el hilo y formando diestramente un nudo con la aguja, hizo como que estrangulaba al aludido.
No existe nombre que pueda aplicarse a los terrores que sufrió el señor Muñecas aquella noche, mientras su progenitora meditaba profundamente al tiempo que cosía, cada vez que se creía descubierto, cada vez que ella cambiaba de actitud o volvía la vista hacia él. Además, era costumbre de la señorita Jenny dirigirle un gesto de censura cada vez que sus miradas se encontraban, mientras él temblaba y sufría escalofríos. Lo que popularmente se denominan «los temblores» lo tenían bien agarrado aquella noche, y también lo que popularmente se denominan «las alucinaciones», por lo que lo pasó muy mal; y la cosa no mejoró por el hecho de que sintiera tantos remordimientos que no dejaba de gemir «Sesenta de tres peniques». Esa imperfecta frase no era inteligible como confesión, pero sonaba como un trago gargantuico, lo que le acarreó al señor Muñecas nuevas dificultades, pues su progenitora le reprendió de manera más furiosa que lo habitual y lo colmó de amargos reproches.
Lo que era un mal rato para el señor Muñecas no podía dejar de ser un mal rato para la modista de muñecas. No obstante, a la mañana siguiente, estaba bien despierta, y se encaminó a Bond Street, y entregó puntualmente sus dos muñecas, y luego dio orden a su carruaje de que la llevara a Albany. Al llegar a la puerta de la casa en la que se encontraban las habitaciones del señor Fledgeby, se encontró con una dama ataviada con ropa de viaje, y que tenía en la mano —ni más ni menos— que un sombrero de hombre.
—¿Busca a alguien? —dijo la dama con aire severo.
—Voy a ver al señor Fledgeby.
—En este momento no es posible. Hay un caballero con él, y estoy esperando a ese caballero. Su negocio con el señor Fledgeby quedará liquidado enseguida, y luego puede subir usted. Hasta que baje ese caballero, usted debe esperar aquí.
Mientras hablaban, y posteriormente, la dama se interpuso entre Jenny y la escalera, como dispuesta a oponerse por la fuerza a que ella subiera. Como la dama era de una estatura que le hubiera permitido detenerla con una mano, y como parecía de lo más decidida, la modista no se movió.
—¿Y bien? ¿Por qué está escuchando? —preguntó la dama.
—No estoy escuchando —dijo la modista.
—¿Qué oye? —preguntó la dama, cambiando la frase.
—¿Como si algo salpicara? —dijo la modista con una mirada inquisitiva.
—A lo mejor el señor Fledgeby está en la ducha —comentó la dama, sonriendo.
—¿Y alguien está sacudiendo una alfombra?
—La alfombra del señor Fledgeby, diría yo —replicó la dama, sonriente.
La señorita Wren tenía un ojo bastante bueno para las sonrisas, acostumbrada a ellas debido a sus jóvenes amigas, aunque las sonrisas de estas fueran a escala más pequeña. Pero nunca había visto una sonrisa tan singular como la que había en la cara de aquella dama. Le abría las aletas de la nariz con un temblor y le contraía los labios y las cejas. También era una sonrisa de placer, aunque tan feroz que la señorita Wren se dijo que preferiría no sentir ningún placer que sonreír así.
—¡Bueno! —dijo la dama, mirándola—. Y ahora, ¿qué?
—¡Espero que no ocurra nada malo! —dijo la modista.
—¿Dónde? —preguntó la dama.
—No sé dónde —dijo la señorita Wren, mirando a su alrededor—. Pero nunca había oído sonidos tan extraños. ¿No cree que sería mejor llamar a alguien?
—Creo que mejor que no —repuso la dama frunciendo el ceño de manera significativa y acercándose más a ella.
Ante esa insinuación, la modista abandonó la idea, y se quedó mirando a la dama igual que esta la miraba a ella. Mientras tanto, la modista escuchaba con asombro los ruidos que seguían oyéndose, y la dama también escuchaba, aunque con una frialdad en la que no había pizca de asombro.
Poco después se oyeron fuertes portazos, y por las escaleras apareció un caballero con patillas, sin aliento y sofocado.
—¿Ya has terminado, Alfred? —preguntó la dama.
—Completamente —replicó el caballero, mientras le cogía el sombrero.
—Cuando guste ya puede subir a ver al señor Fledgeby —dijo la dama, alejándose altanera.
—¡Oh! Y puede llevarle estos tres pedazos de bastón —añadió cortésmente el caballero—, y diga, por favor, que se los manda el señor Alfred Lammle, con sus saludos al marcharse de Inglaterra. Señor Alfred Lammle. Tenga la bondad de no olvidar el nombre.
Los tres trozos de bastón eran tres fragmentos rotos y astillados de un bastón recio y flexible. La señorita Wren los cogió con cara de asombro, y el caballero repitió con una sonrisa:
—Señor Alfred Lammle, si tiene la bondad. Mis saludos al marcharme de Inglaterra.
La dama y el caballero se alejaron lentamente, y la señorita Jenny y su muleta subieron las escaleras.
—¿Lammle, Lammle, Lammle? —repetía la señorita Jenny mientras jadeaba de un peldaño a otro—. ¿Dónde he oído ese nombre? ¿Lammle, Lammle? ¡Ya sé! En Saint Mary Axe.
Con el brillo de esa nueva información en su rostro perspicaz, la modista de muñecas tiró de la campanilla de Fledgeby. Nadie contestó; pero desde el interior de las habitaciones llegaba un continuo farfullar de naturaleza singular e indescifrable.
—¡Dios santo! ¿Se está ahogando, Ojillos? —exclamó la señorita Jenny.
Al volver a tirar de la campanilla y no obtener respuesta, empujó la puerta exterior, y descubrió que estaba entreabierta. No vio a nadie al abrirla un poco más, pero proseguía el farfullar, por lo que se tomó la libertad de abrir una puerta interior, lo que le permitió contemplar el espectáculo del señor Fledgeby en camisa, pantalones turcos, gorro turco, rodando sobre su alfombra y farfullando lleno de asombro.
—¡Oh, Dios! —decía jadeando—. ¡Oh, mi ojo! ¡Al ladrón! Me estrangulan. ¡Fuego! ¡Oh, mi ojo! Un vaso de agua. Deme un vaso de agua. Cierre la puerta. ¡Asesino! ¡Oh, Dios!
Y siguió rodando y farfullando.
La señorita Jenny se fue corriendo a otra habitación a por un vaso de agua, y se lo llevó a Fledgeby; este, jadeando, farfullando y con un ruido ronco en la garganta entre una cosa y otra, bebió un poco de agua y apoyó la cabeza, desmayada, en el brazo de Jenny.
—¡Oh, mi ojo! —gritaba Fledgeby, debatiéndose de nuevo—. Es sal y rapé. Lo tengo en la nariz, y en la garganta, y en la tráquea. ¡Puaj! ¡Ou! ¡Ou! ¡Ou! ¡Aaaaj!
Y en este punto comenzó a cacarear de una manera espantosa, con los ojos saliéndosele de las órbitas, como si se enfrentara a todas las enfermedades mortales de las aves.
—¡Mi ojo, cómo me pica! —gritaba Fledgeby, sufriendo un espasmo en la espalda que hizo recular a la modista hasta la pared—. ¡Oh, cómo duele! Póngame algo en la espalda, los brazos, las piernas y los hombros. ¡Puaj! Lo tengo en la garganta y no puede salir. ¡Ou! ¡Ou! ¡Ou! ¡Aaaaj! ¡Cómo duele!
En este punto, el señor Fledgeby se incorporó en un respingo, se derrumbó otra vez y se puso a rodar de nuevo por el suelo.
La modista de muñecas se lo quedó mirando hasta que acabó en un rincón con las zapatillas turcas en alto, y a continuación, decidiendo en primer lugar dirigir su atención a los efectos de la sal y el rapé, le dio más agua y una palmada en la espalda. Pero esto último no tuvo éxito, pues el señor Fledgeby se puso a gritar:
—¡Oh, mi ojo! ¡No me pegue! ¡Estoy cubierto de verdugones y me duele!
No obstante, poco a poco dejó de ahogarse y de cacarear (solo lo hacía de vez en cuando), con lo que la señorita Jenny lo depositó en una butaca; allí, con los ojos enrojecidos y llorosos, y las facciones hinchadas, y con media docena de moratones en la cara, presentaba una imagen atribulada.
—¿Cómo le ha dado por tomar sal y rapé, joven? —preguntó la señorita Jenny.
—No lo he tomado —replicó el consternado joven—. Me lo han metido por la boca.
—¿Y quién se lo ha metido? —preguntó la señorita Jenny.
—Él —contestó Fledgeby—. El asesino. Lammle. Me lo ha restregado dentro de la boca y me ha subido por la nariz y me ha bajado por la garganta (¡Ou! ¡Ou! ¡Ou! ¡A-a-a-a-j! ¡Puaj!) para impedir que gritara, y luego me ha atacado cruelmente.
—¿Con esto? —dijo la señorita Jenny, enseñándole los fragmentos de bastón.
—Esa es el arma —dijo Fledgeby, mirándolo como si fuera un conocido—. Me lo ha partido en el espinazo. ¡Oh, cómo duele! ¿Cómo se ha hecho con él?
—Cuando él bajaba las escaleras y se reunía con la dama de la entrada que le sujetaba el sombrero… —comenzó a relatar la señorita Jenny.
—¡Oh! —gimió el señor Fledgeby, retorciéndose—. Ella le sujetaba el sombrero, ¿verdad? Debería haber sabido que estaba en el ajo.
—Cuando él ha bajado las escaleras y se ha reunido con la dama que no me ha dejado subir, me ha entregado los trozos para que se los diera, y yo tenía que decirle a usted: «Con los saludos del señor Alfred Lammle al marcharse de Inglaterra».
La señorita Jenny lo dijo con tal maliciosa satisfacción que su despectivo gesto de ojos y barbilla se podría haber añadido al sufrimiento del señor Fledgeby de haberlo visto, pues ahora, del dolor, se había llevado las manos a la cabeza.
—¿Voy a buscar a la policía? —preguntó la señorita Jenny, con un rápido ademán de dirigirse a la puerta.
—¡Alto! ¡No, no vaya! —gritó Fledgeby—. Por favor, no. Mejor que no digamos nada. ¿Sería tan amable de cerrar la puerta? ¡Oh, me duele tanto…!
Para dar fe de lo mucho que le dolía, el señor Fledgeby se levantó de la butaca para tirarse al suelo y rodó un poco más por la alfombra.
—Ahora que la puerta está cerrada —dijo el señor Fledgeby, incorporándose en su padecer, con el gorro turco medio caído y los verdugones de su cara cada vez más azules—, hágame el favor de mirarme la espalda y los hombros. Su estado debe de ser lamentable, pues cuando el bruto ha irrumpido aún no me había puesto la bata. Córteme la camisa desde el cuello; hay unas tijeras sobre la mesa. ¡Oh! —gimió Fledgeby, de nuevo con las manos a la cabeza—. ¡De verdad, cómo duele!
—¿Ahí? —inquirió la señorita Jenny, aludiendo a la espalda y hombros.
—¡Oh, Señor, sí! —gimoteó Fledgeby, meciendo el cuerpo—. ¡Por todo! ¡Por todas partes!
La solícita modista rápidamente le cortó la camisa, y dejó a la vista el resultado de una paliza tan furiosa y contundente como la que el señor Fledgeby se había ganado a pulso.
—¡No me extraña que le duela, joven! —exclamó la señorita Jenny. Y se frotó las manos a espaldas de Fledgeby, lanzándole un par de estocadas con el índice por encima de la coronilla.
—¿Iría bien vinagre y papel de estraza? —preguntó el dolorido Fledgeby, aún meciendo el cuerpo y gimiendo—. ¿Le parece que el vinagre y el papel de estraza son lo mejor en este caso?
—Sí —dijo la señorita Jenny, con una risita silenciosa—. Es como si hiciéramos un encurtido.
El señor Fledgeby se derrumbó bajo la palabra «encurtido» y volvió a gemir.
—La cocina está en esta planta —dijo—. Encontrará papel de estraza en un cajón del aparador, y la botella de vinagre en el vasar. ¿Tendría la bondad de hacerme unos emplastos y ponérmelos? Todo lo que hagamos será poco.
—Uno, dos, mmm… cinco, seis. Necesitará seis —dijo la modista.
—Tengo dolor para sesenta —lloriqueó el señor Fledgeby, gimiendo y retorciéndose de nuevo.
La señorita Jenny se encaminó a la cocina tijeras en mano, encontró el papel de estraza y el vinagre y diestramente cortó y empapó seis grandes emplastos. Cuando todos estaban dispuestos sobre el aparador e iba a recogerlos, se le ocurrió una idea.
«Creo que debería ponerle un poco de pimienta —se dijo la señorita Jenny con una callada sonrisa—. ¿Unos cuantos granos? Creo que los trucos y maneras de este joven se han hecho acreedores de un poco de pimienta».
Y como la mala estrella del señor Fledgeby le señalara el pimentero sobre la repisa de la chimenea, se subió a una silla, lo cogió y salpicó los emplastos con sensatez. A continuación regresó junto al señor Fledgeby y se los puso todos; el señor Fledgeby emitió un agudo aullido a cada uno que le tocó la piel.
—¡Ya está, joven! —dijo la modista de muñecas—. Espero que se encuentre mucho mejor.
Parecía ser que no, pues respondió con el grito de:
—¡Oooh, cómo duele!
La señorita Jenny lo cubrió con su bata persa, le tapó pérfidamente los ojos con su gorro persa y le ayudó a meterse en la cama, en la que se encaramó gimiendo.
—Creo que hoy tendremos que posponer nuestro negocio, joven, y mi tiempo es precioso —dijo la señorita Jenny—. Tengo que largarme. ¿Está mejor ahora?
—¡Oh, mi ojo! —gritó el señor Fledgeby—. No, no lo estoy. ¡O-o-o-h! ¡Cómo duele!
Lo último que vio la señorita Jenny, cuando se dio media vuelta antes de cerrar la puerta de la habitación, fue al señor Fledgeby sumergiéndose y retozando por toda la cama, como una marsopa o un delfín en su elemento nativo. A continuación cerró la puerta del dormitorio y todas las otras puertas, bajó las escaleras, salió a las concurridas calles y tomó el ómnibus hacia Saint Mary Axe: grabando en su memoria a todas las señoras elegantes que podía divisar por la ventanilla, y convirtiéndolas en maniquíes de muñecas, mientras mentalmente las recortaba y las embastaba.