Referente a la novia del mendigo
El impresionante ceño con que la señora Wilfer recibió a su marido cuando este volvió de la boda golpeó con tanta fuerza en la puerta de la conciencia querúbica, y de tal modo afectó la firmeza de las piernas querúbicas, que el tembleque que sacudió al cuerpo y la mente del culpable habría despertado recelos en gentes menos ocupadas que la dama tristemente heroica, la señorita Lavinia, y ese apreciado amigo de la familia, el señor George Sampson. Pero como la atención de los tres estaba totalmente concentrada en el importante hecho de la boda, felizmente no les quedaba atención que prestarle al culpable conspirador; y a esa afortunada circunstancia debió el poder escapar, algo cuyo mérito él no podía atribuirse en absoluto.
—No preguntas por tu hija Bella, R. W. —dijo la señora Wilfer desde su solemne rincón.
—Por supuesto, querida —repuso él, con el más flagrante fingimiento de no saber nada—, se me ha pasado. ¿Cómo… o quizá debería decir dónde… está Bella?
—Aquí no —proclamó la señora Wilfer de brazos cruzados.
El querubín farfulló algo que quiso ser un abortado: «¡Oh, no me digas, querida!».
—Aquí no —repitió la señora Wilfer con una voz severa y sonora—. En una palabra, R. W., que ya no tienes a tu hija Bella.
—¿Que ya no tengo a mi hija Bella, querida?
—No. Tu hija Bella —dijo la señora Wilfer, con el aire altivo de no haber tenido nada que ver jamás con esa joven: a la que ahora mencionaba con reproche como un artículo de lujo que su marido hubiese puesto en un pedestal por su cuenta, en contra de su consejo—… tu hija Bella se ha entregado a un mendigo.
—¡Cielo santo, querida!
—Enséñale a tu padre la carta de Bella, Lavinia —dijo la señora Wilfer con su monótono tono de ley parlamentaria, y haciendo un gesto con la mano—. Creo que tu padre admitirá que es una prueba documental de lo que le digo. Creo que tu padre está familiarizado con la letra de su hija Bella. No lo sé. A lo mejor te dice que no. Ya nada puede sorprenderme.
—Enviada en Greenwich y fechada esta mañana —dijo la Incontenible, avanzando con brusquedad hacia su padre para entregarle la prueba—. Dice que espera que mamá no se enfade, pero que se casa felizmente con el señor John Rokesmith, y dice que no lo había mencionado antes para evitar discusiones, y dice que por favor se lo digamos a su querido tú, y me manda recuerdos, ¡y a mí me gustaría saber qué habrías dicho si otro miembro soltero de la familia hubiera hecho lo mismo!
El querubín leyó la carta y exclamó en voz baja:
—¡Caramba!
—¡Ya puedes decir caramba! —manifestó la señora Wilfer con voz profunda. Y, ya que ella lo animaba, R. Wilfer volvió a repetirlo, aunque no con el éxito esperado; pues la desdeñosa dama comentó entonces, con extrema amargura—: Eso ya lo has dicho antes.
—Es algo muy sorprendente. Pero supongo, querida —insinuó el querubín, mientras doblaba la carta tras un desconcertante silencio—, que debemos ver el lado bueno. ¿Te molesta que te señale, querida, que el señor John Rokesmith no es (por lo que yo sé de él), en sentido estricto, un mendigo?
—Ah, ¿no? —dijo la señora Wilfer con un espeluznante tono educado—. ¿De verdad que no? No sabía que el señor Rokesmith fuera un caballero poseedor de tierras. Pero me alivia mucho oírlo.
—Dudo que lo hayas oído, querida —aportó vacilante el querubín.
—Gracias —dijo la señora Wilfer—. Ahora parece que hago afirmaciones falsas, ¿no? Muy bien. Si mi hija huye delante de mis narices, igual podría hacer lo mismo mi marido. Una cosa no sería más antinatural que la otra. No tiene nada de malo. ¡Será posible!
Asumió, con un temblor de resignación, un aire de letal alegría.
Pero en ese momento la Incontenible entró en la refriega, arrastrando con ella al reacio señor Sampson.
—Mamá —interrumpió la joven—, debo decir que sería mucho mejor que no te salieras del tema, y no te pusieras a perorar acerca de la gente que huye ante las narices de los demás, que no es ni más ni menos que un disparate imposible.
—¡Cómo! —exclamó la señora Wilfer, frunciendo sus oscuras cejas.
—Un disparate imposible, mamá —replicó Lavvy—, y George Sampson se da cuenta igual que yo.
La señora Wilfer se quedó petrificada de pronto, clavó sus ojos indignados en el desdichado George: el cual, escindido entre el apoyo que le debía a su enamorada, y el que le debía a la mamá de su enamorada, acabó no apoyando a nadie, ni siquiera a sí mismo.
—La verdadera cuestión —añadió Lavinia— es que Bella se ha portado conmigo como una mala hermana, y podría haberme comprometido delante de George y de la familia de George al huir y casarse de una manera vil y deshonrosa, con alguna sacristana haciéndole de dama de honor, cuando debería haber confiado en mí, debería haberme dicho: «Si, Lavvy, consideras que esto no ha de afectar a tu compromiso con George, y te parece bien estar presente, entonces Lavvy, te suplico que me acompañes, y que no les digas nada ni a papá ni a mamá». Y, naturalmente, yo lo habría hecho.
—¿Que naturalmente lo habrías hecho? —exclamó la señora Wilfer—. ¡Víbora!
—¡Hay que ver! Señora. Por mi honor que no debería decir eso —la reconvino el señor Sampson, negando seriamente con la cabeza—. Con el mayor respeto hacia usted, señora, por mi vida que no debería. No, la verdad es que no. Cuando un hombre con los sentimientos propios de un caballero está prometido con una joven, y se la llama víbora, aun cuando se lo llame alguien de su familia, ¡bueno! Lo único que hago es apelar a sus buenos sentimientos —dijo el señor Sampson, en una conclusión bastante floja.
La torva mirada que la señora Wilfer le dedicó a ese joven caballero en recompensa por su atenta intervención fue de tal naturaleza que la señorita Lavinia se echó a llorar, y le echó los brazos al cuello para protegerle.
—¡Mi desnaturalizada madre —chilló la joven— quiere aniquilarte, George! Pero nadie va a aniquilarte, George. ¡Antes la muerte!
El señor Sampson, en brazos de su amada, seguía esforzándose por negar con la cabeza a lo que había dicho la señora Wilfer, y por observar:
—Con un respeto absoluto hacia usted, señora… Llamarla víbora es indigno de usted.
—¡Nadie va a aniquilarte, George! —exclamó la señorita Lavinia—. Mamá me destruirá a mí primero, y se quedará contenta. ¡Oh, oh, oh! ¡He sacado a George de su dichoso hogar para exponerle a esto! ¡George, querido, vuelve a ser libre! Déjame, mi queridísimo George, con mamá y mi destino. Dale mis recuerdos a tu tía, querido George, e implórale que no maldiga a la víbora que se ha cruzado en tu camino y arruinado tu vida. ¡Oh, oh, oh!
Aquella joven, desde el punto de vista histérico, acababa de alcanzar su mayoría de edad, pues nunca se había desmayado, y ahora acababa de entrar en una crisis enormemente creíble, que, considerada como un estreno, tuvo un gran éxito; el señor Sampson se inclinó sobre ella en un estado de enajenación que lo impulsó a dirigirle a la señora Wilfer algunas expresiones incoherentes:
—¡Demonio… con el mayor respeto hacia usted… ojo con lo que hace!
El querubín se frotaba la barbilla y miraba sin saber qué hacer, pero por lo general se sentía inclinado a dar la bienvenida a esa distracción, pues, en virtud de las absorbentes propiedades de la histeria, la disputa anterior quedaba eclipsada. Y así resultó ser, pues la Incontenible volvió en sí gradualmente y preguntó con descomedida emoción:
—George, querido, ¿estás a salvo? —Y también—: George, querido, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está mamá?
El señor Sampson, con palabras de consuelo, la levantó de su postración y se la entregó a la señora Wilfer, como si la joven fuera una especie de refrigerio. La señora Wilfer aceptó dignamente el refrigerio, besando a su hija una vez en la frente (como si aceptara una ostra); tras lo cual la señorita Lavvy, tambaleándose, regresó a la protección del señor Sampson, al que le dijo:
—Querido George, me temo que me he portado como una tonta, aunque aún estoy un poco débil y mareada. ¡No me sueltes la mano, George!
Y posteriormente se vio a George sufrir diversas sacudidas: cada vez que ella, cuando menos se esperaba, emitía un sonido que estaba entre un sollozo y una botella de soda al abrirse, y que parecía desgarrarle la pechera del vestido.
Entre los efectos más destacables de esta crisis se podría mencionar el que, cuando se restauró la paz, ejerciera una inexplicable influencia moral, al alza, sobre la señorita Lavinia, la señora Wilfer y el señor George Sampson, de la que R. W. quedó totalmente excluido, como si fuera un forastero ajeno a la causa. La señorita Lavinia adoptó el aire modesto de quien se ha hecho notar; la señora Wilfer, un aire sereno de magnanimidad y resignación; el señor Sampson, el de haber sido castigado y haber mejorado. Y esa influencia invadía el espíritu con el que regresaron a la discusión anterior.
—Querido George —dijo Lavvy con una melancólica sonrisa—, después de lo que ha pasado, estoy seguro de que mamá le dirá a papá que le diga a Bella que estaremos encantados de recibirla en compañía de su marido.
El señor Sampson dijo que estaba seguro de ello; murmurando el gran respeto que sentía por la señora Wilfer, que siempre se lo debería y siempre se lo profesaría. Y mucho más, añadió, después de lo que acababa de ocurrir.
—Nada más lejos de mí —dijo la señora Wilfer, pronunciando su grave proclama desde su rincón— que contradecir los sentimientos de una hija mía y de un Joven —al señor Sampson no pareció gustarle esa palabra— que es el objeto de su preferencia. Pero podría pensar… no, saber… que he sido burlada y engañada. Podría pensar… no, saber… que me han dado de lado y dejado al margen. Podría pensar… no, saber… que después de haber vencido mi repugnancia hacia el señor y la señora Boffin hasta el punto de recibirlos bajo este techo, y de consentir que tu hija Bella —en ese punto se volvió hacia su marido— residiera bajo el suyo, no habría habido nada malo que tu hija Bella —de nuevo volviéndose hacia su marido— se hubiera aprovechado, desde un punto de vista mundano, de una relación tan desagradable y tan deshonrosa. Podría pensar… no, saber… que al unirse al señor Rokesmith se ha unido a alguien que es, a pesar de tanta superficial sofistería, un mendigo. Y podría tener la certeza absoluta de que tu hija Bella —de nuevo volviéndose hacia su marido— no ha hecho subir de posición social a su familia convirtiéndose en la esposa de un mendigo. Pero reprimiré lo que pienso, y no diré nada.
El señor Sampson murmuró que eso era lo que se podía esperar de alguien que en su familia había sido siempre un ejemplo y nunca un escándalo. Y más que nunca y menos que nunca (añadió el señor Sampson, de manera un tanto críptica) en lo que acababan de vivir. Se veía obligado a tomarse la libertad de añadir que lo que había dicho de la madre también podía aplicarse a su hija pequeña, y que nunca podría olvidar los nobles sentimientos que ambas habían despertado en él. Como conclusión añadió que esperaba que no hubiera sobre la tierra un hombre capaz de algo que no describió, en vistas de lo cual la señorita Lavinia le cortó en su perorata.
—Así pues, R. W. —dijo la señora Wilfer, reemprendiendo su discurso y volviéndose de nuevo hacia su señor—, que tu hija Bella venga cuando quiera, y será recibida. Y también —hubo una breve pausa, y un aire de haber tomado una medicina en ella—, y también su marido.
—Te suplico, papá —dijo Lavinia—, que no le cuentes a Bella lo que he pasado. No le haría ningún bien a nadie, y podría acabar reprochándose algo.
—Mi queridísima muchacha —la instó el señor Sampson—, Bella debería saberlo.
—No, George —dijo Lavinia en un tono de resuelta abnegación—. No, queridísimo George, que quede enterrado en el olvido.
El señor Sampson consideró eso «demasiado noble».
—Nada es demasiado noble, queridísimo George —repuso Lavinia—. Y papá, espero que no se te ocurra contarle a Bella, si puedes evitarlo, que estoy prometida con George. Podría acordarse de cómo ha echado a perder su vida. Y espero, papá, que tampoco menciones las brillantes perspectivas de George cuando Bella esté presente. Podría parecer que queremos echarle en cara su pobre suerte. Que no me olvide de que soy la hermana pequeña, y que he de ahorrarle dolorosas comparaciones que no harían sino herirla en lo más hondo.
El señor Sampson expresó su creencia de que así era como se portaban los ángeles. La señorita Lavvy respondió con solemnidad:
—No, queridísimo George, soy perfectamente consciente de que soy solo humana.
La señora Wilfer, por su parte, aún mejoró ese momento sentándose con los ojos clavados en su marido, como dos grandes signos negros de interrogación, que preguntaran con severidad: «¿Estás mirando en tu interior? ¿Mereces esta felicidad? ¿Puede poner la mano en el corazón y decir que eres digno de una hija tan histérica? Ya no te pregunto si eres digno de una esposa como yo, a Mí puedes dejarme a un lado, pero ¿te das cuenta realmente de la grandeza moral del espectáculo familiar que estás contemplando, y das gracias por ello?». Estas preguntas fueron demasiado para R. W., quien, además de estar un poco alterado por el vino, sentía un permanente terror a pronunciar alguna palabra suelta que delatara que lo había sabido todo de antemano. No obstante, la escena acabó, y (en conjunto) acabó bien, y él se refugió en un sueñecito, cosa que ofendió enormemente a su señora.
—¿Eres capaz de pensar en tu hija Bella y dormir? —preguntó desdeñosa la señora Wilfer.
A lo que él respondió mansamente:
—Sí, creo que sí, querida.
—Entonces —dijo la señora Wilfer, con solemne indignación—, te recomiendo que, si te queda algún sentimiento humano, te retires a la cama.
—Gracias, querida —contestó él—, creo que es donde estaré mejor.
Y con esas palabras tan poco comprensivas se retiró alegremente.
Al cabo de unas semanas, la esposa del Mendigo (del brazo del Mendigo) fue a tomar el té, cumpliendo con la cita concertada a través de su padre. Y la manera en que la esposa del Mendigo se lanzó contra la posición inexpugnable que tan celosamente mantenía la señorita Lavinia, y en un momento derribó a los cuatro vientos la totalidad de las fortificaciones, fue triunfal.
—Queridísima mamá —exclamó Bella, entrando en la sala con un gesto radiante—, ¿cómo estás, queridísima mamá? —Y la abrazó llena de dicha—. Y tú, querida Lavvy, ¿cómo estás? ¿Y cómo está el señor George Sampson, y cómo le va, y cuándo os casáis, y cómo de ricos vais a ser? Debes contármelo todo inmediatamente, querida Lavvy. John, amor mío, besa a mamá y a Lavvy, y nos sentiremos cómodos y como en casa.
La señora Wilfer se quedó mirando, pero sin saber qué hacer. La señorita Lavinia se quedó mirando, pero sin saber qué hacer. Al parecer sin remordimiento, ni ceremonia alguna, Bella arrojó la capota y se sentó a preparar el té.
—Querida mamá y Lavvy, las dos tomáis azúcar, lo sé. Y papá (el bueno de papá), no tomas leche. John sí. Yo tampoco tomaba antes de casarme; pero ahora sí, porque John toma. Querido John, ¿has besado a mamá y a Lavvy? ¡Ah, sí! Cierto, John; pero no te he visto hacerlo, y por eso he preguntado. Corta un poco de pan con mantequilla; estupendo. A mamá le gusta doblado. ¡Y ahora, querida mamá y Lavvy, debéis decirme la verdad y nada más que la verdad! ¿Pensasteis por un momento (aunque solo fuera un momento) que era un ser despreciable cuando escribí para deciros que me escapaba?
Antes de que la señora Wilfer pudiera agitar sus guantes, la esposa del Mendigo, en un tono de lo más alegre y afectuoso, añadió:
—Creo que os enfadasteis bastante, queridas mamá y Lavvy, y sé que merecía que os enfadarais. Pero es que había sido una criatura tan irresponsable, tan cruel, y os había empujado a creer hasta tal punto que me casaría por dinero, y que era totalmente incapaz de casarme por amor, que pensé que no me creeríais. Porque ya veis, no sabéis cuántas cosas Buenas, Buenas, Buenas he aprendido de John. ¡Bueno! Así que me fui a escondidas, y avergonzada de lo que pudierais pensar, y temerosa de que no llegáramos a comprendernos y acabáramos riñendo, cosa que luego todos lamentaríamos, así que le dije a John que si me aceptaba con la máxima discreción, podía casarse conmigo. Y le pareció bien, y así lo hicimos. Y nos casamos en la iglesia de Greenwich en presencia de nadie, a excepción de un desconocido que apareció por ahí —en ese momento sus ojos centellearon con más intensidad—, un medio pensionista. ¡Y ahora es estupendo, queridas mamá y Lavvy, que no hayamos dicho nada de lo que podamos arrepentirnos, y que seamos de lo más amigas y estemos tomando el té juntas!
Tras haberse levantado para volver a besarlas, regresó a su silla (tras dar un rodeo para abrazar a su marido por el cuello) y siguió hablando.
—Y ahora naturalmente querréis saber, queridísima mamá y Lavvy, cómo vivimos y de qué vivimos. ¡Bueno! Vivimos en Blackheath, en una preciosa casa de muñecas, deliciosamente amueblada, y tenemos una criada inteligente y muy guapa, y somos ahorrativos y ordenados, y todo va como un reloj, y disponemos de ciento cincuenta libras al año, y tenemos todo lo que queremos, y más. Y por último, si queréis que os diga en confianza cuál es la opinión que tengo de mi marido, pues mi opinión es… ¡que casi le amo!
—Y si queréis que yo os diga en confianza —dijo su marido sonriendo, de pie a su lado, sin que ella se hubiese dado cuenta de que se le había acercado— cuál es la opinión que tengo de mi esposa, pues mi opinión es…
Pero Bella se puso en pie de un salto, y le puso el dedo en los labios.
—¡Basta, señor mío! ¡No, querido John! ¡En serio! ¡Por favor, no digas nada aún! Quiero ser algo más que la muñeca de una casa de muñecas.
—Querida, ¿es que no lo eres?
—¡Ni la mitad, ni una cuarta parte de lo que espero que me consideres algún día! Exponme a algún revés, exponme a alguna dura prueba, y luego, después de eso, les dices lo que piensas de mí.
—Lo haré, vida mía —dijo John—. Te lo prometo.
—Eso es, mi querido John. Y ahora no digas nada, ¿de acuerdo?
—¡Muy bien, ahora no diré nada! —dijo John, mirando a su alrededor con un gesto muy expresivo.
Bella posó su mejilla sonriente en el hombro de John para darle las gracias, y dijo, mirando a los demás de soslayo con sus luminosos ojos:
—Y diré más. John no lo sospecha, no tiene ni idea, pero… ¡le quiero mucho!
Incluso la señora Wilfer se relajó bajo la influencia de su hija casada, y pareció, a su manera majestuosa, que daba a entender remotamente que si R. W. hubiese sido un objeto de más valía, quizá también habría descendido de su pedestal para seducirlo. La señorita Lavinia, por otro lado, tenía serias dudas de que ese fuera el tratamiento adecuado para un hombre, y si no podía acabar malcriando demasiado al señor Sampson si se lo aplicaba. R. W., por su parte, estaba convencido de ser el padre de las dos criaturas más adorables, y de que Rokesmith era el más afortunado de los hombres; opinión que, de haberle sido manifestada a Rokesmith, este probablemente hubiera refrendado.
La pareja de recién casados se despidió temprano para poder regresar andando tranquilamente hasta el lugar de Londres donde embarcarían para Greenwich. Al principio estaban alegres y hablaban mucho; pero al cabo de un rato Bella consideró que su marido estaba un tanto pensativo. Así que le preguntó:
—John, querido, ¿qué te ocurre?
—¿Que qué me ocurre, amor mío?
—¿No quieres decirme en qué piensas? —dijo Bella mirándolo a la cara.
—No es gran cosa lo que pienso, mi alma. Pensaba en si te gustaría que fuera rico.
—¿Tú rico, John? —repitió Bella, arredrándose un poco.
—Quiero decir, rico de verdad. Pongamos tan rico como el señor Boffin. ¿Te gustaría?
—Casi me daría miedo, querido John. ¿Le ha hecho mejor su riqueza? ¿Era yo mejor cuando disponía de la pequeña parte que me daban?
—Pero no todo el mundo es peor cuando se hace rico, corazón.
—¿Casi todo el mundo? —sugirió pensativa Bella enarcando las cejas.
—Sería de esperar que ni siquiera casi todo el mundo. Si fueras rica, por un suponer, tendrías el poder de hacer el bien a los demás.
—Sí, por un suponer, lo tendría —replicó Bella en tono de broma—, pero ¿lo ejercería? Y también, por un suponer, ¿no tendría el poder, al mismo tiempo, de perjudicarme enormemente?
John, riendo y apretándole el brazo, le contestó:
—Pero, y aún por un suponer, ¿ejercerías ese poder?
—No lo sé —dijo Bella, negando pensativa con la cabeza—. Espero que no. Creo que no. Pero es muy fácil esperar y creer que no cuando no tienes esa riqueza.
—¿Por qué, querida, en lugar de esa frase no dices «cuando eres pobre»? —preguntó dirigiéndole una mirada seria.
—¡Que por qué no digo «cuando eres pobre»! Porque no soy pobre. Querido John, ¿no me dirás que crees que somos pobres?
—Sí, lo creo, amor mío.
—¡Oh, John!
—Entiéndeme, cariño. Sé que teniéndote no puedo desear más riquezas; pero pienso en ti, y por ti. Con este vestido que llevas ahora me cautivaste, y para mí con ningún otro vestido estarías más hermosa ni elegante. Pero hoy has admirado muchos vestidos más hermosos, ¿y no es natural que yo quiera poder ofrecértelos?
—Es muy amable por tu parte, John. Cuando te oigo decirlo con tanto cariño, se me llenan los ojos de lágrimas de alegría y agradecimiento. Pero no los quiero.
—Otra vez vamos por calles embarradas —añadió él—. Amo tanto esos piececitos que no podría soportar que la tierra manchara la planta de tus pies. ¿No es normal que desee que pudieras ir en coche?
—Es muy agradable saber que los admiras tanto —dijo Bella mirándose los pies en cuestión—, querido John, y ya que es así, lamento que estos zapatos sean un número demasiado grande. No quiero un coche, créeme.
—¿Te gustaría si pudieras tenerlo, Bella?
—Con que me digas que desearías que lo tuviera me conformo. Querido John, tus deseos son tan reales para mí como los deseos de un cuento de hadas, que se cumplen en cuanto se pronuncian. Deséame todo lo que puedas desearle a la mujer que tanto quieres, y ya es como si lo tuviera, John. ¡Mejor que si lo tuviera!
Esa charla no les hizo menos felices, y su hogar no lo fue menos por haberla tenido. Bella estaba convirtiéndose en un genio absoluto de las labores domésticas. Todos sus afectos y gracias (consideraba su marido) se habían unido a ella en las labores domésticas para ayudarla a crear un hogar acogedor.
Su vida de casados discurría feliz. Bella se pasaba el día sola, pues su marido, tras desayunar temprano, se iba cada mañana a la City y no regresaba hasta la hora de cenar, ya tarde. Trabajaba en una «tienda china», le explicó a Bella: cosa que a ella le parecía satisfactoria, imaginándose tan solo una visión de conjunto, sin entrar en detalles, de té, arroz, sedas de singulares olores, cajas labradas, y gente de ojos rasgados con zapatos de suelas más que dobles, con todo el pelo recogido en una coleta, pintada sobre porcelana transparente. Siempre acompañaba a su marido hasta el tren, y siempre estaba allí para recibirlo; su coquetería de siempre un poco atemperada (aunque no mucho), y su vestido tan bien cuidado como si no tuviera nada más que cuidar. Pero cuando John se había ido al trabajo y Bella había vuelto a casa, el vestido se dejaba a un lado y era sustituido por bonitos delantales y batas, y Bella, echándose el pelo para atrás con las dos manos, como si se dispusiera a perder la chaveta de manera dramática, se adentraba en los asuntos domésticos del día. ¡Cuánto pesar y mezclar, cortar y rallar, cuánto despolvorear y lavar y abrillantar, cuándo podar y desherbar y alisar y otras labores de jardinería, cuánto coser y remendar y doblar y airear, y sobre todo, cuánto y qué esforzado estudio! La Perfecta Ama de Casa Inglesa, que se sentaba a consultar con los codos sobre la mesa y las sienes apoyadas en las manos, como si fuera una perpleja hechicera consultando el manual de magia negra. Y ello ocurría, sobre todo, porque el Ama de Casa Inglesa, aunque inglesa en el fondo, no era muy inglesa a la hora de expresarse con claridad en lengua inglesa, y a veces era como si las instrucciones las diera en la lengua de Kamchatka. En cualquier crisis de esta naturaleza, Bella exclamaba de repente: «Oh, señora ridícula, ¿qué quiere decir con eso? ¡Seguro que ha estado bebiendo!». Y tras haber añadido esa nota marginal, volvía a intentarlo con el Ama de Casa, con todos sus hoyuelos formando un gesto de profunda investigación.
Del mismo modo había cierta frialdad por parte del Ama de Casa Inglesa, que la señora de John Rokesmith encontraba exasperante. Decía, por ejemplo «Coja una salamandra», del mismo modo que un general le ordenaría a un soldado coger un tártaro. O se encontraba con la orden de «Arrojar un puñado» de algo imposible de conseguir. En esos momentos donde el Ama de Casa mostraba su máxima sinrazón, Bella cerraba el libro y lo dejaba de un golpe sobre la mesa, apostrofando el cumplido: «¡Eres una burra estúpida! ¿Dónde quieres que vaya a buscarlo?».
Había otra rama de estudio que cada día reclamaba un rato diario de la señora de John Rokesmith. Era el manejo del periódico, a fin de poder hablar con su marido de temas de interés general cuando llegara a casa. En su deseo de ser su compañera en todos los aspectos, se habría propuesto con igual celo dominar a Álgebra, o a Euclides, si él hubiera dividido su alma entre ella y cualquiera de esos dos sujetos. Era maravillosa la manera en que Bella almacenaba la información sobre la City y, radiante, la derramaba sobre John en el curso de la tarde; de pasada mencionaba las mercancías que aparecían en los mercados, y cuánto oro se había llevado al banco, e intentaba mostrarse seria y enterada al hablar de ello hasta que se reía de una manera encantadora y decía, besándole: «Todo esto es porque te quiero, John».
Para ser un hombre de la City, parecía que a John le interesaba bien poco si las cosas subían o bajaban, o cuánto oro habían llevado al banco. Pero le interesaba de manera indecible su esposa, como si fuera la mercancía más preciada y hermosa y no dejara de subir, y valiera tanto como todo el oro del mundo. Y ella, inspirada por el cariño que profesaba a su marido, y poseedora de una viva inteligencia y un instinto fino y certero, hacía asombrosos progresos en su eficiencia doméstica, aunque, como criatura inspiradora de afecto, no hiciera ninguno. Ese era el veredicto de su marido, que justificaba afirmando que había comenzado su vida matrimonial como la criatura más inspiradora de afecto que pudiera existir.
—¡Y tienes un carácter tan alegre! —decía él con cariño—. Eres como la luz de esta casa.
—¿De verdad lo soy, John?
—¿Que si lo eres de verdad? Pues claro. Solo que mucho más brillante, y mucho mejor.
—¿Sabes, querido John —dijo Bella, cogiéndolo por un botón de la chaqueta—, que a veces, pocas veces…? No te rías, John, por favor.
Cuando ella le pedía que no se riera, nada podía inducirlo a hacerlo.
—¿… Que a veces creo, John, que estoy un poco seria?
—¿Estás demasiado tiempo sola, querida?
—¡No, John, claro que no! El tiempo se me hace tan corto que no me sobra ni un momento en toda la semana.
—¿Por qué entonces estás seria, mi vida? ¿Cuándo estás seria?
—Creo que cuando me río —dijo Bella, riendo mientras apoyaba la cabeza en el hombro de su marido—. No te creerías lo seria que estoy ahora. Pero lo estoy. —Y volvió a reírse, y apareció un brillo en sus ojos.
—¿Te gustaría ser rica, cielo? —preguntó él con mimo.
—¡Rica, John! ¿Cómo puedes hacerme preguntas tan tontas?
—¿Te arrepientes de algo, amor mío?
—¿Arrepentirme de algo? ¡No! —respondió Bella con total seguridad. Pero le sobrevino un cambio repentino, y dijo, entre riendo y con ese brillo en los ojos—: Oh, sí. Me arrepiento de haber dejado a la señora Boffin.
—Yo también lamento mucho esa separación. Quizá sea solo temporal. Quizá ocurra algo y puedas volver a verla… podamos volver a verla.
Quizá el asunto llenara a Bella de ansiedad, pero apenas lo demostró en ese momento. Con aire ausente, seguía investigando el botón de la chaqueta de su marido cuando llegó su padre a pasar la velada.
Papá tenía una butaca especial en un rincón especial reservado siempre para él, y —sin menospreciar con ello los placeres de su propio hogar— era mucho más feliz allí que en ninguna otra parte. Siempre era agradable y divertido ver a papá y a Bella juntos; pero, en aquella tarde en concreto, la imagen de los dos le pareció a John más fantástica que nunca.
—Eres muy buen chico —dijo Bella—, al venir inesperadamente nada más salir de la escuela. ¿Y cómo te ha ido hoy en el colegio, querido?
—Bien, cielo —replicó el querubín, sonriendo y frotándose las manos mientras ella lo acomodaba en su butaca—. Voy a dos escuelas. Una es la de Mincing Lane, y la otra la academia de tu madre. ¿A cuál te referías, querida?
—A las dos —dijo Bella.
—A las dos, ¿eh? Bueno, a decir verdad, hoy las dos me han fatigado un poco, querida, pero eso era de esperar. No es un camino de rosas el del aprendizaje, ¡y qué es la vida, sino un aprendizaje!
—¿Y qué será de ti cuando ya lo hayas aprendido todo de memoria, niño tontito?
—Bueno, querida —dijo el querubín tras pensarlo un poco—, supongo que me moriré.
—Eres un chico malo —replicó Bella—, por hablar de cosas tristes y mostrarte tan abatido.
—Querida Bella —contestó su padre—, no estoy desanimado. Estoy alegre como una alondra. —Cosa que su cara confirmaba.
—Pues si estás totalmente seguro de que no eres tú, supongo que debo de ser yo —dijo Bella—, así que no lo estaré más. Querido John, hemos de darle algo de cena a este hombre.
—Naturalmente, querida.
—Ha estado escarbando y escarbando en la escuela —dijo Bella, mirando la mano de su padre y dándole una suave palmada—, y ahora está impresentable. ¡Qué chico más cochino!
—Tienes razón, querida —dijo su padre—, e iba a pedirte que me dejases lavarme las manos, pero me has descubierto antes.
—¡Venga aquí, señor! —exclamó Bella, cogiéndolo por la pechera de la chaqueta—. Venga aquí y se las lavaré enseguida. No se puede confiar en que lo haga solo. ¡Venga aquí, señor mío!
El querubín fue conducido a un pequeño aseo donde Bella le enjabonó la cara y se la frotó, y le enjabonó las manos y se las frotó, y le echó agua y le enjuagó y le secó hasta que quedó rojo como una remolacha hasta las orejas, cosa que hizo las delicias de su padre.
—Y ahora hay que peinarte y cepillarte —dijo Bella en su ajetreo—. Sostén la luz, John. Cierre los ojos, señor mío, y deje que le sostenga la barbilla. ¡Pórtese bien de inmediato y haga lo que le digo!
Su padre estaba más que dispuesto a obedecer, y Bella le peinó de manera muy elaborada: le cepilló el pelo hasta dejarlo liso, le hizo la raya, lo enroscó en sus dedos y se lo levantó en las puntas, retrocediendo a cada momento hasta donde estaba John para ver cómo le quedaba. Él siempre la recibía con el brazo que tenía libre, y la detenía, mientras el paciente querubín esperaba a que terminara.
—¡Ya está! —dijo Bella, cuando por fin hubo completado los últimos toques—. ¡Ahora sí que pareces un muchacho elegante! Ponte la chaqueta y vamos a cenar.
El querubín se enfundó la chaqueta y regresó a su rincón, donde, al carecer de egotismo su amable carácter, podría haber pasado por ese muchacho radiante aunque independiente, el Jack Horner de la nana que exclama: «¡Qué bueno soy!». Bella, con sus propias manos, le extendió el mantel y le llevó la cena en una bandeja.
—Un momento —dijo Bella—, hemos de procurar que no te manches. —Y le ató una servilleta bajo la barbilla, de manera muy metódica.
Mientras cenaba, Bella estuvo sentada a su lado, a veces reprendiéndole para que agarrara el tenedor por el mango, como un niño educado, y otras veces cortándole la carne o sirviéndole la bebida. Aunque todo aquello era fantástico, y Bella estaba acostumbrada a convertir a su buen padre en un juguete, y a este le encantaba que ella lo hiciera, de vez en cuando se observaba algo en Bella que era nuevo. No se podía decir que fuera menos juguetona, caprichosa o natural de lo que había sido siempre; pero parecía, creía su esposo, como si existiera una razón más grave de lo que él había imaginado para lo que había dicho hacía poco, y como si, a través de todo eso, se atisbara debajo de ello una mayor seriedad.
En apoyo de esa creencia se dio la circunstancia de que, cuando Bella hubo encendido la pipa de su padre y le hubo preparado su vaso de grog, se sentó en un taburete entre los dos hombres, apoyó el brazo sobre su marido y se quedó muy callada. Tanto que, cuando el padre se levantó para despedirse, ella miró a su alrededor con un sobresalto, como si se le hubiera olvidado que estaba allí.
—¿Acompañas un tramo a papá, John?
—Sí, querida. ¿Y tú?
—No le he escrito a Lizzie Hexam desde que le conté que tenía un enamorado… uno de verdad. A menudo he pensado que me gustaría decirle cuánta razón tenía cuando fingía leer en las brasas al rojo que cruzaría mares y montañas por él. Hoy estoy de humor para decírselo, John, y esta noche me quedaré en casa y lo haré.
—Estás cansada.
—En absoluto, querido John, sino de humor para escribir a Lizzie. Buenas noches, querida papá. ¡Buenas noches, mi querido y buen papá!
Cuando se quedó sola, se sentó a escribir, y le escribió a Lizzie una larga carta. Acababa de completarla y repasarla cuando regresó su marido.
—Llegas justo a tiempo —dijo Bella—. Voy a darte tu primera reprimenda. Cuando haya doblado la carta coges mi silla, y yo cogeré el taburete (aunque deberías cogerlo tú, pues es el taburete de la expiación), y enseguida comprobarás cómo te leo la cartilla.
Dobló y selló la carta, escribió la dirección, y limpió la pluma, y su dedo corazón, y todo ello lo llevó a cabo con un aire de calma severa y eficiente que podría haber asumido el Ama de Casa Inglesa, aunque esta no lo hubiera rematado ni interrumpido con una carcajada musical, como hizo Bella. A continuación colocó a su marido en su silla y ella se sentó en el taburete.
—¡Y ahora veamos, señor! Empecemos por el principio. ¿Cómo se llama?
De haberle formulado una pregunta más directamente dirigida al secreto que le ocultaba, no lo hubiera dejado más atónito. Pero mantuvo la expresión y el secreto, y respondió:
—John Rokesmith, querida.
—¡Buen chico! ¿Quién te puso ese nombre?
Sospechando de nuevo que algo pudiera haberlo delatado, respondió, en un tono de interrogación:
—¿Mis padrinos y madrinas, querida?
—¡Bastante bien! —dijo Bella—. No muy bien del todo, porque has vacilado. No obstante, como te sabes bien el catecismo, por el momento, te dispenso del resto. Y ahora voy a formularte mis propias preguntas. Querido John, ¿por qué me has repetido esta noche lo que ya me preguntaste una vez, si me gustaría ser rica?
¡Otra vez su secreto! Él, situado más alto que ella, la miró, y ella a él, con las manos colocadas sobre las rodillas de su marido, y jamás ningún secreto estuvo tan a punto de ser revelado.
Como John no tenía respuesta preparada, lo mejor que pudo hacer fue abrazarla.
—Resumiendo, querido John —vaciló Bella—, este es el tema de mi sermón: no quiero ningún bien material, y quiero que me creas.
—Si eso es todo, podemos dar por terminado el sermón, pues te creo.
—No es todo, querido John —dijo Bella vacilante—. Es solo el primer punto. Hay un terrible segundo punto y un terrible tercer punto… como solían repetirme a la hora del sermón cuando yo era una pecadora muy pequeña que iba a la iglesia.
—Pues dilos, querida.
—¿Estás seguro, querido John; totalmente seguro en lo más profundo de tu corazón…?
—Que ya no poseo —replicó él.
—No, John, pero tienes la llave… ¿Estás absolutamente seguro, en lo más profundo de tu corazón, que me has entregado, igual que yo te he entregado el mío, de que has borrado de tu memoria lo interesada que yo era antes?
—Bueno, si hubiera borrado de mi memoria la época de que me hablas —dijo John en voz baja, con los labios cerca de los de ella—, ¿podría amarte como te amo? ¿Tendría en el calendario de mi vida los días más radiantes? ¿Podría, cada vez que te miro a la cara, u oigo tu querida voz, ver y oír a mi noble defensora? ¿De verdad que por eso estabas tan seria, querida?
—No, John, no fue eso, y aún menos la señora Boffin, aunque la quiero. Espera un momento, y seguiré con el sermón. Dame un momento, pues estoy llorando de alegría. Es tan delicioso, John, llorar de alegría…
Lloró apoyada en su cuello, y, aún aferrándose a él, rió un poco al decir:
—Creo que ya estoy preparada para al tercer punto.
—Y yo también —dijo John—. Sea cual sea.
—Creo, John —prosiguió Bella—, que tú crees que yo creo…
—Mi querida niña —exclamó su marido alegremente—, ¡cuántos «creos»!
—¿Verdad? —dijo Bella, con otra carcajada—. ¡Nunca he visto tantos! Es como conjugar el verbo. Pero no puedo seguir con menos «creos». Volveré a intentarlo. Creo, querido John, que tú crees que yo creo que tenemos todo el dinero que necesitamos, y que no queremos nada.
—Es estrictamente cierto, Bella.
—Pero si, por algún motivo, nuestro dinero no diera para tanto, si tuviésemos que prescindir de algunas compras que ahora podemos permitirnos, ¿tendrías la misma seguridad de que estoy del todo contenta, John?
—La misma seguridad, mi alma.
—Gracias, querido John, mil veces mil. ¿Y puedo dar por sentado, sin la menor duda —hubo cierto titubeo— que tú estarías igual de contento, John? Pero sí, sé que podría. Pues, sabiendo que yo lo estaría, sé sin la menor duda que tú lo estarías, pues eres mucho más fuerte y más firme que yo, y más razonable y generoso.
—¡Calla! —dijo su marido—. No quiero oírte decir eso. En esto te equivocas por completo, aunque por lo demás aciertes totalmente. Y ahora tengo que darte un pequeña noticia, querida, que podría haberte dicho antes. Tengo poderosas razones para pensar que nunca tendremos que pasar con una renta menor que la que tenemos.
La noticia podría haber interesado más a Bella; pero esta había regresado a la investigación del botón de la chaqueta que le había llamado la atención unas horas antes, y apenas pareció atender a lo que él decía.
—Y ahora que por fin hemos llegado al fondo —exclamó su marido, bromeando—, ¿por eso estabas tan seria?
—No, querido —dijo Bella, retorciendo el botón y negando con la cabeza—, no era eso.
—¡Pues entonces, Dios bendiga a esta esposa mía, es que hay un cuarto punto! —exclamó John.
—Eso me preocupaba un poco, y también el segundo punto —dijo Bella, ocupada con el botón—, pero yo me refería a otro tipo de seriedad, una mucho más profunda y serena.
Cuando él inclinó la cara hacia la de ella, ella levantó la suya para encontrarla, y le puso la mano derecha en los ojos y la dejó allí.
—¿Recuerdas, John, que el día que nos casamos papá hablaba de los barcos que podrían estar navegando hacia nosotros procedentes de mares desconocidos?
—¡Perfectamente, querida!
—Creo que… entre ellos… hay un barco en el océano… que nos trae… a ti y a mí… un bebé, John.