El Basurero de Oro vuelve a hundirse
Como aquella tarde al señor Boffin le tocaba velada de lectura en La Enramada, besó a la señora Boffin después de cenar a las cinco y se alejó trotando, con el báculo acunado entre sus brazos, de manera que, como era habitual, parecía estar susurrándole al oído. Su semblante mostraba una expresión tan atenta que parecía como si el discurso confidencial del gran bastón precisara una cuidadosa atención. La cara del señor Boffin era la de alguien que escucha sin pestañear una compleja información, y, mientras trotaba, de vez en cuando le echaba un vistazo a su compañero con la expresión de alguien que interpone el comentario de: «¡No me digas!».
El señor Boffin y su bastón siguieron juntos hasta llegar a una encrucijada donde era muy probable toparse con cualquiera que, a esa hora, fuera de Clerkenwell a La Enramada. Allí se detuvieron el bastón y el señor Boffin, y este consultó su reloj.
«Aún faltan cinco minutos para la cita con Venus —se dijo—. Bien, llego bastante temprano».
Pero Venus era un hombre puntual, y en el momento en que el señor Boffin devolvía su reloj al bolsillo, se le descubrió viniendo hacia él. Aceleró el paso al ver al señor Boffin en el lugar de la cita, y enseguida estuvo a su lado.
—Gracias, Venus —dijo el señor Boffin—. ¡Gracias, gracias, gracias!
No estuvo claro por qué le daba las gracias al anatomista hasta que no lo explicó a continuación.
—Muy bien, Venus, muy bien. Ahora que ha venido a verme y ha consentido en mantener las apariencias de seguir con el plan de Wegg durante un tiempo, cuento con una especie de apoyo. Muy bien, Venus. Gracias, Venus. ¡Gracias, gracias, gracias!
El señor Venus le estrechó la mano que le ofrecía con aire modesto y los dos se dirigieron a La Enramada.
—¿Cree probable que Wegg caiga sobre mí esta noche, Venus? —preguntó el señor Boffin un tanto ansioso mientras caminaban.
—Creo que sí, señor.
—¿Tiene alguna razón especial para creerlo, Venus?
—Bueno, señor —repuso ese personaje—, el caso es que me ha hecho otra visita para asegurarse de que lo que él denomina «nuestra mercancía» sigue intacta, y ha mencionado su intención de que no va a aplazar por más tiempo el empezar con usted. Y si no lo va a aplazar más —insinuó delicadamente el señor Venus—, entonces, señor…
—Entonces, ¿supone que me va a agarrar ya por las narices? —dijo el señor Boffin.
—Exacto, señor.
El señor Boffin se cogió la nariz, como si ya la tuviera irritada y roja como un tomate.
—Es un sujeto horrible, Venus; un sujeto espantoso. No sé cómo voy a salir de esta. Debe permanecer a mi lado, Venus, como hombre bueno y leal. Hará todo lo que pueda para permanecer a mi lado, Venus, ¿verdad?
El señor Venus le aseguró que lo haría; y el señor Boffin, con aire angustiado y abatido, siguió su camino en silencio hasta que llamaron a la campana en la verja de La Enramada. Pronto oyeron el golpear de la pata de palo de Wegg, y cuando la puerta giró sobre sus goznes quedó visible con la mano en la cerradura.
—¿El señor Boffin? —comentó—. ¡Casi ni le conozco, señor!
—Sí. He estado ocupado, Wegg.
—¿De verdad, señor? —replicó el hombre de letras con un amenazador tono desdeñoso—. ¡Ja! Le he estado buscando, señor, y yo diría que bastante.
—No me diga, Wegg.
—Sí le digo, señor. Y, si no se hubiese presentado esta noche, por mis barbas que me habría presentado en su casa mañana. ¡Bueno! ¡Ya le digo!
—Espero que por nada malo, Wegg.
—Oh, no, señor Boffin —fue la irónica respuesta—. ¡Nada malo! ¡Cómo va a pasar algo malo en La Enramada de Boffin! Adelante, señor.
Si vienes a La Enramada que para ti he sombreado,
no yacerás sobre rosas que el rocío ha salpicado:
¿Vendrás, vendrás, vendrás a La Enramada?
Oh, ¿no quieres venir, venir, venir a La Enramada?
Una impía expresión de enemistad y ofensa brilló en los ojos del señor Wegg mientras giraba la llave a la espalda de su patrón, tras invitarle a entrar en el patio con su cita. El señor Boffin tenía un aspecto alicaído y manso. Wegg le susurró a Venus, mientras cruzaban el patio detrás de él:
—Mira al gusano y al favorito; no parece muy contento.
Venus le susurró a Wegg:
—Es porque se lo he dicho. Le he allanado a usted el camino.
El señor Boffin, al entrar en la habitación de siempre, dejó el bastón sobre el banco reservado para él, se metió las manos en los bolsillos y, con los hombros levantados y el sombrero para atrás, miró a Wegg con aire desconsolado.
—Mi amigo y socio, el señor Venus —dijo el hombre que tenía la sartén por el mango, dirigiéndose al señor Boffin—, me ha dado a entender que está al corriente del poder que tenemos sobre usted. Bien, cuando se haya quitado el sombrero entraremos en materia.
El señor Boffin se lo quitó en un gesto brusco, con lo que cayó al suelo detrás de él, y permaneció en su actitud habitual, con la expresión compungida de antes.
—En primer lugar, a partir de ahora, voy a llamarle Boffin, para abreviar —dijo Wegg—. Si no le gusta, siempre le queda aguantarse.
—No me importa, Wegg —contestó el señor Boffin.
—Pues tiene suerte, Boffin. Y ahora veamos, ¿quiere que le lea algo?
—Esta noche no me apetece demasiado, Wegg.
—Porque si lo deseara —añadió Wegg, aunque aquella inesperada respuesta oscureció el esplendor de su triunfo—, no le leería. Llevo demasiado tiempo siendo su esclavo. No voy a permitir que un basurero siga pisoteándome. Con la sola excepción del salario, renuncio completamente a mi ocupación.
—Puesto que usted lo dice, Wegg —replicó Boffin, con las manos entrelazadas—, supongo que así ha de ser.
—Supongo que así ha de ser —replicó Wegg—. Dicho esto (y para despejar el terreno antes de ir al asunto), ha traído usted a este patio a un sirviente que se pasea furtiva y subrepticiamente, siempre sorbiendo por la nariz.
—Cuando lo envié, no sabía que estaba resfriado —dijo el señor Boffin.
—¡Boffin! —replicó Wegg—. Le advierto que no se haga el gracioso conmigo.
En ese momento intervino el señor Venus, y observó que, en su opinión, el señor Boffin se había tomado la descripción de manera literal; sobre todo teniendo en cuenta que él, el señor Venus, también había imaginado que el sirviente había contraído una dolencia o un hábito de sorber por la nariz, lo que suponía un serio inconveniente a la hora de mantener una relación social con él, hasta que descubrió que la descripción que había hecho de él el señor Wegg debía tomarse como algo meramente figurativo.[33]
—Como sea y porque sea —dijo Wegg—, lo han colocado aquí, y aquí está. Ahora bien, no le quiero aquí. Por eso invito a Boffin, antes de decir nada más, a que lo recoja y se lo lleve de inmediato.
Fangoso, sin sospechar nada, y visible desde la ventana, en ese momento aireaba sus muchos botones. El señor Boffin, tras un breve intervalo de impasible turbación, abrió la ventana y le hizo señas de que se acercara.
—¡Invito a Boffin —dijo Wegg, con un brazo en jarras y la cabeza ladeada, igual que un abogado intimidador que espera la respuesta de un testigo— a que informe al sirviente de que yo soy aquí el amo!
Obedeciendo humildemente, cuando Fangoso y sus relucientes botones entraron, el señor Boffin le dijo:
—Fangoso, mi querido amigo, el señor Wegg es el amo aquí. No te quiere aquí, y tienes que irte.
—¡Para siempre! —estipuló severamente el señor Wegg.
—Para siempre —dijo el señor Boffin.
Fangoso se lo quedó mirando, con sus dos ojos y todos los botones, y la boca muy abierta; pero sin pérdida de tiempo Silas Wegg lo acompañó fuera del patio empujándolo por los hombros y cerró la puerta con llave.
—Ahora la atmósfera está más despejada y se respira mejor —dijo Wegg, regresando a la sala, y un poco rojo por el ejercicio—. Señor Venus, por favor, tome asiento. Boffin, puede sentarse.
El señor Boffin, aún con las manos en los bolsillos con aire compungido, se sentó en el borde del banco, se encogió hasta un escaso volumen, y observó al poderoso Silas con una mirada conciliadora.
—Este caballero —dijo Silas Wegg, señalando a Venus—, este caballero, Boffin, es mucho más blando con usted que yo. Pero no ha llevado el yugo romano que yo he soportado, ni tampoco se le ha exigido que halagara su depravado apetito por los personajes avaros.
—Nunca fue mi intención, mi querido Wegg… —comenzó a decir el señor Boffin cuando Silas le interrumpió.
—¡No diga una palabra, Boffin! Conteste cuando le pregunten. Ya verá que le queda mucho por hacer. Y ahora veamos, ¿es consciente, sabe que está en posesión de una propiedad a la que no tiene derecho? ¿Es consciente de ello?
—Eso me ha dicho Venus —dijo el señor Boffin, mirando hacia aquel en busca de algún apoyo.
—Yo se lo digo —replicó Silas—. Mire, aquí está mi sombrero, y aquí está mi bastón. Juegue conmigo, Boffin, y, en lugar de hacer un trato con usted, me pondré el sombrero y cogeré mi bastón, y saldré y haré un trato con el legítimo propietario. Bueno, ¿qué me dice?
—Digo —repuso el señor Boffin, inclinando el cuerpo hacia delante y apelando alarmado, con las manos en las rodillas— que no tengo intención de jugar con usted, Wegg. Ya se lo he dicho a Venus.
—Es cierto que lo ha dicho —manifestó Venus.
—Es usted demasiado blando con su amigo, ya lo creo —le reprochó Silas, negando con desaprobación su rígida cabeza—. Así pues, ¿se muestra deseoso de llegar a un acuerdo, Boffin? Antes de responder, no se olvide de este sombrero, ni del bastón.
—Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo, Wegg.
—Dispuesto es poco, Boffin. No acepto eso de dispuesto. ¿Está deseoso de llegar a un acuerdo? ¿Pide que, por favor, se le permita llegar a un acuerdo? —El señor Wegg de nuevo plantó el brazo y ladeó la cabeza.
—Sí.
—Sí ¿qué? —dijo el inexorable Wegg—. No acepto eso de sí. Quiero que lo diga de pe a pa.
—¡Dios mío! —dijo el desdichado caballero—. ¡Es que estoy muy preocupado! Le pido por favor que me permita llegar a un acuerdo, suponiendo que su documento esté en regla.
—No tema por eso —dijo Silas moviendo la cabeza hacia él—. Quedará satisfecho al verlo. El señor Venus se lo enseñará mientras yo le sujeto. Luego querrá saber cuáles son los términos del acuerdo. Supongo que quiere saber cuál es la esencia del acuerdo. ¿Quiere contestar o no, señor Boffin? —Hizo una pausa.
—¡Dios mío! —volvió a exclamar el desdichado caballero—. Estoy tan preocupado que me estoy volviendo loco. Me mete usted muchas prisas. Tenga la bondad de decir cuáles son las condiciones, Wegg.
—Y ahora fíjese bien, Boffin —replicó Silas—. Fíjese bien, porque son las condiciones mínimas y las únicas. Añadirá su montículo (el montículo pequeño que le corresponde de todos modos) a la suma de las propiedades, a continuación dividirá sus bienes en tres partes, y se quedará una y entregará las otras dos.
El señor Venus se vio incapaz de abrir la boca, y al señor Boffin se le quedó una cara muy larga; el señor Venus no estaba preparado para una petición tan codiciosa.
—Y espere un momento, Boffin —añadió Wegg—, porque hay algo más. Usted ha estado derrochando su dinero… gastándolo en usted mismo. Eso se ha acabado. Se ha comprado una casa. Se le descontará de su parte.
—¡Me quedaré en la ruina, Wegg! —protestó débilmente el señor Boffin.
—Y espere un momento, Boffin, que hay algo más. Me dejará a mí la custodia exclusiva de estos montículos hasta que queden allanados. Si se encuentra en ellos algo valioso, yo me encargaré. Me mostrará su contrato para la venta de los montículos, para que podamos conocer su valor hasta el último penique, y del mismo modo nos hará una lista minuciosa de todo lo que posee. Cuando se hayan llevado la última paletada de los montículos, tendrá lugar la división definitiva.
—¡Es terrible, terrible, terrible! ¡Moriré en un asilo de pobres! —exclamó el Basurero de Oro, llevándose las manos a la cabeza.
—Y espere un momento, Boffin, que hay algo más. Ha estado usted husmeando en este patio sin derecho alguno. Se le ha visto husmeando en este patio. Había dos pares de ojos que le vigilaban en el momento en que desenterró la botella holandesa.
—Era mía, Wegg —protestó el señor Boffin—. Yo la puse allí.
—¿Qué había en ella, Boffin? —preguntó Silas.
—Ni oro, ni plata, ni billetes, ni joyas, ni nada que se pueda convertir en dinero, Wegg. ¡Se lo juro!
—Como estaba preparado, señor Venus —dijo Wegg volviéndose hacia su socio con un sabihondo aire de superioridad—, para una respuesta evasiva por parte de nuestro amigo el basurero, se me ha ocurrido una idea con la que creo que estará usted de acuerdo. Descontaremos la botella de la parte de nuestro amigo el basurero valorándola en mil libras.
El señor Boffin emitió un fuerte gruñido.
—Y espere un momento, Boffin, que hay algo más. Tiene a su servicio a un sibilino soplón llamado Rokesmith. No deseo tenerlo por aquí mientras nuestro asunto aún está pendiente. Tiene que despedirlo.
—Rokesmith ya ha sido despedido —dijo el señor Boffin con una voz apagada, con las manos delante de la cara, mientras se mecía sobre el banco.
—¿Así que ya lo ha despedido? —contestó Wegg, sorprendido—. ¡Oh! En fin, Boffin, creo que con eso está todo.
El desdichado caballero siguió meciéndose adelante y atrás y emitiendo algún gemido esporádico. El señor Venus le suplicaba que afrontara sus reveses y que se tomara un tiempo para acostumbrarse a la idea de su nueva posición social. Pero si había algo de lo que Silas Wegg ni quería oír hablar era de tomarse un tiempo. «¡Sí o no, y nada de medias tintas!», era el lema que esa obstinada persona repitió muchas veces; agitando el puño delante del señor Boffin y clavando el lema en el suelo a base de dar golpes con su pata de palo de un modo amenazador y alarmante.
Al final, el señor Boffin suplicó que se le concediera un cuarto de hora de gracia, durante el cual se le permitiera refrescarse las ideas dando un paseo por el patio. A regañadientes, el señor Wegg le concedió ese gran favor, aunque solo a condición de que él lo acompañara en su paseo, pues no sabía qué podía desenterrar de manera fraudulenta si lo dejaban solo. Seguramente no se había visto a la sombra de los montículos imagen más absurda que la del señor Boffin trotando ágilmente como impulsado por su irritación, y el señor Wegg brincando tras él con gran esfuerzo, ansioso por observar el más leve pestañeo por si indicaba un lugar pródigo en secretos. Cuando el cuarto de hora expiró, al señor Wegg se le vio muy inquieto, y entró con sus brincos, en un triste segundo lugar.
—¡No hay nada que hacer! —exclamó el señor Boffin, dejándose caer en el banco en un gesto de desamparo con las manos hundidas en los bolsillos, como si estos hubieran descendido—. ¿De qué sirve fingir que me resisto, cuando no puedo hacer nada? Debo acceder a las condiciones. Pero me gustaría ver el documento.
Wegg, acérrimo partidario de remachar el clavo que con tanta fuerza había clavado, anunció que Boffin lo vería antes de una hora. Custodiándolo a ese propósito, o cerniéndose sobre él como si realmente fuera su Genio del Mal en forma visible, el señor Wegg le caló al señor Boffin el sombrero en la coronilla y lo sacó del brazo, como si fuera el propietario de su cuerpo y su alma, una propiedad más macabra y ridícula que todo lo que pudiera haber en la singular colección del señor Venus, quien los seguía pisándoles los talones, al menos respaldando al señor Boffin en un sentido literal, pues no había tenido oportunidad de hacerlo de manera espiritual. En cuanto al señor Boffin, trotaba lo más deprisa que podía, lo que llevaba a Silas Wegg a chocar frecuentemente con los viandantes, igual que haría el distraído perro que guía a su amo ciego.
Así llegaron al establecimiento del señor Venus, un tanto acalorados por su manera de moverse. El señor Wegg, sobre todo, estaba de lo más encendido, y se quedó de pie en la pequeña tienda, jadeando y secándose la frente con el pañuelo, sin habla durante varios minutos.
Mientras tanto, el señor Venus, que había dejado a las dos ranas duelistas luchando en su ausencia a la luz de las velas para deleite de los transeúntes, bajó las persianas. Cuando estuvieron cómodos y a salvo de las miradas, y la puerta de la tienda quedó cerrada, le dijo al sudoroso Silas:
—Supongo, señor Wegg, que ahora podemos sacar el papel.
—Un momento, señor —replicó el discreto personaje—, un momento. ¿Me haría el favor de empujar hacia mí esa caja que hay en mitad de la tienda, la que ha mencionado en otras ocasiones que contiene misceláneas?
El señor Venus obedeció.
—Muy bien —dijo Silas, mirando a su alrededor—. Muy bien. ¿Me acerca esa silla, señor, para ponerla encima?
Venus le entregó la silla.
—Y ahora, Boffin —dijo Wegg—, súbase aquí encima y siéntese, si no le importa.
El señor Boffin, como si fueran a hacerle un retrato, o a electrocutarlo, o a convertirse en francmasón, o a enfrentarse a cualquier otra perspectiva poco halagüeña, subió al estrado que le había preparado.
—Y ahora, señor Venus —dijo Silas quitándose el abrigo—, cuando agarre a nuestro amigo por los brazos y el cuerpo, y lo inmovilice contra el respaldo de la silla, puede usted enseñarle lo que quiere ver. Si lo abre y lo sostiene con una mano, al tiempo que sujeta una vela con la otra, podrá leerlo estupendamente.
El señor Boffin estuvo a punto de protestar contra tanta precaución, pero, al ser inmediatamente abrazado por Wegg, tuvo que resignarse. Entonces Venus extrajo el documento, y el señor Boffin lo leyó lentamente en voz alta; tan lentamente que Wegg, que le sujetaba contra la silla con la fuerza de un luchador, comenzó a notar el esfuerzo.
—Avíseme cuando lo haya vuelto a poner a salvo —exclamó con dificultad—, que tengo que hacer mucha fuerza.
Al final el documento fue devuelto a su lugar; y Wegg, cuya incómoda posición había sido la de un hombre muy perseverante que intenta sin éxito mantenerse cabeza abajo, se sentó para recuperarse. El señor Boffin, por su parte, no hizo intento de bajar, sino que se quedó allí arriba, desconsolado.
—¡Bueno, Boffin! —dijo Wegg, en cuanto volvió a estar en condiciones de hablar—. Y ahora, ya sabe.
—Sí, Wegg —dijo mansamente el señor Boffin—. Ahora, ya sé.
—Ya no tiene ninguna duda, Boffin.
—No, Wegg. No, ninguna —fue la lenta y triste respuesta.
—Entonces, váyase con ojo y aténgase a las condiciones —dijo Wegg—. Señor Venus, si en esta auspiciosa ocasión tuviera en casa un trago de algo no tan flojo como el té, creo que me tomaría la amistosa libertad de pedirle un poco.
El señor Venus, al serle recordados sus deberes de anfitrión, sacó un poco de ron. En respuesta a la pregunta «¿Quiere mezclarlo usted, Wegg?», dicho caballero repuso amablemente:
—Creo que no, señor. En una ocasión tan auspiciosa, creo que prefiero beberlo a palo seco.
El señor Boffin declinó el ron, y, al hallarse aún en su pedestal, estaba en buena situación para que se dirigieran a él. Así pues, Wegg, tras haberlo mirado tranquilamente con aire insolente, se dirigió a él mientras se refrescaba con su copita.
—¡Bof-fin!
—Sí, Wegg —contestó el señor Boffin, saliendo de su ensimismamiento con un suspiro.
—Hay una cosa que no le he mencionado, porque es un detalle que cae por su propio peso. Le seguiremos. No le perderemos de vista.
—No le entiendo —dijo el señor Boffin.
—Ah, ¿no? —dijo con sorna Wegg—. ¿Dónde está su inteligencia, Boffin? Hasta que no se hayan allanado los montículos y completado este asunto, es usted responsable de la propiedad, que no se le olvide. Considérese responsable ante mí. El señor Venus es demasiado blando con usted, yo soy la persona adecuada.
—He estado pensando —dijo el señor Boffin, abatido— que no debo permitir que mi esposa lo sepa.
—¿Se refiere a que no sepa lo de la división? —preguntó Wegg, sirviéndose un tercer trago a palo seco, pues ya se había tomado el segundo.
—Sí. Si ella muriera antes que yo, podría seguir creyendo toda la vida que yo aún conservaba el resto de la fortuna y estaba ahorrando.
—Sospecho, Boffin —contestó Wegg, negando con la cabeza con aire sagaz y lanzándole un rígido guiño—, que ha encontrado la historia de algún viejo, al que todos creían un avaro, y que había hecho creer que contaba con más dinero del que tenía. No obstante, me da igual.
—¿No se da cuenta, Wegg? —le expresó con mucha emoción el señor Boffin—. ¿No ve que mi esposa se ha acostumbrado al dinero? Sería un duro golpe para ella.
—No lo entiendo —le soltó Wegg—. Tendrá tanto como yo. ¿Quién se cree que es?
—Pero es que mi esposa es una mujer de principios muy estrictos —manifestó amablemente el señor Boffin.
—¿Y quién es su esposa —replicó Wegg—, que se cree más que yo por tener principios más estrictos que los míos?
El señor Boffin pareció un poco menos paciente en ese punto que en los demás de sus negociaciones. Pero se controló y dijo mansamente:
—Creo que debo ocultárselo a mi esposa, Wegg.
—Bueno —dijo Wegg, desdeñoso, aunque quizá intuyendo algún asomo de peligro—, no se lo diga a su esposa. Yo no se lo voy a decir. Puedo vigilarle de cerca sin decírselo. Soy tan buen hombre como usted, y mejor. Invíteme a cenar. Deme la llave de su casa. Antes era lo bastante bueno para usted y su mujer, cuando les ayudaba a dar cuenta de la ternera y el jamón. ¿Acaso no vivieron allí antes que ustedes la señorita Elizabeth, el señorito George, tía Jane y tío Parker?
—Tranquilo, Wegg, tranquilo —le instó Venus.
—Lo que quiere decir es que me ablande, señor —repuso hablando con cierta dificultad, a consecuencias de los tragos a palo seco que se había tomado—. Lo tengo vigilado, y lo vigilaré.
Por toda la línea se oye la señal
de que Inglaterra espera que este hombre cabal
a Boffin haga cumplir con su deber.
»Boffin, le veré en casa.
El señor Boffin se bajó de ese estrado con un aire de resignación, y se marchó tras despedirse amistosamente del señor Venus. Una vez más, inspector e inspeccionado caminaron juntos por la calle hasta llegar a la puerta de la casa del señor Boffin.
Pero incluso ahí, cuando el señor Boffin le hubo deseado las buenas noches a su guardián, y hubo metido la llave en la cerradura, y cerrado suavemente la puerta, incluso allí y entonces, el todopoderoso Silas necesitó reafirmar de nuevo su poder recientemente conquistado.
—¡Bof-fin! —llamó a través de la cerradura.
—Sí, Wegg —fue la respuesta a través del mismo orificio.
—Salga. Déjese ver otra vez. ¡Quiero echarle otro vistazo!
El señor Boffin (¡ah, como había caído de la elevada posición de su honesta simplicidad!) abrió la puerta y obedeció.
—Entre. A lo mejor quiere acostarse —dijo Wegg con una sonrisa.
La puerta acababa de cerrarse cuando volvió a decir a través de la cerradura:
—¡Bof-fin!
—Sí, Wegg.
Aquella vez Silas no dijo nada, pero, mientras el señor Boffin escuchaba inclinado en la parte de dentro, metió una mano imaginariamente flexible por la cerradura y agarró la nariz del señor Boffin; a continuación rió en silencio y se fue a casa con su cojera.