Capítulo II


El Basurero de Oro remonta un poco

El señor y la señora Lammle habían ido a desayunar con el señor y la señora Boffin. No es que los hubieran invitado, pero habían insistido con tanto apremio ante la pareja de oro que habría sido difícil eludir el honor y el placer de su compañía, aunque lo hubiesen deseado. El señor y la señora Lammle se mostraron encantadores, y casi tan cariñosos con el señor y la señora Boffin como el uno con el otro.

—Mi querida señora Boffin —dijo la señora Lammle—, me insufla nueva vida ver que mi Alfred goza de la confianza del señor Boffin. Los dos estaban hechos para ser amigos íntimos. Tanta simplicidad combinada con un carácter tan enérgico, tanta sagacidad natural unida a una amabilidad y una gentileza tan grandes… son las cualidades que distinguen a ambos.

Como lo dijo en voz bien alta, eso le dio al señor Lammle la oportunidad, acercándose a la mesa del desayuno desde la ventana en compañía del señor Boffin, de retomar el hilo de su querida y venerada esposa.

—Mi Sophronia —dijo el caballero—, esa opinión tan parcial que tienes del carácter de tu marido…

—¡No! No es demasiado parcial, Alfred —le insistió la dama, tiernamente conmovida—. No digas eso.

—Hija mía, entonces diré: la favorable opinión que tienes de tu marido… ¿No tienes nada que objetar a esa frase?

—¿Cómo iba a objetar nada, Alfred?

—Tu favorable opinión, pues, queridísima, no llega a hacerle justicia al señor Boffin, y a mí me la hace en demasía.

—De lo primero me declaro culpable. Pero de lo segundo, ¡no, de ninguna manera!

—No llega a hacerle justicia al señor Boffin, Sophronia —dijo el señor Lammle, elevándose a un tono de altura moral—, porque muestra al señor Boffin a un nivel inferior; y a mí me la hace en demasía, Sophronia, porque me pone a un nivel superior al del señor Boffin. El señor Boffin soporta y tolera más de lo que yo podría.

—¿Más de lo que tú soportarías y tolerarías, Alfred?

—Amor mío, esa no es la cuestión.

—¿Que no es la cuestión, señor abogado? —dijo la señora Lammle con astucia.

—No, querida Sohpronia. Desde mi nivel inferior, considero al señor Boffin como alguien demasiado generoso, poseedor de demasiada clemencia, demasiado bueno con gentes que son indignas de él y desagradecidas. Yo no puedo aspirar a tan nobles cualidades. Por el contrario, me llenan de indignación cuando le veo obrar según ellas.

—¡Alfred!

—Despiertan mi indignación, querida, contra esas indignas personas, y me llenan del combativo deseo de interponerme entre el señor Boffin y esas personas. ¿Por qué? Porque en mi inferior naturaleza soy más mundano y menos delicado. Al no ser tan magnánimo como el señor Boffin, siento yo más las ofensas que le hacen, y me siento más capaz de oponerme a sus ofensores.

A la señora Lammle le sorprendió que aquella mañana fuera tan difícil atraer al señor y a la señora Boffin a una conversación agradable. Les habían lanzado varios señuelos, pero ninguno había dicho palabra. Ahí estaba ella, la señora Lammle, en compañía de su marido, conversando afectuosa y eficazmente, pero conversando solos. Suponiendo que aquellas dos ancianas y queridas criaturas estuvieran impresionadas por lo que oían, a los dos les habría gustado estar seguros de ello, y más por estar refiriéndose de manera insistente a una de ellas. Si las dos ancianas y queridas criaturas eran demasiado vergonzosas o demasiado lerdas para asumir el lugar que les correspondía en la conversación, entonces parecería deseable coger a esas dos ancianas y queridas criaturas por la cabeza y los hombros y colocarlas en ese lugar.

—Pero ¿no está diciendo mi marido, en realidad —les preguntó la señora Lammle, por consiguiente, con un aire cándido, al señor y la señora Boffin—, que poco le importan sus momentáneas desdichas en su admiración hacia otra persona a la que anhela servir? ¿Y no está admitiendo, de ese modo, que su naturaleza es generosa? Yo soy una pésima argumentadora, pero no hay duda de que es así, ¿verdad, señor y señora Boffin?

No obstante, el señor y la señora Boffin seguían sin decir palabra. Él estaba sentado con la vista clavada en el plato, comiendo sus bollos con jamón, y ella miraba tímidamente la tetera. La inocente interpelación de la señora Lammle quedó en el aire, y allí se mezcló con el vapor del recipiente. Mientras dirigía una mirada hacia el señor y la señora Boffin, levantó ligeramente las cejas, como si le preguntara a su marido: «¿No pasa aquí algo raro?».

El señor Lammle, que en diversas ocasiones había recurrido eficazmente a su tórax, colocó su amplia pechera en situación de máxima visibilidad, y a continuación, sonriendo, le dijo a su mujer:

—Sophronia, querida, el señor y la señora Boffin te recordarán el viejo proverbio que señala que no es recomendable halagarse a uno mismo.

—¿Halagarse a uno mismo, Alfred? ¿Te refieres a que los dos somos uno y lo mismo?

—No, mi querida niña. Me refiero a que recordarás, si reflexionas un momento, que los halagos que me has dedicado a causa de mis sentimientos por el señor Boffin, tú misma me has dicho que era los mismos que experimentabas por la señora Boffin.

(—Este abogado puede conmigo —le susurró jovialmente la señora Lammle a la señora Boffin—. Me temo que he de admitirlo, si me insiste, pues es dolorosamente cierto).

En la nariz del señor Lammle comenzaron a aparecer y desaparecer varios hoyuelos blancos, mientras observaba que la señora Boffin apenas levantaba la vista de la tetera con una sonrisa azorada, que no era sonrisa, y luego volvía a bajar la cabeza.

—¿Admites la acusación, Sophronia? —preguntó Alfred, en tono de broma.

—La verdad —dijo la señora Lammle, aún alegre—, creo que debo ponerme bajo la protección del tribunal. ¿Debo responder a esa pregunta de su señoría? —Al señor Boffin.

—Si no quiere, no hace falta, señora —fue la respuesta de este—. No tiene la menor importancia.

Marido y mujer le lanzaron una mirada, recelosos. Su actitud era seria, pero no grosera, y parecía extraer cierta dignidad de una aversión reprimida hacia el tono de la conversación.

La señora Lammle volvió a enarcar las cejas a la espera de instrucciones de su marido. Él asintió con la cabeza como diciendo: «Probemos otra vez».

—Para protegerme de la sospecha de haberme halagado a mí misma, mi querida señora Boffin —dijo la jovial señora Lammle—, debo explicarle cómo ocurrió.

—No. Por favor, no lo haga —la interrumpió el señor Boffin.

La señora Lammle se volvió hacia él riendo:

—¿El tribunal se opone?

—Señora —dijo el señor Boffin—, el tribunal (y yo soy el tribunal) se opone. El tribunal se opone por dos motivos. Primero, el tribunal no lo considera justo. Segundo, porque a esta querida anciana, a la señora Tribunal (si yo soy el señor Tribunal) le incomoda.

Se pudo observar en la señora Lammle una singular oscilación entre dos actitudes —la propiciatoria que utilizaba allí y la desafiante que había utilizado en casa del señor Twemlow— cuando dijo:

—¿Qué es lo que el tribunal no considera justo?

—Dejar que siga hablando —replicó el señor Boffin, asintiendo con la cabeza con aire conciliador, como si dijera: «No seremos más duros con usted que lo imprescindible; haremos lo que podamos»—. No es honrado y no es justo. Cuando la anciana se incomoda, es por algo. Me doy cuenta de que está disgustada, y me doy perfecta cuenta de que esta es la razón. Tómese el desayuno, señora.

La señora Lammle, adoptando su actitud desafiante, apartó el plato, miró a su marido y se rió; pero no había alegría en esa risa.

—¿Ya ha desayunado, señor? —preguntó el señor Boffin.

—Gracias —repuso Alfred, mostrando la dentadura—. Si la señora Boffin me lo permite, tomaré otra taza de té.

Alfred se derramó un poco sobre aquella pechera que debería haber sido tan eficaz, y que de tan poco había servido; pero por lo general se lo bebió manteniendo la dignidad, aunque todo el rato los hoyuelos de la nariz, que iban y venían, llegaron a ser tan grandes que semejaban haber sido impresos con una cucharilla.

—Mil gracias —dijo a continuación—. He desayunado.

—Y ahora veamos —dijo el señor Boffin, sacando la cartera—, ¿quién de ustedes es el cajero?

—Sophronia, querida —comentó su marido, reclinándose en su silla, y haciendo un gesto con la mano derecha en dirección a ella, al tiempo que dejaba la mano colgando con el pulgar enganchado en la sisa del chaleco—, eso te corresponde a ti.

—Preferiría que fuera su marido, señora —dijo el señor Boffin—, porque… bueno, tanto da el porqué. Preferiría tratar con él. No obstante, lo que tengo que decir lo diré procurando ofender lo menos posible; y me alegraré de verdad si la ofensa es inexistente. Ustedes dos me hicieron un favor, un favor inmenso, al hacer lo que hicieron (mi anciana sabe lo que fue), y dentro de ese sobre he puesto un billete de cien libras. Considero que el favor vale cien libras, y me alegra mucho pagárselo. ¿Me haría el favor de cogerlo, y también de aceptar mi agradecimiento?

Con un gesto altivo, y sin mirarle, la señora Lammle alargó la mano izquierda, y el señor Boffin le puso el sobre dentro. Cuando ella lo hubo trasladado a su pecho, el señor Lammle dio la impresión de sentirse aliviado, y de respirar con mayor desahogo, como si no hubiera estado del todo seguro de que las cien libras eran suyas hasta que el billete no se hubo trasladado de las manos del señor Boffin a las de su Sophronia.

—¿Verdad que no es imposible —dijo el señor Boffin, dirigiéndose a Alfred— que se le haya pasado por la cabeza, señor, llegar a sustituir a Rokesmith con el tiempo?

—No, no es imposible —concedió Alfred, con una radiante sonrisa y mucha nariz.

—Y a lo mejor, señora —prosiguió el señor Boffin, dirigiéndose a Sophronia—, ha tenido usted la amabilidad de pensar en mi anciana esposa, y de hacerle el honor de darle vueltas a la pregunta de si uno de estos días no podría llegar a cuidar de ella. ¿Y no se le ha pasado por la cabeza ser para ella algo parecido a la señorita Bella Wilfer, e incluso más?

—Espero, señor —replicó la señora Lammle, con una desdeñosa sonrisa y alzando la voz—, que si algún día llego a ser algo para su esposa, sea más de lo que fue para ella la señorita Bella Wilfer, como usted la llama.

—¿Cómo la llama usted, señora? —preguntó el señor Boffin.

La señora Lammle ni se dignó contestar, y se sentó desafiante, golpeando con un pie en el suelo.

—¿Puedo decir de nuevo que tampoco eso es imposible? ¿Lo es, señor? —preguntó el señor Boffin, volviéndose hacia Alfred.

—No, no es imposible —dijo Alfred, sonriendo y asintiendo como antes.

—Pero no será así —dijo el señor Boffin en tono amable—. No quiero pronunciar ninguna palabra que luego sea recordada como desagradable; pero no será así.

—Sophronia, amor mío —repitió su marido en tono de chanza—, ¿lo has oído? No será así.

—No —dijo el señor Boffin, aún sin levantar la voz—, no será así. Y ahora deben excusarnos, de verdad. Si siguen ustedes su camino, nosotros seguiremos el nuestro, y este asunto acabará con ambas partes satisfechas.

La señora Lammle le lanzó una mirada de decidida insatisfacción que exigía que no la incluyeran en esa categoría; pero no dijo nada.

—Lo mejor que podemos hacer con este asunto —dijo el señor Boffin— es convertirlo en una transacción comercial, y como tal ha llegado a su fin. Me ha hecho usted un gran favor, un enorme favor, y se lo he pagado. ¿Tiene algo que objetar al precio?

El señor y la señora Lammle se miraron, pero ninguno encontró nada que objetar. El señor Lammle se encogió de hombros y la señora Lammle permaneció muy rígida.

—Muy bien —dijo el señor Boffin—. Esperamos (mi anciana y yo) que nos concedan el mérito de haber tomado el atajo más sencillo y honesto que se podía tomar en estas circunstancias. Lo hemos hablado con mucha calma (mi anciana y yo) y nos ha parecido que no sería justo inducirles a que lo creyeran, o incluso permitir que lo siguieran creyendo. De manera que quiero decírselo abiertamente —el señor Boffin buscó otra manera de decirlo, pero, al no encontrar nada tan expresivo como su frase anterior, la repitió en tono confidencial—: no será así. De habérselo sabido exponer de manera más agradable, lo habría hecho; aunque espero no haber sido desagradable; en cualquier caso, no lo he pretendido. Y ahora —dijo el señor Boffin a modo de peroración—, les deseo lo mejor, allí donde vayan, y concluimos con la observación de que quizá lo mejor es que se pongan ya en camino.

El señor Lammle se levantó con una insolente risotada, y, al otro lado de la mesa, la señora Lammle se levantó con un ceño de desdén. En ese momento se oyeron unas presurosas pisadas en la escalera, y Georgiana Podsnap irrumpió en la sala, llorando y sin haber sido anunciada.

—¡Oh, mi querida Sophronia —exclamó Georgiana, retorciéndose las manos mientras corría para abrazarla—, y pensar que Alfred y tú estáis arruinados! ¡Oh, mi querida Sophronia, y pensar que se ha celebrado una subasta en tu casa después de lo amable que fuiste conmigo! Oh, señor y señora Boffin, por favor, perdónenme por esta intrusión, pero no saben el cariño que le tenía a Sophronia cuando papá me prohibió ir a su casa, ni lo que he sentido por Sophronia desde que mamá me dijo que habían bajado de categoría. ¡No se imagina, no se lo puede imaginar ni nunca podrá, las noches que he pasado en vela ni lo que he llorado por mi buena Sophronia, la primera y única amiga que he tenido!

La actitud de la señora Lammle cambió por obra de los abrazos de la pobre tontuela, y se quedó en extremo pálida: lanzó una mirada de súplica, primero a la señora Boffin, y enseguida al señor Boffin. Los dos la comprendieron al instante, con una sutileza más delicada que mucha gente más instruida, cuya percepción procede menos del corazón.

—No puedo quedarme ni un minuto —dijo la pobre Georgiana—. Salí de compras temprano con mamá, y le dije que me dolía la cabeza y conseguí que me diera permiso para bajarme del faetón en Piccadilly, entonces corrí hasta Sackville Street, y me enteré de que Sophronia estaba aquí, y luego mamá se fue a ver a una horrible vieja como petrificada que vive en Portland Place, que es del campo y lleva un turbante, y le dije que no quería subir con ella, y que me daría una vuelta y dejaría la tarjeta en casa de los Boffin, y perdonen por tomarme la libertad de llamarlos así; pero es que, Dios mío, no sé lo que me digo y el faetón está en la puerta, ¡y no sé qué diría papá si lo supiera!

—No seas tímida, querida —dijo la señora Boffin—. Pasa a visitarnos.

—Oh no, no —exclamó Georgiana—. Es muy descortés, lo sé, pero he venido a ver a mi pobre Sophronia, mi única amiga. ¡Oh, no sabes cómo lamenté que nos separasen, mi querida Sophronia, antes de saber que habías bajado de categoría, y cuánto más lo lamento ahora!

Había lágrimas en los ojos de la audaz Sophronia, pues aquella muchacha de cabeza y corazón blandos entrelazaba las manos en torno a su cuello.

—Pero he venido por negocios —dijo Georgiana, sollozando y secándose la cara y luego rebuscando en su bolsito de malla—, y si no los despacho habré venido para nada, y ¡oh, Dios mío!, qué diría papá si se enterara de lo de Sackville Street, y qué diría mamá si la tuviera esperando en la puerta de esa horrible mujer con turbante, y ojalá esos caballos que piafan en la calle del señor Boffin, donde no deberían estar, no me aturrullaran más y más a cada momento que pasa, pues necesito estar más tranquila de lo que he estado nunca. ¡Oh! ¿Dónde está, dónde está? ¡No lo encuentro!

Mientras hablaba, sollozaba y rebuscaba en el bolsito.

—¿Qué has perdido, querida? —preguntó el señor Boffin, dando un paso al frente.

—¡Oh! Es algo muy pequeño —replicó Georgiana—, porque mamá siempre me trata como si estuviera en el parvulario (¡y le juro que ojalá estuviera aún en él!), pero casi nunca me lo gasto y he conseguido reunir quince libras, Sophronia, y espero que tres billetes de cinco libras sean mejor que nada, aunque sean tan poco, ¡tan poco! Y ahora que he encontrado este… ¡Dios mío! ¡Aquí está el otro! ¡Oh no, no lo es! ¡Aquí está!

Dicho eso, sin dejar de sollozar ni de buscar en el bolsito de malla, Georgiana sacó un collar.

—Mamá dice que las mocosas no deben jugar con joyas —añadió Georgiana—, y esa es la razón por la que no tengo más que esto, pero supongo que mi tía Hawkinson era de diferente opinión, pues me dejó este collar, aunque yo antes pensaba que lo mismo hubiera dado que lo enterrara, pues siempre estaba entre los algodones del joyero. No obstante, aquí está, y me alegra decir que por fin sirve de algo, pues lo venderás, querida Sophronia, y comprarás cosas con él.

—Dámelo —dijo el señor Boffin, cogiéndolo suavemente—. Me encargaré de que se venda a buen precio.

—¡Oh! ¿Tan buen amigo de Sophronia es usted, señor Boffin? —exclamó Georgiana—. ¡Oh, es usted muy bueno! ¡Dios mío! ¡Había otra cosa, y se me ha ido de la cabeza! ¡No, ya me acuerdo! La propiedad de la abuela será mía cuando llegue a la mayoría de edad, señor Boffin, será solo mía, y ni papá ni mamá ni nadie más podrá controlarla, y lo que deseo hacer es cederle parte de ella a Sophronia y Alfred, firmando algo donde haya que firmar para convencer a alguien de que les adelante algo. Quiero darles un buen pellizco para que vuelvan a subir de categoría en el mundo. ¡Oh, Dios mío! Al ser tan buen amigo de mi querida Sophronia no se negará, ¿verdad?

—No, no —dijo el señor Boffin—, me encargaré de ello.

—¡Oh, gracias, gracias! —exclamó Georgiana—. Si le dieran a mi doncella una nota y media corona, yo podría ir a la pastelería a firmar algo, o podría firmarlo en la plaza si alguien viniera y carraspeara para que lo dejara entrar con la llave, y trajera papel y tinta y un poco de papel secante. ¡Oh, Dios mío! ¡Debo irme, o papá y mamá se enterarán! ¡Querida, queridísima Sophronia, adiós, adiós!

La crédula criatura volvió a abrazar a la señora Lammle con gran afecto, y a continuación le tendió la mano al señor Lammle.

—Adiós, señor Lammle… quiero decir Alfred. Espero que, después de hoy, no piense que había abandonado a Sophronia porque habían bajado de categoría en el mundo, ¿verdad? ¡Ay, ay! He llorado hasta quedarme sin lágrimas, y mamá seguro que me preguntará qué me ha pasado. ¡Oh, que alguien me acompañe abajo, por favor, por favor!

El señor Boffin la acompañó abajo y vio cómo se iba en el faetón, con sus ojillos enrojecidos y la floja barbilla asomando sobre la imponente guarnición del faetón color crema, como si le hubieran ordenado expiar alguna travesura infantil mandándola a la cama a pleno día, y se asomara por encima del cubrecama con una triste expresión de arrepentimiento y desánimo. Cuando el señor Boffin regresó a la sala de desayunar, se encontró a la señora Lammle aún de pie a su lado de la mesa, y al señor Lammle en el suyo.

—Yo me encargaré de que esto le sea devuelto lo antes posible —dijo el señor Boffin, enseñando el collar y el dinero.

La señora Lammle había cogido el parasol de una mesa lateral, y con él reseguía el dibujo del mantel de damasco, igual que había hecho antes con el papel pintado del señor Twemlow.

—Supongo que no la desengañará, ¿verdad, señor Boffin? —dijo, volviendo la cabeza hacia él, aunque no los ojos.

—No —dijo el señor Boffin.

—Me refiero en lo referente a la dignidad y valía de su amiga —explicó la señora Lammle, con una voz mesurada y poniendo énfasis en la última palabra.

—No —replicó él—. A lo mejor les sugiero a sus padres que a esta niña le falta protección y cariño, pero eso es todo lo que les diré a los padres, y a la joven no le diré nada.

—Señor y señora Boffin —dijo la señora Lammle sin dejar de dibujar con el parasol, y con la impresión de poner en ello un gran esmero—, no creo que haya mucha gente que, en estas circunstancias, hubiera sido tan considerada y generosa como han sido ustedes ahora. ¿Les molesta que les dé las gracias?

—Nunca molesta que te den las gracias —dijo la señora Boffin, con su siempre pronta bondad.

—Entonces gracias a ambos.

—Sophronia —preguntó el señor Lammle, burlón—, ¿te pones sentimental?

—Caramba, mi buen señor —intervino el señor Boffin—, muy bueno es pensar bien de los demás, y muy bueno que los demás piensen bien de ti. A la señora Lammle no le hará ningún mal que piensen bien de ella.

—Muy agradecido. Pero le he preguntado a la señora Lammle si se ponía sentimental.

Ella seguía dibujando sobre el mantel, con la expresión rígida y sombría, y no decía nada.

—Porque yo también estoy dispuesto a ponerme sentimental —dijo Alfred— acerca de la manera en que usted se ha quedado con las joyas y el dinero, señor Boffin. Como ha dicho nuestra pequeña Georgiana, tres billetes de cinco libras son mejor que nada, y si vendes un collar puedes comprar cosas con lo que te den.

—Si lo vendes —fue la observación del señor Boffin, y se lo metió en el bolsillo.

Alfred lo siguió con la mirada, y también siguió codiciosamente el trayecto de los billetes hasta que desaparecieron en el bolsillo del chaleco del señor Boffin. A continuación dirigió a su esposa una mirada medio exasperada medio burlona. Ella seguía con su dibujo, pero, mientras dibujaba, había una lucha en su interior, que encontraba expresión en la profundidad de las últimas líneas trazadas sobre el parasol, y en algunas lágrimas que le caían de los ojos.

—Será posible esta mujer —exclamó Lammle—, ¡se ha puesto sentimental!

Sophronia se acercó a la ventana, arredrándose ante la mirada colérica de su marido, miró por ella, y se volvió con bastante frialdad.

—No has tenido ningún motivo de queja en el aspecto sentimental, Alfred, y no lo tendrás en el futuro. No merece la pena que ahora le des importancia. Con el dinero que hemos sacado aquí, ¿nos iremos pronto al extranjero?

—Sabes que sí, que no tenemos más remedio.

—No temas que me lleve ningún sentimiento. Si lo hiciese, pronto lo abandonaría. Pero todo quedará atrás. Todo queda atrás. ¿Estás listo, Alfred?

—¿A quién diantre espero, sino a ti, Sophronia?

—Vámonos, pues. Siento haber demorado nuestra digna partida.

Sophronia fue hacia la puerta y él la siguió. La curiosidad del señor y la señora Boffin les hizo levantar la ventana sin hacer ruido y contemplarlos mientras bajaban por la larga calle. Iban del brazo, con presunción, pero sin intercambiar una palabra. Quizá fuera irreal imaginar que bajo su porte exterior mostraban la expresión avergonzada de dos timadores unidos por invisibles esposas; pero no el suponer que estaban indeciblemente hartos el uno del otro, de sí mismos, del mundo. Al doblar la esquina fue como si desaparecieran de este mundo, pues el señor y la señora Boffin jamás tuvieron prueba de lo contrario, ya que jamás volvieron a verlos.