Capítulo I


Se ponen cepos

Aquella tarde de verano, la esclusa de la presa del molino de Plashwater se veía tranquila y hermosa. Una suave brisa sacudía las hojas de los árboles recién retoñados, y pasaba como una lisa sombra sobre el río, y como una sombra aún más lisa sobre la hierba, que se inclinaba ante ella. La voz del agua al caer, como las voces del mar y del viento, eran como un recuerdo exterior para quien escuchara contemplativo; pero no para el señor Riderhood, que estaba sentado en una de las romas palancas de madera de la puerta de su esclusa, dormitando. Para poder sacar el vino de un barril, alguien ha de haberlo metido antes; y el vino del sentimiento jamás había entrado en el señor Riderhood, por lo que nada semejante podría salir de él por mucho que se abriera la espita.

Mientras Rogue estaba allí sentado, cabeceando de cuando en cuando hasta perder el equilibrio, cada vez que se despertaba ponía una mirada furiosa y emitía un gruñido, como si, en ausencia de nadie más, tuviera instintos agresivos contra sí mismo. En uno de estos sobresaltos, el grito de «¡Eh, el de la esclusa!», impidió que volviera a dormirse. Dándose una sacudida al ponerse en pie, como el hosco animal que era, le dio a su gruñido un matiz de respuesta y dirigió la cara río abajo para ver quién le gritaba.

Era un remero aficionado, que remaba con mucha pericia, aunque tomándoselo con calma, en un bote tan ligero que Rogue comentó:

—Un bote más pequeño y se queda en piragua.

A continuación se puso a manejar al cabrestante y las compuertas para dejar pasar al remero. Mientras este estaba de pie en su embarcación, agarrándose con el bichero a la pieza de madera que había en el lateral de la esclusa, a la espera de que se abrieran las compuertas, Rogue Riderhood lo reconoció como «el Otro Señor», Eugene Wrayburn; quien, no obstante, estaba demasiado despistado o demasiado concentrado para reconocerle.

Las compuertas de la esclusa se abrieron lentamente en un crujido, y el ligero bote pasó en cuanto tuvo sitio, y las compuertas se cerraron tras él en otro crujido, y flotó en un nivel de agua más bajo en la cámara de la esclusa, entre las dos series de compuertas, hasta que el nivel del agua subiera, la segunda se abriera y pudiera pasar. Cuando Riderhood se hubo dirigido al otro cabrestante y lo hubo hecho girar, y mientras se inclinaba contra la palanca de la compuerta para hacerla girar con su peso, observó a un gabarrero que descansaba bajo el seto verde que se hallaba junto al camino de sirga que había detrás de la esclusa.

El agua iba subiendo de nivel a medida que entraba por la compuerta, dispersando la espuma que se había formado detrás de las pesadas compuertas, haciendo subir el bote, con lo que el remero fue ascendiendo, como una aparición a contraluz, desde el punto de vista del gabarrero. Riderhood observó que el gabarrero también se levantaba, apoyándose sobre su brazo, y que parecía tener la vista clavada en la figura en ascenso.

Pero había que cobrar el peaje, ahora que las compuertas volvían a abrirse con un gemido. El Otro Señor lanzó el importe a la orilla, envuelto en un trozo de papel, y al hacerlo reconoció al hombre.

—¡Vaya, vaya! ¿Es usted, honesto amigo? —dijo Eugene, sentándose dispuesto a seguir remando—. Así que obtuvo el puesto, ¿eh?

—Obtuve el puesto, y no gracias a usted, ni tampoco al abogado Lightwood —respondió ásperamente Riderhood.

—Nos guardamos nuestras recomendaciones —dijo Eugene— para el siguiente candidato, el que se ofreció para cuando le deporten o le ahorquen. No tarde mucho, si es tan amable.

Tan imperturbable y serio fue el aire con el que se inclinó para seguir remando que Riderhood se lo quedó mirando, sin encontrar nada que responder, hasta que Eugene hubo llegado más allá de unos objetos de madera que había junto a la esclusa, que asomaban como enormes perinolas que descansaran en el agua, y quedó casi oculto por las ramas que caían sobre la orilla izquierda, mientras se alejaba remando y eludiendo la corriente en contra. Como ya era demasiado tarde para que Eugene oyera su respuesta —si es que hubiera llegado a haber alguna—, el hombre honesto se limitó a maldecir y a gruñir en voz baja y sombría. Tras haber cerrado las compuertas, cruzó por el puente de tablones de la esclusa hasta el camino de sirga que discurría junto al río.

Al hacerlo, le echó otro vistazo al gabarrero, furtivamente. Se tumbó sobre la hierba que había junto a la esclusa, con aire indolente, de espaldas a ella, y tras haber recogido unas briznas de hierba se puso a masticarlas. El choque de los remos de Eugene contra el agua apenas era audible cuando el gabarrero pasó junto a él, poniendo entre ambos la mayor distancia posible, y manteniéndose bajo el seto. Luego Riderhood se incorporó y contempló largamente la figura, para gritar a continuación:

—¡Eh! ¡La esclusa! ¡La esclusa de la presa del molino de Plashwater!

El gabarrero se detuvo y miró a su espalda.

—¡La esclusa de la presa del molino de Plashwater, el Tercer Señor! —gritó el señor Riderhood, llevándose las manos a la boca.

El gabarrero dio media vuelta. A medida que se acercaba, el gabarrero se convirtió en Bradley Headstone, que vestía una tosca ropa marinera de segunda mano.

—¡Que me muera —dijo Riderhood, golpeándose la pierna derecha y riendo mientras se sentaba en la hierba— si no me ha estado imitando, el Tercer Señor! ¡Nunca me había considerado tan guapo!

Ciertamente, Bradley Headstone se había fijado concienzudamente en la vestimenta del hombre honesto durante el paseo nocturno que dieron juntos. Debía de haberla memorizado, y lentamente se la había aprendido. El atavío que llevaba ahora era exactamente igual. Y si cuando iba vestido de maestro parecía que llevara las ropas de otra persona, ahora que llevaba las ropas de otro parecía que fueran las suyas.

—¿Es esta su esclusa? —dijo Bradley, con un aire de estar realmente sorprendido—. Cuando pregunté me dijeron que sería la tercera que encontrara. Esta es la segunda.

—Me parece, jefe —repuso Riderhood, guiñando un ojo y negando con la cabeza—, que se le ha pasado una. No ha sido en las esclusas en lo que ha estado pensando. ¡No, no!

Mientras sacudía expresivamente el dedo en la dirección que había tomado el bote, un rubor de impaciencia apareció en la cara de Bradley, y miró ansioso río arriba.

—No han sido las esclusas lo que ha estado contando —dijo Riderhood cuando el maestro le devolvió la mirada—. ¡No, no!

—¿En qué otros cálculos imagina que he estado ocupado? ¿En cálculos matemáticos?

—Nunca oí que se los llamara así. Es una palabra muy larga. No obstante, a lo mejor usted lo llama así —dijo Riderhood, masticando hierba incansable.

—¿«Lo»? ¿A qué se refiere?

—Prefiero decir «los», si lo prefiere —fue el frío gruñido de respuesta—. Además, es más seguro.

—¿Qué es lo que debo entender por «los»?

—Rencores, afrentas, ofensas hechas y recibidas, terribles agravios, cosas así —respondió Riderhood.

Por mucho que Bradley lo intentara, era incapaz de borrar ese rubor de impaciencia de su cara, ni de dominar sus ojos para impedir que miraran ansiosos río arriba.

—¡Ja, ja! ¡No tema, el Tercer Señor! —dijo Riderhood—. El otro tiene que remar contra corriente, y además no lleva prisa. No tardará en alcanzarle. ¡Pero no hace falta que se lo diga! Sabe usted muy bien que podría haberle adelantado cuanto quisiera entre donde él perdió la marea (pongamos que Richmond) y este sitio, de haber querido.

—¿Cree que le he estado siguiendo? —dijo Bradley.

—SÉ que lo ha hecho —dijo Riderhood.

—¡Bueno! Sí, lo he seguido —admitió Bradley—. Pero podría desembarcar —dijo con otra mirada ansiosa río arriba.

—¡Cálmese! No lo perderá si desembarca —dijo Riderhood—. Tiene que dejar su bote en alguna parte. No puede hacer un hatillo ni un paquete con él y llevarlo debajo del brazo.

—Hace un momento hablaba con usted —dijo Bradley, doblando una rodilla en el suelo junto al esclusero—. ¿Qué le ha dicho?

—Escarnios —dijo Riderhood.

—¿Qué?

—Escarnios —repitió Riderhood, acompañándose de un furioso juramento—, solo me ha dicho escarnios. Solo sabe decir escarnios. Me habría gustado dar un buen salto, caerle encima con todo mi peso, y hundirlo.

Bradley ocultó su cara ojerosa durante unos momentos, y a continuación dijo, arrancando un puñado de hierba.

—¡Maldito sea!

—¡Hurra! —gritó Riderhood—. ¡Eso sí que le honra! ¡Hurra! ¡Me sumo a las palabras del Tercer Señor!

—¿De qué han tratado las insolencias de hoy? —dijo Bradley, reprimiéndose con tanto esfuerzo que tuvo que secarse la cara.

—De que estuviera preparado para cuando me ahorcaran.

—Que tenga cuidado con eso —exclamó Bradley—. ¡Que tenga cuidado con eso! No será muy bueno para él que hombres a los que ha insultado, de los que se ha burlado, piensen en verse ahorcados. Que se prepare él para afrontar su destino, cuando le llegue. Lo que ha dicho tenía más miga de lo que él creía, o no habría tenido el buen juicio de decirlo. Que se ande con ojo; ¡que se ande con ojo! Cuando los hombres a los que ha ofendido, y a quienes ha dedicado su escarnio, están a punto de ser ahorcados, suena un toque de difuntos. Y no para ellos.

Riderhood, que lo miraba fijamente, lentamente abandonó su postura recostada mientras el maestro pronunciaba esas palabras con la máxima concentración de furia y odio. Así, cuando el otro hubo acabado de pronunciarlas, él también se apoyaba en una rodilla sobre la hierba, y los dos hombres se miraban mutuamente.

—¡Ah! —dijo Riderhood, escupiendo lentamente la hierba que había estado masticando—. Entonces, el Otro Señor, ¿he de entender que va a verla?

—Ayer salió de Londres —dijo Bradley—. Esta vez casi no tengo ninguna duda de que por fin va a verla.

—Entonces, ¿no está seguro?

—Estoy tan seguro aquí dentro —dijo Bradley, agarrándose la pechera de su tosca camisa— como si estuviera escrito allí —añadió con un golpe o una estocada hacia el cielo.

—¡Ah! Pero a juzgar por su aspecto —replicó Riderhood, acabando de escupir la hierba y pasándose la manga por la boca—, otras veces ya ha estado igual de seguro y se ha quedado con un palmo de narices. Es algo que se le nota.

—Escuche —dijo Bradley en voz baja, inclinándose hacia delante para colocar la mano sobre el hombro del esclusero—. Estoy de vacaciones.

—¡No me diga, por san Jorge! —farfulló Riderhood con los ojos en su rostro consumido por la pasión—. Si estos son sus días de vacaciones, sus días de trabajo deben de ser durísimos.

—Y no le he perdido de vista desde que comenzaron —añadió Bradley, apartando la interrupción con un gesto impaciente de su mano—. Y no voy a perderle de vista hasta que lo vea con ella.

—¿Y cuando lo vea con ella? —dijo Riderhood.

—Volveré a verle a usted.

Riderhood tensó la rodilla sobre la que se había apoyado, se levantó y miró a su nuevo amigo con aire sombrío. Al cabo de unos momentos, los dos caminaban en la dirección que había tomado el bote, como por un acuerdo tácito; Bradley apretando el paso, Riderhood frenando el paso; Bradley sacando su pulcro y fino monedero (un regalo de sus alumnos, que habían aportado un penique por cabeza); y Riderhood extendiendo los brazos para limpiarse la boca con la manga de la chaqueta con aire pensativo.

—Tengo una libra para usted —dijo Bradley.

—Tiene dos —dijo Riderhood.

Bradley sujetaba un soberano entre los dedos. Riderhood se encorvó a su lado con la mirada puesta en el camino de sirga, con la mano izquierda abierta y con un leve gesto de atraer algo hacia sí. Bradley metió la mano en el monedero en busca de otro soberano, y los dos tintinearon en la mano de Riderhood, con lo que el gesto de atraer algo hacia sí se hizo más contundente y las dos monedas acabaron en su bolsillo.

—Ahora debo seguirle —dijo Bradley Headstone—. Toma el camino del río, el muy necio, para confundir o despistar, o quizá solo para desconcertarme. Pero para desembarazarse de mí debería tener el poder de hacerse invisible.

Riderhood se paró.

—Si no sufre otra decepción el Tercer Señor, a lo mejor le gustaría descansar en la casa de la esclusa cuando vuelva.

—Lo haré.

Riderhood asintió, y la figura del gabarrero se alejó por la blanda hierba que había a un lado del camino de sirga, manteniéndose cerca del seto y moviéndose rápidamente. Habían doblado un recodo desde el que se veía un gran trecho de río. Alguien ajeno a la escena habría podido imaginar que aquí y allá, a lo largo de la línea del seto, había una figura que vigilaba al gabarrero y esperaba su llegada. Lo mismo creyó él al principio, hasta que sus ojos se acostumbraron a los postes, en los que se veía el escudo de la ciudad de Londres con el puñal que degolló a Wat Tyler.[32]

Para el señor Riderhood, todas las dagas eran la misma. Incluso para el señor Bradley Headstone, que podría haber recitado de memoria, sin mirar el libro, la historia de Wat Tyler, el alcalde Walworth, y el rey, que es de conocimiento obligatorio para los jóvenes, aquella tarde de verano todos los instrumentos destructivos y afilados del mundo solo tenían un objetivo. Así pues, entre Riderhood, que lo vigilaba mientras caminaba, y Bradley, que llevaba la mano furtivamente a la daga mientras pasaban junto al poste, al tiempo que no apartaba la mirada del bote, no había mucha diferencia.

El bote seguía avanzando bajo el arco de los árboles y sobre la serena sombra de estos en el agua. El gabarrero, tratando de pasar desapercibido en la orilla opuesta, lo seguía. Chisporroteos de luz le mostraban a Riderhood dónde y cuándo el remero hundía las palas, hasta que, mientras observaba con su aire indolente, el sol se puso y el paisaje se tiñó de rojo. Y entonces pareció como si el rojo perdiera intensidad y subiera hasta el cielo, igual que decimos que lo hace la sangre de un crimen.

Rogue regresó hacia su esclusa (no la había perdido de vista ni un momento) y se puso a meditar tan profundamente como cabía dentro de las posibilidades de un sujeto como ese. «¿Por qué me copia la ropa? Podría haber tenido el aspecto que quisiera, no le hacía falta eso». Ese era el meollo de sus pensamientos; en los que también asomaba, a veces, como un desperdicio que medio flota medio se hunde en el río, la pregunta: «¿Ha sido casualidad?». La idea de tender una trampa como artimaña para averiguar si había sido casualidad pronto sustituyó a la más abstrusa cuestión de por qué lo había hecho. E ideó un plan.

Rogue Riderhood entró en su casa y sacó a la luz, ahora de un gris sobrio, el arcón con sus ropas. Sentado en la hierba, sacó, uno a uno, todos los artículos que contenía, hasta que llegó a un llamativo pañuelo rojo brillante con manchas negras por el uso. Eso llamó su atención, y lo estuvo contemplando un rato, hasta que se quitó el harapo descolorido color óxido que llevaba en torno al cuello y lo cambió por el pañuelo rojo, dejando al viento los dos extremos. «Si ahora —se dijo Rogue—, después de que me vea con este pañuelo, yo le veo con uno parecido, no será por accidente». Eufórico ante su plan, volvió a entrar el arcón en la casa y se puso a cenar.

—¡El de la esclusa, eh!

Era una noche clara, y una gabarra que iba río abajo lo despertó tras haber dormitado un buen rato. A su debido tiempo, dejó pasar la gabarra y volvió a quedar a solas, mirando cómo se cerraban las compuertas, cuando Bradley Headstone apareció ante él, de pie al borde de la esclusa.

—¡Hola! —dijo Riderhood—. ¿Ya de vuelta, Tercer Señor?

—Se ha parado a pasar la noche en la Posada del Pescador —fue la respuesta fatigada y ronca—. Seguirá río arriba a las seis de la mañana. He venido a descansar un par de horas.

—Lo necesita —dijo Riderhood, acercándose al maestro a través del puente de tablones.

—No lo necesito —repuso Bradley, irritable—, pues preferiría no descansar y seguirle toda la noche. No obstante, si no se mueve, no puedo seguirlo. Me he quedado esperando hasta que he averiguado con toda certeza a qué hora salía. De no haber tenido la completa seguridad, me habría quedado allí… Qué caída tan terrible para un hombre con las manos atadas. Esas paredes lisas y resbaladizas no le darían opción. Y supongo que las compuertas lo arrastrarían.

—Lo arrastrarían, o se lo tragarían, y no saldría —dijo Riderhood—. Aunque no llevara las manos atadas. Están cerradas en los dos extremos, y si consiguiera subir hasta aquí le pagaría una pinta de cerveza.

Bradley miró hacia abajo con macabro regodeo.

—Corres por el borde, y cuando lo cruzas, con esta escasa luz, pisas alguno de estos trozos de madera podrida —dijo—. Me pregunto si usted no tiene miedo de ahogarse.

—¡Imposible! —dijo Riderhood.

—¿Es imposible que se ahogue?

—¡Sí! —dijo Riderhood, sacudiendo la cabeza con un aire de total convicción—. Es algo bien sabido. Me salvaron de morir ahogado, por lo que ya no puedo ahogarme. No quisiera que los del maldito Blowbridge se enteraran, o lo utilizarían para no pagarme la indemnización que pretendo conseguir. Pero los personajes ribereños sabemos muy bien que el que ha sido salvado de morir ahogado no puede ahogarse.

Bradley esbozó una sonrisa avinagrada ante una ignorancia que habría corregido en sus alumnos, y siguió con la vista puesta en el agua, como si el lugar ejerciera una macabra fascinación sobre él.

—Parece que le gusta —dijo Riderhood.

Bradley no le prestó atención, y siguió mirando hacia abajo, como si no hubiera oído las palabras. Había una sombría expresión en su cara, una expresión que a Rogue le pareció difícil de comprender. Era feroz, llena de determinación; aunque esa determinación tanto podría haber ido contra él como contra cualquier otro. De haber dado un paso atrás para tomar carrerilla y saltar, no habría sido una consecuencia sorprendente de esa mirada. A lo mejor esa alma atormentada, resuelta a cometer un acto violento, todavía dudaba en ese momento entre una y otra violencia.

—¿No ha dicho que había venido a descansar un par de horas? —dijo Riderhood, tras mirarlo unos momentos de soslayo. Pero tuvo que darle un codazo para que le respondiera.

—¿Eh? Sí.

—¿No es mejor que entre y descanse un par de horas?

—Gracias. Sí.

Con el aire de alguien que acaba de despertar, siguió a Riderhood al interior de la casa, donde este sacó de un armario un poco de vaca fría en salazón y media hogaza, un poco de ginebra en una botella y agua en una jarra. El agua la había sacado del río, y la jarra estaba fría y goteaba.

—Tome, Tercer Señor —dijo Riderhood inclinándose hacia él y dejándolo todo sobre la mesa—. Mejor que tome un bocado y beba algo antes de que se eche una cabezada.

Las puntas sueltas del pañuelo rojo llamaron la atención del maestro. Riderhood vio cómo lo miraba.

«¡Ah! —se dijo el digno personaje—. Te has fijado, ¿eh? ¡Vamos! Échale una buena miradita». Con esas reflexiones se sentó al otro lado de la mesa, abrió el chaleco y fingió volver a hacerse el nudo del pañuelo muy lentamente.

Bradley comió y bebió. Mientras estaba ante su plato y su jarra, Riderhood lo veía lanzar una y otra vez miradas furtivas al pañuelo, como si corrigiera su lenta observación e incitara su perezosa memoria.

—Cuando quiera echarse un sueñecito —dijo la honesta criatura—, túmbese en la cama del rincón, el Tercer Señor. Antes de las tres será de día. Lo despertaré temprano.

—No será necesario que me despierte —contestó Bradley.

Y poco después, tras quitarse los zapatos y la chaqueta, se echó.

Riderhood se recostó en su sillón de madera con los brazos cruzados delante del pecho, observando a Bradley, que dormía con la mano derecha formando un puño y los dientes apretados, hasta que una neblina nubló sus ojos y él también se quedó dormido. Cuando se despertó era de día, y su invitado ya estaba en pie y se dirigía a la orilla del río para refrescarse la cabeza. «¡Aunque que me aspen si hay agua en todo el Támesis para poder refrescarla!», farfulló Riderhood en la casa, mirándolo. A los cinco minutos, Bradley se había ido, y ya se hallaba a la misma distancia que el día anterior. Riderhood sabía que había saltado un pez porque Bradley se sobresaltaba y miraba a su alrededor.

«¡El de la esclusa, eh!», se oyó ese día de vez en cuando, y «¡El de la esclusa, eh!» tres veces en la noche siguiente, pero Bradley no regresó. El segundo día fue bochornoso y agobiante. Por la tarde se desató una tormenta, y acababa de desatarse de nuevo en forma de furioso chaparrón cuando Bradley irrumpió repentinamente por la puerta, como la mismísima tormenta.

—¡Lo ha visto con ella! —exclamó Riderhood, poniéndose en pie de un salto.

—Sí.

—¿Dónde?

—Donde acabó su camino. Han sacado el bote a tierra para tres días. Le oí dar la orden. Luego lo vi esperarla y reunirse con ella. Los vi —se interrumpió como si se asfixiara, y continuó—: Los vi caminando el uno junto al otro, la noche pasada.

—¿Qué hizo?

—Nada.

—¿Qué va a hacer?

Se dejó caer en una silla y se rió. Inmediatamente, un gran chorro de sangre le salió de la nariz.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Riderhood.

—No lo sé. No puedo contenerlo. Me ha pasados dos veces… tres… cuatro… no sé ya cuántas… desde ayer por la noche. Siento el sabor, la huelo, la veo, me asfixia, y luego me sale así.

Salió al aguacero con la cabeza descubierta, e, inclinándose hacia el río, se echó agua con las dos manos y se limpió la sangre. Más allá de su figura, lo único que veía Riderhood desde la puerta era una inmensa cortina oscura que se movía solemnemente hacia uno de los puntos cardinales del cielo. Bradley levantó la cabeza y regresó, empapado de pies a cabeza, pero con la parte inferior de las mangas, que había metido en el río, chorreando agua.

—Su cara parece la de un fantasma —dijo Riderhood.

—¿Alguna vez ha visto un fantasma? —fue la hosca respuesta.

—Lo que quiero decir es que se le ve exhausto.

—Es posible. No he descansado desde que salí de aquí. No recuerdo haberme sentado desde que le dejé.

—Échese, entonces —dijo Riderhood.

—Lo haré, si antes me da algo para saciar la sed.

Riderhood volvió a sacar la botella y la jarra, y le hizo una mezcla floja de agua y ginebra, y luego otra, que Bradley bebió rápidamente.

—Me ha preguntado algo —dijo entonces.

—No, no he dicho nada —replicó Riderhood.

—Le digo —replicó Bradley, volviéndose con una actitud violenta y desesperada— que usted me ha preguntado algo antes de que fuera a lavarme la cara al río.

—¡Oh! ¿Antes? —dijo Riderhood, reculando un poco—. Le he preguntado qué iba a hacer.

—¿Cómo va a saberlo un hombre en este estado? —contestó, protestando con sus temblorosas manos, en un gesto tan colérico que salpicó el suelo con el agua de las mangas, como si se las hubiera retorcido—. ¿Cómo voy a hacer planes, sin haber dormido?

—Bueno, eso es lo que yo le he dicho —replicó Riderhood—. ¿No le he dicho que se eche?

—Bueno, es posible que lo haya dicho.

—¡Bueno! En cualquier caso, se lo vuelvo a decir. Duerma en el mismo sitio que la última vez. Cuanto más y más profundamente duerma, mejor sabrá luego lo que tiene que hacer.

Al señalarle la carriola que había en el rincón, la confusa memoria de Bradley recordó el pobre camastro. Se quitó sus zapatos gastados y viajados y se dejó caer pesadamente, mojado como estaba, en el catre.

Riderhood se sentó en su sillón de madera y por la ventana contempló un rayo, y escuchó el trueno. Pero sus pensamientos estaban lejos del trueno y el rayo, pues no dejaba de mirar al hombre exhausto que tenía en la cama. El hombre se había levantado el cuello de la tosca chaqueta que llevaba para protegerse de la tormenta, y lo llevaba abrochado. Sin darse cuenta de ello, ni de casi nada, se había dejado la chaqueta tal cual, primero al lavarse la cara en el río y luego al echarse en la cama; aunque habría estado mucho más cómodo de habérsela aflojado.

Mientras Riderhood permanecía sentado junto a la ventana, contemplando la cama, el trueno se oyó con fuerza, y el rayo se bifurcó y pareció formar recortados desgarrones en la inmensa cortina de agua. A veces veía al hombre que estaba en su lecho iluminado por una luz roja; otras era azul; otras casi ni le veía de oscura que era la tormenta; otras no veía nada a causa del brillo cegador del palpitante fuego blanco. Al poco, la lluvia volvía con tremendo ímpetu, y el río parecía alzarse para encontrarse con ella, y una ráfaga de viento embestía contra la puerta y agitaba los cabellos y la ropa del hombre, como si unos invisibles mensajeros se reunieran en torno a la cama para llevárselo. De todas estas fases de la tormenta apartaba la mirada Riderhood, como si fueran interrupciones —quizá interrupciones bastante impresionantes, pero interrupciones al fin y al cabo— de su escrutinio del durmiente.

«Duerme profundamente —se decía para sí—, pero está tan pendiente de mí, es tan consciente de mi presencia, que si me levanto de la butaca se despertará, aunque no le despierte un buen trueno; y tocarlo ya ni se me pasa por la cabeza».

Se puso en pie con mucha cautela.

—Tercer Señor —dijo en voz baja y tranquila—. ¿Está cómodo? El aire es frío, jefe. ¿Le pongo una chaqueta por encima de los hombros?

No hubo respuesta.

—Le digo que está cayendo una buena —murmuró Riderhood con voz más baja y diferente—. ¡Que si le echo una chaqueta por encima, una chaqueta!

El durmiente movió un brazo y Riderhood volvió a su sillón, fingiendo que contemplaba la tormenta. Era un espectáculo magnífico, pero no tanto como para retener su mirada durante más de medio minuto e impedir que siguiera lanzándole miradas furtivas al hombre que dormía.

Esas miradas llenas de curiosidad se lanzaban hacia el cuello oculto de Bradley, hasta que llegó un momento que el durmiente pareció profundamente sumido en el agotamiento del cuerpo y la mente. A continuación, Riderhood se apartó cautamente de la ventana y se quedó junto a la cama.

—¡Pobre hombre! —murmuró en voz baja, con gesto astuto, una mirada muy atenta y los pies preparados, por si lo despertaba—. Esta chaqueta debe de molestarle para dormir. ¿Y si se la aflojo un poco, para que esté más cómodo? Vaya, creo que debería hacerlo, pobre hombre. Creo que lo haré.

Tocó el primer botón con mucha cautela y dio un paso atrás. Pero el durmiente ni se inmutó, y tocó los otros botones con mano más segura, y quizá por eso con más suavidad. Lenta y suavemente, desabrochó el cuello y lo abrió.

En ese momento aparecieron las puntas sueltas de un pañuelo color rojo vivo, y el maestro incluso se había tomado la molestia de remojar ciertas partes en algún líquido, para que tuviera el aspecto de haberse manchado con el uso. Con una expresión de enorme desconcierto, Riderhood dirigió la vista al durmiente, y luego otra vez al pañuelo, y finalmente regresó a su sillón, y allí, con la mano en la barbilla, se quedó largo tiempo sumido en honda meditación, con la vista en el hombre y en el pañuelo.