Un coro social
El asombro preside el semblante del círculo de amigos del señor y la señora Lammle cuando, sobre una esterilla que ondea en Sackville Street, se anuncia públicamente la venta de su mobiliario y efectos personales de primera categoría (entre los que se incluye una Mesa de Billar en mayúsculas) «en subasta por impago de una compraventa». Pero nadie está ni la mitad de asombrado que el señor don Hamilton Veneering, miembro del parlamento por Pocket Breaches, quien al instante comienza a descubrir que los Lammle son las únicas personas que han entrado en el registro de su alma que no son los mejores ni más viejos amigos que tiene en el mundo. La señora Veneering, esposa de diputado por Pocket Breaches, como fiel esposa que es, comparte el descubrimiento e inexpresable asombro de su marido. A lo mejor los dos Veneering consideran que este último e inexpresable sentimiento es lo que se espera de su reputación, en virtud de que hubo un tiempo en que las cabezas más largas de la City se movían en sentido negativo, según se rumorea, cada vez que se mencionaban las importantes transacciones y la gran riqueza de los Veneering. Pero es cierto que ni el señor ni la señora Veneering encuentran palabras con las que expresar su asombro, y se hace necesario que les ofrezcan una cena de asombro a sus amigos más viejos y queridos.
Pues por entonces ya todo el mundo está al corriente de que los Veneering, cada vez que pasa algo, han de dar una cena. Lady Tippins vive en un estado crónico de invitación a cenar con los Veneering, y en un estado crónico de inflamación a consecuencia de las cenas. Boots y Brewer van y vienen en coches de punto, sin otro asunto inteligible en la tierra que reclutar a gente para que vaya a cenar con los Veneering. Veneering recorre los pasillos legislativos intentando atrapar a sus colegas legisladores para invitarlos a cenar. La noche anterior, la señora Veneering cenó con veinticinco caras completamente desconocidas; hoy las visita a todas; al día siguiente les envía una tarjeta invitándolas al cabo de dos semanas; antes de que hayan digerido la cena, visita a los hermanos y hermanas de los comensales, a sus hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, tíos, tías y primos, y los invita a todos a cenar. Y no obstante, como al principio, aunque el círculo de invitados se ensancha, se observa que todos los comensales persisten en presentarse en casa de los Veneering, no para cenar con el señor y la señora Veneering (que es, al parecer, lo último que les pasa por la cabeza), sino para cenar los unos con los otros.
A lo mejor, después de todo (¿quién sabe?), Veneering descubre que estas cenas, aunque caras, le compensan, en el sentido de que forman defensores de su causa. El señor Podsnap, en cuanto que hombre representativo, no es el único que mira mucho por su dignidad, y por la de sus conocidos, por lo que defiende airadamente a todos sus conocidos que gozan de su visto bueno, pues teme que, si estos se ven menospreciados, lo mismo le pase a él. Los camellos de oro y plata, y las heladeras, y el resto de la decoración de la mesa de los Veneering, componen un brillante espectáculo, y cuando yo, Podsnap, comento de pasada en otro sitio que el lunes anterior cené con una espléndida caravana de camellos, me parece especialmente ofensivo que se me insinúe que se trata de camellos con problemas en las rodillas o de camellos que están bajo algún tipo de sospecha. «Yo no exhibo ningún camello, estoy por encima de ellos: soy un hombre más sólido, pero esos camellos han disfrutado de la luz de mi rostro, ¿y cómo se atreve usted, señor a insinuar que he irradiado luz sobre camellos que no son sino intachables?»
En la despensa del Analista se están lustrando los camellos para la cena de asombro en ocasión de la ruina de los Lammle, y el señor Twemlow se siente un poco extraño en el sofá de sus aposentos que están sobre el establo de Duke Street, Saint James, a consecuencia de haberse tomado a mediodía dos pastillas muy anunciadas, confiando en lo que se afirmaba en el papel que acompañaba a la caja (precio: un penique y medio, timbre del gobierno incluido), en el sentido de que «se descubrirá que es enormemente saludable como medida preventiva en relación con los placeres de la mesa». Mientras todavía se siente enfermo con la fantasía de que una pastilla insoluble se le ha quedado pegada en el gaznate, y con la sensación de que tiene un depósito de cola caliente moviéndose con él un poco más abajo, entra un criado para anunciarle que una dama desea hablar con él.
—¡Una dama! —dice Twemlow, arreglándose las plumas arrugadas—. Pregunta, por favor, el nombre de la dama.
El nombre de la dama es Lammle. La dama no entretendrá al señor Twemlow más de unos minutos. La dama está segura de que el señor Twemlow tendrá la amabilidad de verle, cuando se le informe de que desea especialmente que la entrevista sea breve. La dama no duda que el señor Twemlow la recibirá cuando sepa su nombre. Le ha suplicado al criado que procure no equivocarse con el nombre. Le entregaría una tarjeta, pero no lleva ninguna.
—Haz pasar a la señora.
La hacen pasar y entra.
Las pequeñas habitaciones del señor Twemlow están modestamente amuebladas, con un estilo pasado de moda (casi como la habitación del ama de llaves de Snigsworthy Park), y estaría despojada de todo adorno de no ser por un grabado a tamaño natural del sublime Snigsworth sobre la chimenea, resoplándole a una columna corintia, con un enorme rollo de papel a sus pies y una pesada cortina a punto de caerle sobre la cabeza; se entiende que esos accesorios representan al noble señor en algo parecido al acto de salvar a su país.
—Por favor, tome asiento, señora Lammle.
La señora Lammle toma asiento e inicia la conversación.
—No tengo ninguna duda, señor Twemlow, de que está al tanto del revés que hemos sufrido. Naturalmente está al tanto, pues estas son las noticias que viajan más deprisa… sobre todo entre los amigos.
Con la mente puesta en la cena de asombro, Twemlow, con cierto remordimiento, admite la imputación.
—Probablemente no le habrá sorprendido tanto como a los demás —dice la señora Lammle con una cierta dureza que arredra a Twemlow—, después de lo ocurrido en la casa que ahora está siendo vaciada. Me he tomado la libertad de visitarle, señor Twemlow, para añadir una suerte de epílogo a lo que dije ese día.
Las mejillas enjutas y hundidas del señor Twemlow se vuelven más enjutas y hundidas ante la perspectiva de una nueva complicación.
—Lo cierto —dice el inquieto caballero—, lo cierto, señora Lammle, es que consideraría un favor el que no me hiciera más confidencias. Uno de los objetivos de mi vida (que, por desgracia, no tiene muchos) ha sido siempre ser inofensivo, y mantenerme ajeno a maquinaciones e intromisiones.
La señora Lammle, con diferencia la más perspicaz de los dos, apenas ve necesario mirar a Twemlow cuando este habla, pues lee en él con suma facilidad.
—Mi epílogo, por mantener la palabra que he utilizado —dice la señora Lammle, clavándole los ojos en la cara para reforzar lo que dice—, coincide exactamente con lo que usted dice, señor Twemlow. Así que, lejos de importunarle con más confidencias, tan solo deseo recordarle la que le fue impartida. Y lejos de pedirle que se entrometa, solo deseo rogarle que se mantenga estrictamente neutral.
Twemlow va a contestar, pero ella vuelve a descansar los ojos, sabiendo que sus oídos bastan y sobran para el contenido de tan poco recipiente.
—Supongo —dice Twemlow, nervioso— que ninguna objeción razonable puedo oponer a cualquier cosa que me haga el honor de decirme bajo ese encabezamiento. Pero si, con toda la delicadeza y cortesía posibles, puedo suplicarle que no vaya más allá, por favor, se lo suplico.
—Señor —dice la señora Lammle, llevando de nuevo sus ojos a la cara de él, e intimidándolo con la misma dura expresión de antes—, le impartí cierta información para que se la comunicara a cierta persona como mejor le pareciese.
—Cosa que hice —dice Twemlow.
—Y por ello se lo agradezco; aunque, desde luego, no acabo de entender por qué traicioné a mi marido en ese asunto, pues la chica es una pobre necia. Antaño yo también era una pobre necia; no se me ocurre otra razón. —Al ver el efecto que su risa indiferente y una fría mirada produce en él, lo sigue mirando mientras habla—. Señor Twemlow, si por casualidad viera a mi marido, o a mí, o a los dos, gozando del favor o de la confianza de otra persona (si es un conocido común o no, carece de importancia), no tiene derecho a utilizar contra nosotros la información que le confié para un propósito concreto que ya se ha cumplido. Eso es lo que he venido a decirle. No es ninguna condición; para un caballero, es un simple recordatorio.
Twemlow farfulla algo para sí con la mano en la frente.
—Está tan claro —añade la señora Lammle— el asunto que hay entre usted y yo (desde el primer momento confié en su honor) que no malgastaré más palabras con él.
Mira fijamente al señor Twemlow, hasta que él, con un encogimiento de hombros, le hace una inclinación de cabeza lateral, como diciendo «Sí, creo que tiene derecho a confiar en mí», tras lo cual ella se humedece los labios y se muestra aliviada.
—Confío en haber mantenido la promesa que le hice a su criado de no robarle más que unos minutos. No quiero molestarle más, señor Twemlow.
—¡Quédese! —dice Twemlow, levantándose cuando ella lo hace—. Perdóneme un momento. Jamás la hubiera buscado para decirle lo que voy a decirle, señora, pero, ya que usted me ha buscado y ha venido, voy a desembucharlo todo. Dígame con sinceridad, ¿fue coherente con la resolución que tomamos contra el señor Fledgeby que usted posteriormente se dirigiera al señor Fledgeby, como si fuera su querido amigo y confidente, y le pidiera un favor? Suponiendo siempre que lo hiciera; no es que lo sepa de primera mano, pero me han dicho que lo hizo.
—¿Entonces él se lo contó? —replica la señora Lammle, que de nuevo ha mantenido los ojos apartados de él mientras lo escuchaba, y los utiliza con un poderoso efecto cuando habla.
—Sí.
—Es raro que le dijera la verdad —dice la señora Lammle, meditando con aire serio—. Dígame, por favor, ¿dónde ocurrieron unas circunstancias tan extraordinarias?
Twemlow vacila. Es más bajo que la mujer, y más débil, y, mientras ella se cierne sobre él con su dura expresión y su eficaz mirada, Twemlow se siente tan en desventaja que le gustaría pertenecer al sexo opuesto.
—¿Puedo preguntarle dónde ocurrió, señor Twemlow? ¿De manera confidencial?
—Debo confesarle —dice el inofensivo caballero, acercándose a la respuesta de manera paulatina— que sentí ciertos reparos cuando el señor Fledgeby lo mencionó. Debo admitir que no me vi bajo una luz muy favorable. Sobre todo cuando el señor Fledgeby, con una gran cortesía de la que no me consideré merecedor, me hizo el mismo favor que usted le había pedido que le hiciera a usted.
Forma parte de la verdadera nobleza del alma del pobre caballero pronunciar esa última frase. «De otro modo —ha reflexionado Twemlow—, me colocaré en una posición de superioridad, pues no paso por ninguna dificultad, y sé que ella sí. Y eso sería mezquino, muy mezquino».
—¿Fue la intervención del señor Fledgeby tan eficaz en su caso como en el nuestro? —pregunta la señora Lammle.
—Igual de ineficaz.
—¿Se decidiría a decirme dónde vio al señor Fledgeby, señor Twemlow?
—Le ruego que me perdone. Tenía toda la intención de hacerlo. Si me he mostrado reservado ha sido sin querer. Me encontré al señor Fledgeby por casualidad, en un sitio inesperado. El sitio inesperado era la tienda del señor Riah, en Saint Mary Axe.
—¿Entonces ha tenido usted la desgracia de caer en manos del señor Riah?
—Por desgracia, señora —contesta Twemlow—, la obligación de pago que me compromete, la única deuda de mi vida (aunque es una deuda justa, fíjese en que no la repudio) ha caído en manos del señor Riah.
—Señor Twemlow —dice la señora Lammle clavándole los ojos: cosa que él impediría si pudiera, pero no puede—, ha caído usted en manos del señor Fledgeby. El señor Riah es su máscara. Ha caído en manos del señor Fledgeby. Deje que se lo diga, por si le sirve de ayuda. Puede que la información le sirva de ayuda, aunque solo sea para impedir que abusen de su credulidad, si juzga la sinceridad de los demás basándose en la suya.
—¡Imposible! —exclama Twemlow, aterrado—. ¿Cómo lo sabe?
—Ni yo misma lo sé. Parece que se ha dado un cúmulo de circunstancias que me lo han revelado.
—¡Oh! Entonces no tiene pruebas.
—Es muy extraño —dice la señora Lammle, fría y atrevida, aunque con cierto desdén— cómo los hombres se parecen en algunas cosas, aunque sean de caracteres divergentes. No hay dos hombres que posean menos afinidades, se diría, que el señor Twemlow y mi marido. No obstante, mi marido me contesta «No tienes pruebas», ¡y el señor Twemlow me contesta con las mismas palabras!
—Pero ¿por qué, señora? —se aventura a discutirle cortésmente Twemlow—. Piénselo, ¿por qué las mismas palabras? Porque afirman el hecho. Porque no tiene pruebas.
—Los hombres poseen cierta sabiduría —afirma la señora Lammle, observando altiva el retrato de Snigsworth y dándole una sacudida a su vestido antes de partir—, pero les queda mucha por aprender. Mi marido, que jamás peca de exceso de confianza, ni es ingenuo ni inexperto, es tan incapaz como el señor Twemlow de ver algo tan sencillo. ¡Porque no hay pruebas! Sin embargo, creo que, en mi lugar, cinco mujeres de cada seis lo verían con la misma claridad que yo. No obstante, no descansaré (aunque solo sea por el recuerdo de que el señor Fledgeby ha besado mi mano) hasta que mi marido lo vea. Y a usted también le conviene verlo a partir de este mismo momento, señor Twemlow, aunque no pueda aportarle ninguna prueba.
Mientras ella se dirige a la puerta, y el señor Twemlow la acompaña, este expresa el deseo de que la situación de los negocios del señor Lammle no sea irreversible.
—No lo sé —repone la señora Lammle, deteniéndose y repasando el dibujo del papel pintado con la punta del parasol—, depende. A lo mejor en este momento se le está ocurriendo una salida, o a lo mejor no. Pronto lo sabremos. Si no se le ocurre ninguna, estamos en la bancarrota, y supongo que deberemos irnos al extranjero.
El señor Twemlow, en su amable deseo de ver el lado bueno, comenta que hay gente que lleva una vida agradable en el extranjero.
—Sí —contesta la señora Lammle, aún dibujando en la pared—, pero dudo que ganarse la vida jugando al billar, a las cartas, etcétera, siempre bajo sospecha, en un sucio hotel barato, lo sea.
El señor Twemlow cortésmente le insinúa (aunque tremendamente escandalizado) que para el señor Lammle ya es mucho poder contar siempre a su lado con alguien que le quiere en toda circunstancia, y cuya influencia moderadora le impedirá adentrarse en caminos deshonrosos y ruinosos. Cuando dice esas palabras, la señora Lammle deja de dibujar y lo mira.
—¿Influencia moderadora, señor Twemlow? Necesitamos comer y beber, y vestirnos, y tener un techo sobre nuestra cabeza. ¿Siempre a su lado y queriéndole en toda circunstancia? Poco hay de qué presumir, pues ¿qué va a hacer una mujer a mi edad? Mi marido y yo nos engañamos mutuamente al casarnos; debemos soportar las consecuencias del engaño: es decir, soportarnos el uno al otro, soportar la carga de tener que maquinar juntos para conseguir la cena de esta noche y el desayuno de mañana… hasta que la muerte nos divorcie.
Tras esas palabras, sale a Duke Street, Saint James. El señor Twemlow regresa al sofá, reclina su cabeza dolorida sobre el resbaladizo cabezal de crin, con la poderosa convicción de que una dolorosa entrevista no es lo más indicado para después de las pastillas para la cena que son enormemente saludables en relación con los placeres de la mesa.
Pero cuando dan las seis de la tarde, el digno caballero se encuentra mejor, y también se está enfundando sus anticuadas medias de seda y sus zapatos ajustados para la cena de asombro en casa de los Veneering. Y a las siete está trotando por Duke Street, y trotando hacia la esquina para ahorrarse los seis peniques que cuesta alquilar un coche.
En esa época, tanta cena ha llevado a Tippins la divina a un estado tal que una mente morbosa podría desearle, para un cambio a mejor, que por fin tomara algo ligero y se acostara. Una de esas mentes podría ser el señor Eugene Wrayburn, a quien Twemlow descubre contemplando a Tippins con un semblante de lo más taciturno, mientras esa juguetona criatura le lanza pullas por tardar tanto en alcanzar la dignidad de Lord Canciller. También se muestra animada con Mortimer Lightwood, y le da una serie de golpes con el abanico por haber sido el padrino en la boda de esos farsantes cómo-se-llamen que se han ido a la ruina. Aunque, por lo general, el abanico está lleno de vida, y va dando golpecitos a los hombres en todas direcciones, con un espeluznante sonido que hace pensar en el traqueteo de los huesos de lady Tippins.
Desde que Veneering entró en el Parlamento por el bien público, una nueva raza de amigos íntimos ha surgido en casa de los Veneering, de quienes la señora de la casa siempre está muy pendiente. De esos amigos, como de las distancias astronómicas, solo se habla utilizando cifras enormes. Boots dice que uno de ellos es un contratista que (se ha calculado) da empleo, de manera directa o indirecta, a quinientos mil hombres. Brewer dice que otro de ellos preside consejos de administración, y son tantos los que lo solicitan, y tan distantes, que nunca viaja en tren menos de tres mil millas a la semana. El Parachoques dice que otro de ellos no tenía ni seis peniques hace dieciocho meses, y, gracias a la brillantez de su genio, compró acciones a ochenta, y que, comprándolas sin dinero y vendiéndolas a la par al contado, ahora posee trescientas setenta y cinco mil libras. El Parachoques insiste sobre todo en las setenta y cinco mil, y se niega a rebajar ni un penique. Con el Parachoques, Boots y Brewer, lady Tippins se muestra eminentemente burlona acerca del tema de los Padres de la Iglesia de los Dividendos: los escruta a través de su monóculo, y pregunta si Boots y Brewer y el Parachoques creen que ellos la harían rica si ella les dedicara sus atenciones amorosas, y otras gracias por el estilo. Veneering, de una manera diferente, está también muy ocupado con esos Padres, que se retiran religiosamente con él al invernadero, y de ese grupo asoma de vez en cuando la palabra «Comité», y allí los Padres instruyen a Veneering acerca de que debe dejar el valle del piano a su izquierda, seguir por el nivel de la repisa de la chimenea, cruzar por una zanja abierta en los candelabros, hacerse con el tráfico de transporte de mercancías en la consola y hacer pedazos la raíz y las ramas de la oposición en las cortinas de la ventana.
El señor y la señora Podsnap forman parte de la concurrencia, y los Padres declaran que la señora Podsnap es una mujer estupenda. Se la asignan a uno de los Padres —el Padre de Boots, que da empleo a quinientos mil hombres—, y este queda anclado a la izquierda de Veneering; esto le permite a la bromista Tippins, a su derecha (él, como siempre, no es más que un espacio vacío), suplicar que le cuenten algo de esos maravillosos trabajadores del ferrocarril, y si realmente viven de bistecs crudos y beben cerveza negra de las carretillas. Pero, a pesar de esas pequeñas escaramuzas, existe la percepción de que esa iba a ser una cena de asombro, y que esto no hay que descuidarlo. Por consiguiente, Brewer, al ser el hombre que tiene una mayor reputación que mantener, se convierte en el intérprete del sentir general.
—Esta mañana —dice Brewer cuando hay una pausa favorable—, he cogido un coche de punto y me he encaminado a la subasta.
Boots (devorado por la envidia) dice:
—Y yo.
El Parachoques dice:
—Y yo.
Pero no ve a nadie a quien le importe lo más mínimo.
—¿Y qué tal? —pregunta Veneering.
—Le aseguro —replica Brewer, buscando a alguien a quien dirigir la respuesta, y dándole preferencia a Lightwood—; le aseguro que todo era una bicoca. Cosas bastante bonitas, pero que se vendían por nada.
—Eso he oído esta tarde —dice Lightwood.
Brewer suplica saber ahora si estaría bien preguntarle a un profesional cómo… diantre… esas… personas… llegaron… a… esa… insolvencia… absoluta. (Brewer separa las palabras para dar énfasis).
Lightwood responde que a él, naturalmente, lo consultaron, pero que fue incapaz de dar una opinión que sirviera para saldar la deuda, por lo que no viola ningún secreto al suponer que vivían por encima de sus posibilidades.
—¡Pero cómo es posible que la gente HAGA eso! —dice Veneering.
¡Ja! Todos perciben que ha dado en el blanco. ¡Cómo es posible que la gente HAGA eso! El Analista Químico hace su ronda ofreciendo champán, y pone cara de que él sí podría explicarles bastante bien cómo es que la gente hace eso, si se lo propusiera.
—Cómo es posible que una madre sea capaz de mirar a su bebé —dice la señora Veneering, dejando el tenedor para apretar la punta de los dedos de sus manos aquilinas, y dirigiéndose al Padre que viaja tres mil millas semanales—, y saber que vive por encima de los ingresos de su marido, es algo que no me puedo imaginar.
Eugene sugiere que la señora Lammle, al no ser madre, no tenía ningún bebé que cuidar.
—Cierto —dice la señora Veneering—, pero el principio es el mismo.
Boots tiene claro que el principio es el mismo. Igual que el Parachoques. Es el desdichado destino del Parachoques perjudicar las causas que abraza. El resto de los presentes han acordado tímidamente que el principio es el mismo, hasta que el Parachoques lo dice; al instante surge un murmullo general en el sentido de que el principio no es el mismo.
—Lo que no entiendo —dice el Padre de las trescientas setenta y cinco mil libras— es que si estas personas de las que hablamos tenían una posición social… porque tenían una posición social, ¿no?
Veneering está a punto de confesar que cenaban allí, y que incluso salieron de allí hacia el altar.
—Lo que no entiendo entonces —añade ese Padre— es cómo, aun viviendo por encima de sus posibilidades, han llegado a la bancarrota total. Porque, en el caso de la gente de buena posición, hay una cosa que se llama reajuste financiero.
Eugene (del que se diría que se halla en un triste estado de ánimo que le lleva a hacer sugerencias) sugiere:
—Supongan que no disponen de posibles y viven por encima de sus ingresos.
Ese Padre no puede concebir una situación de semejante insolvencia. Nadie que tenga un mínimo respeto por sí mismo puede concebir tal situación de insolvencia, y es universalmente rechazada. Pero resulta tan asombroso que la gente pueda llegar a la bancarrota total que todo el mundo se siente obligado a encontrarle una explicación. Uno de los Padres dice: «La mesa de juego». Otro Padre dice: «Especuló sin saber que la especulación es una ciencia». Boots dice: «Los caballos». Lady Tippins le dice a su abanico: «Tenía dos casas». Se pide la opinión del señor Podsnap, que no dice nada; al final se expresa de la manera siguiente, muy acalorado y en extremo iracundo:
—A mí ni me pregunten. No deseo tomar parte en la discusión de los asuntos de estas gentes. Aborrezco el tema. Es un tema odioso, ofensivo, un tema que me da náuseas, y yo…
Y con su gesto favorito del brazo derecho, que lo barre todo y lo zanja todo para siempre, el señor Podsnap barre de la faz del universo a esos desdichados que de manera inconveniente e inexplicable han vivido por encima de sus posibilidades e ido a la bancarrota.
Eugene, recostándose en su silla, observa al señor Podsnap con cara irreverente, y a lo mejor está a punto de pronunciar otra sugerencia, cuando el Analista colisiona con el Cochero; el Cochero manifiesta la intención de acercarse a los comensales con una bandeja de plata, como si pretendiera hacer una colecta para su esposa y su familia; el Analista le corta el paso junto al aparador. La superior majestuosidad del Analista —por no mencionar su superior jerarquía— prevalece sobre un hombre que no es nada fuera del pescante; y el Cochero, entregando su bandeja, se retira derrotado.
A continuación el Analista observa el trozo de papel que hay en la bandeja con el aire de un censor literario, lo coloca a su gusto, y se toma un tiempo prudencial antes de acercarse a la mesa y presentárselo al señor Eugene Wrayburn. A lo que la simpática Tippins dice en voz bien alta:
—¡El Lord Canciller ha dimitido!
Eugene, con una frialdad y una lentitud que no tiene otro objeto que despistar —pues sabe que la curiosidad de la Seductora no tiene límites—, saca su monóculo de manera teatral, lo lustra y lee el papel con dificultad, mucho después de ver lo que hay escrito en él. Lo que hay escrito, en tinta húmeda, es: «el joven Blight».
—¿Está esperando? —dice Eugene a su espalda, dirigiéndose al Analista en tono confidencial.
—Está esperando —replica el Analista en el mismo tono confidencial.
Eugene le dirige una mirada de «Perdone» a la señora Veneering, sale y se encuentra con el joven Blight, el escribiente de Mortimer, en la puerta del vestíbulo.
—Me dijo que lo trajera, señor, allí donde usted se encontrara, si venía cuando usted estaba fuera —dice el discreto joven, de puntillas para hablar en susurros—, y lo he traído.
—Un chico espabilado. ¿Dónde está? —pregunta Eugene.
—En el coche, señor, a la puerta. Me dije que era mejor que no lo vieran, si podía evitarse; pues tiembla de pies a cabeza, como —la sonrisa de Blight quizá está inspirada por los platos de dulces que los rodean— un flan.
—Un chico espabilado —replica Eugene—. Iré a verle.
Sale enseguida, y, apoyando tranquilamente los brazos en la ventanilla abierta del coche, contempla al señor Muñecas: que ha traído su propio ambiente, y que, por el olor que le acompaña, parece haberlo traído dentro de un barril de ron para facilitar su transporte en coche.
—¡Muñecas, despierte!
—¿Señor Wrayburn? ¡La dirección! ¡Quince chelines!
Tras leer meticulosamente el mugriento trozo de papel que le han entregado, y metérselo cuidadosamente en el bolsillo del chaleco, Eugene se pone a contar el dinero; imprudentemente, coloca el primer chelín que cuenta en la mano del señor Muñecas, que al instante sale disparada por la ventanilla; con lo que acaba contando los quince chelines sobre el asiento.
—Llévalo de vuelta a Charing Cross, chico espabilado, y allí te libras de él.
Eugene regresa al comedor y se detiene un momento detrás del biombo que hay en la puerta, donde oye, por encima del murmullo y el ruido de los cubiertos, a la hermosa Tippins que dice:
—¡Me muero por saber para qué lo han llamado!
—¿De verdad? —murmura Eugene—. Entonces, si no puede preguntárselo, se morirá. Así que voy a ser un benefactor de la sociedad, y me iré. Un paseo y un cigarro, y le daré vueltas a este asunto. Muchas vueltas.
Y así, con gesto pensativo, recoge su sombrero y su capa, sin que lo vea el Analista, y se marcha.