El banquete de los tres duendes
Mientras Bella recorría las arenosas calles de la City, esta ofrecía un aspecto poco atractivo. Casi todos los molinos de hacer dinero ya habían aflojado velas, o habían dejado de moler. Los dueños de los molinos ya se habían marchado, y los empleados ya se marchaban. Las callejuelas y plazoletas presentaban un aspecto fatigado, y las mismas aceras tenían una apariencia cansada, confusas por las pisadas de un millón de pies. Hacen falta las muchas horas nocturnas para apagar la locura diurna de un lugar tan febril. No obstante, las preocupaciones de los molinos de hacer dinero, ahora que acababan de dejar de girar y moler, parecían flotar en el aire, y el silencio se asemejaba más a la postración de un gigante agotado que al reposo de alguien que está renovando sus energías.
Cuando Bella, al echarle un vistazo al poderoso Banco, se dijo que sería agradable hacer allí, entre el dinero, un poco de jardinería durante una hora, con una reluciente pala de cobre, no lo pensó con avaricia. Había mejorado mucho en ese aspecto, y cuando llegó a la zona de Mincing Lane, que olía a productos farmacéuticos —hasta el punto de que parecía que hubieran abierto el cajón de una farmacia—, en su mente se habían medio formado algunas imágenes en las que el oro prácticamente no aparecía.
La contaduría de Chicksey, Veneering y Stobbles se la señaló una anciana de las que se ocupaban de las oficinas, que tropezó con Bella al salir de una taberna, secándose la boca y atribuyendo esa humedad a principios naturales bien conocidos por las ciencias físicas, y que le explicó que se había asomado a la puerta para ver la hora. La contaduría consistía en una planta baja con unas ventanas casi del mismo color que el muro junto a una verja oscura, y Bella, al acercarse, reflexionaba si existiría en la City algún precedente al hecho de entrar y preguntar por R. Wilfer, cuando a quién vio, sentado junto a una de las ventanas con el cristal subido, sino al mismísimo R. Wilfer, preparándose para tomar un leve refrigerio.
Al acercarse, Bella distinguió que el refrigerio parecía consistir en un panecillo y un penique de leche. Al tiempo que ella hacía ese descubrimiento, su padre la descubrió a ella, e invocó los ecos de Mincing Lane para exclamar:
—¡Válgame el cielo!
A continuación salió querúbicamente sin sombrero, la abrazó y la hizo entrar.
—Como hago horas extra y estoy solo, querida —explicó—, me estaba tomando, como hago a veces cuando se van todos, un tranquilo tentempié.
Dentro de la oficina, Bella miró a su alrededor, como si su padre fuera un cautivo y esa su celda. Luego lo abrazó, y casi lo ahoga, hasta que su corazón quedó satisfecho.
—¡Esta es la mayor sorpresa de mi vida, querida! —dijo su padre—. No podía creer lo que veían mis ojos. ¡Por mi vida que pensaba que me engañaban! ¡La idea de verte sola en esta calle! ¿Por qué no has mandado al lacayo, querida?
—No he venido con ningún lacayo, papá.
—¡Vaya! Pero te has traído tu elegante carruaje, ¿no, amor mío?
—No, papá.
—No me digas que has venido andando.
—Sí, papá.
Bella lo vio tan estupefacto que no se decidió a contarle el motivo de su visita.
—La consecuencia, papá, es que tu preciosa mujer se siente un poco desfallecida, y le encantaría compartir tu merienda.
El panecillo y el penique de leche estaban colocados sobre una hoja de papel en el asiento de la ventana. La querúbica navaja, con el primer trozo de pan aún en la punta, estaba junto a ellos, donde se había abandonado apresuradamente. Bella cogió el trocito y se lo llevó a la boca.
—Mi querida niña —dijo su padre—, ¡que tengas que compartir un refrigerio tan humilde! Te voy a comprar un panecillo y un penique de leche para ti. Un momento, querida. La lechería está ahí, doblando la esquina.
Sin hacer caso de las objeciones de Bella, R. Wilfer salió y enseguida regresó con más provisiones.
—Mi querida niña —dijo, mientras extendía otra hoja de papel delante de ella—, la idea de una espléndida…
Pero entonces la miró, y calló en seco.
—¿Qué ocurre, papá?
—… una espléndida mujer —prosiguió más despacio— conformándose con una merienda como esta… ¿Ese vestido es nuevo, querida?
—No, papá, es uno viejo. ¿No lo recuerdas?
—¡Bueno, me ha parecido recordarlo, querida!
—Deberías, pues me lo compraste tú.
—¡Sí, ya me parecía que te lo había comprado yo, querida! —dijo el querubín, sacudiendo un poco el cuerpo, como para recuperar sus facultades.
—¿Y te has vuelto tan veleidoso que no aprecias tu propio gusto, papá querido?
—Bueno, amor mío —replicó su padre, tragando un poco de pan con considerable esfuerzo, pues parecía atascarse por el camino—, en tus actuales circunstancias, no me parecía lo bastante espléndido.
—Dime, papá —dijo Bella, colocándose engatusadora a su lado, en lugar de permanecer delante de él—, ¿tomas a menudo este refrigerio aquí solo? ¿No te molesto para comer si te echo el brazo por el hombro, papá?
—Sí, querida, y no, querida. Sí a la primera pregunta, y desde luego que no a la segunda. Por lo que se refiere a mi merienda, ya ves que la jornada laboral a veces es un poco agotadora; y si no hago una pausa entre el trabajo y tu madre, bueno, a veces ella también se me hace un poco agotadora.
—Lo sé, papá.
—Sí, querida. Así que a veces pongo algo de comer junto a la ventana, contemplo tranquilamente la callejuela, cosa que a veces me tranquiliza, y así, entre la jornada laboral y la doméstica…
—Felicidad —sugirió Bella, apesadumbrada.
—Y la doméstica felicidad —dijo su padre, aceptando esa frase satisfecho.
Bella le besó.
—¿Y es en este lúgubre y oscuro lugar de cautiverio, pobre papá, donde pasas las horas de tu vida cuando no estás en casa?
—Todas las que no estoy en casa, o de camino allí, o de camino aquí, amor mío. Sí. ¿Ves ese pequeño escritorio del rincón?
—¿El del rincón del fondo, el más alejado de la luz y de la lumbre? ¿El escritorio más viejo de todos?
—Vaya, ¿de verdad es así como lo ves, querida? —dijo su padre, contemplándolo artísticamente con la cabeza ladeada—. Pues es el mío. Se le llama la Percha de Rumty.
—¿La Percha de quién? —preguntó Bella con gran indignación.
—De Rumty. Ya ves, como para llegar hay que subir dos peldaños y medio, lo llaman la Percha. Y a mí me llaman Rumty.
—¡Cómo se atreven! —exclamó Bella.
—Lo dicen en broma, Bella querida; lo dicen en broma. En general, son más jóvenes que yo, y les gusta la broma. ¿Qué más da? Podrían llamarme Rimty o Ramty, o el Soso, o el Enfurruñado, o cincuenta cosas que no me gustaría que me consideraran. ¡Pero Rumty! Señor, ¿por qué no Rumty?
Decepcionar de aquel modo a esa amable criatura, que había sido, a través de todos sus caprichos, el objeto de su reconocimiento, amor y admiración desde que era niña, fue para Bella la tarea más difícil de aquel difícil día. «Debería habérselo dicho lo primero —se dijo—, debería habérselo dicho hace un momento, cuando recelaba un poco; ahora vuelve a estar feliz, y le haré desgraciado si se lo cuento».
El querubín había regresado a su panecillo y a su leche con su mejor humor, y Bella furtivamente le apretaba más con el brazo, y al mismo tiempo le ponía el pelo de punta con esa irresistible propensión a jugar con él, fundada en la costumbre de toda una vida, cuando se preparó para contárselo:
—¡Querido papá, no te entristezcas, pero he de contarte algo desagradable!
Pero él la interrumpió de una manera imprevista.
—¡Cielo santo! —exclamó, invocando de nuevo los ecos de Mincing Lane—. ¡Esto es de lo más extraordinario!
—¿El qué, papá?
—¡Vaya, aquí está el señor Rokesmith!
—No, no, papá, no —gritó Bella, de lo más aturullada—. No me digas eso.
—¡Ahí está! ¡Mira!
Huelga decir que el señor Rokesmith no solo pasó junto a la ventana, sino que entró en la contaduría. Y no solo entró en la contaduría, sino que, al verse allí a solas con Bella y su padre, corrió hacia ella y la tomó en sus brazos con efusivas palabras:
—¡Mi querida muchacha; mi hermosa, generosa, desinteresada, valiente y noble muchacha!
Y no solo eso (que por si solo ya podía considerarse asombroso), sino que Bella, tras agachar la cabeza un momento, la levantó y la colocó en el pecho de él, como si esa fuese la morada permanente que hubiera elegido.
—Sabía que vendrías a verle, y te seguí —dijo Rokesmith—. ¡Amor mío, mi vida! ¿ERES mía?
A lo que Bella respondió:
—Sí, soy tuya si aún consideras que valgo la pena.
Y tras decir eso, pareció encogerse casi hasta la nada entre los brazos de Rokesmith, en parte porque él la abrazaba con fuerza, y en parte por la manera en que ella se abandonaba.
El querubín, cuyos cabellos se habrían quedado por sí solos, bajo la influencia de tan sorprendente espectáculo, tan de punta como se los había dejado ya Bella, se tambaleó de regreso al asiento de la ventana del que se había levantado, y observó a la pareja con los ojos dilatados al máximo.
—Me gustaría que antes que nada, querida —observó el querubín en un hilo de voz—, tuvieras la amabilidad de rociarme con un poco de leche, pues me parece que… me desmayo.
De hecho, a aquel buen hombre le había entrado una flacidez alarmante, y parecía que se le aflojaban los sentidos, desde las rodillas hacia arriba. Bella lo roció con besos en lugar de con leche, aunque le dio un poco para beber, y poco a poco, gracias a sus caricias, el querubín revivió gradualmente.
—Te lo contaremos despacio, querido papá —dijo Bella.
—Querida mía —replicó el querubín, mirándolos a ambos—, me habéis dicho tanto de una vez que… caramba, si puedo expresarlo así… que creo que estoy preparado para que me contéis el resto.
—Señor Wilfer —dijo John Rokesmith, entusiasmado y dichoso—, Bella me acepta, aunque carezco de fortuna, y en la actualidad también de ocupación; solo lo que pueda conseguir en la vida que tenemos por delante. ¡Bella me acepta!
—Sí, debería haber inferido que Bella le aceptaba, señor mío —repuso débilmente el querubín—, de lo que he podido observar en esos últimos minutos.
—¡No sabes lo mal que lo han tratado, papá! —dijo Bella.
—¡No sabe qué corazón tiene su hija! —dijo Rokesmith.
—¡No sabes en qué criatura tan espantosa me estaba convirtiendo cuando él me salvó de mí misma! —dijo Bella.
—¡No sabe, señor, qué sacrificio ha hecho por mí! —dijo Rokesmith.
—Mi querida Bella —dijo el querubín, aún patéticamente asustado—, mi querido Rokesmith, si me permite que lo llame así…
—¡Sí, papá, hazlo! —lo instó Bella—. Te lo permito, y mi voluntad es su ley. ¿No es así, querido John Rokesmith?
Hubo una timidez contagiosa en Bella, unida a un amor, una seguridad en sí misma y un orgullo tan delicadamente contagioso, al llamarlo así por primera vez, que permitió disculpar totalmente a John Rokesmith por hacer lo que hizo. Y lo que hizo una vez más fue prácticamente hacerla desaparecer entre sus brazos.
—Creo, queridos míos —observó el querubín—, que si os parece bien sentaros uno a cada lado de mí, podríamos seguir de manera más ordenada, y hacer que todo fuera más sencillo. Hace un momento, John Rokesmith ha mencionado que en la actualidad carece de ocupación.
—No tengo ninguna —dijo Rokesmith.
—Ninguna, papá, ninguna —dijo Bella.
—De lo que deduzco que ha dejado al señor Boffin —prosiguió el querubín.
—Sí, papá. Y…
—Un momento, querida. Me gustaría ir paso a paso. ¿Deduzco también que el señor Boffin lo ha tratado mal?
—¡Lo ha tratado de la manera más vergonzosa, papá! —exclamó Bella con el rostro encendido.
—Y eso —añadió el querubín, impartiendo paciencia con la mano— es algo que no ha aprobado una cierta joven interesada lejanamente emparentada conmigo. ¿Voy bien encaminado?
—No podía aprobarlo, papá —dijo Bella, llorando de alegría y con un beso de dicha.
—Después de lo cual —prosiguió el querubín—, esa cierta joven interesada lejanamente emparentada conmigo, tras haber observado y haberme mencionado anteriormente que la prosperidad estaba echando a perder al señor Boffin, ha considerado que no debía vender su sentido de lo que está bien y lo que está mal, y de lo que es verdadero y de lo que es falso, de lo que es justo y lo que es injusto, sin importarle cuál fuera el precio. ¿Sigo bien encaminado?
Llorando una vez más de alegría, Bella le dio otro beso.
—Y por tanto… y por tanto —continuó el querubín con una voz que se iba llenando de entusiasmo a medida que la mano de Bella le subía lentamente por el chaleco hasta el cuello—, esta cierta joven interesada lejanamente emparentada conmigo ha rechazado el precio, ha abandonado los espléndidos vestidos que formaban parte de él, se ha puesto el vestido relativamente pobre que yo le había comprado, y, confiando en que le daría mi apoyo en algo que era justo, ha venido directamente a mí. ¿He ido bien encaminado hasta el final?
Ahora la mano de Bella le rodeaba el cuello, y sobre este estaba su cara.
—Esta joven interesada lejanamente emparentada conmigo —dijo el bondadoso padre— ¡ha hecho bien! ¡Esta joven interesada lejanamente emparentada conmigo no ha confiando en mí en vano! A esta joven interesada lejanamente emparentada conmigo la admiro más vestida como va ahora que si hubiera venido a verme con sedas de la China, chales de Cachemira y diamantes de Golconda. Amo mucho a esta jovencita. Se lo digo al hombre que anida en el corazón de esta joven, se lo digo de corazón y con todo mi corazón: «Mi bendición a este compromiso, y sepa que ella le aporta una gran fortuna al aportar la pobreza que ha aceptado defendiéndole a usted y a la honesta verdad».
A aquel hombrecillo de firmes principios le falló la voz al darle la mano a John Rokesmith, y se quedó callado, con la cara inclinada sobre su hija. Pero no por mucho tiempo. Enseguida levantó la cabeza y dijo en tono animoso:
—Y ahora, hija mía, si te ves capaz de atender un minuto y medio a John Rokesmith, iré corriendo a la lechería y le traeré un panecillo y un poco de leche, y los tres podremos merendar.
Fue, como dijo alegremente Bella, igual que la cena que se ofrece a los tres duendes en su casa del bosque en el cuento de «Ricitos de Oro». Aunque, eso sí, sin el alarmante descubrimiento, pronunciado con un sonoro refunfuñar, de que «¡Alguien me ha robado la leche!». Fue una refacción deliciosa; con mucho, la más deliciosa que Bella, o John Rokesmith, o incluso R. Wilfer, habían tomado nunca. El hecho de que el entorno acompañara tan poco, con aquellos dos pomos de bronce de la caja fuerte de Chicksey, Veneering y Stobbles observando desde un rincón, como los ojos de un adormilado dragón, la hizo aún más deliciosa.
—Lo que más gracia me hace —dijo el querubín, contemplando la oficina con indecible satisfacción— es que aquí haya podido ocurrir algo de carácter amoroso. ¡Pensar que iba a ver a mi Bella en brazos de su futuro marido, aquí, imagínese!
Cuando ya hacía un buen rato que los panecillos y la leche se habían acabado, y los presagios de la noche se cernían lentamente sobre Mincing Lane, el querubín comenzó a ponerse un poco nervioso, y le dijo a Bella mientras se aclaraba la voz:
—¡Ejem! ¿Has pensado en tu madre, querida?
—Sí, papá.
—¿Y en tu hermana Lavvy, querida?
—Sí, papá. Creo que cuando lleguemos a casa es mejor no entrar en detalles. Creo que bastará con decir que tuve unas diferencias con el señor Boffin y me he ido para siempre.
—Como John Rokesmith ya conoce a tu mamá, querida —dijo su padre tras cierta vacilación—, no iré con remilgos a la hora de insinuarle que a lo mejor encuentra a tu mamá un poco agotadora.
—¿Un poco, paciente papá? —dijo Bella con una melodiosa risa, más melodiosa aún por el cariño que había en ella.
—¡Bueno! Digamos, sin que salga de aquí bajo ningún concepto, agotadora; no maticemos —admitió rotundamente el querubín—. Y el carácter de tu hermana es agotador.
—No me importa, papá.
—Y debes prepararte, preciosa —dijo su padre con mucha gentileza—, para encontrar una casa muy pobre y escasa, y en el mejor de los casos muy incómoda, viniendo de la residencia del señor Boffin.
—No me importa, papá. Podría soportar cosas peores… por John.
Esas últimas palabras no se dijeron lo bastante bajas ni con el suficiente recato como para que John no las oyera, y demostró que le habían llegado abrazando a Bella y sometiéndola a otra de esas misteriosas desapariciones.
—¡Bueno! —dijo alegremente el querubín, sin expresar desaprobación—. Cuando… cuando regreses de tu retiro, amor mío, y reaparezcas a la superficie, creo que habrá llegado el momento de cerrar y marcharnos.
Si la contaduría de Chicksey, Veneering y Stobbles la cerraron alguna vez tres personas más felices —y eso que la gente siempre estaba muy contenta de cerrarla—, desde luego debieron de ser gentes superlativamente felices. Pero antes Bella se subió a la Percha de Rumty y dijo:
—Enséñame lo que haces todo el día, querido papá. ¿Escribes así? —dijo colocando su mejilla redondeada sobre su rollizo brazo izquierdo y perdiendo de vista la pluma en las ondas de su pelo, de una manera muy poco formal. Aunque a John Rokesmith pareció gustarle.
Así pues, los tres duendes, tras haber borrado todos los vestigios de su banquete y barrido las migas, salieron de Mincing Lane rumbo a Holloway; y si dos de los duendes no deseaban que la distancia fuese el doble de lo que en realidad era, el tercero estaba muy equivocado. De hecho, a ese modesto espíritu le parecía estar entrometiéndose hasta tal punto en lo mucho que la pareja gozaba de la caminata que comentó en tono de disculpa:
—Creo, queridos míos, que iré por la otra acera, y haré como si no fuera con vosotros.
Cosa que hizo, derramando querúbicamente sonrisas por el camino, a falta de flores.
Eran casi las diez cuando se detuvieron a la vista del castillo de Wilfer; y a continuación, como el lugar estaba tranquilo y desierto, Bella inició una serie de desapariciones que amenazaban con durar toda la noche.
—Creo, John —le insinuó al final el querubín—, que si puedes prescindir de la joven interesada lejanamente emparentada conmigo, la llevaré a casa.
—No puedo prescindir de ella —contestó John—, pero tengo que prestársela. ¡Querida! —Una palabra mágica que al instante hizo desaparecer a Bella de nuevo.
—Y ahora, querido papá —dijo Bella cuando volvió a ser visible—, dame la mano, y correremos a casa todo lo deprisa que podamos, y así pasaremos el trago enseguida. Vamos, papá. ¡A la una!
—Querida —vaciló el querubín, con aire un tanto pusilánime—. Iba a comentar que si tu madre…
—No te quedes atrás para ganar tiempo —exclamó Bella, adelantando el pie derecho—. ¿Has visto eso? Es la marca. Ven a la marca. ¡A la una! ¡A las dos! ¡A la de tres salimos, papá! —Y salió disparada arrastrando al querubín, sin detenerse, sin tolerar que él se parara, hasta haber tocado la campanilla—. Y ahora, querido papá —dijo Bella cogiéndolo por las dos orejas como si fuera una jarra y llevando su cara a sus labios sonrosados—, ¡que sea lo que Dios quiera!
La señorita Lavvy salió a abrir la verja, acompañada de ese amable caballero y amigo de la familia, el señor George Sampson.
—¡Vaya, pero si es Bella! —exclamó la señorita Lavvy, dando un respingo al verla. A continuación gritó—: ¡Mamá! ¡Ha venido Bella!
Y así, antes de que pudieran entrar en la casa, apareció la señora Wilfer. La cual, de pie en el portal, los recibió con espectral tristeza y con todos los demás accesorios ceremoniales.
—Mi hija es bienvenida, aunque no esperada —dijo al tiempo que presentaba las mejillas como si fueran una fría pizarra en la que los visitantes hubieran de apuntarse—. Tú también eres bienvenido, R. W., aunque llegues tarde. ¿Me oye desde aquí el criado de la señora Boffin?
Esa pregunta en tono grave fue lanzada a la noche, para que la respondiera el criado en cuestión.
—No hay nadie esperando, mamá —dijo Bella.
—¿No hay nadie esperando? —repitió la señora Wilfer con aire majestuoso.
—No, querida mamá.
Un solemne estremecimiento recorrió los hombros y los guantes de la señora Wilfer, como si dijera: «¡Un enigma!», y encabezó la procesión hasta la sala de estar de la familia, donde comentó:
—A no ser, R. W. —y este se sobresaltó al verse tan solemnemente interpelado—, que hayas tenido la precaución de añadir algo a nuestra frugal cena mientras venías hacia casa, no será del agrado de Bella. El cuello de cordero frío y la lechuga mal pueden competir con los lujos del menú del señor Boffin.
—Por favor, no hables así, querida mamá —dijo Bella—. Los menús del señor Boffin no significan nada para mí.
Pero en ese momento la señorita Lavinia, que había estado observando atentamente la capota de Bella, intervino con un:
—¡Caramba, Bella!
—Sí, Lavvy, lo sé.
La Incontenible bajó la mirada hacia el vestido de Bella, y se paró a contemplarlo, y de nuevo exclamó:
—¡Caramba, Bella!
—Sí, Lavvy, ya sé lo que llevo puesto. Iba a decírselo a mamá cuando me has interrumpido. He dejado el hogar del señor Boffin para siempre, mamá, y he vuelto a casa.
La señora Wilfer no dijo nada, pero tras haber mirado ferozmente a su vástago un par de minutos en medio de un espantoso silencio, se retiró a su solemne rincón, que estaba a su espalda, y se sentó, como un artículo congelado a la venta en un mercado ruso.
—En resumen, querida mamá —dijo Bella, quitándose la depreciada capota y sacudiéndose el pelo—, he tenido unas graves diferencias con el señor Boffin acerca de cómo trataba a uno de sus empleados domésticos, y no hay reconciliación posible, y ya está dicho todo.
—Y yo me veo obligado a decirte, querida —añadió R. W. en tono sumiso—, que Bella ha actuado con enorme coraje, y con un auténtico sentimiento de justicia. Y por tanto espero, querida, que ahora no te sientas demasiado decepcionada.
—¡George! —dijo la señorita Lavvy con una sepulcral voz de advertencia, que tomaba como modelo la de su madre—. ¡Habla, George Sampson! ¿Qué te dije de esos Boffin?
El señor Sampson percibió que su frágil bote se enfrentaba a bajíos y rompientes, y consideró que lo más seguro era no referirse a nada de lo que le habían dicho, no fuera que mencionara lo que no debía. Con admirable pericia marinera, llevó su bote a aguas profundas y murmuró:
—Sí, desde luego.
—¡Sí! Le dije a George Sampson, tal como él te lo dice a ti —dijo la señorita Lavvy—, que esos odiosos Boffin se pelearían con Bella en cuanto se cansaran de la novedad de tenerla con ellos. ¿Lo han hecho, o no lo han hecho? ¿Tenía razón o no? ¿Y qué nos dices ahora de tus Boffin, Bella?
—Lavvy, mamá —dijo Bella—, lo que tengo que decir de los Boffin es lo que siempre he dicho; y de ellos diré lo mismo que he dicho siempre. Pero nada me impulsará a reñir con nadie esta noche. Espero que no lamentes demasiado verme, mamá —besándola—, y espero que no lamentes demasiado verme, Lavvy —besándola también—, y como veo en la mesa la lechuga que mamá ha mencionado, prepararé la ensalada.
Con aire juguetón se puso Bella a la tarea, mientras el imponente semblante seguía sus movimientos con feroz mirada, mostrando una combinación de Cabeza de Sarraceno —antaño corriente en los rótulos de las posadas— y un reloj holandés, y sugiriéndole a cualquiera con una mínima imaginación que aquella noche se podía omitir el vinagre en la ensalada. Pero ni una palabra salió de sus majestuosos labios de matrona. Y para su marido (como quizá ella sabía) aquello era más terrorífico que cualquier desbordamiento de elocuencia con el que pudiera edificar a los presentes.
—Y ahora, querida mamá —dijo Bella cuando fue el momento—, la ensalada ya está lista, y hace rato ya que es hora de cenar.
La señora Wilfer se levantó, pero siguió callada.
—¡George! —dijo la señorita Lavinia con su voz de advertencia—. ¡La silla de mamá!
El señor Sampson acudió volando a la espalda de la excelente dama, y la siguió de cerca, silla en mano, mientras ella avanzaba envarada hacia el banquete. Al llegar a la mesa, se sentó en su rígida silla, tras concederle al señor Sampson otra feroz mirada, que hizo recular al joven hasta su sitio sumido en la confusión.
Como el querubín no se atrevía a dirigirse a tan imponente objeto, le fue pasando la cena a través de una tercera persona: «Acércale el cordero a tu mamá, querida Bella», y «Lavvy, creo que tu mamá tomaría un poco de lechuga si se la pusieras en el plato». La señora Wilfer recibía esas viandas con un ensimismamiento petrificado; y en ese mismo estado dio cuenta de ellas, soltando de vez en cuando el cuchillo y el tenedor, como si dijera en su fuero interno «¿Qué estoy haciendo?», y lanzando alguna mirada feroz a alguno de los presentes, como en una indignada búsqueda de información. Una consecuencia magnética de esas miradas era que la persona a la que se destinaban de ninguna manera conseguía fingir ignorancia del hecho; de manera que alguien que pasara por allí, sin dirigir la vista a la señora Wilfer, podría haber sabido en quién tenía puesta la mirada por la manera que esta se refractaba en el semblante del contemplado.
En aquella ocasión especial, la señorita Lavinia se mostró en extremo amable con el señor Sampson, y aprovechó la oportunidad de informar a su hermana del motivo.
—No valía la pena molestarte, Bella, en la época en que vivías en una esfera tan alejada de tu familia, pues era un asunto que probablemente no iba a interesarte mucho —dijo Lavinia levantando la barbilla—, pero George Sampson me está cortejando.
Bella se alegró al oírlo. El señor Sampson se quedó cabizbajo y rojo, y le pareció que era la ocasión de rodear con el brazo la cintura de la señorita Lavinia; pero se encontró con un gran alfiler en el cinturón de la joven, se pinchó un dedo, dejó escapar una sonora exclamación y atrajo el rayo de la feroz mirada de la señora Wilfer.
—George se porta muy bien —dijo la señorita Lavinia (nadie lo hubiera dicho en aquel momento)— y creo que nos casaremos un día de estos. No me molesté en decirte nada cuando estabas con tus Bof… —La señorita Lavinia se contuvo con un respingo, y añadió más calmada—… cuando estabas con el señor y la señora Boffin; pero ahora me parece que es de buena hermana comunicártelo.
—Gracias, querida Lavvy. Te felicito.
—Gracias, Bella. La verdad es que George y yo comentamos si decírtelo o no; pero le dije a George que no te interesaría un asunto tan nimio, y que parecía más probable que tú te apartases completamente de nosotros que el hecho de que llegáramos a considerarlo a uno más de la familia.
—Eso fue un error, querida Lavvy —dijo Bella.
—Ahora lo es —repuso la señorita Lavinia—, pero es que las circunstancias han cambiado, querida. George tiene un nuevo empleo, y sus perspectivas son realmente buenas. No habría tenido el valor de decírtelo ayer, pues sus perspectivas te habrían parecido poca cosa, e indignas de atención; pero esta noche me siento más atrevida.
—¿Y cuándo has sido tímida, Lavvy? —preguntó Bella con una sonrisa.
—No he dicho que alguna vez haya sido tímida —replicó la Incontenible—. Pero quizá podría haber dicho, de no haberme contenido el tacto hacia los sentimientos de mi hermana, que ya llevo cierto tiempo sintiéndome independiente; demasiado independiente, querida, como para exponerme a que mi próxima boda (volverás a pincharte, George) sea contemplada con desdén. No es que te hubiera culpado por contemplarla con desdén, en la época en que aspirabas a conseguir un marido rico e importante; es solo que yo era independiente.
Ya fuera porque la Incontenible se sintiera desairada por la afirmación de Bella de que no pensaba discutir, ya fuera porque el hecho de que Bella regresara a la esfera del cortejo del señor George Sampson despertara su rencor, ya fuera porque su espíritu precisaba el estímulo de colisionar con alguien en aquel momento; la cuestión es que acometió a su solemne progenitora con tremenda impetuosidad.
—¡Mamá, por favor, deja de mirarme de ese modo tan irritante! Si me ves hollín en la nariz, dímelo; si no, déjame en paz.
—¿Te diriges a mí con estas palabras? —dijo la señora Wilfer—. ¿Cómo te atreves?
—No me vengas con cómo me atrevo, mamá, por el amor de Dios. Una chica que tiene edad para prometerse también tiene edad para protestar si la miran como si fuera un reloj.
—¡Qué descaro! —dijo la señora Wilfer—. Si a tu abuela le hubiera hablado así alguna de sus hijas cuando tenían tu edad, la habría mandado a un cuarto oscuro.
—Mi abuela —replicó Lavvy, cruzando los brazos y recostándose en la silla— no se quedaba mirando a la gente hasta sacarla de sus casillas, creo.
—¡Sí que lo hacía! —dijo la señora Wilfer.
—Entonces es una lástima que no supiera que no debía hacerlo —dijo Lavvy—. Y si mi abuela no chocheaba cuando le dio por mandar a los demás a un cuarto oscuro, entonces no andaba lejos. ¡Cómo debía de ponerse en evidencia la abuela! Me pregunto si también mandaba a los demás a la bola de la cúpula de Saint Paul; y si lo hacía, ¿cómo conseguía que se metieran allí?
—¡Silencio! —proclamó la señora Wilfer—. ¡Exijo silencio!
—No tengo la menor intención de guardar silencio, mamá —replicó fríamente Lavinia—, más bien todo lo contrario. No voy a tolerar que me miren como si fuera yo la que acaba de volver de casa de los Boffin, y quedarme callada. No voy a tolerar que mires a George Sampson como si fuera él quien acaba de volver de casa de los Boffin, y quedarme callada. Si a papá le parece bien que lo mires como si fuera él quien acabara de volver de casa de los Boffin, pues adelante. Pero yo he decidido que no lo aguanto. ¡Y no lo aguantaré!
Ahora que Lavinia había abierto esa retorcida brecha hacia Bella, la señora Wilfer se metió en ella.
—¡Espíritu rebelde! ¡Hija rebelde! Dime una cosa, Lavinia. Si, contrariando los sentimientos de tu madre, te hubieras dignado entrar bajo la protección de los Boffin, y hubieras salido de ese templo de esclavitud…
—Esto es una tontería, mamá —dijo Lavinia.
—¡Cómo! —exclamó la señora Wilfer con sublime severidad.
—Lo de templo de esclavitud, mamá, eso no es más que cuento y tontería —repuso la Incontenible, sin inmutarse.
—Lo que yo digo, niña presuntuosa, es que si tú hubieras venido a visitarme desde el barrio de Portland Place, doblada bajo el yugo del patrocinio y atendida por criados ataviados de reluciente vestimenta, ¿crees que mis profundos sentimientos se hubiesen expresado en miradas?
—Lo único que creo —dijo Lavinia— es que ojalá se los expresaras a la persona adecuada.
—Y si —añadió su madre—, desoyendo mis advertencias de que la cara de la señora Boffin era una cara que rebosaba maldad, hubieses preferido a la señora Boffin antes que a mí, y luego hubieses vuelto a casa rechazada por la señora Boffin, pisoteada por la señora Boffin, expulsada por la señora Boffin, ¿crees que mis sentimientos se habrían expresado en miradas?
Lavinia estaba a punto de contestarle a su respetada progenitora que en ese caso también podría haber prescindido completamente de sus miradas, cuando Bella se puso en pie y dijo:
—Buenas noches, querida mamá. He tenido un día agotador, y me voy a la cama.
Eso interrumpió tan agradable reunión. El señor George Sampson se despidió poco después, y Lavinia, con una vela, lo acompañó hasta el vestíbulo, y sin vela hasta la verja del jardín; la señora Wilfer, lavándose las manos de los Boffin, se fue a la cama a la manera de lady Macbeth; y R. W. se quedó solo entre las sobras de la cena, en actitud melancólica.
Pero unas leves pisadas lo sacaron de sus cavilaciones. Era Bella. Su hermoso pelo le caía sobre los hombros, y bajó sin hacer ruido, cepillo en mano y descalza, para darle las buenas noches.
—Querida, no hay la menor duda de que eres una preciosa mujer —dijo el querubín, tomando un mechón entre las manos.
—¿Sabe, señor mío? —dijo Bella—, cuando tu preciosa mujer se case, tendrás este mechón, si te gusta, y te haré una cadena con él. ¿Apreciarías ese recuerdo de tu querida hija?
—Sí, hermosura.
—Entonces te lo daré si te portas bien. Siento mucho, muchísimo, querido papá, haber traído a casa todo este lío.
—Hermosura —repuso su padre con la más simple buena fe—, no te inquietes por eso. No vale la pena mencionarlo, pues de todos modos las cosas en casa no habrían cambiado mucho. Si tu madre y tu hermana no encuentran un tema para dar la murga, encuentran otro. Si se trata de dar la murga, los temas nunca se acaban, querida, te lo aseguro. Me temo que compartir tu antigua habitación con Lavvy te resultará terriblemente incómodo, Bella.
—No, papá. Me da igual. ¿Y sabes por qué me da igual?
—Bueno, hija mía. Cuando no existía el contraste que hay ahora, te quejabas. A fe mía, que lo único que puedo responder es que has mejorado mucho.
—No, papá. ¡Porque estoy muy feliz y agradecida!
Lo asfixió en un abrazo hasta que el largo cabello de ella lo hizo estornudar, y entonces Bella se rió y le hizo reír, y luego lo asfixió en otro abrazo para que no los oyeran.
—Escucha, papá —dijo Bella—. Esta noche a tu preciosa mujer le han leído el futuro cuando venía a casa. No será un futuro de gran riqueza, pues, si el futuro marido de tu preciosa mujer consigue cierto empleo que espera conseguir pronto, se casará con una renta de ciento cincuenta libras al año. Pero esto es solo el principio, y, aun cuando no esperara más, la preciosa mujer tendría suficiente. Pero eso no es todo, señor. En ese futuro aparece cierto hombre rubio, un hombre menudo, dijo quien me leyó el futuro, el cual, al parecer, siempre se encontrará cerca de la preciosa mujer, y al que siempre se guardará, expresamente para él, un pacífico rincón en la casita de la preciosa mujer. ¿Sabe quién es ese hombre, señor?
—¿Es la sota de la baraja? —preguntó el querubín, con un brillo en los ojos.
—¡Sí! —gritó Bella, llena de alegría y asfixiándolo de nuevo—. ¡Es la sota de los Wilfer! Querido papá, la preciosa mujer ansía que llegue el futuro que le han predicho, tan agradable, y que la convierta en una mujer mejor de lo que ha sido hasta ahora. Lo que se espera que haga ese hombre rubio, señor, es ansiar también ese futuro, repitiéndose, cada vez que corra el peligro de preocuparse en exceso: «¡Por fin, tierra a la vista!».
—¡Tierra a la vista! —repitió su padre.
—¡Esa es la encantadora sota de los Wilfer! —exclamó Bella, y a continuación adelantó su pie desnudo, blanco y pequeño—. Esa es la marca, señor. Acérquese a la marca. Coloque su bota al lado. ¡Estaremos los dos juntos, ojo! Y ahora, señor, puede besar a la preciosa mujer antes de que se vaya corriendo, tan agradecida y feliz. ¡Oh, sí, hombrecito rubio, tan agradecida y feliz!