El Basurero de Oro en sus horas más bajas
A la hora de desayunar, la mesa del señor Boffin generalmente era muy agradable, y siempre la presidía Bella. En el caso del Basurero de Oro, como si cada nuevo día lo comenzara con su sano carácter natural y necesitara estar despierto unas cuantas horas para regresar a la corruptora influencia de su fortuna, nada ensombrecía su cara ni su humor a esa hora temprana. En esos momentos habría sido fácil creer que en él nada había cambiado. Era con el transcurrir del día que se formaban las sombras, y se oscurecía el brillo de la mañana. Se habría podido decir que las sombras de la avaricia y la desconfianza se alargaban con el alargarse de su propia sombra, y que la noche se cerraba gradualmente en torno a él.
Pero una mañana que se recordaría mucho tiempo después, era negra medianoche cuando el Basurero de Oro se presentó a desayunar. La transformación de su carácter nunca había sido tan evidente. Su comportamiento con el secretario fue tan insolente y arrogante que este se levantó y abandonó la mesa a medio desayunar. La mirada que el señor Boffin le dirigió al secretario fue tan astutamente maligna que Bella se habría quedado estupefacta e indignada aun cuando el señor Boffin no hubiese llegado al extremo de amenazar secretamente a Rokesmith con el puño cerrado cuando este cerró la puerta. Esa desdichada mañana, de todas las mañanas del año, fue la posterior a la entrevista del señor Boffin con la señora Lammle en el carruaje de esta.
Bella miró a la señora Boffin en busca de un comentario o una explicación al tormentoso humor de su marido, pero no encontró ni una cosa ni otra. Todo lo que pudo leer fue que ella la observaba con angustia y pesar. Cuando se quedaron las dos solas (cosa que no ocurrió hasta mediodía, pues el señor Boffin permaneció largo rato sentado en su sillón, de vez en cuando levantándose y recorriendo la sala de desayunar con el puño apretado y farfullando), Bella, consternada, le preguntó qué ocurría, qué iba mal.
—Se me ha prohibido contártelo, Bella querida; no debo decírtelo —fue todo lo que le respondió.
Y, sin embargo, cada vez que, presa del asombro y la consternación, levantaba los ojos hacia la señora Boffin, veía cómo esta la seguía observando con la misma angustia y pesar.
Abrumada por la sensación de que asomaban dificultades en el horizonte, y ensimismada en sus especulaciones de por qué la señora Boffin la miraba como si ella tuviera algo que ver en lo que ocurría, a Bella la mañana se le hizo larga y deprimente. Fue ya avanzada la tarde, hallándose Bella en su habitación, cuando un criado le llevó un mensaje del señor Boffin rogándole que fuera a verlo.
Encontró a la señora Boffin sentada en un sofá y a su marido trazando caminos en el suelo. Al ver a Bella se detuvo, le hizo seña de que se acercara y pasó el brazo de ella por el suyo.
—No te alarmes, querida —dijo amablemente—, no estoy enfadado contigo. ¡Pero si estás temblando! No te alarmes, querida Bella. Yo me encargaré de que se te dé una reparación.
«¿Una reparación?», se dijo Bella. Y en voz alta y tono de asombro repitió:
—¿Una reparación?
—¡Sí, sí! —dijo el señor Boffin—. Una reparación. Que venga el señor Rokesmith, señor.
Bella se habría quedado sumida en el desconcierto si hubiera habido pausa para ello; pero el criado encontró al señor Rokesmith enseguida, y este se presentó de inmediato.
—¡Cierre la puerta, señor! —dijo el señor Boffin—. Tengo que decirle algo que, imagino, no le gustará oír.
—Lamento responderle, señor Boffin, que es muy probable —contestó el secretario cuando, tras cerrar la puerta, se volvió y lo tuvo de cara.
—¿A qué se refiere? —le gritó el señor Boffin.
—Quiero decir que ya no es ninguna novedad oír de sus labios cosas que preferiría no oír.
—¡Oh! Pues a lo mejor es algo que podemos cambiar —dijo el señor Boffin, con un amenazador balanceo de cabeza.
—Eso espero —replicó el secretario.
Permaneció callado y respetuoso; aunque también, se dijo Bella (y le agradó pensarlo), sin perder su dignidad varonil.
—Y ahora, señor —dijo el señor Boffin—, fíjese en esta joven que llevo del brazo.
Cuando Bella oyó esa repentina referencia a su persona, levantó los ojos de manera involuntaria, y estos se toparon con los del señor Rokesmith, al que vio pálido y un tanto agitado. A continuación su mirada pasó a la señora Boffin, y vio en ella la misma expresión que antes. Y en un fogonazo eso la iluminó, y comenzó a entender lo que había hecho.
—Le digo, señor —repitió el señor Boffin—, que se fije en esta joven que llevo del brazo.
—Ya lo hago —dijo el secretario.
Cuando su mirada se posó por un momento en la de Bella, ella creyó ver un cierto reproche. Pero es posible que el reproche estuviera en su propio interior.
—¿Cómo se atreve, señor —dijo el señor Boffin—, a abordar a esta joven con intenciones indecorosas a mis espaldas? ¿Cómo se atreve a salirse de su posición, y de su lugar en esta casa, para acosar a esta joven con galanterías deshonrosas?
—Debo declinar responder a unas preguntas —dijo el secretario— formuladas de manera tan ofensiva.
—¿Se niega a responder? —replicó el señor Boffin—. ¿Se niega a responder, pues? Entonces yo le diré qué es eso, Rokesmith; yo contestaré por usted. Este asunto tiene dos aspectos, y los trataré por separado. El primer aspecto es la pura insolencia. Ese es el primero. —El secretario sonrió con cierta amargura, como si hubiera dicho: «Ya veo y ya entiendo»—. Fue pura insolencia por su parte, le digo —dijo el señor Boffin—, pensar siquiera en esta joven. Esta joven que está tan por encima de usted. Esta joven no es para usted. Esta joven busca una boda de dinero, y tiene todos los requisitos para ello, y usted no tiene dinero.
Bella inclinó la cabeza y pareció alejarse un poco del brazo protector del señor Boffin.
—Me gustaría saber quién es usted —añadió el señor Boffin— para haber tenido la audacia de ir detrás de esta joven. Esta joven estaba observando el mercado en busca de una buena oferta; no para que se la lleve alguien que no tiene dinero que ofrecer; nada con qué comprar.
—¡Oh, señor Boffin! ¡Por favor, señora Boffin, diga algo en mi favor! —murmuró Bella, soltándose el brazo y cubriéndose la cara con las manos.
—Anciana, no digas nada —dijo el señor Boffin, adelantándose a su mujer—. Bella, querida mía, no te aflijas, yo haré que te den una reparación.
—¡Pero no me está dando ninguna reparación! —exclamó Bella, con gran énfasis—. ¡Lo único que hace es ofenderme!
—No te aflijas, querida, no te aflijas —repuso el señor Boffin en tono complaciente—. Yo le leeré la cartilla a este joven. ¡Y usted, Rokesmith! No puede negarse a escucharme, ni a responderme. Ya me ha oído decirle que el primer aspecto de su conducta era la insolencia. La insolencia y la presunción. Contésteme a una cosa, si puede. ¿No se lo dijo ella misma?
—¿Se lo dije, señor Rokesmith? —preguntó Bella aún cubriéndose la cara—. ¡Conteste, señor Rokesmith! ¿Se lo dije?
—No se atormente, señorita Wilfer. Ahora ya poco importa.
—¡Ah! ¡No puede negarlo, lo ve! —exclamó el señor Boffin sacudiendo la cabeza, como si no se le escapara nada.
—¡Pero ya le pedí que me perdonara —gritó Bella—, y ahora se lo volvería a pedir otra vez, de rodillas, si pudiese ahorrarle todo esto!
En ese momento la señora Boffin rompió a llorar.
—¡Anciana, deja de hacer ese ruido! —dijo el señor Boffin—. Tienes muy buen corazón, Bella, pero estoy decidido a acabar de cantarle las cuarenta a este joven, ahora que lo tengo acorralado. Y ahora, Rokesmith, ya le he dicho cuál era uno de los aspectos de su conducta: la insolencia y la presunción. Y ahora llego al otro, que es mucho peor. Ha obrado de manera interesada.
—Lo niego indignado.
—De nada le sirve negarlo; tanto da que lo niegue o no; tengo una cabeza sobre los hombros, y no es la de un recién nacido. ¡Bueno! —dijo el señor Boffin, enfrascándose en su actitud más suspicaz y arrugando la cara en un mapa de curvas y recodos—. ¿Es que no sé yo que cuando alguien tiene dinero todos quieren quitárselo? Si no tuviera los ojos abiertos y los bolsillos abrochados, ¿no acabaría en el asilo de pobres antes de darme cuenta? ¿No fue la experiencia de Dancer, de Elwes, y Hopkins, y Blewbury Jones, y la de tantos otros, parecida a la mía? ¿Acaso no todo el mundo quería quedarse con lo que tenían, y arrastrarlos a la pobreza y la ruina? ¿Acaso no se vieron obligados a esconder todo lo que les pertenecía por miedo a que se lo quitaran? Naturalmente que sí. ¡Luego me dirán que no conocían la naturaleza humana!
—¡Ellos! ¡Pobres desdichados! —murmuró el secretario.
—¿Qué ha dicho? —le espetó el señor Boffin—. De todos modos, no hace falta que se tome la molestia de repetirlo, pues no merece la pena escucharlo, y yo no me lo voy a tragar. Voy a desvelarle su plan a esta señorita; voy a mostrarle a esta señorita su lado oculto, y nada de lo que diga podrá evitarlo. (Y ahora, escucha, Bella querida). Rokesmith, es usted una persona necesitada. Le recogí en la calle. ¿Es verdad o no?
—Adelante, señor Boffin; no apele a mí.
—Que no apele a usted —repuso el señor Boffin, como si no lo hubiese hecho—. ¡No, desde luego que no! Apelar a usted, eso sí que sería raro. Como estaba diciendo, es usted una persona necesitada a la que recogí en la calle. Se me acerca por la calle y me pide que le contrate de secretario, y le contrato. Muy bien.
—Muy mal —farfulló el secretario.
—¿Qué ha dicho? —volvió a espetarle el señor Boffin.
No hubo respuesta. El señor Boffin, tras observarlo con una cómica expresión de frustrada curiosidad, estaba a punto para continuar.
—Este tal Rokesmith es una persona necesitada a la que contrato de secretario en medio de la calle. Este tal Rokesmith está al corriente de todos mis asuntos, y sabe que voy a asignarle una cantidad de dinero a esta joven. «¡Ajá!», dice el tal Rokesmith. —En ese punto el señor Boffin se dio un golpe en la nariz con el índice, y repitió el golpe varias veces con aire furtivo, como si su nariz personificara la secreta confabulación de Rokesmith—. «¡Menudo botín! ¡A por ella!» Y así es como este tal Rokesmith, ávido y codicioso, se arrastra a cuatro patas hacia el dinero. No lo había calculado tan mal, pues si esta joven hubiera tenido menos espíritu, o menos juicio, y seguido la vena romántica, ¡por san Jorge que le habría salido bien y habría sacado una buena tajada! Pero por desgracia ella pudo con él, y en qué posición ha quedado el señor Rokesmith ahora que ha sido descubierto. ¡Ahí lo tenéis! —dijo el señor Boffin, dirigiéndose al propio Rokesmith con ridícula incoherencia—. ¡Miradle!
—Sus desafortunadas sospechas, señor Boffin… —comenzó a decir el secretario.
—Para usted sí que son desafortunadas, se lo aseguro —dijo el señor Boffin.
—… nadie puede combatirlas, y no voy a emprender yo una tarea tan condenada al fracaso. Pero le diré algo que sí que es verdad.
—¡Ya! Como si la verdad le importara mucho —dijo el señor Boffin chasqueando los dedos.
—¡Noddy! ¡Amor mío! —objetó su esposa.
—Anciana, no digas nada —replicó el señor Boffin—. Le digo a Rokesmith, aquí presente, que poco le importa la verdad. Y se lo repito: poco le importa la verdad.
—Como nuestra vinculación ha terminado, señor Boffin —dijo el secretario—, muy poca importancia tiene para mí lo que me diga.
—¡Oh! Es tan inteligente —replicó el señor Boffin con una mirada astuta— que ha descubierto que nuestra vinculación ha terminado, ¿eh? Pero usted a mí no me toma la delantera. Mire lo que tengo en la mano. Es su liquidación por despido. Aquí soy yo el que lleva la iniciativa. Usted no me la va a quitar. No finja que es usted quien renuncia. Soy yo quien le despide.
—Con tal de irme —observó el secretario, apartando a un lado la cuestión con un gesto de la mano—, me es todo uno.
—Ah, ¿sí? —dijo el señor Boffin—. Pues para mí no es uno, sino dos, deje que se lo diga. Permitir que un sujeto que se ha visto descubierto se despida es una cosa; despedirle por insolencia y presunción, y por planear quedarse con el dinero de su patrón, es otra. Y una cosa y otra son dos, no una. (Anciana, no intervengas. No digas nada).
—¿Ya ha dicho todo lo que quería decirme? —preguntó el secretario.
—No lo sé —contestó el señor Boffin—. Depende.
—¿Se le ocurre alguna otra expresión subida de tono que quiera dedicarme?
—Lo pensaré cuando me venga bien a mí —dijo el señor Boffin de manera obstinada—, no a usted. Quiere decir la última palabra, pero a lo mejor no me conviene concedérsela.
—¡Noddy! ¡Mi querido Noddy! ¡Hablas con tanta severidad…! —exclamó la pobre señora Boffin, sin que la pudieran reprimir.
—Anciana —dijo su marido, pero sin acritud—, si te metes donde no te llaman, cogeré un cojín, te pondré encima y te sacaré de la habitación. ¿Qué desea decir, Rokesmith?
—A usted, nada. Pero a la señorita Wilfer y a su amable esposa, unas palabras.
—Pues suéltelas —replicó el señor Boffin—, y abrevie, pues ya le hemos oído bastante.
—He soportado mi falsa posición en esta casa —dijo el secretario sin levantar la voz— para no verme separado de la señorita Wilfer. Estar cerca de ella ha sido para mí una recompensa diaria que ha justificado incluso el inmerecido trato que he recibido y la degradación a que en ocasiones me ha visto sometido. Desde que la señorita Wilfer me rechazó, no he vuelto a insistir en mis pretensiones, que yo sepa al menos, ni de palabra ni de mirada. Pero no han cambiado mis sentimientos hacia ella, a no ser, si me perdona que se lo diga, para volverse más intensos que antes, y más sólidos.
—¡Hay que ver, fijaos cómo este tipo habla de la señorita Wilfer cuando solo piensa en libras, chelines y peniques! —exclamó el señor Boffin, con un guiño malicioso—. ¡Fijaos cómo este sujeto hace que las palabras señorita Wilfer pasen a significar libras, chelines y peniques!
—Mis sentimientos por la señorita Wilfer no son algo que me avergüence —añadió el secretario, sin dignarse hacerle caso—. Lo confieso. La amo. Allí donde vaya cuando, dentro de poco, abandone esta casa, mi vida será vacía sin ella.
—Sin las libras, chelines y peniques, quiere decir —añadió el señor Boffin con otro guiño.
—Que sea incapaz de obrar de manera calculadora —prosiguió el secretario aún sin hacerle caso—, o de pensar de manera calculadora, en relación con la señorita Wilfer, no es mérito mío, porque cualquier trofeo que pueda albergar mi fantasía sería insignificante a su lado. Si fuera una mujer de la mayor riqueza o del mayor rango social, serían importantes solo en la medida en que la alejarían aún más de mí, y me dejarían aún más desesperanzado, si eso es posible. Pongamos —observó el secretario, mirando a los ojos a su antiguo patrón—, pongamos que con una palabra ella pudiera privar al señor Boffin de su fortuna y apoderarse de ella; con ello, para mí no tendría más valor del que tiene ahora.
—¿Qué piensas, anciana —preguntó el señor Boffin, volviéndose hacia su esposa en tono de chanza—, del tal Rokesmith y de su amor a la verdad? No hace falta que digas lo que piensas, querida, porque no quiero que intervengas, pero puedes pensar lo que quieras. En cuanto a lo de apoderarse de mi fortuna, él, tenlo por seguro, no lo haría si pudiera.
—No —replicó el secretario, mirándolo fijamente.
—¡Ja, ja, ja! —se rió el señor Boffin—. Suelte sus trolas mientras pueda.
—Por un momento me he desviado de lo que quería decir —dijo el secretario—. Comencé a interesarme por la señorita Wilfer la primera vez que la vi; incluso antes, cuando solo había oído hablar de ella. De hecho, fue la razón por la que abordé al señor Boffin y entré a su servicio. Es algo que la señorita Wilfer no ha sabido hasta ahora. Lo menciono solo para confirmar (aunque espero que no haga falta) que soy inocente de la sórdida maquinación que se me atribuye.
—¡Hay que ver qué perro tan astuto! —dijo el señor Boffin clavándole la mirada—. Es un intrigante aún más ladino de lo que pensaba. Ved con qué paciencia, con qué método actúa. Se entera de la existencia de mi persona y de mi fortuna, y de la existencia de esta joven, y de su papel en la historia del pobre John, y suma dos y dos y se dice: «Me ganaré la confianza de Boffin, y la de esa joven, me los trabajaré a los dos a la vez, a ver qué puedo sacar». ¡Le oigo decirlo, bendito sea! ¡En fin, le miro ahora y le oigo decirlo!
El señor Boffin señaló al culpable, como si lo hubiera pillado con las manos en la masa, y se felicitó por su gran perspicacia.
—¡Pero por suerte no tuvo que vérselas con la gente que imaginaba, mi querida Bella! —dijo el señor Boffin—. ¡No! Por suerte tuvo que vérselas contigo y conmigo, y con Daniel y la señorita Dancer, y con Elwes, y con Buitre Hopkins, y con Blewbury Jones y todos los demás, y cuando caía uno aparecía otro. Ahora está derrotado; así es como está; totalmente derrotado. ¡Pensaba sacarnos el dinero a nosotros, y es él quien se ha quedado sin nada, querida Bella!
La querida Bella no dijo nada, ni dio señal de asentimiento. La primera vez que se había cubierto la cara se había dejado caer sobre una silla con las manos apoyadas en el respaldo, y desde entonces no se había movido. En ese momento hubo un breve silencio, y la señora Boffin se levantó lentamente como para dirigirse a ella. Pero el señor Boffin la detuvo con un ademán, y ella, obediente, volvió a sentarse y allí se quedó.
—Esta es su paga, señor Rokesmith —dijo el Basurero de Oro, lanzando el trozo de papel doblado que tenía en la mano hacia su ex secretario—. Me parece que puede humillarse para recogerla, después de su humillante comportamiento en esta casa.
—Esto es lo único humillante que he hecho —contestó Rokesmith al cogerlo del suelo—, y es mío, pues me lo he ganado trabajando denodadamente.
—Espero que sea de los que no tardan en hacer el equipaje —dijo el señor Boffin—, pues cuanto antes se vaya, usted y sus bártulos, mejor para todos.
—No tema que demore mi marcha.
—De todos modos —dijo el señor Boffin—, hay algo que me gustaría preguntarle antes de que se vaya con viento fresco, aunque solo sea para demostrarle a esta joven lo engreídos que son los intrigantes, al pensar que nadie va a descubrir sus contradicciones.
—Pregúnteme lo que quiera —repuso Rokesmith—, pero con la brevedad que acaba de recomendar.
—¿Finge admirar enormemente a esta joven? —dijo el señor Boffin, colocando, con aire protector, su mano sobre la cabeza de Bella sin mirarla.
—No lo finjo.
—¡Oh! Bueno. ¿Admira enormemente a esta joven… puesto que es tan cominero?
—Sí.
—¿Cómo concilia eso con el hecho de que esta joven fuera una idiota pobre de espíritu e imprevisora, ignorante de lo que merecía, que tiraba el dinero a los cuatro vientos y se encaminaba a paso vivo al asilo de pobres?
—No le entiendo.
—¿No me entiende? ¿O no quiere entenderme? ¿En qué otra cosa hubiera convertido a esta joven si hubiese escuchado sus galanterías?
—¿En qué otra cosa, si hubiese sido tan feliz de ganarme su afecto y poseer su corazón?
—¡Ganarse su afecto y poseer su corazón! —contestó el señor Boffin, con indecible desprecio—. ¡Miau dijo el gato, cuá-cuá dijo el pato, y guau-guau-guau dijo el perro! ¡Ganarse su afecto y poseer su corazón! ¡Miau, cuá-cuá, guau-guau-guau!
Tras su salida de tono, John Rokesmith se lo quedó mirando, como si comenzara a creer que se había vuelto loco.
—Lo que merece esta joven es dinero —dijo el señor Boffin—, y es algo que esta joven sabe perfectamente.
—La está calumniando.
—Usted es quien la calumnia —dijo el señor Boffin—, con tanto afecto, tanto corazón y tanta bobada. Es algo que casa perfectamente con su comportamiento. Hasta ayer por la noche no me enteré de sus manejos, pues de lo contrario puede jurar que le habría cantado antes las cuarenta. Me lo contó una dama que no vive en la inopia, y que conoce a esta joven, y yo conozco a esta joven, y los tres sabemos que lo que ella quiere obtener es dinero: dinero, dinero, dinero. ¡Y que usted y sus afectos y corazones son una mentira, señor mío!
—Señora Boffin —dijo Rokesmith, volviéndose tranquilamente hacia ella—, le doy mil gracias por su discreta y constante amabilidad. ¡Adiós! ¡Señorita Wilfer, adiós!
—Y ahora, querida —dijo el señor Boffin, volviendo a colocar la mano sobre la cabeza de Bella—, puedes empezar a sentirte cómoda, y espero que consideres que has recibido una reparación.
Pero Bella, lejos de dar la impresión de considerar eso, se apartó de su mano y de la silla, y, poniéndose en pie en medio de un llanto incontenible e incoherente, extendió los brazos y exclamó:
—¡Por favor, señor Rokesmith, antes de que se vaya, ojalá pudiera hacer que volviera a ser pobre! ¡Oh! ¡Que alguien haga que vuelva a ser pobre, o se me partirá el corazón si sigo así! ¡Papá, haz que vuelva a ser pobre y llévame a casa! Cuando vivía allí ya era mala, pero aquí he sido mucho peor. No me dé dinero, señor Boffin, no quiero dinero. Aléjelo de mí y déjeme hablar con mi buen papá, para que pueda poner mi cabeza sobre su hombro y contarle mis penas. Nadie más puede comprenderme, nadie más puede consolarme, nadie más puede saber lo indigna que soy y seguir queriéndome. Estoy mejor con mi papá que con cualquier otro. ¡Soy más inocente, más insignificante, más alegre!
Y así, gritando de manera desaforada que no soportaba más aquello, Bella dejó caer la cabeza sobre el hombro acogedor de la señora Boffin.
John Rokesmith, desde su lugar en la sala, y el señor Boffin desde el suyo, la contemplaron en silencio hasta que se quedó callada. A continuación el señor Boffin comentó, en un tono tranquilizador y de consuelo:
—Tranquila, querida, tranquila; ahora has recibido tu reparación, has quedado reparada. No me extraña lo más mínimo que estés un poco alterada por haber tenido una escena con este sujeto, pero ya ha pasado, querida, y has tenido tu reparación, y todo… ¡todo ha quedado reparado!
El señor Boffin lo repitió con enorme satisfacción, como si aquello ya no tuviera vuelta de hoja.
—¡Le odio! —exclamó Bella, encarándose repentinamente con él y dando una patada en el suelo—. ¡Y si soy incapaz de odiarle, al menos le diré que no me cae bien!
—¡CARAMBA! —exclamó el señor Boffin asombrado y entre dientes.
—¡Es usted un viejo malvado, regañón, injusto, injurioso e irritante! —gritó Bella—. Estoy furiosa por ser tan desagradecida e insultarle, pero ¡lo es, lo es, y sabe que lo es!
El señor Boffin miró pasmado hacia un lado, luego hacia el otro, comenzando a pensar que le había dado un ataque.
—Le he escuchado avergonzada —dijo Bella—. Avergonzada por mí, y por usted. Debería estar por encima de las viles calumnias de una oportunista; pero usted no está por encima de nada.
El señor Boffin, al parecer ya convencido de que aquello era un ataque, puso los ojos en blanco y se aflojó la corbata.
—Cuando vine a vivir aquí, le respetaba y le veneraba, y no tardé en quererle —dijo Bella—. Y ahora no soporto ni mirarle. No sé si debería llegar al extremo de decírselo, pero es usted… ¡es usted un monstruo!
Tras haber disparado esa flecha con un gran desgaste de energía, Bella se puso a reír y a llorar histéricamente al mismo tiempo.
—Lo mejor que le puedo desear —dijo Bella, volviendo a la carga— es que se quede sin un solo penique. Si algún amigo de verdad, alguien que le desee bien, pudiera dejarlo en la ruina, sería usted un encanto, pero ¡como rico es un demonio!
Tras lanzarle esa segunda flecha con un desgaste aún mayor de energía, Bella volvió a reír y a llorar.
—Señor Rokesmith, por favor, quédese un momento. Por favor, escuche lo que he de decirle antes de que se vaya. Lamento enormemente los reproches que le han lanzado por mi culpa. Desde lo más profundo de mi corazón, le ruego encarecidamente que me perdone.
Cuando ella dio un paso hacia él, este se apresuró hacia ella. Cuando ella le dio la mano, él se la llevó a los labios y dijo:
—¡Dios la bendiga!
Ahora no se entreveraba risa en el llanto de Bella; sus lágrimas eran puras y apasionadas.
—No hay ni una sola de las mezquinas palabras que le han dirigido (y que he oído con desdén e indignación, señor Rokesmith) que no me haya herido a mí más que a usted, pues yo las he merecido, y usted, no. Señor Rokesmith, nadie más que yo es responsable del distorsionado relato de lo que ocurrió entre nosotros aquella noche. Compartí el secreto, aun cuando me sentí furiosa conmigo por hacerlo. Fue terrible por mi parte, pero no lo hice con mala intención. Lo hice en un momento de engreimiento y estupidez, uno de mis muchos momentos, una de mis muchas horas, o años. Ya que he sido severamente castigada por ello, ¡procure perdonarme!
—Lo hago con toda mi alma.
—Gracias. ¡Gracias! No se marche antes de que le diga otra cosa, para hacerle justicia. Lo único que se le puede echar a usted en cara por haberme hablado como lo hizo aquella noche (con tanta delicadeza y paciencia que nadie más que yo se la puede reconocer y agradecer) es que se expusiera al desaire de una chica mundana y superficial que tenía pájaros en la cabeza y que era incapaz de ser digna de lo que usted le ofrecía. Señor Rokesmith, desde entonces, esa chica a menudo se ha visto a sí misma bajo una luz triste y lamentable, pero nunca tanto como ahora, cuando el tono mezquino en que ella se dirigió a usted (la chica vana y sórdida que era antes) le ha llegado de nuevo a sus oídos por boca del señor Boffin.
Rokesmith volvió a besarle la mano.
—Las palabras del señor Boffin me han parecido detestables, indignantes —dijo Bella, sobresaltando a ese caballero con otra patada en el suelo—. Es muy cierto que hubo un momento, y muy reciente, en que merecí una «reparación», señor Rokesmith, pero solo si por eso se entiende «ponerme en mi sitio»; ¡pero espero no tener que volver a merecerlo!
Él volvió a llevarse su mano a los labios, la soltó y salió de la sala. Bella regresaba apresuradamente a la silla en la que había ocultado tanto rato la cara cuando vio a la señora Boffin y se detuvo.
—Se ha ido —sollozó Bella, indignada y desesperada de cincuenta maneras simultáneas, con los brazos en torno al cuello de la señora Boffin—. ¡Ha sido vergonzosamente insultado, despedido de la manera más injusta y vil, y yo soy la causante!
Todo ese tiempo, el señor Boffin había permanecido con los ojos en blanco, la corbata floja, como si aún padeciera el ataque. Ahora, al parecer, creía estar recuperándose, pues miró un rato en línea recta, volvió a anudarse la corbata, llevó a cabo unas cuantas aspiraciones prolongadas, tragó saliva varias veces y finalmente exclamó con un profundo suspiro, como si, en general, se encontrara mejor:
—¡Bueno!
La señora Boffin no dijo ni una palabra, ni buena ni mala; pero abrazó cariñosamente a Bella, y miró a su marido como si esperara sus órdenes. El señor Boffin, sin impartir ninguna, se acomodó en un sillón delante de ellas, y allí se quedó inclinado hacia delante, con la mirada fija, las piernas separadas, una mano en cada rodilla, los codos salidos, hasta que Bella se secó los ojos y alzó la cabeza.
—Debo volver a casa —dijo Bella, levantándose apresuradamente—. Les agradezco mucho todo lo que han hecho por mí, pero no puedo seguir aquí.
—¡Mi querida niña! —protestó la señora Boffin.
—¡No, no puedo quedarme! —dijo Bella—. De verdad que no puedo. ¡Puaj! ¡Viejo depravado! —(Eso se lo dijo al señor Boffin).
—No te precipites, cariño —la instó la señora Boffin—. Piensa bien lo que haces.
—Sí, más vale que lo pienses bien —dijo el señor Boffin.
—Nunca más pensaré bien de usted —exclamó Bella, cortándole en seco, con una intensa expresión de desafío en sus cejas pequeñas y expresivas, y cada uno de sus hoyuelos paladín del ex secretario—. ¡No! ¡Nunca más! El dinero le ha convertido el corazón en piedra. Es un avaro con el alma helada. Es peor que Dancer, peor que Hopkins, peor que Blackberry Jones, peor que cualquiera de esos desgraciados. ¡Y le diré más! —añadió Bella, comenzando a llorar de nuevo—. ¡No se merece en absoluto a ese caballero que acaba de perder!
—Vaya, espero que no dirás en serio, Bella —objetó lentamente el Basurero de Oro—, que te pones de parte de Rokesmith y en mi contra.
—¡Pues sí! —dijo Bella—. Es un millón de veces mejor que usted.
Estaba muy guapa, aunque muy furiosa, cuando se levantó en toda su estatura (y no era extremadamente alta) y repudió completamente a su protector con una altiva sacudida de su brillante melena castaña.
—Preferiría que él me tuviera en buen concepto —dijo Bella—, aunque hubiera de barrer las calles para ganarse la vida, que no usted, aunque lo salpicara de barro con las ruedas de un carruaje de oro puro. ¡Qué le parece!
—¡Hay que ver! —exclamó el señor Boffin, con los ojos como platos.
—Y desde hace ya tiempo, cada vez que usted creía ponerse por encima de él, yo solo le veía a usted bajo sus pies —dijo Bella—. ¡Qué le parece! Y durante todo este tiempo he visto en él al amo, y en usted al criado. ¡Qué le parece! ¡Y cada vez que lo trataba de manera vergonzosa, yo me ponía de su parte y lo amaba! ¡Qué le parece! ¡Y me jacto de ello!
Tan intensa confesión por parte de Bella tuvo su reacción, y lloró a lágrima viva con la cara sobre el respaldo de la silla.
—Escúchame —dijo el señor Boffin, en cuanto encontró una oportunidad de romper el silencio e intervenir—. Préstame atención, Bella. No estoy enfadado.
—¡Yo sí! —dijo Bella.
—No estoy enfadado —prosiguió el Basurero de Oro—, y quiero portarme bien contigo, y pasar por alto todo esto. Así que quédate donde estás, y acordemos no hablar más del asunto.
—No, no puedo quedarme aquí —dijo Bella, levantándose de nuevo presurosa—. Ni se me pasa por la cabeza quedarme aquí. Debo volver a casa para siempre.
—Vamos, no seas tonta —razonó el señor Boffin—. No hagas nada de lo que puedas arrepentirte; no hagas algo que seguro que lamentarás.
—Jamás lo lamentaré —dijo Bella—. Lo que siempre lamentaría es quedarme aquí después de lo ocurrido, y me despreciaría durante cada minuto de mi vida si lo hiciera.
—Al menos, Bella —arguyó el señor Boffin—, que no haya malentendidos. Fíjate bien antes de dar el salto. Si te quedas, no pasa nada, y todo sigue como antes. Si te vas, ya no volverás nunca.
—Sé que no puedo volver, y esa es mi intención —dijo Bella.
—No esperes que te entregue dinero alguno si nos dejas —añadió el señor Boffin—, porque no será así. ¡No, Bella! ¡Ojo! Ni una perra chica.
—¡Esperar! —dijo Bella, altiva—. ¿Cree que existe algún poder sobre la tierra que me obligue a aceptarlo si me lo entregara, señor?
Pero aquello suponía separarse de la señora Boffin, y, en medio de aquel arrebato de dignidad, aquella impresionable alma volvió a derrumbarse. Cayó de rodillas delante de aquella buena mujer, se meció sobre su pecho y lloró, y sollozó, y la estrechó entre sus brazos con todas sus fuerzas.
—¡Es usted muy noble, la más noble de las mujeres! —exclamó Bella—. No hay ser humano mejor que usted. Nunca se lo agradeceré lo suficiente, y nunca la olvidaré. Aunque me quedara sorda y ciega, seguiría viéndola y oyéndola hasta el final de mis oscuros días.
La señora Boffin lloraba a moco tendido, y la abrazaba con enorme cariño; pero no dijo una sola palabra, excepto que era su niña querida. Aunque lo dijo muchas veces, desde luego, pues no dejó de repetirlo; pero esas fueron sus únicas palabras.
Al final Bella se separó de ella, y salía llorando de la sala cuando, a su manera extraña y afectuosa, se ablandó un poco en su actitud hacia el señor Boffin.
—Me alegro mucho de haberlo insultado, señor —dijo Bella en un sollozo—, lo tenía más que merecido. Pero también lamento mucho haberlo insultado, porque usted antes era distinto. ¡Adiós!
—¡Adiós! —dijo sin más el señor Boffin.
—Si supiera cuál de sus dos manos está menos echada a perder —dijo Bella—, le pediría que me dejara tocarla por última vez. Pero no porque me arrepienta de lo que le he dicho. Pues no me arrepiento. ¡Es cierto!
—Prueba con la izquierda —dijo el señor Boffin, tendiéndosela impasible—, es la que menos uso.
—Ha sido extraordinariamente bueno y amable conmigo —dijo Bella—, y le beso la mano por eso. Pero ha sido todo lo malo que se puede ser con el señor Rokesmith, y la rechazo por eso. ¡Gracias por lo que han hecho por mí y adiós!
—Adiós —dijo el señor Boffin como antes.
Bella le puso un brazo al cuello y le besó. A continuación se fue para siempre.
Subió corriendo las escaleras, se sentó en el suelo de su habitación y lloró en abundancia. Pero declinaba el día y no tenía tiempo que perder. Abrió todos los cajones donde guardaba sus vestidos; seleccionó solo los que la habían acompañado a su llegada, dejando el resto; hizo con ellos un hatillo informe para que se lo mandaran más adelante.
—No me llevaré los otros —dijo Bella, apretando bien los nudos del hatillo en la severidad de su resolución—. Dejaré todos los regalos y empezaré de nuevo totalmente por mi cuenta.
A fin de llevar a la práctica de manera minuciosa esa resolución, se cambió el vestido que llevaba por el que vestía el día de su llegada a la imponente mansión. Incluso la capota que se puso era la que había llevado cuando se subió al carruaje de los Boffin en Holloway.
—Ahora ya estoy a punto —dijo Bella—. Es un poco doloroso, pero ya me he remojado los ojos con agua fría, y no voy a llorar más. Me has resultado muy agradable, querida habitación. Adieu! Nunca volveremos a vernos.
Mandándole un beso de despedida con los dedos, cerró suavemente la puerta y bajó la gran escalinata a paso vivo, deteniéndose y escuchando en el descenso para no encontrarse con nadie de la casa. Nadie rondaba por allí, y llegó al vestíbulo en silencio. La puerta de la habitación del ex secretario estaba abierta. Se asomó al pasar, y al ver la mesa vacía y el aspecto general del cuarto adivinó que ya se había ido. Abrió lentamente la puerta del inmenso vestíbulo, y, tras cerrarla despacio, se dio la vuelta y la besó por fuera —¡a esa insensible combinación de madera y hierro!— antes de salir de la casa a paso rápido.
—¡Has hecho bien! —dijo jadeando Bella. Al llegar a la calle siguiente aflojó el paso y anduvo más despacio—. Si me hubiera quedado aliento para volver a llorar, habría llorado otra vez. Ay, pobre y querido papá, vas a volver a ver a tu preciosa mujer de manera inesperada.