Capítulo XIII


Cría fama y échate a dormir

Fascinación Fledgeby, al quedar a solas en la contaduría, se puso a dar vueltas por el local con el sombrero ladeado, silbando, investigando los cajones y husmeando aquí y allí en busca de alguna prueba de que Riah le estafara, pero no encontró ninguna. «No es mérito suyo el que no me estafe —fue el comentario del señor Fledgeby, expresado con un guiño—, sino precaución mía». A continuación, con indolente majestuosidad, afirmó sus derechos de señor de Pubsey and Co. dando golpecitos en los taburetes y cajas con su bastón y escupiendo en el fuego, y del mismo modo se desplazó con gran dignidad hacia la ventana y se asomó a la estrecha calle, y sus ojillos observaron por encima de la persiana de Pubsey and Co. Como aquel sitio también le servía de escondite, se acordó de que estaba solo en la contaduría con la puerta abierta. Se dirigía a cerrarla, temiendo que le identificaran imprudentemente con el establecimiento, cuando alguien apareció por la puerta.

Ese alguien era la modista de muñecas, que llevaba un cestillo en una mano y la muleta en la otra. Su magnífica vista divisó al señor Fledgeby antes de que este la divisara a ella, y Fascinación se quedó paralizado en su propósito de dejarla en la calle, no tanto por el hecho de que la modista se acercara a la puerta como por el hecho de que le dedicara una salva de inclinaciones de cabeza en cuanto él la vio. La modista aprovechó esa ventaja subiendo los peldaños de la entrada con tanta velocidad que, antes de que el señor Fledgeby pudiera tomar medidas para que ella no encontrara a nadie en el local, ya estaba delante de sus narices en la contaduría.

—Espero que se encuentre bien, señor —dijo la señorita Wren—. ¿Está en casa el señor Riah?

Fledgeby se había dejado caer en una silla, con la actitud de alguien cansado ya de esperar.

—Supongo que volverá enseguida —contestó—. Se ha ido y me ha dejado esperándolo, de una manera muy extraña. ¿No la he visto antes?

—Una vez… si no estaba ciego —replicó la señorita Wren; la frase condicional en tono muy bajo.

—Jugaba a no sé qué en la azotea de la casa. Lo recuerdo. ¿Cómo está su amiga?

—Tengo más de una amiga, señor, o al menos eso espero —repuso la señorita Wren—. ¿Cuál de ellas?

—Tanto da —dijo el señor Fledgeby cerrando un ojo—. Cualquiera de sus amigas, todas sus amigas. ¿Van tirando?

Un tanto desconcertada, la señorita Wren hizo oídos sordos a la broma y se sentó en un rincón, detrás de la puerta, con su cestillo en el regazo. Al final, rompiendo un largo y paciente silencio, dijo:

—Le ruego me perdone, señor, pero estoy acostumbrada a encontrar siempre al señor Riah a esta hora, que es normalmente a la que vengo. Solo quería comprar mis pobres dos chelines de retales. A lo mejor sería usted tan amable de dejármelos coger, y volveré a mi trabajo.

—¿Dejarle que los coja? —dijo Fledgeby, volviéndose hacia ella; pues hasta ese momento había estado parpadeándole a la lumbre y palpándose la mejilla—. No se imaginará que tengo nada que ver con este sitio, ni con el negocio, ¿verdad?

—¡Suponerlo! —exclamó la señorita Wren—. Aquel día él dijo que usted era el dueño.

—¿Eso dijo ese viejo enlutado? ¿Eso dijo Riah? Bueno, dice cualquier cosa.

—Ya, pero usted también lo dijo —contestó la señorita Wren—. O al menos se comportó como si fuera el dueño, y no le contradijo al señor Riah.

—Una de sus tretas —dijo el señor Fledgeby, encogiéndose de hombros fría y desdeñosamente—. Se las sabe todas. Me dijo: «Acompáñeme a la azotea de la casa, señor, y le enseñaré a una chica guapa. Pero ¿puedo llamarle amo?». Así que subí con él a la azotea de la casa y me enseñó a la chica guapa (desde luego, era digna de verse) y me trató de amo. No sé por qué. Y creo que él tampoco. Le encantan las tretas por sí mismas, pues —añadió el señor Fledgeby, tras buscar una expresión contundente— es el que más se las sabe todas de todos los que se las saben todas.

—¡Oh, mi cabeza! —exclamó la modista de muñecas, agarrándosela con ambas manos como si se le fuese a resquebrajar—. No habla en serio, ¿verdad?

—Ya lo creo, señorita —replicó Fledgeby—, claro que hablo en serio.

Esa actitud no era solo la deliberada política que seguía Fledgeby en caso de que le sorprendiera allí algún visitante, sino también una incisiva réplica al exceso de perspicacia de la señorita Wren, así como un simpático ejemplo de su humor en relación al judío. «Como judío, tiene mala fama, y cobra por tenerla, y yo quiero sacar todo el provecho a lo que le pago». Esa era la habitual reflexión de Fledgeby en lo tocante a su negocio, y ahora se agudizaba, pues el viejo se atrevía a tener secretos con él: aunque el secreto no fuera algo que desaprobara, pues molestaba a alguien que le desagradaba.

La señorita Wren ponía cara larga y seguía sentada detrás de la puerta, mirando pensativa al suelo, y un largo y paciente silencio se había vuelto a instalar entre ellos. En ese momento, la expresión del señor Fledgeby delató que a través de la parte superior de la puerta, que era de cristal, veía a alguien titubeando en la entrada del local. Al poco se oía un susurro y un golpecito, y a continuación más susurros y más golpecitos. Fledgeby no hizo caso, al final la puerta se abrió suavemente y asomó la cara marchita de un anciano simpático y menudo.

—¿El señor Riah? —dijo el visitante en un tono muy educado.

—Lo estoy esperando, señor —replicó el señor Fledgeby—. Ha salido y me ha dejado aquí. Volverá en cualquier momento. Quizá es mejor que se siente.

El caballero se sentó y se llevó la mano a la frente, como si estuviera de ánimo melancólico. El señor Fledgeby lo miró de soslayo, y pareció disfrutar con su actitud.

—Bonito día, ¿eh? —observó Fledgeby.

El caballero menudo y de cara marchita estaba tan sumido en sus abatidas reflexiones que no oyó el comentario hasta que el sonido de la voz de Fledgeby no se hubo apagado. Entonces dio un respingo y dijo:

—Le ruego que me perdone, señor. ¿Me ha dicho algo?

—He dicho —comentó Fledgeby, un poco más fuerte que antes—, que hace un bonito día.

—Le ruego que me perdone. Le ruego que me perdone. Sí.

El caballero de cara marchita se volvió a llevar la mano a la frente, y de nuevo pareció disfrutar Fledgeby con ello. Cuando el caballero dio un suspiro y abandonó aquella actitud, Fledgeby dijo con una sonrisa:

—El señor Twemlow, ¿verdad?

El anciano menudo pareció muy sorprendido.

—Tuve el placer de cenar con usted en casa de los Lammle —dijo Fledgeby—. Incluso tengo el honor de ser pariente suyo. Es de lo más inesperado encontrarnos en un sitio así; pero cuando entras en la City nunca se sabe con quién puedes tropezarte. Espero que goce de buena salud y todo le vaya bien.

Pudo haber cierta impertinencia en esas últimas palabras; por otro lado, quizá solo obedecían a la simpatía innata del señor Fledgeby. Este estaba sentado sobre un taburete, con un pie en el barrote de otro, y llevaba el sombrero puesto. El señor Twemlow se había descubierto la cabeza al asomar por la puerta, y así seguía.

El escrupuloso Twemlow, sabiendo lo que había hecho para frustrar al simpático Fledgeby, se sentía especialmente desconcertado por ese encuentro. Se encontraba todo lo incómodo que puede estar un caballero. Se sentía obligado a mostrarse envarado con Fledgeby, y le dirigió una distante inclinación de cabeza. Fledgeby empequeñeció aún más sus pequeños ojos para tomar especial nota de su actitud. La modista de muñecas seguía sentada en el rincón tras la puerta, con los ojos en el suelo y las manos cruzadas sobre el cestillo, con la muleta entre ellas, como si no prestara atención a cuanto ocurría.

—Tarda mucho —farfulló el señor Fledgeby, mirando su reloj—. ¿Qué hora tiene, señor Twemlow?

El señor Twemlow tenía las doce y diez, señor.

—Casi la misma —asintió Fledgeby—. Espero, señor Twemlow, que el motivo de su visita sea más agradable que el mío.

—Gracias, señor —dijo Twemlow.

Fledgeby volvió a empequeñecer una vez más sus ojos, mirando muy complacido a Twemlow, que con aire medroso daba unos golpecitos en la mesa con una carta doblada.

—Lo que sé de Riah —dijo Fledgeby, pronunciando su nombre con gran desdén— me lleva a creer que en esta tienda se tratan negocios desagradables. Siempre me ha parecido el usurero más agarrado y despiadado de Londres.

El señor Twemlow asintió a ese comentario con un leve y distante movimiento de cabeza. Era evidente que le ponía nervioso.

—Hasta tal punto —añadió Fledgeby— que, si no fuera por lealtad a un amigo mío, nadie me haría quedarme aquí a esperar ni un minuto más. Pero, cuando tienes amigos que sufren un revés, debes estar a su lado. Esa es mi opinión, y de acuerdo con ella actúo.

El equitativo Twemlow consideró que ese sentimiento, lo expresara quien lo expresara, exigía un cordial asentimiento.

—Tiene mucha razón, señor —repuso más animado—. Eso es obrar de manera generosa, como un hombre.

—Me alegro de que me dé su aprobación —contestó Fledgeby—. Es una coincidencia, señor Twemlow —en ese punto se bajó del taburete y avanzó hacia él— que los amigos en nombre de los cuales he venido sean los dueños de la casa en la que le conocí a usted. Los Lammle. Ella es una mujer muy atractiva y simpática, ¿verdad?

Un remordimiento de conciencia dejó pálido al amable Twemlow.

—Sí —dijo—, lo es.

—Y cuando esta mañana ha apelado a mí para que intentara cuanto estuviera en mi mano para apaciguar a su acreedor, este tal señor Riah… sobre el que desde luego tengo cierta influencia por haber intercedido a favor de otro amigo, pero ni mucho menos tanta como ella cree… cuando una mujer como ella me ha tratado de queridísimo señor Fledgeby y ha derramado lágrimas… bueno, ¿qué podía hacer?

Twemlow dijo entrecortadamente:

—No tenía más opción que venir.

—No tenía otra opción. Y he venido. Lo que no entiendo es por qué Riah —dijo Fledgeby, metiéndose las manos en los bolsillos y fingiendo sumirse en una profunda meditación— se ha puesto en pie de un salto cuando le he dicho que los Lammle le suplicaban que aplazara la ejecución del contrato de compra que tiene sobre todos sus efectos; ni por qué ha salido tan precipitadamente, diciendo que volvía enseguida; ni por qué me ha dejado aquí solo tanto rato.

El paladín Twemlow, Caballero del Corazón Sencillo, no estaba en condiciones de sugerir nada. Estaba demasiado arrepentido, sentía demasiados remordimientos. Por primera vez en la vida, había actuado bajo mano, y había obrado mal. En secreto se había entrometido en los asuntos de ese confiado joven, sin más razón que porque el proceder de ese joven era distinto del suyo.

Pero el confiado joven fue acumulando brasas al rojo sobre la sensible cabeza de Twemlow.

—Le ruego me perdone, señor Twemlow; ya ve que estoy al corriente de la naturaleza de los asuntos que se tratan aquí. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? Usted fue educado como un caballero, no como un hombre de negocios —otro toque de posible impertinencia en este lugar—, y a lo mejor no es usted un buen hombre de negocios. ¡Qué otra cosa se puede esperar!

—Soy aún peor hombre de negocios que hombre a secas, señor —contestó Twemlow—, y no creo que se pueda expresar mi deficiencia de manera más contundente. La verdad es que todavía no he acabado de entender mi posición en el asunto que me ha traído aquí. Pero hay razones que me llevan a pensármelo mucho antes de aceptar su ayuda. Me siento muy, muy, muy reacio a aprovecharla. No la merezco.

¡Qué criatura tan bondadosa e infantil! ¡Condenada a pasar por el mundo por sendas tan angostas y tan mal iluminadas, y sin ver más que cuatro motitas o puntitos de luz por el camino!

—A lo mejor —dijo Fledgeby— su orgullo le impide abordar el tema… al haber recibido una educación de caballero.

—No es eso, señor —dijo Twemlow—, no es eso. Espero poder distinguir entre el falso orgullo y el orgullo verdadero.

—Yo no tengo el menor orgullo —dijo Fledgeby—, y a lo mejor no hilo tan fino como para distinguir uno de otro. Pero sé que en este local todo hombre de negocios ha de aguzar el ingenio; y si el mío puede serle de ayuda, puede disponer de él.

—Es usted muy bueno —dijo Twemlow, titubeando—. Pero la verdad es que no me atrevo a…

—Sepa que no albergo la vanidad —prosiguió Fledgeby, mirándolo con hostilidad— de suponer que mi ingenio pueda serle de utilidad en sociedad, pero a lo mejor aquí sí. Usted cultiva la sociedad y la sociedad le cultiva a usted, pero el señor Riah no es la sociedad. En sociedad, al señor Riah se le da de lado, ¿no es cierto, señor Twemlow?

El señor Twemlow, muy agitado, con la mano aleteando delante de la frente, replicó:

—Muy cierto.

El confiado joven le rogaba que expusiera su caso. El inocente Twemlow, creyendo que lo que él pudiera revelar dejaría atónito a Fledgeby, y no concibiendo ni por un instante la posibilidad de que eso ocurriera cada día, sino más bien tratándolo como un terrible fenómeno que ocurriera tan solo en el curso de los siglos, le relató que a un amigo suyo —ahora ya fallecido—, un funcionario casado y con hijos, lo habían destinado a otra ciudad, y había necesitado dinero para mudarse, y que Twemlow «le había avalado con su nombre», con el resultado habitual, aunque casi increíble a ojos de Twemlow, de que a él le había tocado devolver el dinero que nunca había tenido. Le contó que en el curso de los años había reducido el monto pagando pequeñas sumas, «a base —dijo Twemlow—, de hacer siempre grandes economías, pues disfrutaba de una renta fija y limitada, y que además depende de la munificencia de cierto noble», y que siempre había ido pagando el interés a base de apretarse el cinturón. Que, en el curso del tiempo, había llegado a considerar esa única deuda de su vida como un regular inconveniente trimestral, y nada más, cuando «su nombre» había caído en poder del señor Riah, que le había mandado aviso de que cancelara la deuda pagándola de una sola vez, en una fuerte suma, o asumiera las terribles consecuencias. Todo eso, y también el vago recuerdo de que lo habían llevado a un despacho para «un reconocimiento de la deuda» (como recordaba que había sido la expresión), y que lo habían llevado a otro despacho, donde le hicieron un seguro de vida a favor de alguien que estaba de alguna manera relacionado con el comercio de jerez, a quien recordaba por la singular circunstancia de que tenía que deshacerse de un Stradivarius y un retrato de la Virgen María,[31] constituía la esencia del relato del señor Twemlow. En el que acechaba la sombra del temible Snigsworth, al que los prestamistas observaban desde lejos en medio de la niebla, y que amenazaba a Twemlow con su bastón de mando de barón.

Todo ello el señor Fledgeby lo escuchó con la modesta seriedad pertinente en un joven de fiar que ya lo sabía todo de antemano, y cuando acabó la narración sacudió severamente la cabeza.

—No me gusta, señor Twemlow —dijo Fledgeby—. No me gusta que Riah exija el pago del monto principal. Si está decidido a hacerlo, habrá que pagarlo.

—¿Y suponiendo que no pueda pagarlo? —dijo Twemlow con la vista humillada.

—Entonces tendrá que ir, ya lo sabe.

—¿Ir? ¿Adónde? —preguntó Twemlow con un hilo de voz.

—A la cárcel —contestó Fledgeby.

A lo cual Twemlow apoyó su inocente cabeza en la mano y gimoteó un poco al pensar en la deshonra y la aflicción.

—No obstante —dijo Fledgeby, como si quisiera levantarle el ánimo—, esperemos que no haya que llegar a eso. Si me lo permite, cuando venga el señor Riah, le mencionaré quién es usted, y le diré que es mi amigo, y diré algo en su favor, en lugar de hacerlo usted mismo. A lo mejor lo hago en términos más propios de un hombre de negocios. ¿O considera que me tomo demasiadas libertades?

—Le doy repetidamente las gracias, señor —dijo Twemlow—. Pero soy muy, muy, muy reacio a aprovecharme de su generosidad, aunque tan desamparado estoy que he de ceder. Pues no puedo sino juzgar, por decirlo con las palabras más suaves, que no he hecho nada para merecerla.

—¿Dónde puede estar? —farfulló Fledgeby, mirando de nuevo el reloj—. ¿Dónde puede haber ido? ¿Alguna vez lo ve, señor Twemlow?

—Nunca.

—Tiene pinta de judío de pies a cabeza, pero aún es más judío cuando tratas con él. Lo peor es cuando calla. Si se queda tranquilo, hemos de considerarlo muy mal presagio. No le quite el ojo cuando entre, y si está tranquilo, es mejor que abandone toda esperanza. ¡Ahí viene! Se le ve tranquilo.

Con estas palabras, que tuvieron el efecto de sumir al inofensivo Twemlow en una dolorosa agitación, el señor Fledgeby se retiró a su lugar anterior, y el anciano entró en la contaduría.

—Caramba, señor Riah —dijo Fledgeby—. ¡Creía que se había perdido!

El anciano, al ver al desconocido, se quedó totalmente inmóvil. Intuyó que su amo estaba pensando las órdenes que iba a darle, y esperó a oírlas.

—La verdad es que pensaba que se había perdido, señor Riah —dijo Fledgeby—. Bueno, ahora que le veo… ¡no, no me diga que lo ha hecho! ¡No me diga que lo ha hecho!

Con el sombrero en la mano, el anciano levantó la cabeza y miró consternado a Fledgeby mientras se esforzaba por imaginar qué nueva carga moral tendría que soportar.

—No me diga que ha salido corriendo para que nadie se le adelantase y ejecutar el contrato de venta del señor Lammle —dijo Fledgeby—. Diga que no lo ha hecho, señor Riah.

—Lo he hecho, señor —replicó el anciano en voz baja.

—¡Por todos los santos! —exclamó Fledgeby—. ¡Vamos, hombre, vamos! ¡Caramba! Sabía que era usted muy duro, señor Riah, pero jamás me imaginé que llegara a ese extremo.

—Señor —dijo el anciano, con gran desazón—. He hecho lo que me han ordenado. Yo aquí no mando. No soy más que el agente de alguien superior a mí, y ni tengo poder ni elección.

—No diga eso —replicó Fledgeby, exultante por dentro cuando el anciano extendió las manos, con la acción de recular y defenderse de la poco halagüeña idea que pudieran hacerse de él los dos observadores—. No me venga con esas, señor Riah, que ya me sé la canción. Tiene usted el derecho a cobrar sus deudas, si está decidido a ello, pero no finja lo mismo que todos los que viven de este negocio. Al menos, no conmigo. ¿Por qué iba a hacerlo, señor Riah? Ya sabe que lo sé todo de usted.

El anciano recogió el faldón de su largo abrigo con la mano que tenía libre, y le dirigió a Fledgeby una mirada de ansiedad.

—Y no —dijo Fledgeby—, se lo pido como un favor, señor Riah, no sea tan endiabladamente manso, porque ya sé lo que viene después. Mire, señor Riah. Este caballero es el señor Twemlow.

El judío se volvió hacia él y le dedicó una inclinación de cabeza. El corderito se la devolvió; cortés y aterrado.

—He fracasado de tal manera —añadió Fledgeby— intentando interceder con usted a favor de mi amigo Lammle, que prácticamente no albergo la menor esperanza de conseguir nada a favor de mi amigo (y de hecho pariente) el señor Twemlow. Pero creo que, si estuviera dispuesto a hacer un favor por alguien, sería por mí, y no quiero fracasar sin haberlo intentado, y además se lo he prometido al señor Twemlow. Señor Riah, este es el señor Twemlow. Siempre paga sus intereses, siempre a tiempo, siempre paga a su modesta manera. Veamos, ¿por qué acosa al señor Twemlow? ¡No puede tener ningún resentimiento contra él! ¿Por qué no mostrarse indulgente con él?

El anciano miró a los ojillos de Fledgeby buscando algún signo que le permitiera ser indulgente con el señor Twemlow; pero no lo halló.

—El señor Twemlow no es pariente suyo, señor Riah —dijo Fledgeby—. No es posible que quiera desquitarse de él por haber vivido como un caballero y a costa de su familia. Si el señor Twemlow desprecia los negocios, ¿qué puede importarle a usted?

—Perdóneme —interpuso la amable víctima—, pero yo no desprecio nada. Me parecería presunción.

—¡Ya lo ve, señor Riah! —dijo Fledgeby—. ¿No ha hablado bien? ¡Vamos! Lleguemos a un acuerdo en nombre del señor Twemlow.

El anciano volvió a buscar alguna señal que le autorizara a perdonar al pobre caballero. No. La intención del señor Fledgeby era torturarlo.

—Lo siento mucho, señor Twemlow —dijo Riah—. Tengo mis órdenes. No poseo autoridad para apartarme de ellas. Hay que pagar el dinero.

—¿Quiere decir todo y de una sola vez, señor Riah? —preguntó Fledgeby para que quedara bien claro.

—Todo, señor, y de una sola vez —fue la respuesta de Riah.

El señor Fledgeby negó con la cabeza en dirección a Twemlow, como si lo deplorara, y entre dientes expresó, en referencia a la venerable figura que estaba de pie ante él con la vista en el suelo:

—¡Qué monstruo de israelita está hecho!

—Señor Riah —dijo Fledgeby.

El anciano levantó los ojos una vez más hasta encontrarse con los del señor Fledgeby, aún con la esperanza de encontrar una señal de perdón.

—Señor Riah, de nada sirve ocultarlo. En el caso del señor Twemlow existe, en segundo plano, un personaje importante, y usted lo sabe.

—Lo sé —admitió el anciano.

—Y ahora me expresaré en términos puramente comerciales, señor Riah. ¿Está totalmente decidido (en términos puramente comerciales) a que ese gran personaje mencionado le ofrezca una garantía, o de lo contrario pague el dinero?

—Totalmente decidido —contestó Riah, leyendo la cara de su amo y conociendo su idioma.

—¿Sin importarle en lo más mínimo (hasta creo que lo disfruta) —dijo Fledgeby, con especial regodeo— la que se armará entre el señor Twemlow y el mencionado gran personaje?

Esa pregunta no pedía respuesta, y no la obtuvo. El pobre señor Twemlow, que había delatado los más intensos terrores imaginarios desde que el noble pariente asomara en el horizonte, se levantó con un suspiro para despedirse.

—Se lo agradezco mucho, señor —dijo, ofreciéndole a Fledgeby su mano febril—. Me ha hecho un favor inmerecido. ¡Gracias, gracias!

—No hay de qué —respondió Fledgeby—. Hasta ahora he fracasado, pero me quedo, y lo intentaré otra vez con el señor Riah.

—No se engañe, señor Twemlow —dijo el judío, dirigiéndose directamente a él por primera vez—. Para usted no hay esperanza. No espere lenidad. Debe pagarlo todo, y no se retrase, o se le cobrarán elevados recargos. No confíe en mí, señor. Dinero, dinero, dinero.

Cuando hubo dicho esas palabras de manera enfática, devolvió la inclinación de cabeza, todavía cortés, del señor Twemlow, y ese simpático don nadie de marchó con el ánimo por los suelos.

Fascinación Fledgeby estaba tan alegre cuando el señor Twemlow se fue de la contaduría que no pudo evitar dirigirse a la ventana, apoyar los brazos en el marco de la persiana y soltar una silenciosa carcajada de espaldas a su subordinado. Cuando, con el semblante más serio, se dio la vuelta, su subordinado seguía en el mismo lugar, y la modista de muñecas se hallaba sentada detrás de la puerta con una expresión de horror.

—¡Hola! —exclamó el señor Fledgeby—. Se olvidaba de esta señorita, señor Riah, que lleva un buen rato esperando. Véndale sus retales, por favor, y dele una buena cantidad, si es que por una vez se ve capaz de ser generoso.

Se quedó mirando cómo el judío llenaba el cestillo con los retales que ella solía comprar; pero, como le entró de nuevo el ramalazo alegre, se vio obligado a volverse de nuevo hacia la ventana y apoyar los brazos en la persiana.

—Toma, mi Cenicienta querida —dijo el anciano en un susurro, y con una expresión de cansancio—, ya tienes el cesto lleno. ¡Bendita seas! ¡Vete!

—No me llame Cenicienta querida —replicó la señorita Wren—. ¡Madrina cruel!

Le sacudió su enfático índice en la cara al marcharse, con la misma severidad y reproche con que se lo había agitado siempre al repelente niño grande que tenía en casa.

—¡Ya no es usted la madrina! —dijo—. ¡Es el lobo del bosque! ¡El lobo malvado! ¡Y si alguna vez venden o traicionan a mi querida Lizzie, sabré quién lo hizo!