Capítulo XII


Malas intenciones

Salió el sol, desparramándose por todo Londres, y su esplendorosa imparcialidad incluso se dignó crear unas resplandecientes chispas en las patillas del señor Lammle mientras desayunaba. Necesitado estaba el señor Lammle de alguna alegría exterior, pues por dentro tenía aspecto de estar bastante apagado, y se le veía profundamente insatisfecho.

La señora de Alfred Lammle estaba de cara a su señor. La feliz pareja de timadores, unidos por el plácido vínculo de haberse timado mutuamente, observaba el mantel con aire huraño. Reinaba una atmósfera tan sombría en la sala donde desayunaban, aunque estuviese en el lado soleado de Sackville Street, que ninguno de los proveedores de la casa, de haber mirado a través de las persianas, habría visto nada que le invitara a mandar la factura e insistir en el cobro. Aunque eso era algo que los proveedores de la familia ya habían hecho, y sin que nada los invitara a ello.

—Me parece —dijo la señora Lammle— que desde que nos casamos no has tenido nada de dinero.

—Lo que te parece que es el caso —dijo el señor Lammle— es muy posible que haya sido el caso. No pasa nada.

¿Era un diálogo exclusivo del señor y la señora Lammle, o se da en otras parejas de enamorados? En esos diálogos matrimoniales, jamás se hablaban directamente, sino a través de una presencia invisible que parecía ocupar un lugar entre ambos. ¿Es posible que los esqueletos que se guardan en el armario salgan para que se les hable en tales situaciones domésticas?

—No he visto más dinero en esta casa —le dijo la señora Lammle al esqueleto— que mi anualidad. Eso puedo jurarlo.

—No hace falta que te tomes la molestia de jurar —le dijo el señor Lammle al esqueleto—; te repito que no pasa nada. Jamás le has dado tan buen uso a tu anualidad.

—¡Tan buen uso! ¿Y de qué manera? —preguntó la señora Lammle.

—Obteniendo crédito, y viviendo bien —dijo el señor Lammle.

Es posible que el esqueleto riera desdeñoso al confiársele esa pregunta y esa respuesta; quienes sí rieron fueron la señora Lammle, y el señor Lammle.

—¿Y qué va a pasar ahora? —le preguntó la señora Lammle al esqueleto.

—Lo que viene ahora es la bancarrota —dijo el señor Lammle con la misma autoridad.

Tras esas palabras, la señora Lammle miró desdeñosa al esqueleto —pero sin trasladar la mirada al señor Lammle— y bajó la vista. Después de lo cual, el señor Lammle hizo exactamente lo mismo, y bajó la vista. En ese momento entró un criado con las tostadas y el esqueleto se retiró al armario y se encerró dentro.

—Sophronia —dijo el señor Lammle cuando el criado se hubo retirado. Y a continuación, mucho más alto—: ¡Sophronia!

—¿Y bien?

—Atiéndeme, por favor. —La miró severamente hasta que ella lo atendió, y entonces añadió—: Quiero que me aconsejes. Vamos, vamos; déjate de bobadas. Ya conoces nuestra asociación y nuestro pacto. Vamos a trabajar juntos por nuestro interés común, y tú te las sabes todas tanto como yo. Si no fuera así, no estaríamos juntos. ¿Qué vamos a hacer? Estamos en un callejón sin salida. ¿Qué vamos a hacer?

—¿No tienes ningún plan en marcha que nos dé un poco de dinero?

El señor Lammle profundizó en sus patillas para meditar, y salió de ellas sin nada.

—No; en cuanto que aventureros, estamos obligados a hacer jugadas de riesgo para conseguir fuertes ganancias, y hemos tenido una racha de mala suerte.

Ella insistió:

—No tienes nada…

Él la interrumpió:

—Tenemos, Sophronia. Tenemos. Nosotros, nosotros.

—¿No nos queda nada que vender?

—Nada de nada. Le he dado a un judío un contrato de venta de los muebles, y se los podría llevar mañana, hoy, ahora. Ya se los habría llevado, creo, de no ser por Fledgeby.

—¿Qué tiene que ver con él Fledgeby?

—Lo conocía. Me advirtió en contra de él, pero caí en sus garras. Intercedió por otra persona delante de él sin conseguir nada.

—¿Quieres decir que Fledgeby ha conseguido que se apiade de ti?

—De nosotros, Sophronia. De nosotros, de nosotros.

—¿De nosotros?

—Quiero decir que el judío aún no ha hecho lo que podía haber hecho, y que Fledgeby se atribuye el mérito de haber conseguido frenarle.

—¿Crees a Fledgeby?

—Sophronia, nunca me creo a nadie. Nunca, querida, desde que te creí a ti. Pero eso es lo que parece.

El señor Lammle, tras haberle devuelto de este modo a su mujer las sediciosas observaciones de esta al esqueleto, se levantó de la mesa —quizá para mejor ocultar una sonrisa y dos hoyuelos en la nariz—, dio una vuelta por la alfombra y se llegó hasta la estera de la chimenea.

—Si le hubiéramos colocado ese animal a Georgiana… pero en fin, eso es agua pasada.

Mientras Lammle decía eso recogiendo los faldones de su bata, de espaldas a la lumbre, y mirando a su esposa, esta se puso pálida y miró al suelo. Con la sensación de haber sido desleal, y quizá intuyendo cierto peligro para su persona —pues le tenía miedo a su esposo: incluso temía su mano o su pie, aunque él jamás la hubiera tratado de manera violenta—, se apresuró a aparentar normalidad ante él.

—Si pudiésemos pedir prestado, Alfred…

—Implorar dinero, pedirlo prestado, robarlo. Para nosotros, Sophronia, las tres cosas serían lo mismo —la interrumpió su marido.

—… Entonces, ¿podríamos capear el temporal?

—Sin duda. Para ofrecerte otra observación original e irrefutable, Sophronia, dos y dos son cuatro.

Pero al ver que ella le daba vueltas a algo en la cabeza, volvió a recoger los faldones del batín y, enrollándoselos bajo el brazo, y recogiendo sus abundantes patillas con la otra mano, se la quedó mirando en silencio.

—Es natural, Alfred —dijo Sophronia, dirigiéndole la mirada con cierta timidez—, pensar, en esta emergencia, en las personas más ricas que conocemos, y en las más simples.

—Desde luego, Sophronia.

—Los Boffin.

—Desde luego, Sophronia.

—¿Se puede hacer algo con ellos?

—¿Qué vamos a hacer con ellos, Sophronia?

Ella se puso a darle vueltas como antes, y él a contemplarla como antes.

—Naturalmente, he pensado una y otra vez en los Boffin, Sophronia —continuó el señor Lammle tras un silencio infructuoso—, pero no se me ha ocurrido nada. Están bien protegidos. Ese secretario del demonio se interpone entre ellos y… la gente distinguida.

—¿Y si pudiésemos librarnos de él? —dijo Sophronia, animándose un poco tras reflexionar un poco más.

—Piensa, Sophronia —observó su vigilante marido con aire condescendiente.

—¿Y si al quitarlo de en medio pareciera que le estamos haciendo un favor al señor Boffin?

—Piensa, Sophronia.

—Últimamente hemos comentado, Alfred, que el hombre se está volviendo muy suspicaz y desconfiado.

—Y un tacaño, querida, cosa que para nosotros es muy poco prometedora. No obstante, piensa, Sophronia, piensa.

Ella pensó y al final dijo:

—Supón que nos aprovechamos de esa tendencia en él cuya existencia ya hemos comprobado. Supón que mi conciencia…

—Y ya sabemos cómo es tu conciencia, mi alma. Dime.

—Supón que mi conciencia no me permitiera seguir callándome que esa muchacha advenediza me contó que el secretario se le había declarado. Supón que mi conciencia me obligara a repetírselo al señor Boffin.

—Eso me gusta —dijo Lammle.

—Supón que así se lo repitiera al señor Boffin, como para insinuarle que mi sensible delicadeza y honor…

—Muy buenas palabras, Sophronia.

—… Como para insinuar que nuestra delicadeza y honor —continuó, con amargo énfasis en la palabra— no nos permite ser cómplices por omisión de las intenciones mercenarias y maquinadoras del secretario, ni de una traición tan grande a la confianza de su inocente patrón. Supón que yo le hubiera impartido mi virtuosa desazón a mi excelente marido, y que él hubiera dicho, en su integridad: «Sophronia, eso es algo que debes revelarle de inmediato al señor Boffin».

—Una vez más te digo, Sophronia —observó Lammle, cambiando de pierna de apoyo—, que eso me gusta.

—Has comentado que está bien protegido —añadió Sophronia—. Yo también lo creo. Pero si lo que te he dicho condujera al despido del secretario, sería un terreno fácil de conquistar.

—Sigue con tu exposición, Sophronia. Esto empieza a gustarme muchísimo.

—Tras haberle prestado el servicio, en nuestra irreprochable rectitud, de abrirle los ojos a la traición de la persona en quien confiaba, nos deberá un favor y tendremos su confianza. Para ver si eso puede reportarnos mucho o poco, habrá que esperar… eso no puede evitarse. Probablemente le sacaremos todo el partido posible.

—Probablemente —dijo Lammle.

—¿Te parece imposible que tú llegues a reemplazar al secretario? —preguntó Sophronia con la misma calculadora frialdad.

—No es imposible, Sophronia. Podría ocurrir. En todo caso, con tacto y con el tiempo, se podría conseguir.

Ella asintió dando a entender que comprendía la insinuación, con los ojos en la lumbre.

—Señor Lammle —dijo cavilosa: no sin un leve toque irónico—: El señor Lammle estaría encantado de hacer todo cuanto esté en su mano. El señor Lammle, un hombre de negocios y también un capitalista. El señor Lammle, acostumbrado a que le confíen los asuntos más delicados. El señor Lammle, que ha manejado mi fortuna de manera tan admirable, y que, sin duda, comenzó a labrarse su reputación gracias a la ventaja de ser un hombre con propiedades y de estar más allá de la tentación y la sospecha.

El señor Lammle sonrió, e incluso le dio una palmadita en la cabeza a su mujer. En su siniestro disfrute del plan, mientras estaba de pie ante ella, convirtiéndolo en el objeto de sus reflexiones, parecía tener el doble de nariz de lo que era habitual.

Durante un rato él quedó allí meditando, y ella sentada contemplando la lumbre, casi todo cenizas, sin moverse. Pero, en cuanto el señor Lammle comenzó a hablar de nuevo, su esposa levantó la vista con una mueca de desagrado y le escuchó, como si ese doble juego que se traía no hubiera abandonado su mente, y reviviera en ella el miedo que tenía a la mano o al pie de él.

—Me parece, Sophronia, que has omitido un aspecto del tema. O no, pues las mujeres entienden a las mujeres. ¿También hemos de librarnos de la chica?

La señora Lammle negó con la cabeza.

—Ella posee un inmenso control sobre ambos, Alfred. No se puede comparar con un secretario a sueldo.

—Pero esa querida niña —dijo Lammle con una torva sonrisa— debería haber sido sincera con su benefactor y su benefactora. Esa encantadora niña debería haber depositado su confianza, sin guardarse nada, en su benefactor y su benefactora. —Sophronia volvió a negar con la cabeza—. ¡Bueno! Las mujeres entienden a las mujeres —dijo su marido, bastante decepcionado—. No insistiré. Si nos libráramos completamente de ambos a lo mejor conseguiríamos hacer fortuna. Yo encargándome de la propiedad, y mi esposa encargándose de esos dos… ¡Caramba!

Volvió a negar con la cabeza y replicó:

—Nunca se pelearán con la chica. Nunca la castigarán. Debemos aceptarla, hay que contar con ello.

—¡Bueno! —exclamó Lammle, encogiéndose de hombros—. Que así sea: tan solo recuerdo que no la necesitamos.

—La única pregunta ahora es —dijo la señora Lammle—: ¿cuándo empiezo?

—Ya estás tardando, Sophronia. Como te he dicho, nuestra situación es desesperada, y podría irse al garete en cualquier momento.

—Debo procurar ver a solas al señor Boffin, Alfred. Si su esposa está presente, tratará de quitarle hierro al asunto. Sé que, si su esposa está presente, no conseguiré encolerizarlo. Y en cuanto a la chica… puesto que voy a traicionar una confidencia suya, tampoco debe estar presente.

—¿Serviría mandarle una nota pidiendo una cita? —preguntó Lammle.

—No, de ninguna manera. Se empezarían a preguntar por qué les he escrito, y quiero cogerles totalmente desprevenidos.

—¿Lo visitarás y pedirás verlo a solas? —sugirió Lammle.

—Preferiría no hacer eso tampoco. Déjamelo a mí. Déjame disponer del coche hoy y mañana (si hoy no tengo éxito), así podré quedarme esperándolo.

Apenas acababan de rematar el plan cuando vieron pasar una figura masculina por delante de las ventanas y la oyeron llamar a la puerta y al timbre.

—Ahí está Fledgeby —dijo Lammle—. Te admira, y tiene una gran opinión de ti. Me voy. Engatúsalo para que utilice su influencia con el judío. Se llama Riah, y trabaja en Pubsey and Co.

Estas últimas palabras las dijo en voz baja, por temor a que las oyeran las erectas orejas del señor Fledgeby a través de los dos ojos de cerradura y el vestíbulo. A continuación Lammle le hizo señas al criado de que fuera discreto y subió arriba sin hacer ruido.

—Señor Fledgeby —dijo la señora Lammle, otorgándole una amistosa recepción—, ¡cómo me alegro de verle! El pobre Alfred, que en estos momentos está muy preocupado por sus asuntos, ha salido muy temprano. Querido señor Fledgeby, siéntese.

El querido señor Fledgeby se sentó y comprobó con satisfacción (o a juzgar por la expresión de su semblante, con insatisfacción) que sus patillas no habían dado nuevos retoños desde que doblara la esquina del Albany.

—Querido señor Fledgeby, no hace falta que le mencione que últimamente mi pobre Alfred está muy preocupado por sus negocios, pues me ha contado que usted le ha sido de gran ayuda en sus momentáneas dificultades, y que le ha hecho un gran favor.

—¡Vaya! —dijo el señor Fledgeby.

—Sí —dijo la señora Lammle.

—Yo creía que Lammle era reservado por lo que se refiere a sus negocios —comentó el señor Fledgeby, probando una nueva parte de la silla.

—No conmigo —dijo la señora Lammle con mucho sentimiento.

—¿De verdad? —dijo Fledgeby.

—No conmigo, querido Fledgeby. Soy su esposa.

—Sí. Yo… es lo que siempre tuve entendido —dijo el señor Fledgeby.

—Y en cuanto que esposa de Alfred, mi querido Fledgeby, ¿podría, sin que él lo autorice ni lo sepa en absoluto, como estoy seguro de que su discernimiento comprenderá, suplicarle que siga haciéndole ese gran favor, y que una vez más utilice su bien ganada influencia con el señor Riah para que este siga siendo indulgente? El nombre que he oído mencionar a Alfred, mientras se debatía en sueños, es Riah, ¿no?

—El nombre del acreedor es Riah —dijo el señor Fledgeby, con un acento inflexible en el sustantivo—. Saint Mary Axe. Pubsey and Co.

—¡Ah, sí! —exclamó la señora Lammle, entrelazando las manos con excesiva exageración—. ¡Pubsey and Co!

—La súplica del… —comenzó a decir el señor Fledgeby, y tardó tanto en encontrar la continuación que la señora Lammle le propuso:

—¿Corazón femenino?

—No —dijo el señor Fledgeby—. Del género femenino… es algo que un hombre siempre está obligado a escuchar, y ojalá eso dependiera de mí. Pero ese Riah es un tipejo, señora Lammle; ya lo creo.

—No si usted habla con él, señor Fledgeby.

—¡A fe mía que lo es! —dijo Fledgeby.

—Inténtelo. Inténtelo una vez más, queridísimo señor Fledgeby. ¡Qué no podrá hacer usted, si se lo propone!

—Gracias —dijo Fledgeby—, me halaga usted al decirlo. No me importa volver a intentarlo, si usted me lo pide. Pero, naturalmente, no respondo de las consecuencias. Riah es un tipo duro, y cuando dice que hará una cosa, la hace.

—Exactamente —exclamó la señora Lammle—, y si le dice que esperará, esperará.

(«Esta mujer es diabólicamente inteligente —se dijo Fledgeby—. Yo no había visto esa salida, pero ella la descubre y la aprovecha enseguida»).

—De hecho, querido señor Fledgeby —prosiguió la señora Lammle haciéndose la interesante—, no quiero ocultarle las esperanzas de Alfred, de quien es usted tan gran amigo, de que aparezca una lejana claridad en ese horizonte.

Esa figura retórica le pareció bastante misteriosa a Fascinación Fledgeby, que dijo:

—¿Que hay una qué en su…?

—Querido señor Fledgeby, Alfred me ha comentado esta mañana, antes de marcharse, unos planes que podrían cambiar completamente el aspecto de sus problemas actuales.

—¿De verdad? —dijo Fledgeby.

—¡Oh, sí! —En ese momento, la señora Lammle hizo entrar en juego el pañuelo—. Y ya sabe usted, querido señor Fledgeby (usted que estudia el corazón humano y estudia el mundo), lo doloroso que sería perder su posición y su crédito, cuando con un poco de habilidad se podría sortear el mal tiempo durante un breve intervalo y salvar las apariencias.

—¡Ah! —dijo Fledgeby—. Entonces, ¿cree usted, señora Lammle, que si el señor Lammle dispusiera de tiempo levantaría sus acciones? Por utilizar una expresión —explicó el señor Fledgeby como disculpándose— que se usa a menudo en la Bolsa.

—Sí, desde luego. ¡Sin la menor duda, sí!

—Eso cambia las cosas por completo —dijo Fledgeby—. Voy a ir a ver a Riah enseguida.

—¡Bendito sea, mi queridísimo señor Fledgeby!

—Nada, nada —dijo Fledgeby. Ella le tendió la mano—. La mano de una mujer encantadora y de una inteligencia superior es siempre la recompensa de una…

—¡Acción tan noble! —dijo la señora Lammle, que tenía muchas ganas de librarse de él.

—No es lo que yo iba a decir —replicó Fledgeby, que jamás, bajo ninguna circunstancia, aceptaba las expresiones que le sugerían—, pero es usted muy amable. ¿Puedo imprimir un… uno… sobre ella? ¡Buenos días!

—¿Puedo confiar en que actuará sin demora, queridísimo señor Fledgeby?

Volviendo la mirada hacia la puerta y besándole respetuosamente la mano, Fledgeby dijo:

—Puede confiar en ello.

De hecho, Fledgeby se tomó con gran celeridad su misericordiosa gestión, a paso tan vivo que sus pies parecían dotados de las alas de todos los buenos espíritus que acompañan a la Generosidad. También parecían ocupar su pecho, pues se le veía risueño y feliz. Había en su voz un trino lleno de vida cuando, al llegar a la contaduría de Saint Mary Axe, y encontrándola momentáneamente vacía, se dirigió hacia el pie de la escalera:

—Vamos, Judas, ¿qué haces ahí arriba?

El anciano apareció con su acostumbrada deferencia.

—¡Hola! —dijo Fledgeby—. ¿Qué malas intenciones te traes entre manos, Jerusalén?

El anciano le enfiló una mirada inquisitiva.

—Sí, no me engañas —dijo Fledgeby—. ¡Pecador! ¡Que te las sabes todas! ¡Qué! Vas a ejecutar esa compraventa que te hizo Lammle, ¿no? Nada te lo impedirá, ¿no? No la vas a posponer ni un minuto más, ¿no?

Como el tono y las órdenes de su amo le indicaban que actuara de inmediato, el anciano cogió el sombrero del pequeño mostrador en el que se encontraba.

—¿Alguien te ha dicho que el hombre podría salir de sus dificultades si no intervienes enseguida, eh, don Ojo Avizor? —dijo Fledgeby—. Y a ti no te conviene que salga de sus apuros, ¿no? ¿Tienes una garantía, y con eso te basta para cobrar, ¿no? ¡Oh, qué judío eres!

El anciano permaneció un instante indeciso e inseguro, como si aún fueran a impartirle más instrucciones.

—¿Me voy ya, señor? —dijo por fin en voz baja.

—¡Y me pregunta si se va! —exclamó Fledgeby—. ¡Y me lo pregunta, como si no supiera lo que se propone! ¡Y me lo pregunta, como si no se hubiese puesto ya el sombrero! ¡Y me lo pregunta, como si su afilada mirada, que corta como un cuchillo…, no estuviera ya posada en el bastón que tiene junto a la puerta!

—¿Me voy ya, señor?

—¿Que si te vas? —le soltó desdeñoso Fledgeby—. Claro que te vas. ¡Abur, Judas!