Capítulo XI


En la oscuridad

Aquella noche, mientras Eugene Wrayburn se daba la vuelta y se dormía, Bradley Headstone estaba peleado con el sueño; igual que la señorita Peecher. Bradley consumía sus solitarias horas, y a sí mismo, acechando el lugar en el que su despreocupado rival dormía a pierna suelta; y la señorita Peecher las consumía poniendo el oído para ver si el dueño de su corazón volvía a casa, y con el triste presagio de que algo grave le ocurría. No obstante, la sencilla caja de costura que contenía los pensamientos de la señorita Peecher apenas podía concebir lo que le pasaba, ya que no había en ella recovecos turbios ni sombríos. Pues aquel hombre tenía instintos asesinos.

Bradley Headstone tenía ganas de matar, y él lo sabía. Es más; las estimulaba, con una suerte de perverso placer parecido al que a veces siente un enfermo al causarse una herida en el cuerpo. Atado todo el día a tener que mostrarse disciplinado, obligado a llevar a cabo su rutina de trucos educativos, rodeado de una algarabía constante, por la noche se desataba como un animal salvaje mal amansado. Sometido a su represión diurna, era su compensación, no su apuro, echarle un vistazo a su estado nocturno, y a la libertad a la que se entregaba. Si los grandes criminales dijeran la verdad —cosa que, al ser grandes criminales, no hacen—, rara vez hablarían de su lucha contra el crimen. Su lucha es para entregarse a él. Luchan contra las olas que se les oponen para ganar la orilla sangrienta, no para huir de ella. Ese hombre comprendía perfectamente que odiaba a su rival con todas sus peores energías, y que si él lo llevaba hasta Lizzie Hexam, eso no le haría ningún bien a él, ni tampoco a ella. Se tomaba todas aquellas molestias para inflamarse al imaginar a la detestada figura en compañía de ella, gozando de su favor, allí donde ella se ocultaba. Y sabía perfectamente qué acto cometería si lo encontraba, tan bien como conocía a la madre que lo había engendrado. Admitamos que no le parecía necesario hacer mención expresa de ninguna de esas dos verdades.

Sabía igualmente que alimentaba su odio y su furia, y que la provocación y la autojustificación se iban acumulando al verse convertido en el objeto de diversión nocturna del despiadado e insolente Eugene. Sabiendo todo eso, y aún así perseverando con infinita paciencia y esfuerzo, ¿podía esa alma sombría dudar de cuál era su destino?

Desconcertado, exasperado y agotado, se demoró delante de la verja de Temple cuando se cerró detrás de Wrayburn y Lightwood, debatiendo consigo mismo si debía volver a casa o vigilar un poco más. Convencido, en sus celos, de que Wrayburn estaba en el secreto, si no es que todo era una maquinación suya, Bradley confiaba en dominar finalmente a su rival pegándose tercamente a él, como habría hecho —y había hecho a menudo— al dominar cualquier materia que apareciera en su vocación mediante un proceso igualmente lento y persistente. Al ser un hombre de pasiones rápidas e inteligencia tarda, este proceso le había servido a menudo, y volvería a servirle.

Mientras estaba apoyado en un portal, con los ojos fijos en la verja de Temple, le entró la sospecha de que quizá incluso estaba escondida en esas habitaciones. Sería otra explicación a las caminatas sin rumbo de Wrayburn, y no era imposible. Lo pensó y lo repensó, hasta que decidió subir furtivamente las escaleras, si el vigilante se lo permitía, y escuchar. Así, la demacrada cabeza suspendida en el aire cruzó la calle velozmente, como el espectro de una de las muchas cabezas que habían sido izadas sobre el vecino Temple Bar.[30]

El vigilante lo miró y le preguntó:

—¿A quién busca?

—Al señor Wrayburn.

—Es muy tarde.

—Sé que acaba de volver con el señor Lightwood hace unas dos horas. Pero, si se ha ido a la cama, le dejaré una nota en el buzón. Me esperan.

El vigilante no dijo más, pero abrió la verja, aunque no muy convencido. No obstante, al ver que el visitante se dirigía a paso vivo y sin vacilar en la dirección correcta, quedó satisfecho.

La cabeza demacrada flotó escaleras arriba, y suavemente bajó casi hasta tocar el suelo ante la puerta exterior de las habitaciones. En el interior, las puertas de las habitaciones parecían abiertas. De una de ellas llegaba la luz de las velas, y se oía un deambular de pisadas. Se oían dos voces. No se entendía lo que decían, pero eran voces de hombre. A los pocos momentos, las voces callaron, y no hubo más sonido de pisadas, y la luz de dentro se apagó. De haber podido ver Lightwood la cara que le mantenía despierto, mirando y escuchando en la oscuridad, al otro lado de la puerta mientras él hablaba, a lo mejor le habría costado más dormir durante el resto de la noche.

«No está aquí —se dijo Bradley—, pero podría haber estado». La cabeza se alzó hasta la altura que la separaba habitualmente del suelo, flotó escaleras abajo y se acercó a la verja. Había un hombre allí, de cháchara con el vigilante.

—¡Oh! —dijo el vigilante—. ¡Aquí está!

Al comprender que él era el antecedente, la mirada de Bradley fue del vigilante al hombre.

—Este hombre trae una carta para el señor Lightwood —explicó el vigilante—, y ahora le estaba mencionando que una persona acababa de subir a las habitaciones del señor Lightwood. ¿Es posible que se trate del mismo asunto?

—No —dijo Bradley mirando al hombre, al que no conocía de nada.

—No —dijo el hombre con hosquedad—. Mi carta… la ha escrito mi hija, pero es mía… Son cosas mías, y mis cosas no le interesan a nadie más.

Cuando Bradley pasó la verja con paso indeciso, oyó cómo esta se cerraba tras él, y las pisadas del hombre a su espalda.

—Perdone —dijo el hombre, que parecía haber estado bebiendo, y que, para atraer su atención, más que tocarlo tropezó con él—, pero ¿por casualidad no conoce al Otro Señor?

—¿A quién? —preguntó Bradley.

—Al Otro Señor —repuso el hombre, señalando hacia atrás con el pulgar derecho por encima del hombro derecho.

—No sé a qué se refiere.

—Ahí hay dos señores, ¿no? —lo dijo enganchando los dedos de la mano izquierda con el índice de la derecha—. Uno y uno, dos… El abogado Lightwood, mi primer dedo, es uno, ¿vale? Bueno, la cuestión es si conoce al otro, mi dedo corazón.

—Sé de él —dijo Bradley, poniendo ceño y una expresión distante— todo lo que necesito saber.

—¡Hurra! —exclamó el hombre—. Hurra por el Otro Señor. ¡Hurra por el Tercer Señor! Pienso lo mismo que usted.

—No haga tanto ruido a estas horas de la noche. ¿De qué está hablando?

—Tercer Señor —replicó el hombre, poniendo una voz ronca y confidencial—. El Otro Señor siempre me lanza pullas, porque, creo yo, soy un hombre honesto que se gana la vida con el sudor de su frente. Y él ni es honesto ni se gana así la vida.

—¿Y a mí eso qué me importa?

—Tercer Señor —replicó el hombre con un ofendido tono de inocencia—, si no quiere oír más de él, pues no oiga más. Ha empezado usted. Ha dicho, y lo ha demostrado muy claramente, que no le tiene ninguna simpatía. Pero no quiero imponer ni mi compañía ni mis opiniones a nadie. Soy un hombre honesto, eso es lo que soy. Póngame en el banquillo de los acusados… donde quiera… y yo digo: «Señor juez, soy un hombre honesto». Póngame en el estrado de los testigos… me da igual dónde… y le digo lo mismo a su señoría, y beso la Biblia. No beso el puño de la chaqueta; beso la Biblia.

Bradley Headstone, no tanto por deferencia a esos imponentes testimonios del carácter de aquel hombre como por su deseo de encontrar alguna pista que lo condujera hacia el objeto de su búsqueda, replicó:

—No se ofenda. No quería hacerlo callar. Estamos en la calle y hacía demasiado ruido; eso era todo.

—Tercer Señor —replicó el señor Riderhood, aplacado y misterioso—, ya sé lo que es hablar fuerte, y sé lo que es hablar flojo. Sería raro que no lo supiera, pues me bautizaron Roger, nombre que heredé de mi padre, que a su vez lo heredó del suyo, aunque no quiero engañarlo diciéndole que sé cuál fue el primero de la familia que lo utilizó. Y le deseo que tenga mejor salud que aspecto, pues por dentro debe de estar muy mal si se corresponde con su exterior.

Asustado por la implicación de que su cara revelaba demasiado el estado de su mente, Bradley hizo un esfuerzo por relajar el ceño. A lo mejor valía la pena saber qué asuntos tenía ese desconocido con Lightwood, o con Wrayburn, o con ambos, a una hora tan intempestiva.

—Es muy tarde para presentarse en Temple —comentó Bradley, fingiendo torpemente tranquilidad.

—¡Que me aspen —exclamó el señor Riderhood, con una ronca carcajada— si no iba a decirle esas mismísimas palabras, Tercer Señor!

—Yo pasaba por casualidad —dijo Bradley, mirando desconcertado a su alrededor.

—Y yo también —dijo Riderhood—. Pero no me importa decirle cómo. ¿Por qué iba a importarme? Soy el guardián suplente de una esclusa del río, y ayer no estaba de servicio, pero mañana trabajo.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Y he venido a Londres para tratar un asunto privado. Mi asunto privado es, primero, conseguir que me nombren guardián titular de la esclusa, y segundo denunciar a un vapor que me ahogó pasado el puente. ¡No voy a consentir que me ahoguen sin indemnizarme!

Bradley se lo quedó mirando, como si le estuviera diciendo que era un fantasma.

—El vapor —dijo Riderhood obstinadamente— volcó mi lancha y me ahogó. La intervención de otras personas consiguió revivirme; pero yo no les pedí que me revivieran, ni tampoco se lo pidió el vapor. Quiero que me paguen la vida que el vapor me arrebató.

—¿Y para eso se presentaba en las habitaciones del señor Lightwood a esa hora de la noche? —preguntó Bradley, mirándolo con desconfianza.

—Para eso y para conseguir un documento que me nombre guardián titular. Hace falta una recomendación por escrito, ¿y quién más iba a dármela? Como digo en la carta que ha escrito mi hija, con mi marca en ella para que sea legal: ¿Quién si no usted, abogado Lightwood, debe entregarme este certificado, y quién si no usted debe exigir en mi nombre la indemnización contra el vapor? Pues (como digo en la carta que lleva mi marca) usted y su amigo ya me han causado bastantes molestias. Si usted, abogado Lightwood, me hubiese apoyado con todas las de la ley, y si el Otro Señor hubiese anotado correctamente lo que decía (es lo que digo en la carta con mi marca), ahora tendría un buen porqué de dinero, y no una barcaza llena de los insultos que me dedica la gente, y no me habrían obligado a tragarme mis palabras, ¡que es una comida muy poco satisfactoria, por mucha hambre que tengas! Y ya que habla de que estamos en mitad de la noche, Tercer Señor —gruñó el señor Riderhood, concluyendo el monótono sumario de sus agravios—, fíjese en el hatillo que llevo bajo el brazo, y tenga en cuenta que regreso a mi esclusa, y que Temple me queda de camino.

La cara de Bradley Headstone se había transformado durante este último relato, y había observado a su interlocutor con más atención.

—¿Sabe —dijo Bradley tras una pausa, durante la cual caminaron el uno junto al otro— que creo que podría adivinar su nombre, si me lo propusiera?

—Demuéstrelo —fue la respuesta, acompañada de una parada y una mirada—. Pruebe.

—Se llama Riderhood.

—Que me aspen si no me llamo así —replicó aquel caballero—. Pero yo no sé el suyo.

—Eso es otra cosa —dijo Bradley—. No imaginaba que lo supiera.

Mientras Bradley seguía caminando y meditando, el bribón iba a su lado mascullando. El significado de su mascullar era: «Parece que Rogue Riderhood, por san Jorge, se ha convertido en algo de dominio público, y parece que todo el mundo se toma la libertad de manejar este nombre como si fuera el surtidor de agua de la calle». Y el significado de la meditación de Bradley era: «He aquí un instrumento. ¿Puedo utilizarlo?».

Habían recorrido Strand y entrado en Pall Mall, y ahora subían la colina hacia Hyde Park Corner; Bradley Headstone dejaba que fuera Riderhood quien marcara el paso y el rumbo. Tan lentos eran los pensamientos del maestro, y tan confuso su propósito, al no ser más que afluentes del único propósito que lo absorbía —o mejor dicho cuando, como árboles oscuros bajo un cielo de tormenta, tan solo flanqueaban la vasta perspectiva al final de la cual veía las dos figuras de Wrayburn y Lizzie, en las que tenía fija la mirada— que surcaron al menos una buena media milla antes de volver a hablar. Y aun entonces, fue solo para preguntar:

—¿Dónde está su esclusa?

—A unas veinte y pico millas… o veinticinco y pico millas, si prefiere… río arriba —fue la huraña respuesta.

—¿Cómo se llama?

—La Esclusa de la Presa del Molino de Plashwater.

—Suponga que le ofreciera cinco chelines, ¿qué haría?

—¿Que qué haría? Cogerlos —dijo el señor Riderhood.

El maestro se metió la mano en el bolsillo, sacó dos coronas y media y las puso en la palma de la mano del señor Riderhood, que se paró en una entrada que le pareció apropiada para hacerlas sonar antes de darlas por recibidas.

—Tiene usted una cualidad, Tercer Señor —dijo Riderhood, echando a andar de nuevo—, que me parece bien y es importante. No se le pudre el dinero en el bolsillo. Ahora bien —añadió cuando se hubo guardado concienzudamente las monedas en el lado de sus ropas que quedaba más lejos de su nuevo amigo—, ¿para qué es?

—Para usted.

—Bueno, eso ya lo sé —dijo Riderhood, como quien expresa una evidencia—. Y naturalmente que sé muy bien que ningún hombre en su sano juicio me lo haría devolver ahora que me lo he embolsado. Pero ¿qué quiere a cambio?

—No sé que quiera nada a cambio. O, si quiero algo, no sé qué es.

Bradley respondió con un aire imperturbable, ausente (como si hablara solo), que el señor Riderhood encontró de lo más extraordinario.

—Usted no le desea ningún bien a ese Wrayburn —dijo Bradley, soltando el nombre de una manera forzada, a regañadientes, como si lo hubiese arrastrado a ello.

—No.

—Ni yo tampoco.

Riderhood asintió y preguntó:

—¿Es por eso?

—Es tanto por eso como por cualquier otra cosa. Ya es algo coincidir en un tema que tanto ocupa los pensamientos de uno.

—Pues a usted no le conviene mucho —replicó el señor Riderhood con toda franqueza—. ¡No! De ninguna manera, Tercer Señor, y de nada sirve que quiera fingir que sí. Le digo que eso le carcome. Le carcome, lo oxida, lo envenena.

—Digamos que es cierto —replicó Bradley con un temblor en los labios—; ¿hay alguna causa?

—¡Ya lo creo que la hay, me apuesto una libra! —exclamó el señor Ridehood.

—¿No ha declarado que ese sujeto ha acumulado contra usted provocaciones, insultos y afrentas, o algo por el estilo? Lo mismo ha hecho conmigo. Todo él son afrentas e insultos viperinos, de la cabeza a la planta del pie. ¿Acaso es tan optimista o tan estúpido como para no saber que ese y el otro tratarán su solicitud con desprecio, y encenderán los cigarros con ella?

—¡No me extrañaría que lo hicieran, por san Jorge! —dijo Riderhood, enfureciéndose.

—¡Si lo hicieran, dice! Lo harán. Deje que le haga una pregunta. De usted sé algo más que su nombre; sé algo del Jefe Hexam. ¿Cuándo fue la última vez que vio a su hija?

—¿Que cuándo fue la última vez que vi a su hija, Tercer Señor? —repitió el señor Riderhood, volviéndose deliberadamente lento de comprensión a medida que el otro hablaba más deprisa

—Sí. No que hablara con ella. Que la vio… donde fuera.

Riderhood ya tenía la clave que buscaba, aunque la manejara con mano torpe. Mirando desconcertado aquella cara apasionada, como si intentara calcular una suma mentalmente, respondió lentamente:

—No la he visto… ni una vez… ni una vez desde el día en que murió el Jefe.

—¿La conocía bien de vista?

—¡Ya lo creo! Como nadie.

—¿Y le conoce también a él?

—¿Quién es él? —preguntó Riderhood, quitándose el sombrero y frotándose la frente, mientras lanzaba una lerda mirada a su interrogador.

—¡Maldito sea su nombre! ¿Tan agradable le resulta que quiere volver a oírlo?

—¡Ah! ¡Él! —dijo Riderhood, que hábilmente había vuelto a acorralar al maestro para poder fijarse de nuevo en su cara, poseída por aquella pasión maligna—. ¡A él lo reconocería entre mil!

—¿Alguna vez… —Bradley intentó preguntarlo sin perder la calma; pero aunque podía dominar la voz, la cara no se sometía—… alguna vez los ha visto juntos?

(Riderhood ahora tenía la clave entre sus dos manos).

—Los vi juntos, Tercer Señor, el día en que sacaron del río el cadáver del Jefe.

Bradley era capaz de ocultar una información reservada de los inquisitivos ojos de sus alumnos, pero no podía disimular delante del ignorante Riderhood la siguiente cuestión que anidaba en su pecho: «Será mejor que me lo preguntes con claridad si quieres que te conteste —se dijo Rogue Riderhood, obstinado—. No te responderé voluntariamente».

—¡Bueno! ¿También fue insolente con ella? —preguntó Bradley, tras debatir consigo mismo—. ¿O hizo ostentación de mostrarse amable?

—Hizo ostentación de ser extraordinariamente amable con ella —dijo Riderhood— ¡Por san Jorge! Ahora…

El que se saliera por la tangente sin duda fue natural. Bradley lo miró buscando la razón.

—Ahora que lo pienso —dijo el señor Riderhood, de manera esquiva, pues había reemplazado las palabras: «Ahora veo que está celoso», que era la frase que tenía en la cabeza—, es posible que anotara mis palabras mal a propósito, solamente por ser amable con ella.

Una finísima línea separaba al maestro de la bajeza de confirmar la sospecha de Riderhood, o del fingimiento de sospecha (pues en verdad era imposible que la albergara). Había alcanzado la bajeza de platicar e intrigar con el sujeto que había mancillado el honor de ella y el de su hermano. Llegar a lo otro no estaba muy lejos. No contestó, pero siguió andando ceñudo.

En los lentos pensamientos que lo torturaban, no acababa de entender qué podía sacar del trato con aquel hombre. Riderhood estaba ofendido con el objeto de su odio, y eso ya era algo; aunque menos de lo que suponía, pues no albergaba una rabia ni un resentimiento tan mortales como los que ardían en su pecho. El hombre la conocía, y a lo mejor, por un azar afortunado, podía verla o saber de ella; eso ya era algo: reclutar un par de ojos y oídos más. Pero era un mal hombre, y bien dispuesto a entrar en su nómina. Eso ya era algo, pues su propio estado e intención no podían ser peores, y poseer un instrumento tan afín parecía serle de algún apoyo, aunque jamás llegara a utilizarlo.

De repente se quedó inmóvil, y le preguntó a quemarropa a Riderhood si sabía dónde estaba la chica. Naturalmente, este no lo sabía. Le preguntó a Riderhood si, en caso de saber de ella, o enterarse que Wrayburn la buscaba o se veía con ella, estaría dispuesto a ir a verlo para comunicárselo, cobrando por ello. Riderhood dijo que estaría de lo más dispuesto. Dijo que estaba «en contra de los dos señores», y lo dijo con un juramento. ¿Y por qué? Porque los dos le habían impedido que se ganara la vida con el sudor de su frente.

—Entonces no tardaremos en volver a vernos —dijo Bradley Headstone después de un poco más de charla a ese propósito—. Ahí está ese camino rural, y ahí está el día. Los dos me han pillado por sorpresa.

—Pero Tercer Señor —lo instó Riderhood—, no sé dónde encontrarle.

—No importa, yo sí sé dónde encontrarlo. Vendré a su esclusa.

—Pero Tercer Señor —le instó de nuevo Riderhood—, una amistad no trae nada bueno si no se remoja. Vamos a empaparla de ron y leche, Tercer Señor.

Bradley asintió, y los dos entraron en una taberna que abría temprano, impregnada del desagradable olor del heno mohoso y la paja rancia, donde los carros que estaban de regreso, los peones de los granjeros, perros descarnados, aves de raza cervecera y ciertos pájaros nocturnos humanos que volvían a casa se solazaban cada uno a su estilo; y a ninguno de los pájaros nocturnos que rondaba por aquel fangoso bar se le pasó por alto el pájaro nocturno de plumas respetables y devorado por la pasión, el peor pájaro nocturno de todos.

El señor Riderhood sintió un repentino afecto por un carretero medio borracho que iba en su misma dirección, lo que le permitió subirse a una carreta, tumbarse sobre una pila de canastos, y seguir su camino boca arriba y con la cabeza sobre su hatillo. Entonces Bradley dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, y finalmente se adentró por calles poco transitadas, hasta que llegó a la escuela y a casa. El sol, al salir, lo encontró lavado y cepillado, metódicamente enfundado en una respetable chaqueta y chaleco negros, respetable corbata negra y pantalones de mezclilla, con su respetable reloj de plata en el bolsillo, y su respetable cadena alrededor del cuello: un cazador escolástico ataviado para salir al campo, con su jauría gañendo y ladrando en torno a él.

No obstante, más embrujado que esas desgraciadas criaturas de épocas que no nos llenan de orgullo, a quienes obligaban a acusarse de hechos imposibles contagiados por el horror y las poderosamente sugestivas influencias de la tortura, la noche anterior se había visto manejado de manera implacable por unos Espíritus Malignos que lo habían espoleado, fustigado y hecho sudar a mares. Si en la pared, en lugar de los pacíficos textos de las Sagradas Escrituras, hubiese colgado un relato de lo ocurrido aquella noche, sus alumnos más avanzados se habrían asustado y huido corriendo del maestro.