Espionaje
—Así pues, señorita Wren —dijo el señor Eugene Wrayburn—, ¿no la puedo convencer de que me vista una muñeca?
—No —replicó cortante la señorita Wren—. Si quiere una, vaya a comprarla a la tienda.
—¿Y a mi encantadora ahijada —dijo quejumbroso el señor Wrayburn— que está en Hertfordshire…
(—Trolashire, querrá decir —le interrumpió la señorita Wren).
—… la vas a tratar con la misma frialdad que al público normal y corriente, y no me reportará ninguna ventaja conocer a la modista de la Corte?
—Si le ha de reportar alguna ventaja a su encantadora ahijada… ¡y qué joya de padrino tiene!… —replicó la señorita Wren, pinchando el aire con la aguja— saber que la modista de la Corte conoce sus trucos y cómo es usted, se lo puede comunicar por correo, con mis saludos.
La señorita Wren cosía a la luz de la vela, y el señor Wrayburn, medio divertido medio molesto, sin hacer nada ni saber qué hacer, la miraba de pie junto a su banco. El revoltoso hijo de la señorita Wren estaba en un rincón del cuarto, en un estado de gran deshonra, y en esa lamentable fase de postración y temblores posterior a la ingesta alcohólica.
—¡Puaj, eres una deshonra! —exclamó la señorita Wren, atraída por el castañeteo de sus dientes—. ¡Ojalá te los tragaras todos y jugaran a dados en tu estómago! ¡Fuera, mal hijo! ¡Buuu, oveja negra!
Cada vez que ella acompañaba esos reproches con una amenazadora patada en el suelo, la lamentable criatura protestaba con un gemido.
—¡Y encima he de pagar cinco chelines por ti! —prosiguió la señorita Wren—. ¡Cuántas horas crees que me cuesta ganar cinco chelines, miserable! No llores así, o te tiro la muñeca. Tener que pagar una multa de cinco chelines por ti. ¡¿Te parece bonito?! Preferiría dárselas al basurero para que te llevara en el carro de la basura.
—No, no —suplicó la absurda criatura—. ¡Por favor!
—Este muchacho se basta para destrozar el corazón de su madre —dijo la señorita Wren, medio apelando a Eugene—. Ojalá nunca lo hubiera criado. Sería más listo que el hambre si no fuera tan tonto como el agua de cloaca. Mírele. ¡Lo que tienen que ver los ojos de una madre!
Desde luego, no solo para los ojos de una madre era lamentable, pues ni un cerdo tenía tan mal aspecto (al menos los cerdos engordan con lo que tragan y luego te los puedes comer).
—Un niño borracho y atolondrado —dijo la señorita Wren, calificándolo con gran severidad—, que no sirve para nada más que para conservarse en el licor que le destruye y para ser colocado dentro de una gran botella de cristal para que lo vean otros niños borrachos de su misma clase. Si no piensa en su hígado, ¿cómo va a pensar en su madre?
—Sí. ¡Piedad, por favor! —gritó el objeto de tan furiosos comentarios.
—¡«Por favor, por favor»! —añadió la señorita Wren—. Menos por favor. ¿Y por qué lo haces?
—No lo haré más. De verdad que no lo haré. ¡Por favor!
—¡Bah! —dijo la señorita Wren cubriéndose los ojos con la mano—. No soporto mirarte. Vete arriba y tráeme mi capota y mi chal. Sé útil para algo, chico malo, y cámbiame tu compañía por la habitación un momento.
El hombre se fue arrastrando los pies, y Eugene Wrayburn vio cómo las lágrimas asomaban entre los dedos de la pequeña criatura mientras mantenía la mano delante de los ojos. Lo lamentaba, pero su compasión no impulsaba a su indiferencia a otra cosa que no fuera sentir lástima.
—Me voy de pruebas a la ópera de Covent Garden —dijo la señorita Wren, apartando la mano al cabo de un rato, y riendo sarcástica para ocultar que estaba llorando—, y antes de irme quiero verle marcharse, señor Wrayburn. Déjeme decirle, de una vez por todas, que no le servirá de nada seguir visitándome. No me sacaría lo que quiere ni aunque trajera tenazas para arrancármelo.
—¿Tan obstinada es acerca del vestido de la muñeca de mi ahijada?
—¡Ah! —replicó la señorita Wren levantando la barbilla—. Soy así de obstinada. Y naturalmente acerca del vestido de la muñeca… o de la dirección de otra muñeca… lo que prefiera. ¡Váyase y déjelo!
Y estaba de vuelta el degradado individuo que tenía a su cargo, de pie detrás de ella con la capota y el chal.
—¡Dámelos y vuelve a tu rincón, viejo travieso! —dijo la señorita Wren al volverse y verlo—. No, no, no quiero tu ayuda. ¡Vete al rincón ahora mismo!
Aquel desgraciado se frotó el dorso de sus manos temblorosas desde las muñecas hacia abajo y se fue arrastrando los pies hasta su lugar de indignidad; pero no sin lanzarle una mirada a Eugene al pasar a su lado, acompañada de lo que pareció un gesto con el codo, si es que algún gesto de alguna extremidad o articulación podía obedecer realmente a su voluntad. Eugene no se fijó en él más de lo necesario para apartarse instintivamente de ese desagradable contacto, y, tras un desganado cumplido a la señorita Wren, pidió permiso para encender su cigarro y se marchó.
—Y ahora tú, hijo pródigo —dijo Jenny, negando con la cabeza y sacudiendo su enfático y pequeño índice en dirección a su carga—, te quedas aquí sentado hasta que yo vuelva. Como te atrevas a moverte de este rincón un solo instante mientras estoy ausente, sabré por qué lo has hecho.
Con esta admonición, apagó las velas de un soplido, dejándolo solo a la luz de la lumbre, y, tras meterse la gran llave en el bolsillo y coger el bastón, se fue.
Eugene caminaba indolente hacia Temple, fumando su cigarro, pero ya no veía a la modista de muñecas, pues iban por aceras distintas. Avanzaba pensativo, y se detuvo en Charing Cross para mirar a su alrededor, con tan poco interés en la multitud como cualquiera, e iba a ponerse en camino de nuevo cuando un objeto inesperado llamó su atención. Y el objeto era ni más ni menos que el chico malo de Jenny Wren intentando cruzar la calle.
En aquellas calles no podían existir un espectáculo más ridículo y triste que el trotar de aquel desgraciado tambaleante en su intento de adentrarse en la calzada, y cada vez retrocediendo, agobiando por el terror que le provocaban unos vehículos que estaban o muy lejos o no existían. Una y otra vez, estando el camino totalmente despejado, se ponía en marcha, llegaba a medio camino, describía una curva, se daba media vuelta y volvía al lugar de partida, cuando hubiera tenido tiempo de cruzar y volver a cruzar media docena de veces. A continuación, se quedaba temblando al borde de la acera, mirando a uno y otro lado de la calle, mientras docenas de personas lo empujaban, pasaban a su lado y seguían andando. Estimulado por fin al ver a tanta gente que cruzaba con éxito, hacía otro intento, describía otra curva, y, cuando ya estaba a punto de llegar a la otra acera, veía o imaginaba que venía algo, y volvía atrás tambaleándose. Ahí se quedaba haciendo espasmódicos preparativos como para dar un gran salto, y al final se decidía a ponerse en marcha justo en el peor momento, y los cocheros le gritaban, y retrocedía una vez más, y se quedaba en aquel lugar tembloroso, preparado para empezar de nuevo todo el ciclo.
—Tengo la impresión —comentó fríamente Eugene, tras observarlo unos minutos— de que mi amigo va a llegar tarde, si es que tiene alguna cita.
Dicho lo cual, siguió andando y no volvió a pensar en él.
Lightwood estaba en casa cuando llegó a sus habitaciones, y había cenado allí solo. Eugene acercó una silla al fuego, junto a Lightwood, que bebía vino y leía el periódico de la tarde, llevó una copa, y la llenó en un gesto de camaradería.
—Mi querido Mortimer, eres la viva imagen de la laboriosidad satisfecha, reposando (al fiado) tras una virtuosa jornada de trabajo.
—Mi querido Eugene, tú eres la viva imagen de la holgazanería insatisfecha que no descansa nunca. ¿Dónde has estado?
—Por… la ciudad —replicó Wrayburn—. Y en este momento me he presentado con la intención de consultar a mi muy inteligente y respetado procurador acerca de la situación de mis asuntos.
—Tu muy inteligente y respetado procurador es de la opinión que tus asuntos están muy mal, Eugene.
—Aunque resulta dudoso que sea inteligente decir eso —dijo Eugene con aire reflexivo— de los asuntos de un cliente que no tiene nada que perder y al que no habría manera de hacerle pagar nada.
—Has caído en manos de los judíos, Eugene.
—Mi querido muchacho —repuso el deudor, levantando su copa con gran serenidad—, tras haber caído ya en manos de algunos cristianos, lo soporto con filosofía.
—Hoy he mantenido una entrevista, Eugene, con un judío que parece decidido a apretarnos las tuercas. Todo un Shylock, y todo un patriarca. Un pintoresco viejo de pelo gris y barba gris, sombrero de canal y gabardina.
—¿No te estarás refiriendo a mi honorable amigo el señor Aaron? —dijo Eugene, dejando el brazo a medio camino mientras dejaba la copa.
—Él se denomina Riah.
—Por cierto —dijo Eugene—, ahora me acuerdo de que, sin duda con el deseo instintivo de recibirlo en el seno de nuestra iglesia, fui yo quien le puso el nombre de Aaron.
—Eugene, Eugene —replicó Lightwood—, hoy estás más ridículo que lo habitual. Di lo que tengas que decir.
—Lo único que quiero decir, mi querido colega, es que tengo el honor y el placer de conocer y tratar al patriarca que describes, y que me dirijo a él como señor Aaron, porque me parece un nombre hebreo, expresivo, apropiado y halagüeño. Y, a pesar de que existan muchas razones para que ese sea su nombre, es posible que no lo sea.
—Creo que eres el hombre más absurdo que hay sobre la tierra —dijo Lightwood, riendo.
—En absoluto, te lo aseguro.
—¿Te mencionó que me conocía?
—No. Solo dijo que esperaba que le pagaras.
—Con lo que da la impresión —observó muy gravemente Eugene— de no conocerme. Espero que no se tratara de mi honorable amigo Aaron, pues, si te he de decir la verdad, Mortimer, estoy empezando a pensar que tiene algo en mi contra. Empiezo a sospechar que algo ha tenido que ver en la desaparición de Lizzie.
—Por una fatalidad —dijo Lightwood con impaciencia—, todo parece llevarnos hasta Lizzie. Supongo que al decir que has estado «por la ciudad» te refieres a que has estado buscando a Lizzie.
—¿Sabías que mi procurador —dijo Eugene mirando el mobiliario que lo rodeaba— es un hombre de infinito discernimiento?
—¿La has estado buscando, Eugene?
—Sí, Mortimer.
—Y sin embargo, Eugene, sabes que no sientes nada por ella.
Eugene Wrayburn se levantó, se metió las manos en los bolsillos y se quedó con un pie ante la pantalla de la chimenea, balanceando indolente el cuerpo y mirando el fuego. Tras una prolongada pausa replicó:
—Eso no lo sé. Debo pedirte que no lo digas, como si lo diésemos por sentado.
—Pues, si sientes algo por ella, más aún debes dejarla en paz.
Tras otra pausa, dijo Eugene:
—Eso tampoco lo sé. Pero dime, ¿alguna vez has visto que me tomara tantas molestias por algo, antes de su desaparición? Te lo pido para saberlo.
—¡Mi querido Eugene, ojalá pudiera decirte que sí!
—¿Entonces es que no? Exacto. Eso confirma mi impresión. ¿Parece, entonces, que siento algo por ella? Te lo pido para saberlo.
—Soy yo quien te ha preguntado una cosa para saberla —dijo Mortimer en tono de reproche.
—Mi querido muchacho, ya lo sé, pero no puedo decírtelo. Estoy ansioso por saber. ¿A qué me refiero? Si el hecho de que me tome tantas molestias para recuperarla no significa que siento algo por ella, ¿qué significa? «Si Paco Pico pica un poco de pimiento picante… etcétera».
Aunque habló en tono desenfadado, su cara era de desconcierto e interrogación, como si no supiera qué pensar de sí mismo.
—Imagina lo que pasaría…
Lightwood comenzaba a reñirle cuando él se agarró a esas palabras:
—¡Ah! ¡Ya ves! Eso es exactamente lo que soy incapaz de hacer. ¡Qué agudo eres, Mortimer, al encontrar mi punto débil! Cuando íbamos juntos a la escuela, me aprendía las lecciones en el último momento, día a día y poco a poco; ahora estamos juntos en la vida de verdad, aprendo las lecciones de la misma manera. En esta tarea no he pasado de lo siguiente: estoy decidido a encontrar a Lizzie, y tengo intención de encontrarla, y para encontrarla utilizaré cualquier medio que se presente. Por las buenas o por las malas, me da igual. Te lo pido… para saberlo… ¿qué significa eso? Cuando la encuentre a lo mejor te pregunto, también para saberlo: ¿qué hago ahora? Pero en esta fase sería prematuro, y eso no va con mi carácter.
Lightwood aún negaba con la cabeza ante la manera en que su amigo había expresado todo eso (con un aire tan caprichosamente franco y discutidor que prácticamente no había manera de eludirlo) cuando en la puerta de la calle se oyó un arrastrarse de pies y unos vacilantes golpes, como si alguien tanteara en busca de la aldaba.
—La retozona juventud del barrio —dijo Eugene—, a la que siempre me encanta arrojar desde esta elevación al cementerio que hay abajo, sin ninguna ceremonia intermedia, probablemente ha apagado el farol de fuera. Hoy estoy de servicio y he de abrir.
Su amigo apenas había tenido tiempo de recordar el inaudito brillo de determinación con el que había hablado de encontrar a la chica, y que se había apagado igual que se habían apagado sus palabras, cuando Eugene regresó acompañado de un hombre que no era más que una deshonrosa sombra, vestido con ropas pringosas y llenas de manchas y temblando de pies a cabeza.
—Este interesante caballero —dijo Eugene— es el hijo (un hijo de vez en cuando difícil, pues tiene sus defectos) de una señora que conozco. Mi querido Mortimer, este es el señor Muñecas.
Eugene no tenía ni idea de cómo se llamaba, sabedor de que el nombre de la modista era supuesto, pero le presentó sin temor alguno con el primero que le vino a la cabeza.
—Deduzco, mi querido Mortimer —añadió Eugene, mientras Lightwood miraba embobado al hediondo visitante—, por la actitud del señor Muñecas (que a veces puede ser complicada), que desea comunicarme algo. Le he mencionado al señor Muñecas que nos tenemos una confianza absoluta, y le he pedido que exponga aquí sus puntos de vista.
Como el inmundo objeto se sentía muy azorado por no saber qué hacer con los restos de su sombrero, que tenía en la mano, Eugene lo arrojó hacia la puerta con displicencia y le sentó en una silla.
—Creo que será necesario darle cuerda al señor Muñecas —dijo—, antes de poder sacarle nada. ¿Brandy, señor Muñecas, o…?
—Tres peniques de ron —dijo el señor Muñecas.
Le dieron una cantidad sensatamente pequeña de alcohol en una copa de vino, y él comenzó a llevársela a la boca, con todo tipo de titubeos y giros por el camino.
—Los nervios del señor Muñecas —le comentó Eugene a Lightwood— están en bastante mal estado. Y me parece de lo más conveniente fumigarlo.
Cogió una pala de la chimenea, esparció unas brasas en ella, y de una caja que había sobre la chimenea cogió unas pastillas que colocó encima; luego, con gran tranquilidad, comenzó a mover plácidamente la pala delante del señor Muñecas, formando una cortina de humo entre él y ellos.
—¡Bendita sea mi alma, Eugene! —exclamó Lightwood, volviendo a reír—. ¡Qué loco! ¿Por qué ha venido a verte esta criatura?
—Ahora lo oiremos —dijo Wrayburn, muy atento además a su expresión—. Vamos. Hable. No tenga miedo. Diga lo que tenga que decir, Muñecas.
—¡Siñor Wrayburn! —dijo el visitante, con voz pastosa y ronca—. Es usted el siñor Wrayburn, ¿no? —Con una mirada estúpida.
—Naturalmente. Míreme. ¿Qué quiere?
El señor Muñecas se desplomó en su silla, y dijo con tristeza:
—Tres peniques de ron.
—Mi querido Mortimer, ¿me harías el favor de volver a darle cuerda al señor Muñecas? —dijo Eugene—. Yo estoy ocupado con la fumigación.
Le vertieron en la copa una cantidad parecida a la de antes, y él se la llevó a los labios con los mismos circunloquios. Tras bebérsela, el señor Muñecas, con el evidente temor a que se le acabara la cuerda a no ser que se apresurara, fue al grano.
—Siñor Wrayburn. Intenté darle un codazo, pero usted se apartó. Quiere esa dirección. Quiere saber dónde vive. ¿No es eso, siñor Wrayburn?
Lanzándole una mirada a su amigo, Eugene contestó con aire serio:
—Sí.
—Yo soy mmm… hombre —dijo el señor Muñecas, intentando golpearse el pecho, aunque dándose casi en el ojo—, mmm… lo haré. Yo soy mmm… hombre mmm… hacerlo.
—¿Es el hombre para hacer qué? —preguntó Eugene, aún serio.
—Mmm… darle la dirección.
—¿La tiene?
Con un gran esfuerzo por mantener el orgullo y la dignidad, el señor Muñecas hizo girar la cabeza unos momentos, despertando una gran expectativa, y a continuación contestó, como si fuera lo más afortunado que pudiera esperarse de él:
—No.
—¿A qué se refiere, pues?
El señor Muñecas, desplomándose en su modorra tras su reciente éxito intelectual, replicó:
—Tres peniques de ron.
—Dale un poco más de cuerda, mi querido Mortimer —dijo Wrayburn—, dale un poco más de cuerda.
—Eugene, Eugene —lo instó Lightwood en voz baja mientras le obedecía—, ¿puedes rebajarte a utilizar un instrumento como este?
—Ya te dije que la encontraría por cualquier medio —fue la respuesta, pronunciada con el brillo de determinación de antes—, por las buenas o por las malas. Estas son las malas, y lo acepto… si es que antes no me entran ganas de romperle la cabeza con el fumigador al señor Muñecas. ¿Puede obtener la dirección? ¿Se refiere a eso? ¡Hable! Si ha venido a eso, diga lo que quiera.
—Diez chelines… tres peniques de ron —dijo el señor Muñecas.
—Los tendrá.
—Quince chelines… tres peniques de ron —dijo el señor Muñecas, intentando enderezarse.
—Los tendrá. Y ahora basta. ¿Cómo conseguirá la dirección de la que habla?
—Soy mmm… hombre —dijo el señor Muñecas majestuosamente—, mmm… consigo, siñor.
—Le pregunto cómo la conseguirá.
—Me maltratan —dijo el señor Muñecas—. Me riñen de la mañana a la noche. Me llaman de todo. Ella se forra, y nunca me da los tres peniques de ron.
—Siga —le interrumpió Eugene, dándole un golpecito en la temblorosa cabeza con la pala—. ¿Qué más?
Con un digno intento de recomponerse, pero, por así decir, dejando caer media docena de partes de sí mismo en el intento de recoger una, el señor Muñecas, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, observó a su interrogador con lo que quería ser un sonrisa altiva y una mirada de desdén.
—Me trata como a un niño, señor. Y yo NO soy un niño, señor. Un hombre. Un hombre de talento. Se cruzan cartas. Cartas que trae el cartero. Fácil para un hombre de talento mmm su dirección, tanto como si fuera la suya propia.
—Entonces consígala —dijo Eugene; añadiendo en voz baja, como si le saliera del alma—: ¡Animal! Consígala, tráigamela y gánese el dinero de sesenta veces tres peniques de ron, y bébaselo todo, un vaso tras otro, y mátese bebiendo lo más deprisa que pueda.
Las últimas frases de esas órdenes las dirigió a la lumbre, mientras devolvía a las cenizas lo que había cogido de ellas y regresaba la pala a su lugar.
El señor Muñecas hizo el inesperado descubrimiento de que Lightwood le había insultado, y expresó su deseo de «ajustarle las cuentas» allí mismo, y le desafió a que se le acercara, con la generosa apuesta de un soberano contra medio penique. A continuación se puso a llorar y luego pareció que se iba a quedar dormido. Esto último fue lo más alarmante, pues implicaba la amenaza de quedarse más rato en esas habitaciones, por lo que hubo que tomar medidas drásticas. Eugene recogió su raído sombrero con las pinzas, se lo encasquetó al señor Muñecas, y, arrastrándolo por el cuello de la chaqueta —manteniéndolo a un brazo de distancia— lo llevó escaleras abajo y fuera de los límites de Fleet Street. A continuación viró hacia poniente y lo dejó allí.
Cuando volvió, Lightwood estaba de pie junto al fuego, meditando y bastante abatido.
—Me voy a lavar las manos del señor Muñecas… —dijo Eugene— físicamente, quiero decir… Enseguida estoy contigo, Mortimer.
—Preferiría —replicó Mortimer—, y con diferencia, que te lavaras las manos del señor Muñecas moralmente, Eugene.
—También lo haría —dijo Eugene—, pero ya ves, muchacho, no puedo prescindir de él.
Al cabo de un par de minutos volvía a estar en su silla, tan totalmente despreocupado como antes, y bromeaba con su amigo de que había escapado por los pelos de las proezas de su musculoso visitante.
—Este tema no me divierte —dijo Mortimer, desasosegado—. Puedes hacer que casi cualquier tema me resulte divertido, Eugene, pero este no.
—¡Está bien! —exclamó Eugene—. Me avergüenzo un poco de mí mismo, así que cambiaré de tema.
—Es todo tan deplorablemente clandestino… —dijo Mortimer—. Tan indigno de ti, encargar este vergonzoso espionaje…
—¡Ya hemos cambiado de tema! —exclamó Eugene jovialmente—. Hemos encontrado uno nuevo en esa palabra, espionaje. No seas como la estatua de la Paciencia mirando ceñudo a Muñecas desde la repisa de la chimenea, siéntate, y te contaré algo que encontrarás divertido. Coge un cigarro. Mira el mío… Lo enciendo… Aspiro… Echo el humo… Y ahí lo tienes… ¡Es Muñecas!… Se ha ido… Como Macbeth, vuelves a ser un hombre.
—Tu tema era el espionaje, Eugene —dijo Mortimer tras encender un cigarro y reconfortarse con un par de caladas.
—Exactamente. ¿No es curioso que cada vez que salgo cuando ya ha oscurecido siempre me vigile un espía, y a menudo dos?
Lightwood se quitó el cigarro de los labios sorprendido, y miró a su amigo, como con la sospecha de que en sus palabras tenía que haber una chanza o un significado oculto.
—Por mi honor, que no —dijo Wrayburn, contestando a la mirada con sonriente despreocupación—. No me extraña que te lo imagines, pero por mi honor, que no. Te lo digo en serio. Cada vez que salgo de noche me encuentro en la absurda situación de que me siguen y me observan a distancia, siempre un espía, a veces, dos.
—¿Estás seguro, Eugene?
—¿Seguro? Mi querido muchacho, siempre son los mismos.
—Pero no existe ningún proceso en tu contra. Los judíos solo amenazan. Ellos no han hecho nada. Además, saben dónde encontrarte, y yo te represento. ¿Por qué tomarse la molestia?
—¡He aquí al hombre de leyes! —observó Eugene, mirando de nuevo los muebles que lo rodeaban con un aire de indolente dicha—. He aquí la mano del tintorero, que adquiere el color de aquello en lo que trabaja… o trabajaría, si alguien le diera algo que hacer. Respetado procurador, no es eso. El maestro de escuela anda por ahí.
—¿El maestro de escuela?
—¡Sí! Y a veces son el maestro y el discípulo. ¡Hay que ver qué pronto te enmoheces en mi ausencia! ¿Todavía no lo entiendes? Aquellos sujetos que estuvieron aquí esa noche. Son los espías de que te hablo, los que me hacen el honor de acompañarme de noche.
—¿Cuánto hace que esto ocurre? —preguntó Lightwood, oponiendo una cara seria a la risa de su amigo.
—Me temo que viene ocurriendo desde que cierta persona desapareció del mapa. Probablemente llevaba ya tiempo ocurriendo cuando me di cuenta: por lo que debió de comenzar más o menos en la época de la desaparición.
—¿Crees que se imaginan que la has convencido de que se fuera?
—Mi querido Mortimer, ya conoces lo absorbentes que me resultan mis ocupaciones profesionales; no tenía tiempo para pensar en ello.
—¿Les has preguntado qué quieren? ¿Has protestado?
—¿Por qué iba a preguntarles lo que quieren, querido amigo, cuando me da igual? ¿Por qué iba a protestar, si no me molesta?
—Estás más insensato que nunca. Pero hace un momento has calificado la situación de ridícula; y la mayoría de hombres protestan contra algo así, aun aquellos que son indiferentes a todo lo demás.
—Me encanta tu lectura de mis debilidades, Mortimer. (Por cierto, esa misma palabra, Lectura, en el uso que hace la crítica, también me encanta. La lectura del personaje de una doncella que hace una actriz, la lectura de una danza que hace un bailarín, la lectura que de una canción hace un cantante, la lectura que hace del mar un pintor de marinas, la lectura de un pasaje instrumental que hace un timbal, son frases siempre deliciosas y novedosas). Te mencionaba tu percepción de mis debilidades. Confieso la debilidad de protestar por encontrarme en una posición ridícula, y por tanto traslado esa posición a los espías.
—Cómo me gustaría, Mortimer, que hablaras con un poco más de seriedad y sencillez, aunque solo fuera porque estoy más intranquilo que tú.
—Pues hablando serio y sencillo, Mortimer, estoy llevando al maestro a la locura. Lo pongo tan en ridículo, y le hago ser tan consciente de lo ridículo que es, que veo cómo su irritación y su desazón le rezuman por todos los poros cuando nos encontramos. Desde que me rechazaron de aquella manera que no hace falta recordar, esta amable ocupación ha sido el único solaz de mi vida. Me ha proporcionado un inexpresable consuelo. Hago lo siguiente: salgo a caminar cuando oscurece, ando un poco, miro en un escaparate y busco furtivamente al maestro. Tarde o temprano, veo que me vigila; a veces lo acompaña su prometedor pupilo; pero normalmente viene sin pupilo. Tras haberme asegurado de que me vigila, lo incito a que me siga por todo Londres. A veces voy hacia el este, otras hacia el norte, y en unas cuantas noches he recorrido toda la brújula. A veces ando; a veces cojo un coche, agotando la bolsa del maestro, que me sigue en un coche. En el curso del día estudio y sigo abstrusos callejones sin salida. Con misterio veneciano, por la noche busco esos callejones sin salida, me deslizo en ellos a través de oscuros patios, incito al maestro a que me siga, de repente me doy media vuelta y lo alcanzo antes de que pueda retroceder. Entonces nos quedamos cara a cara, y paso a su lado como si ni me diera cuenta de que existe, y veo que sufre atroces tormentos. De manera parecida, camino a gran velocidad por una calle corta, doblo la esquina rápidamente, y, cuando no me ve, doy media vuelta igual de rápidamente. Lo sorprendo llegando a su lugar de vigilancia, de nuevo paso a su lado como si ni me diera cuenta de que existe. Y de nuevo sufre atroces tormentos. Noche tras noche, su frustración se agudiza, pero la esperanza brota incesante en su pecho escolástico, y el día después vuelve a seguirme. Así es como disfruto de los placeres de la caza, y este saludable ejercicio me sienta muy bien. Cuando no disfruto de los placeres de la caza, sé que pasa las noches vigilando en la puerta de Temple.
—Es una historia muy extraña —observó Lightwood, que la había escuchado atento y muy serio—. No me gusta.
—Estás un poco deprimido, querido amigo —dijo Eugene—; llevas una vida demasiado sedentaria. Ven a disfrutar de los placeres de la caza.
—¿Quieres decir que crees que ahora te vigila?
—No tengo la menor duda.
—¿Lo has visto esta noche?
—Se me ha olvidado buscarlo cuando he salido hace un rato —contestó Eugene con la más serena indiferencia—, pero yo diría que allí estaba. ¡Vamos! Compórtate como un buen deportista inglés y disfruta de los placeres de la caza. Te sentará bien.
Lightwood vaciló; pero, cediendo a su curiosidad, se puso en pie.
—¡Bravo! —exclamó Eugene, poniéndose también en pie—. O, si te parece más apropiado ¡epa!, considera que he dicho ¡epa! A ver qué zapatos te calzas, Mortimer, porque vas a poner a prueba tus botas. Cuando estés listo, yo… ¿quieres que te anime con un «A por ellos, que son gigantes»?
—¿Es que no hay manera de hacerte hablar en serio? —dijo Mortimer, riendo a pesar de su circunspección.
—Siempre hablo en serio, solo que ahora estoy un poco excitado por el glorioso hecho de que un viento del sur y un cielo nuboso proclaman que es una tarde de caza. ¿Listo? Venga. Apaga la lámpara, cierra la puerta y salgamos al campo.
Mientras los dos amigos salían de Temple y aparecían en la calle, Eugene le preguntó a Mortimer, con cortés deferencia, en qué dirección le gustaría que fuera la partida de caza.
—Por Bethnal Green el terreno es bastante difícil —dijo Eugene—, y hace tiempo que no vamos en esa dirección. ¿Qué opinas de Bethnal Green? —A Mortimer le pareció bien Bethnal Green, y doblaron hacia oriente—. Cuando lleguemos al cementerio de Saint Paul —añadió Eugene—, hábilmente daremos unas cuantas vueltas y te enseñaré al maestro.
Pero los dos lo vieron antes de llegar; solo, y siguiéndolos de manera furtiva a la sombra de las casas, por la acera opuesta.
—Coge aire —dijo Eugene—, porque enseguida voy a apresurar el paso. ¿No crees que los muchachos de la alegre Inglaterra van a ver deteriorada su educación, si esto dura mucho? El maestro no puede atenderme a mí y a los chicos a la vez. ¿Has cogido aire? ¡Allá voy!
A qué velocidad iba, para dejar sin resuello al maestro; cómo de repente se paraba y caminaba indolente, para poner a prueba su paciencia de otra manera; qué caminos tan absurdos seguía, sin otro objeto que frustrarlo y castigarlo; y cómo lo agotaba mediante todos los trucos que su excéntrico humor pudiera idear; todo esto lo observaba Lightwood asombrándose de que un hombre tan despreocupado pudiera ser tan cauto, y de que siendo tan perezoso se tomara tantas molestias. Al final, en la tercera hora de los placeres de la caza, cuando habían llevado a ese pobre desgraciado que los perseguía de nuevo a la City, Eugene condujo a Mortimer por unos cuantos pasajes oscuros, hasta un pequeño patio cuadrado y casi chocan con Bradley Headstone.
—Y ya ves, como te decía —comentó Eugene en voz bien alta con total frialdad, como si nadie más les oyera—, ya ves, como te decía: sufre atroces tormentos.
En aquel momento no resultó una frase muy contundente. El maestro pasó junto a ellos en la oscuridad más con aspecto de cazado que de cazador: desconcertado, cansado, con el agotamiento de la esperanza postergada y un odio y una furia que lo consumían y se le reflejaban en la cara, los labios lívidos, la mirada desaforada, el pelo enmarañado, desgarrado por los celos y la cólera, y torturándose con la convicción de que todo eso se le notaba y ellos disfrutaban viéndolo. Era una cabeza demacrada suspendida en el aire, tan completamente su expresión anulaba su figura.
Mortimer Lightwood no era un hombre fácilmente impresionable, pero esa cara lo impresionó. Se refirió a ella más de una vez durante el resto del camino de vuelta, y también más de una vez cuando estuvieron ya en casa.
Llevaban ya dos o tres horas acostados en sus respectivas habitaciones cuando Eugene se medio despertó al oír unas pisadas, y acabó de despertarse al ver a Mortimer de pie al lado de su cama.
—¿Ocurre algo, Mortimer?
—No.
—¿Qué imaginaciones tienes, que te paseas de noche?
—Algo horrible me impide dormir.
—¡Cómo es eso!
—Eugene, no se me va de la cabeza aquella cara.
—Qué raro —dijo Eugene con una risita—. Yo ya la he olvidado.
Y se dio la vuelta y volvió a dormirse.