Capítulo IX


Alguien es objeto de una predicción

«TE DAMOS GRACIAS DE TODO CORAZÓN PORQUE HA SIDO TU VOLUNTAD LIBRAR A NUESTRA HERMANA DE LAS MISERIAS DE ESTE MUNDO DE PECADO».

Eso leía el reverendo Frank Milvey con voz no exenta de pesar, pues en su corazón sospechaba que algo había fallado entre nosotros y nuestra hermana (nuestra hermana en la Ley, la Ley de Pobres) y que a veces leemos esas palabras sobre nuestra Hermana o nuestro Hermano con profundo respeto.

Y Fangoso —a quien la valiente mujer nunca dio la espalda hasta el día en que se escapó de él, sabiendo que de otro modo él nunca se separaría de ella— era incapaz de encontrar, en su conciencia, las palabras de profundo agradecimiento que se exigían de él. Algo egoísta en Fangoso, aunque excusable, esperemos modestamente, pues nuestra hermana había sido más que su madre.

Las palabras eran leídas sobre las cenizas de Betty Higden, en una esquina del cementerio, junto al río; en un cementerio tan anónimo que no había en él más que montículos de tierra, y ni una sola lápida. A lo mejor no sería un mal negocio para los sepultureros y marmolistas, en esta época en que todo se registra, que pusiésemos una inscripción en las tumbas con cargo a los fondos públicos; así la nueva generación podría saber quién era quién: y así el soldado, el marinero, el emigrante, al volver a casa, sería capaz de identificar el lugar de reposo de su padre, madre, compañero o prometida. Pues si levantamos los ojos y decimos que son todos iguales en la muerte, así podríamos bajarlos y hacer que ese dicho fuera verdad en este mundo. ¿Sería algo sentimental, quizá? Pero como dicen ustedes, señores y caballeros e ilustres miembros de la junta, ¿no encontraremos sitio para un poco de sentimiento, si buscamos en las multitudes?

Mientras el reverendo Frank Milvey leía, a su lado estaban su menuda esposa, el secretario John Rokesmith y Bella Wilfer. Estos, además de Fangoso, eran quienes formaban el duelo junto a la humilde tumba. No se había añadido un penique al dinero que llevaba cosido en su vestido: se cumplió lo que ese honesto espíritu había proyectado desde tanto tiempo atrás.

—Se me ha metido en la cabeza —dijo Fangoso, inconsolable, apoyando la cabeza contra la puerta de la iglesia cuando todo acabó—, se me ha metido en mi condenada cabeza que a veces podría haber hecho girar la máquina más deprisa, y eso se me clava en lo más hondo.

El reverendo Frank Milvey, para consolar a Fangoso, le expuso que la mayoría de nosotros somos más o menos remisos a la hora de hacer girar nuestras respectivas máquinas —algunos, muchísimo—, y que no somos más que criaturas titubeantes, imperfectas, débiles e inconstantes.

—Ella no lo era, señor —dijo Fangoso, tomándose a mal ese sacerdotal consejo, en nombre de su benefactora—. Hablemos por nosotros, señor. Ella siempre cumplía con todos sus deberes. Se encargaba de mí, de los recogidos, de sí misma, de todo. ¡Oh, señora Higden, era usted una mujer, una madre y una secadora entre un millón de millones!

Con tan sentidas palabras, Fangoso apartó su abatida cabeza de la puerta de la iglesia, y la devolvió a la tumba de la esquina, y allí la bajó, y lloró a solas.

—No se puede decir que sea una tumba muy pobre —dijo el reverendo Frank Milvey, pasándose la mano por los ojos—, pues tiene a esa figura sencilla a su lado. ¡Más rica, diría yo, que casi todas las esculturas de la abadía de Westminster!

Lo dejaron solo y salieron por la portezuela de la verja. La noria del molino papelero se oía perfectamente, y parecía tener una lenitiva influencia en la luminosa escena invernal. Habían llegado poco antes del entierro, y Lizzie Hexam ahora les contaba lo poco que podía añadir a la carta que había remitido acompañando a la del señor Rokesmith, y en la que solicitaba instrucciones. Les relató tan solo cómo la oyó gemir, y lo que pasó después, y cómo obtuvo permiso para que sus restos descansaran en el almacén fresco, vacío y de agradable olor de la fábrica desde la cual les acababa de acompañar al cementerio, y cómo sus últimas peticiones habían sido religiosamente observadas.

—No podría haberlo hecho todo sola, ni de lejos —dijo Lizzie—. No me habría faltado la voluntad, pero sí la fuerza, de no haberme ayudado nuestro socio gerente.

—No sería el judío que nos recibió, ¿verdad? —dijo la señora Milvey.

(—Querida —observó su marido entre paréntesis—, ¿y por qué no?)

—Ese caballero sin duda es judío —dijo Lizzie—, y la mujer, su esposa, es judía, y también fue un judío quien nos presentó. Pero no creo que haya gente más amable en el mundo.

—¡Pero supón que intentan convertirte! —sugirió la señora Milvey, poniéndose a la defensiva a su manera modesta, como esposa de sacerdote.

—¿A qué, señora? —preguntó Lizzie, con su humilde sonrisa.

—A su religión —dijo la señora Milvey.

Lizzie negó con la cabeza sin dejar de sonreír.

—Nunca me han preguntado cuál es mi religión. Me preguntaron cuál era mi historia, y se la conté. Me pidieron que fuera leal y trabajadora, y les prometí que lo sería. Cumplen con su deber alegremente y con la mejor disposición hacia todos los que trabajamos aquí, y nosotros intentamos cumplir con el nuestro. De hecho, hacen por nosotros mucho más que lo que es su deber, pues en muchos aspectos nos cuidan a las mil maravillas.

—Es fácil comprender que eres su preferida —dijo la señora Milvey, no del todo complacida.

—Sería muy desagradecida si dijera lo contrario —replicó Lizzie—, pues ya me han ascendido a un puesto de confianza. Pero eso nada tiene que ver con que ellos sigan su religión y nos dejen a nosotros con la nuestra. Nunca nos hablan de la suya, ni tampoco de la nuestra. Si yo fuera quien menos pinta en la fábrica, daría exactamente igual. En ningún momento me preguntaron cuál era la religión de esa pobrecilla.

—Querido —le dijo la señora Milvey al reverendo, en un aparte—, me gustaría que hablaras con ella.

—Querida —le dijo el reverendo Frank a su esposa en el mismo aparte—, creo que dejaré que lo haga otro. Las circunstancias no son muy favorables. Ya hay por ahí muchos sermoneadores, y ya se encontrará a alguno.

Mientras intercambiaban esas palabras, Bella y el secretario observaban a Lizzie Hexam con gran atención. Al toparse por primera vez de cara con la hija de su supuesto asesino, era natural que John Harmon tuviera sus razones secretas para escrutar concienzudamente su semblante y maneras. Bella sabía que el padre de Lizzie había sido falsamente acusado del asesinato que tanta influencia había tenido en su vida y fortuna; y su interés, aunque no tuviera orígenes secretos, como el del secretario, era igualmente natural. Los dos habían esperado encontrarse con una persona muy distinta de la Lizzie Hexam real, y así dio la casualidad de que esta fue el vehículo involuntario que volvió a juntarlos.

Pues cuando hubieron caminado con ella hasta la casita de la limpia aldea que había junto al molino, donde Lizzie se alojaba con una anciana pareja empleada en la fábrica, y cuando la señora Milvey y Bella hubieron regresado de ver su habitación, sonó la campana del molino. Lizzie tuvo que ausentarse, con lo que el secretario y Bella se quedaron solos en la callecilla, un tanto incómodos; la señora Milvey se fue detrás de los niños de la aldea, a investigar si corrían peligro de convertirse en hijos de Israel; mientras que el reverendo Frank procuraba —a decir verdad— eludir esa rama de sus funciones espirituales, escabulléndose subrepticiamente.

Bella dijo por fin:

—¿No es mejor que hablemos del encargo que hemos recibido, señor Rokesmith?

—Sin la menor duda —dijo el secretario.

—Supongo —titubeó Bella— que es un encargo para los dos, o ahora no estaríamos aquí, ¿verdad?

—Eso imagino —fue la respuesta del secretario.

—Cuando me ofrecí a venir con el señor y la señora Milvey —dijo Bella—, la señora Boffin me insistió en que lo hiciera, a fin de que pudiera transmitirle mi pequeño informe (que no es que valga nada, señor Rokesmith, aparte de estar hecho por una mujer, cosa que para usted podría ser otra razón que lo invalidara) acerca de Lizzie Hexam.

—La señora Boffin —dijo el secretario— me dio órdenes para que hiciera lo mismo.

Mientras hablaban, abandonaron la callecilla y aparecieron en el paisaje boscoso que había junto al río.

—¿Tiene buena opinión de ella, señor Rokesmith? —añadió Bella, consciente de ser ella quien intentaba entablar conversación.

—Buenísima.

—¡Me alegra mucho oírlo! Hay algo muy refinado en su belleza, ¿verdad?

—Su belleza es sorprendente.

—Hay una sombra de tristeza en ella que resulta conmovedora. Al menos… no quiero dar como definitiva mi pobre opinión, ¿sabe?, señor Rokesmith —dijo Bella, excusándose y explicándose con bastante timidez—, antes de consultarla con usted.

—He observado esa tristeza. Espero —dijo el secretario en voz baja— que no sea el resultado de esa falsa acusación de la que se han retractado.

Cuando hubieron caminado un poco más sin hablar, Bella, tras lanzarle un par de miradas furtivas al secretario, dijo de repente:

—Señor Rokesmith, por favor, no sea tan duro conmigo, ni tan severo; ¡sea magnánimo! Quiero hablar con usted de igual a igual.

El secretario de pronto pareció animarse y contestó:

—Por mi honor, que solo lo he hecho por usted. Me he obligado a contenerme, para que no me malinterpretara si obraba con más naturalidad. Ya está. Ya lo he dicho.

—Gracias —dijo Bella, tendiéndole su manita—. Perdóneme.

—¡No! —exclamó con vehemencia el secretario—. ¡Perdóneme a mí!

Pues había lágrimas en los ojos de ella, que a él le parecían (aunque también se le clavaran en el corazón llenas de reproche) más hermosas que cualquier otro brillo del mundo.

Cuando hubieron andado un poco más:

—Iba a hablarme de Lizzie Hexam —dijo el secretario, ahora que se había desembarazado del todo de la sombra que le oprimía—. También iba a hablarle yo de ella, de haber sabido por dónde empezar.

—Ahora puede comenzar, señor —replicó Bella, con una mirada que parecía subrayar la palabra poniendo debajo uno de sus hoyuelos—. ¿Qué iba a decir?

—Recordará, como es de suponer, que en su breve carta a la señora Boffin (que, aunque breve, contenía todo lo que había que decir), la muchacha estipulaba que su nombre, o bien su lugar de residencia, debían mantenerse en estricto secreto entre nosotros.

Bella asintió.

—Es mi deber averiguar por qué lo estipuló. El señor Boffin me ha encargado descubrir, y yo mismo estoy muy deseoso de hacerlo, si esta acusación de la que se retractaron aún arroja alguna mancha sobre ella. Me refiero a si la pone en desventaja con otras personas, o consigo misma.

—Sí —dijo Bella asintiendo pensativa—, lo entiendo. Parece prudente, y considerado.

—Puede que no haya observado, señorita Wilfer, que ella está tan interesada en usted como usted en ella. Al igual que usted, se siente atraída por su bell… por su apariencia y sus modales, ella se siente atraída por las suyas.

—No le quepa duda de que me he dado cuenta —replicó Bella, con un nuevo subrayado de su hoyuelo—, y no la creía capaz…

El secretario levantó una mano sonriente y la interrumpió con un sencillo «de tener tan buen gusto» que hizo que Bella se sonrojara por la pequeña coquetería que le adjudicaban esas palabras.

—Por ello —continuó el secretario—, si hablara usted a solas con ella antes de que nos fuéramos, estoy casi seguro que entre ambas se crearía un clima de confianza natural y espontáneo. Naturalmente, no se le pediría que la traicionara; y desde luego usted no lo haría, aunque se le pidiera. Pero si no pone objeción alguna a plantearle esta pregunta (para asegurarnos de cuáles son sus sentimientos en ese punto), estará en mejores condiciones de averiguarlo que yo o cualquier otro. El señor Boffin está preocupado por ello. Y yo —añadió el secretario al cabo de un momento—, por una razón especial, también lo estoy.

—Me alegrará ser de alguna utilidad, señor Rokesmith —repuso Bella—, pues, después de la solemne escena a la que hemos asistido, me parece que en este mundo soy totalmente inútil.

—No diga eso —la instó el secretario.

—Lo digo en serio —se reafirmó Bella enarcando las cejas.

—Nadie carece de utilidad en el mundo —replicó el secretario— si alivia la carga que este supone para otro.

—Pues le aseguro que yo no alivio ninguna carga —dijo Bella, casi llorando.

—¿Ni la de su padre?

—¡Mi querido, cariñoso y abnegado papá! ¡Oh sí! Eso es lo que él cree.

—Basta con que él lo crea —dijo el secretario—. Perdone la interrupción: pero no me gusta ver cómo se menosprecia.

«Pero usted una vez me menospreció, señor —se dijo Bella, haciendo pucheros—, ¡y espero que esté satisfecho con las consecuencias que eso le trajo!» No obstante, no dijo nada de eso; e incluso cambió de tema.

—Señor Rokesmith, tengo la impresión de que hace tanto que no hablamos con naturalidad que me da un poco de sonrojo abordar otro tema. El señor Boffin. Ya sabe que le estoy muy agradecida, ¿verdad? Sabe que siento por él verdadero respeto, y que estoy unida a él por los poderosos lazos de su generosidad; lo sabe, ¿verdad?

—Sin duda alguna. Y también que es usted su compañía preferida.

—Por eso se me hace tan difícil hablar de él —dijo Bella—. Pero… ¿a usted le trata bien?

—Usted misma ve cómo me trata —contestó el secretario, con aire paciente aunque orgulloso.

—Sí, y lo veo con dolor —dijo Bella muy enérgicamente.

El secretario le lanzó una mirada tan radiante que, de habérselo agradecido de palabras cien veces, no habría llegado a ser tan expresivo.

—Lo veo con dolor —repitió Bella—, y a menudo me hace sentirme desgraciada. Desgraciada porque no soporto que crean que lo apruebo, ni que tenga parte indirecta en ello. Desgraciada porque me veo obligada a admitir ante mí misma que la fortuna está echando a perder al señor Boffin.

—Señorita Wilfer —dijo el secretario con la cara resplandeciente—, si supiera cómo me ha alegrado descubrir que la fortuna no la está echando a perder a usted, sabría que eso me compensa por cualquier desaire que hagan otros.

—Oh, no hable de mí —dijo Bella, dándole un golpecito de impaciencia con el guante—. No me conoce tan bien como…

—¿Se conoce usted a sí misma? —sugirió el secretario al ver que no acababa la frase—. ¿Se conoce usted realmente?

—Lo suficiente —dijo Bella, con el delicioso aire de darse por imposible—, y no mejoro con el trato. Pero el señor Boffin…

—Hay que admitir —observó el secretario— que la manera de tratarme del señor Boffin, o su consideración hacia mí, no son lo que eran. Es demasiado evidente para negarlo.

—¿Es que pretende negarlo, señor Rokesmith? —preguntó Bella con una expresión de asombro.

—¿No debería alegrarme de negarlo, si pudiera, aunque solo fuera por mí?

—Lo cierto —dijo Bella— es que debe de ser una prueba muy dura para usted. Y por favor, ¿me promete que no se tomará a mal lo que voy a preguntarle?

—Se lo prometo de todo corazón.

—¿Y a veces no rebaja un poco su autoestima? —preguntó Bella con cierta vacilación.

El secretario asintió, aunque sin dar la impresión en absoluto de que así fuera, y contestó:

—Tengo razones muy poderosas, señorita Wilfer, para soportar los inconvenientes de mi posición en la casa que los dos habitamos. Crea que no son de ningún modo interesadas, aunque, a través de una serie de fatalidades, me he visto apartado de mi lugar en la vida. Si lo que usted observa con tan bondadosa y amable simpatía tiene la finalidad de levantarme el orgullo, hay otras consideraciones (y esas no puede verlas) que me instan a soportarlo en silencio. Y estas últimas son con mucho las más extrañas.

—Creo haber observado, señor Rokesmith —dijo Bella, mirándolo con curiosidad, como si no acabara de comprenderle—, que se reprime usted, que se obliga a interpretar un papel pasivo.

—Tiene razón. Me reprimo y me obligo a interpretar un papel. No me someto porque mi espíritu sea manso. Lo hago con un propósito determinado.

—Espero que bueno —dijo Bella.

—Espero que bueno —contestó él, mirándola fijamente.

—A veces imagino, señor —dijo Bella apartando la mirada—, que la gran estima que le tiene a la señora Boffin es un motivo muy poderoso para usted.

—Acierta de nuevo; lo es. Haría cualquier cosa por ella, lo soportaría todo por ella. No hay palabras para expresar el aprecio que le tengo a esa buena, buena mujer.

—¡Y yo también! ¿Puedo preguntarle otra cosa, señor Rokesmith?

—Lo que quiera.

—¿Se da cuenta, naturalmente, de que ella sufre cuando el señor Boffin delata lo mucho que está cambiando?

—Me doy cuenta cada día, igual que usted, y me aflige hacerla padecer así.

—¿Hacerla padecer? —dijo Bella, repitiendo rápidamente la frase con las cejas enarcadas.

—En gran parte, yo soy la desdichada causa de todo ello.

—A lo mejor ella le dice, como me dice a mí a menudo, que a pesar de todo es el mejor de los hombres.

—A menudo oigo cómo se lo dice a usted, con la honesta y hermosa devoción que siente por su marido —contestó el secretario, aún mirándola fijamente—, pero no puedo afirmar que me lo haya dicho a mí.

Bella aceptó la mirada de aquellos ojos con una expresión melancólica y reflexiva; y a continuación, asintiendo varias veces con su hermosa cabeza, como un filósofo con hoyuelos (de la mejor escuela) que moralizara sobre la vida, exhaló un leve suspiro, y dejó las cosas por imposibles, como había hecho antes consigo misma.

Pero, a pesar de todo eso, fue un paseo muy agradable. No había hojas en los árboles, ni nenúfares en el río; pero no faltaba en el cielo su hermoso azul, y el agua lo reflejaba, y un delicioso viento corría con el agua y rizaba la superficie. Quizá no exista espejo fabricado por mano humana que, al volver a pasar sobre su superficie todas las escenas que ha reflejado en su existencia, no acabe revelando alguna escena de horror o aflicción. Pero el gran espejo sereno del río parecía haber reproducido todo lo que se hubiera reflejado alguna vez entre sus plácidas orillas sin sacar a la luz nada que no fuera pacífico, bucólico y lozano.

Los dos siguieron caminando; hablaron de la tumba que acababa de llenarse, y de Johnny, y de muchas cosas. A su regreso se encontraron con que la enérgica señora Milvey había ido a buscarlos, y con la agradable noticia de que no había que preocuparse por los niños de la aldea, pues en ella había una iglesia cristiana, y la peor interferencia judaica consistía en plantar su jardín. Así, regresaron a la aldea cuando Lizzie Hexam salía del molino papelero, y Bella se fue sola a hablar con Lizzie en casa de esta.

—Me temo que se trata de una habitación muy pobre —dijo Lizzie con una sonrisa de bienvenida mientras le ofrecía el lugar de honor junto al fuego.

—No tan pobre como crees —repuso Bella—; si supieras…

De hecho, aunque se llegaba por una escalera en espiral increíblemente angosta que parecía haber sido erigida dentro de una chimenea totalmente blanca, y aunque el techo era muy bajo, y el suelo muy irregular, y la celosía de la ventana en perpetuo guiño por su desproporción, era una habitación más agradable que esa despreciada estancia del hogar familiar de Bella, donde tanto había lamentado la desgracia de tener que aceptar inquilinos.

Oscurecía cuando las dos jóvenes se miraron la una a la otra junto al fuego. La lumbre iluminaba la habitación en el crepúsculo. La rejilla podría haber hecho las veces del brasero de antaño, y el resplandor las del hueco que había junto a las brasas.

—Para mí es toda una novedad —dijo Lizzie— que me visite una dama de casi mi edad, y tan guapa como usted. Para mí es un placer mirarla.

—Pues no me has dejado nada que decir —replicó Bella, sonrojándose—, porque yo iba a comenzar diciendo que para mí era un placer mirarte a ti, Lizzie. Pero podemos empezar sin empezar, ¿no te parece?

Lizzie tomó la agradable manita que le ofrecieron con la misma agradable franqueza.

—Verás, querida —dijo Bella, acercándole la silla un poco más y cogiendo a Lizzie por el brazo como si fueran a dar un paseo—, me han encargado que te diga algo, y tengo la impresión de que no voy a saber explicarme, aunque lo intentaré. Es en referencia a tu carta al señor y la señora Boffin, y es lo siguiente. Veamos. ¡Ah sí! Es lo siguiente.

Tras ese exordio, Bella abordó el hecho de que Lizzie quisiera mantener el secreto de su paradero, y se refirió de manera delicada a la falsa acusación y su retractación, y le pidió que por favor le dijera si todo eso tenía algo que ver con su petición de no revelar dónde vivía.

—Creo, querida —dijo Bella, casi sin acabar de creerse de qué manera tan práctica estaba abordando el asunto—, que debe de ser una cuestión dolorosa para ti, pero yo también estoy metida en ello; pues (no sé si lo sabes o lo sospechas) soy la muchacha que, según el testamento, debía casarse con el desdichado caballero, en caso de que este me hubiera aceptado. De manera que me vi arrastrada a este enredo sin mi consentimiento, y tú también te viste arrastrada sin tu consentimiento, de modo que no hay mucha diferencia entre ambas.

—Estaba segura —dijo Lizzie— de que usted era la señorita Wilfer a quien a menudo había oído nombrar. ¿Puede decirme quién es mi desconocido amigo?

—¿Desconocido amigo, querida? —dijo Bella.

—El que impugnó la acusación contra mi pobre padre y me envió el documento escrito.

Bella no había oído hablar de él. No tenía ni idea de quién era.

—Me habría gustado darle las gracias —replicó Lizzie—. Ha hecho mucho por mí. Espero que algún día me permita agradecérselo. Usted me ha preguntado si tiene algo que ver…

—Eso o la propia acusación —la interrumpió Bella.

—¿Si tiene algo que ver con mi deseo de vivir aquí en secreto y retirada? No.

Mientras Lizzie Hexam negaba con la cabeza al responder y su mirada buscaba la lumbre, había una serena resolución en sus manos entrelazadas, que no se le pasó por alto a los luminosos ojos de Bella.

—¿Has vivido mucho tiempo sola? —preguntó Bella.

—Sí. Para mí, no es ninguna novedad. Cuando mi padre vivía, pasaba siempre muchas horas sola, de día y de noche.

—Me han dicho que tienes un hermano.

—Tengo un hermano, pero está enfadado conmigo. Aunque es muy buen muchacho, y se ha abierto camino gracias a su esfuerzo. No tengo queja de él.

Mientras decía esas palabras, con los ojos en el fuego, a Lizzie se le escapó una momentánea desazón. Bella aprovechó el momento para cogerle la mano.

—Lizzie, me gustaría que me dijeras si tienes alguna amiga de tu edad.

—He llevado una vida tan solitaria que nunca he tenido ninguna —fue la respuesta.

—Ni yo —dijo Bella—. No es que mi vida haya sido solitaria, pues a veces he deseado que fuera más solitaria, en lugar a tener a mamá de Musa Trágica con su expresión de dolor en sus majestuosas comisuras, y a Lavvy tan malvada… aunque por supuesto las quiero mucho a las dos. Me gustaría que me aceptaras como amiga, Lizzie. ¿Crees que podrías? De eso que llaman carácter no tengo más que el de un canario, pero sé que soy leal.

Aquella naturaleza díscola, juguetona y afectuosa, atolondrada por falta de una meta que la guiara, y caprichosa porque siempre mariposeaba entre minucias, era también cautivadora. Para Lizzie era algo tan nuevo, tan hermoso, a la vez tan mujer y tan niña, que la sedujo completamente. Y cuando Bella volvió a decir «¿Crees que podrías, Lizzie?» con las cejas enarcadas, la cabeza ladeada en gesto interrogativo, y alguna duda en el pecho, Lizzie le demostró sin lugar a dudas que creía poder serlo.

—Cuéntame qué ocurre, querida —dijo Bella—, y por qué vives así.

Lizzie dijo enseguida, a modo de preludio:

—Debe de tener usted muchos enamorados…

Pero Bella la cortó con un gritito de asombro.

—¡Querida, no tengo ninguno!

—¿Ni uno?

—¡Bueno! Puede que uno —dijo Bella—. Te aseguro que no lo sé. Tuve uno, pero no sé qué debe de pensar en la actualidad del asunto. A lo mejor medio tengo a uno (naturalmente no cuento al idiota de George Sampson). De todos modos, no quiero hablar de los míos, sino de los tuyos.

—Hay un hombre —dijo Lizzie—, un hombre apasionado e iracundo, que dice que me ama, y al que debo creer cuando lo dice. Es amigo de mi hermano. La primera vez que mi hermano lo trajo me dio miedo; pero la última vez me aterró de manera indecible.

Aquí se interrumpió.

—¿Viniste aquí para escapar de él, Lizzie?

—Vine aquí inmediatamente después de que me alarmara tanto.

—¿Estando aquí le temes?

—Por lo general, no soy timorata, pero él siempre me da miedo. Me da miedo leer un periódico, u oír comentar lo que ocurre en Londres, por miedo a que haya cometido un acto violento.

—Entonces, ¿no es por ti que le tienes miedo? —dijo Bella, tras ponderar las palabras.

—También tendría miedo por mí, si le viera por aquí. Cuando de noche voy a algún lado, siempre miro a derecha e izquierda.

—¿Te da miedo que pueda hacerse algo a sí mismo en Londres, querida?

—No. Podría tener un arrebato tan fuerte que se dañara a sí mismo, pero no es eso en lo que pienso.

—Entonces, ¿es que hay otra persona, querida? —dijo Bella para tirarle de la lengua.

Lizzie se puso las manos delante de la cara antes de contestar:

—Las palabras están siempre en mis oídos, y no dejo de ver el golpe que le dio a una pared de piedra mientras las pronunciaba. Me he esforzado en pensar que no valía la pena recordarlo, pero no puedo quitarle importancia. Le corría la sangre por la mano cuando me dijo: «¡Entonces espero no tener que matarlo!».

Sobresaltada, Bella rodeó con los brazos la cintura de Lizzie, y le preguntó sin alterarse, en voz baja, cuando las dos contemplaban la lumbre:

—¡Matarlo! Entonces, ¿es un hombre celoso?

—Siente celos de un caballero —dijo Lizzie—. Casi no sé cómo contárselo… Es un caballero que está muy por encima de mí y de mi posición en la vida; fue quien me dio la noticia de la muerte de mi padre, y desde entonces se ha interesado por mí.

—¿Te ama?

Lizzie negó con la cabeza.

—¿Le gustas?

Lizzie dejó de mover la cabeza, y apretó con una mano los brazos que la ceñían.

—¿Es gracias a su influencia que estás aquí?

—¡Oh, no! Y por nada del mundo desearía que supiera que estoy aquí, ni dónde encontrarme.

—¡Lizzie, querida! ¿Por qué? —preguntó Bella asombrada ante su vehemencia. Pero, al ver la cara de Lizzie, enseguida añadió—: No. No me digas por qué. Ha sido una pregunta estúpida. Lo entiendo, lo entiendo.

Hubo un silencio. Lizzie, con la cabeza gacha, contemplaba el resplandor de la lumbre, donde había alimentado sus primeras fantasías, y donde se había evadido por primera vez de la sórdida vida de la que había arrancado a su hermano, previendo cuál sería su recompensa.

—Ahora ya lo sabe todo —dijo levantando la vista hacia Bella—. No me he callado nada. Esta es la razón por la que vivo aquí en secreto, con la ayuda de un bondadoso anciano que es mi leal amigo. Cuando vivía con mi padre, hubo un breve periodo en el que me enteré de algunas cosas (no me pregunte cuáles) de las que quise huir, y llevar una vida mejor. En aquella época no creo que pudiera haber hecho más sin renunciar al control que ejercía sobre mi padre; pero a veces pesan en mi conciencia. Obrando bien espero acabar olvidándolas.

—Y olvidar también esta debilidad, Lizzie —dijo Bella para consolarla—, por alguien que no la merece.

—No. Eso no quiero olvidarlo —respondió Lizzie encendiéndose—, ni tampoco quiero creer, ni creo, que ese hombre no la merezca. ¡Qué ganaría yo con eso, y cuánto perdería!

Las pequeñas y expresivas cejas de Bella reconvinieron a las llamas antes de replicar:

—No creas que quiero insistirte, Lizzie, pero ¿no tendrías más paz, y esperanza, e incluso libertad? ¿No sería mejor dejar de vivir en secreto, escondida, separada de un futuro más natural y beneficioso? Perdona que te lo pregunte, pero ¿no ganarías con ello?

—¿Acaso el corazón de una mujer que… que tiene esa debilidad que le he mencionado —replicó Lizzie—, busca ganar algo?

Aquella idea era tan diametralmente opuesta a lo que Bella pensaba de la vida, tal como se lo había expuesto a su padre, que esta se dijo en su fuero interno: «¡Ya ves, miserable interesada! ¿Lo has oído? ¿No estás avergonzada?». Y desentrelazó las manos que ceñían a Lizzie, expresamente para darse un golpe de penitencia en el costado.

—Pero tú has dicho, Lizzie —observó Bella, regresando al tema tras haberse administrado el castigo—, que también perderías. ¿Te importaría decirme qué perderías, Lizzie?

—Perdería algunos de los mejores recuerdos, de los mejores estímulos y de los mejores propósitos que me acompañan en mi vida cotidiana. Dejaría de creer que, en el supuesto de que yo hubiera sido su igual y él me hubiera amado, habría intentado con todas mis fuerzas convertirlo en una persona mejor y más feliz, al igual que él habría hecho conmigo. Perdería todo el valor que le concedo a mi escasa instrucción, que le debo por completo a él, y cuyas dificultades he superado para que no pensara que no había sido capaz de sacarle provecho. Perdería la imagen que me he formado de él (o aquello en que se podría haber convertido, de ser yo una dama y amarme él), que siempre me acompaña, y delante de la cual me veo incapaz de hacer algo malo o mezquino. Dejaría de valorar el recuerdo de que, desde que le conocí, todo lo que ha hecho por mí ha sido bueno, y ha obrado un cambio en mí, igual… igual que el cambio obrado en la textura de estas manos, que estaban ásperas, agrietadas y duras y morenas cuando remaba por el río con mi padre, y que con este nuevo trabajo que tengo están suaves y flexibles, como puede ver.

Le temblaban las manos al enseñarlas, pero no de debilidad.

—Entiéndame, querida —prosiguió—. Jamás imaginé la posibilidad de que él fuera para mí algo más que esa imagen que sé que no puedo hacerle comprender, si no la ha comprendido de antemano en su pecho. Igual que no se le ocurriría a él, jamás se me ocurrió soñar con ser su esposa… y no creo que pueda expresarse con más contundencia. Y no obstante le amo. Le amo mucho, tanto que cuando a veces pienso que la vida se me hace una carga, me siento orgullosa de ella, alegre. Me enorgullece y me alegra sufrir un poco por él, aun cuando eso no le sirva de nada, y nunca se entere ni le preocupe.

Bella seguía paralizada por la pasión intensa y desinteresada de aquella muchacha o mujer de su misma edad, que valientemente se la revelaba confiando en que percibiera su verdad con una mente comprensiva. Y no obstante, ella nunca había experimentado nada parecido, ni se le había ocurrido que pudiera existir.

—Fue una noche espantosa, ya tarde —dijo Lizzie—, cuando sus ojos me vieron por primera vez en mi antigua casa junto al río, muy distinta de esta. Quizá sus ojos nunca vuelvan a mirarme. Preferiría que nunca lo hicieran; espero que nunca lo hagan. Pero no quisiera que arrancaran su luz de mi vida, sea lo que sea lo que esta me depare. Ahora ya se lo he contado todo, querida. Aunque se me hace un poco extraño haberlo desembuchado todo, no lo lamento. Antes de que usted apareciera, ni se me ocurrió revelar nada de esto; pero apareció, y cambié de opinión.

Bella la besó en la mejilla y le agradeció cálidamente su confianza.

—Lo único que deseo —dijo Bella— es merecer más esa confianza.

—¿Merecerla más? —repitió Lizzie con una sonrisa incrédula.

—No me refiero a ser incapaz de guardar el secreto —dijo Bella—, pues tendrían que hacerme pedazos antes de sacarme una sílaba… aunque no hay mérito en ello, pues soy terca como una mula. Lo que quiero decir, Lizzie, es que soy muy impertinente y vanidosa, y me avergüenzas.

Lizzie recogió sus hermosos cabellos castaños, que se habían soltado debido a la energía con que Bella había sacudido la cabeza; y mientras lo hacía la amonestó con un «¡Querida, por favor!».

—Sí, está muy bien que me llames querida —dijo Bella con un gemido de irritación—, y me alegra que me lo llames, aunque poco puedo pretender que me quieran. ¡Porque SOY de lo más despreciable!

—¡Querida, por favor!

—¡Soy un animalillo superficial, frío, materialista y limitado! —dijo Bella, manifestando el último adjetivo con una fuerza culminante.

—¿Cree que yo no sé qué es eso? —preguntó Lizzie con una sonrisa serena, el cabello ahora asegurado.

—¿Que sabes qué es eso? —dijo Bella—. ¿De verdad crees que lo sabes? ¡Oh, estaría tan contenta de que lo supieras, pero me temo que soy la única que lo sabe!

Lizzie le preguntó, con una risa franca, si alguna vez se había visto la cara u oído su voz.

—Supongo que sí —dijo Bella—. Me miro a menudo en el espejo, y parloteo como una urraca.

—En cualquier caso, yo he visto su cara, y oído su voz —dijo Lizzie—, y me han incitado a contarle, con la certeza de no equivocarme, lo que pensé que nunca le contaría a nadie. ¿Le parece mal?

—No, espero que no —dijo Bella con un puchero, en un tono que quedó entre una risa para seguirle la corriente y un sollozo para lo mismo.

—Antes, para distraer a mi hermano —dijo Lizzie juguetona—, veía imágenes en el fuego. ¿Quiere que le diga lo que veo ahora donde arde el fuego?

Se habían levantado, y estaban de pie junto al hogar, pues había llegado el momento de separarse; las dos se habían abrazado para despedirse.

—¿Le digo lo que veo? —preguntó Lizzie.

—¿Un animalillo limitado? —sugirió Bella levantando las cejas.

—Un corazón que vale la pena conquistar, y conquistarlo bien. Un corazón que, una vez conquistado, surca el agua y el fuego por quien se lo haya ganado, y nunca cambia ni se acobarda.

—¿El corazón de una chica? —preguntó Bella, con acompañamiento de cejas.

Lizzie asintió.

—Y la persona a la que pertenece…

—Es la tuya —sugirió Bella.

—No. Es clara y nítidamente la suya.

La entrevista terminó con palabras agradables por ambas partes, y con Bella recordándole con insistencia que eran amigas, y prometiéndole que pronto se volvería a dejar caer por ahí. Tras lo cual Lizzie regresó a su ocupación y Bella regresó a la posada para reunirse con sus acompañantes.

—Se la ve bastante seria, señorita Wilfer —fue la primera observación del secretario.

—Estoy bastante seria —replicó la señorita Wilfer.

No tenía nada más que decirle, aparte de que el secreto de Lizzie Hexam nada tenía que ver con la cruel acusación ni con su retirada. ¡Ah sí!, dijo Bella. Podía mencionar otra cosa: que Lizzie deseaba ardientemente dar las gracias al amigo desconocido que le había enviado la retractación escrita. ¿De verdad?, comentó el secretario. ¿Tenía alguna idea de quién podría ser ese amigo desconocido?, le preguntó Bella. Él contestó que no tenía la menor idea.

Se hallaban en los límites de Oxfordshire, tan lejos había llegado la pobre Betty Higden. Debían regresar con el tren de inmediato y, como la estación estaba al lado, el reverendo Frank y señora, y Fangoso, Bella y el secretario, se pusieron en camino. Pocos senderos rústicos eran lo bastante anchos para cinco personas, así que Bella y el secretario cerraban la marcha.

—¿Puede creer, señor Rokesmith —dijo Bella—, que tengo la impresión de que hayan pasado años desde que entrara en la casita de Lizzie Hexam?

—Ha sido un día en el que han pasado muchas cosas —repuso él—, y en el cementerio la he visto muy afectada. Debe de estar agotada.

—No, no estoy nada cansada. No me he expresado bien. No es que me parezca que ha pasado mucho tiempo, sino que han pasado muchas cosas… a mí, ¿sabe?

—Espero que para bien.

—Yo también lo espero.

—Tiene frío; la he notado temblar. Deje que le eche por encima mi tabardo. ¿Se lo puedo doblar por encima del hombro sin estropearle el vestido? Vaya, será demasiado largo y pesado. Deje que lleve el extremo en el brazo, ya que no me puede dar el suyo.

Pero sí que pudo. Solo el Cielo sabe cómo consiguió sacarlo de entre la pesada prenda; pero lo sacó y ahí estaba, cogiéndose al brazo del secretario.

—He tenido una charla larga e interesante con Lizzie, señor Rokesmith, y me ha contado todos sus secretos.

—No ha podido evitarlo —dijo el secretario.

—¡Me pregunto cómo es posible que me diga lo mismo que ella acaba de decirme! —dijo Bella, parándose en seco para mirarlo.

—Supongo que porque pienso lo mismo que ella del asunto.

—¿Qué quiere decir con eso, señor mío? —preguntó Bella, poniéndose otra vez en marcha.

—Que si usted se propone ganarse su confianza, la suya o la de cualquiera, no hay duda de que lo conseguirá.

El tren, en ese punto, cerró un ojo verde y abrió uno rojo en un guiño cómplice, y tuvieron que correr para cogerlo. Como Bella no podía correr fácilmente con tanto abrigo, el secretario tuvo que ayudarla. Al sentarse delante de él en un ángulo del vagón, su cara resplandecía de un modo tan delicioso que cuando exclamó «¡Qué hermosas estrellas y qué espléndida noche!», el secretario dijo «Sí», aunque prefiriera ver la noche y las estrellas a la luz de aquel precioso semblante que mirar por la ventanilla.

«¡Qué mujer tan hermosa, tan hermosa y fascinante! ¡Si yo fuera el albacea del testamento de Johnny…! ¡Si tuviera el derecho de pagar vuestra herencia y coger el recibo…!» Algo de todo eso se mezclaba seguramente con el ruido del tren cuando este pasaba veloz por las estaciones, todas cerrándole los ojos verdes y abriendo los rojos cuando se disponían a dejar pasar a la hermosa mujer.