Capítulo VIII


El final de un largo viaje

El cortejo de carros y caballos entraba y salía todo el día de la mañana a la noche, sin que de un día para otro eso pareciera afectar mucho al montón de cenizas, aunque a medida que transcurrían las jornadas era perceptible cómo el montón menguaba lentamente. Señores y caballeros e ilustres miembros de la junta, cuando a base de palear polvo y rastrillar ceniza habéis acumulado una montaña de ostentosos fracasos, debéis quitaros vuestras honorables levitas para eliminarla, y poneros a trabajar con la fuerza de todos los caballos y los hombres de la reina, o se nos caerá encima y nos sepultará.

En verdad, milores y caballeros e ilustres miembros de la junta, debéis adaptar vuestro catecismo a la ocasión, y con la ayuda de Dios lo haréis. Pues cuando se llega a una situación en la que disponemos de un enorme tesoro para ayudar a los pobres, y resulta que los mejores de estos detestan nuestra misericordia, ocultan la cabeza al vernos, y nos avergüenzan dejándose morir de hambre en medio de nosotros, en esa situación, la prosperidad es imposible, y tampoco puede prolongarse. Puede que no esté escrito en el Evangelio según el podsnaperismo; puede que no encuentre esas palabras para el texto de un sermón en los datos de la Junta de Comercio; pero son ciertas desde que se pusieron los cimientos de la creación, y serán ciertas hasta que el Hacedor sacuda los cimientos del universo. Esta jactanciosa obra nuestra, que no consigue aterrorizar al mendigo profesional, al que se empeña en romper ventanas y al que insiste en desgarrar bolsillos, golpea con una puñalada cruel y empecatada al que sufre de verdad, y resulta un horror para los desamparados y los desdichados. Debemos enmendarlo, señores y caballeros e ilustres miembros de la junta, o llegará la hora fatídica en que nos destruirá a todos.

A la vieja Betty Higden le fue en su peregrinaje como a muchas otras criaturas tercamente honestas, hombres y mujeres que avanzan como pueden por los caminos de la vida. Ganar pacientemente una escasa pitanza, morir en paz, no sufrir la mácula del asilo de pobres: esa era su mayor esperanza sublunar.

No había tenido noticias de casa de los Boffin desde que se marchara. El clima había sido áspero y las carreteras malas, pero su ánimo no decayó. Un espíritu menos resistente se habría dejado abatir por tan adversas influencias; pero el préstamo para el equipo necesario para su viaje no había sido devuelto, y las cosas le habían ido peor de lo que había previsto, y ella se había impuesto la tarea de demostrar que podía seguir adelante manteniendo su independencia.

¡Alma leal! Cuando había hablado con el secretario de ese abatimiento «que se apodera de mí a veces», su entereza no le había dado mucha importancia. Pero cada vez se apoderaba más a menudo de ella; y era más y más lúgubre, como la sombra de la Muerte en su avance. Que la sombra fuera más profunda a medida que avanzaba, como si fuera la sombra de una presencia real, iba acorde con las leyes del mundo físico, pues toda la Luz que resplandecía sobre Betty Higden se extendía más allá de la Muerte.

La pobre criatura había ido, como rumbo general, Támesis arriba; por ese camino quedaba el que había sido su último hogar, y era una zona que conocía y donde la gente la apreciaba. Había rondado un tiempo no muy largo por la zona aledaña a su abandonada residencia, y había vendido, tejido y vendido, y había seguido adelante. En las agradables poblaciones de Chertsey, Walton, Kingston y Staines su figura acabó siendo bastante conocida durante unas semanas, y luego ella siguió adelante.

Donde había mercado, colocaba su tenderete en los días de venta; en otras ocasiones, en la parte más concurrida (que rara vez era muy concurrida) de la pequeña y tranquila calle Mayor; y aún en otras ocasiones exploraba las carreteras aledañas en busca de casas importantes, y pedía permiso en la casa del guarda para pasar con su cesto, y pocas veces lo conseguía. Pero las señoras que pasaban en sus carruajes a menudo le compraban de su escaso surtido, y generalmente quedaban complacidas con su mirada luminosa y su conversación optimista. Ambas cosas, unidas a su limpieza en el vestir, originaron la leyenda de que era una mujer de posibles: para su posición, se podía decir que rica. Como es una manera de proveer ampliamente al aludido sin que le cueste nada a nadie, estas leyendas han sido siempre muy populares.

En aquellas agradables poblaciones de la orilla del Támesis se oye el agua del río sobre las presas, e incluso, en tiempo sereno, el susurro de los juncos; y desde el puente se puede ver el joven río, con hoyuelos, como si fuera un niño, deslizándose juguetón entre los árboles, incontaminado por la corrupción que le espera en su curso, y todavía lejos de las profundas llamadas del mar. Sería excesivo pretender que Betty Higden había albergado esos pensamientos; pero oía cómo el tierno río susurraba a muchos como ella: «¡Ven a mí, ven a mí! ¡Cuando la crueldad de la vergüenza y el terror, de los que has huido tanto tiempo, más te asedien, ven a mí! Yo soy el funcionario de la Beneficencia nombrado por la autoridad eterna para hacer mi trabajo; la gente deja de apreciarme si eludo mi tarea. Mi pecho es más blando que el de la enfermera del asilo de pobres; en mis brazos la muerte es más serena que entre las paredes del asilo. ¡Ven a mí!».

En su mente no cultivada había abundante lugar para fantasías más amables. Esos caballeros y sus hijos, que vivían dentro de esas casas elegantes, ¿podían llegar a imaginar, cuando se asomaban para verla, lo que era pasar hambre y frío de verdad? ¿Despertaba ella su curiosidad, tal como ellos despertaban la de Betty? ¡Benditos sean esos niñitos que ríen! De haber podido ver a Johnny en brazos de ella, ¿habrían llorado de piedad? De haber visto a Johnny muerto en aquella camita, ¿lo habrían entendido? ¡Benditos sean los niños! En recuerdo de él, cuando menos. Lo mismo pensaba al ver las casas más humildes en las calles estrechas, con la lumbre reflejándose en los cristales al apagarse el crepúsculo. Cuando las familias se reunían en casa para pasar la noche, no era más que una necia fantasía pensar que era por dureza de corazón que cerraban los postigos y oscurecían la llama. Lo mismo con los escaparates iluminados, y los interrogantes acerca de si sus dueños y dueñas tomaban el té en el saloncito de atrás, lo bastante cerca como para que el aroma del té y las tostadas, mezclado con la luz, llegara a la calle; de si comían o bebían o se ponían lo que vendían, disfrutando aún más de ellos por el hecho de ser el objeto de su comercio. Lo mismo con el cementerio, en la bifurcación del solitario camino que llevaba al sitio donde pernoctaba. «¡Hay que ver! ¡Parece que este tiempo es solo para mí y para los muertos! Tanto mejor para los que están calentitos en sus casas».

Pero el aborrecimiento se acrecentaba en ella a medida que se iba debilitando, y en el vagar de Betty encontraba más alimento que ella. A veces daba con el bochornoso espectáculo de alguna desolada criatura —o de algún desdichado grupo de harapientos de uno u otro sexo, de ambos sexos, acompañados de niños, arrimados el uno al otro como un gusanillo que busca calor—, instalados en un portal, mientras el nombrado evasor del deber público llevaba a cabo su repugnante labor de intentar consumirlos del todo y librarse así de ellos. Otras veces se topaba con alguna persona decente, como ella, que había emprendido un peregrinaje de muchas y fatigosas millas para visitar a algún pariente o amigo que estaba en las últimas y que había sido caritativamente trasladado a un enorme, desolado e inhóspito asilo de pobres, tan lejos de su antigua casa como la cárcel del condado (cuya lejanía es siempre el peor castigo para los pequeños delincuentes rurales), y que en su dieta, en su alojamiento y en su atención a los enfermos es un establecimiento penal mucho peor. A veces oía a alguien leyendo en voz alta un periódico, y oía cómo el Registro Civil enumeraba las unidades que la semana anterior habían muerto de necesidad y de exposición al frío: para los cuales el Ángel Registrador parecía tener un lugar regular y fijo en esa suma, como si fuesen medios peniques. Todas esas cosas ella las oía comentar, al igual que nosotros, milores y caballeros e ilustres miembros de la junta, jamás las oímos mencionar en nuestra inaccesible magnificencia, y de todas esas cosas huía con las alas de la furiosa Desesperación.

Esto no hay que tomarlo como una figura retórica. La anciana Betty Higden, por cansada que estuviera, por doloridos que tuviera los pies, se levantaba de un salto y se alejaba impulsada por el horror que le despertaba acabar en manos de la Caridad. Es una extraordinaria mejora cristiana haber convertido al buen samaritano en una Furia perseguidora; pero así era en este caso, al igual que en muchos, muchos, muchos otros.

Coincidieron dos incidentes que intensificaron su antiguo e irracional aborrecimiento, pues anteriormente ya hemos concedido que era irracional, pues la gente es invariablemente irracional, y siempre insiste en producir todo su humo sin fuego.

Un día se hallaba en un mercado, sentada en un banco delante de una posada, con sus productos a la venta, cuando el abatimiento con el que siempre luchaba se apoderó de ella con tal poderío que la escena desapareció de ante sus ojos; cuando regresó se encontró en el suelo, y una simpática mujer del mercado le sujetaba la cabeza, al tiempo que un gentío la rodeaba.

—¿Se encuentra mejor, abuela? —preguntó una de las mujeres—. ¿Cree que puede levantarse?

—¿Es que he estado enferma? —preguntó la anciana Betty.

—Ha tenido una especie de desmayo —fue la respuesta—, o un ataque. No es que haya forcejeado, sino que estaba rígida y entumecida.

—¡Vaya! —dijo Betty, recuperando la memoria—. Es un entumecimiento que a veces se apodera de mí.

—¿Se le ha pasado? —le preguntó la mujer.

—Se me ha pasado —dijo Betty—. Ahora me sentiré más fuerte. Muchas gracias a todas, queridas, y que, cuando seáis tan viejas como yo, otros os ayuden como habéis hecho vosotras.

La ayudaron a levantarse, pero aún no se sostenía, y entre todos la sentaron de nuevo en el banco.

—Aún se me va la cabeza, y me pesan un poco los pies —dijo la anciana Betty, inclinando la cabeza, adormilada, sobre el pecho de la mujer que había hablado antes—. Enseguida volveré a estar bien. No pasa nada.

—Preguntadle quién es su familia —dijeron algunos granjeros que estaban por allí, y que habían interrumpido la comida.

—¿Tiene familia, abuela? —dijo la mujer.

—Desde luego —contestó Betty—. Se lo he oído preguntar al señor, pero no me ha dado tiempo a contestar. Tengo mucha familia. No tema por mí, querida.

—Pero ¿alguno de ellos vive cerca? —dijeron las voces de los hombres; las mujeres lo repitieron y prolongaron el sonsonete.

—Muy cerca —dijo Betty, poniéndose en pie—. No teman por mí, vecinos.

—Pero no está en condiciones de viajar. ¿Adónde se dirige? —fue el siguiente y compasivo estribillo.

—Cuando lo haya vendido todo, vuelvo a Londres —dijo Betty, poniéndose en pie con dificultad—. Tengo buenos amigos en Londres. No deseo nada. No me pasará nada. Gracias. No teman por mí.

Un bienintencionado transeúnte, de polainas amarillas y cara muy roja, dijo con voz ronca por encima de su bufanda, mientras Betty se ponía en pie, que «no deberían permitir que se fuera».

—¡Por amor de Dios, déjenme en paz! —gritó la anciana Betty, asediada por todos sus miedos—. Me encuentro bastante bien, y debo irme de inmediato.

Agarró su cesta mientras hablaba, y ya se alejaba con paso veloz e inestable cuando el mismo transeúnte la detuvo agarrándola de la manga y le insistió en que fuera con él a ver al médico de la parroquia. Sacando fuerzas mediante un supremo esfuerzo de voluntad, la pobre criatura temblorosa se soltó de una sacudida, de una manera casi brutal, y emprendió la huida. No se sintió a salvo hasta que no hubo interpuesto un par de millas entre ella y el mercado a través de un camino vecinal; entonces se adentró en un bosquecillo, como un animal acorralado, para recobrar el aliento. Hasta ese momento, no se atrevió a recordar que antes de salir del pueblo había vuelto la cabeza y había visto el cartel del White Lion colgando sobre la carretera, los tenderetes rodeados de gente, y la vieja iglesia gris, y una pequeña multitud que la miraba alejarse pero no intentaba seguirla.

El segundo incidente que la asustó fue el que sigue. Había vuelto a encontrarse mal, y luego durante algunos días mejor, y estaba viajando por una parte del camino que discurría junto al río, y en épocas de lluvia se desbordaba tan a menudo que habían clavado unos postes blancos y altos para señalar el camino. Remolcaban una barcaza en dirección a ella, y se sentó en la orilla a descansar y mirar un rato. Al doblar un recodo del río, la cuerda del remolcador se aflojó y se hundió en el agua, y la mente de Betty se sumió en la confusión y comenzó a ver las formas de sus hijos y sus nietos difuntos poblando la barcaza, y saludándola con la mano en un ritmo solemne; a continuación, cuando la cuerda se tensó y volvió a salir a la superficie, arrojando diamantes, le pareció que eran dos cuerdas paralelas que vibraban y la golpeaban con su sonido, aunque estaban lejos. Cuando volvió a mirar ya no había barcaza, ni río, ni luz del día, y un hombre al que nunca había visto le acercaba una vela a la cara.

—Dígame, señora —dijo el hombre—, ¿de dónde viene y adónde se dirige?

La pobre alma, confusa, le preguntó dónde se encontraba.

—Soy el guarda de la esclusa —dijo el hombre.

—¿El guarda de la esclusa?

—El suplente, y esta es la caseta del guarda. (Suplente o guarda, tanto da, mientras el otro está en el hospital). ¿Cuál es su parroquia?

—¡Parroquia!

De inmediato se levantó de la carriola en la que estaba echada, tanteando desaforadamente a su alrededor en busca del cesto y mirando al hombre asustada.

—En el pueblo se lo preguntarán —dijo el hombre—. Allí no la dejarán ser una eventual. La devolverán al sitio de donde salió, señora, y a toda prisa. No se halla usted en situación de ir por parroquias desconocidas pidiendo asilo como eventual.

—¡Me ha vuelto a dar el entumecimiento! —murmuró Betty Higden llevándose la mano a la cabeza.

—Estaba entumecida, desde luego —repuso el hombre—. Y muy floja me parece esa palabra para calificar su aspecto cuando la trajimos aquí. ¿Tiene amigos, señora?

—Los mejores del mundo, señor.

—Le recomiendo que los busque si cree que van a estar dispuestos a hacer algo por usted —dijo el guarda de la esclusa—. ¿Tiene dinero?

—Una pizca.

—¿Quiere conservarlo?

—Desde luego.

—Bueno —dijo el guarda de la esclusa, encogiéndose de hombros con las manos en los bolsillos y negando con la cabeza de una manera malhumorada y ominosa—, pues le digo que las autoridades del pueblo se lo quitarán, si sigue adelante. Lo puede firmar en su Alfred David.

—Entonces no proseguiré mi camino.

—Le harán pagar, mientras le quede dinero —añadió el guarda de la esclusa— por todo lo que le den en el asilo de pobres como eventual y por el traslado al de su parroquia.

—Es usted muy amable por avisarme, señor, gracias por su cobijo y buenas noches.

—Un momento —dijo el guarda, interponiéndose entre ella y la puerta—. ¿Por qué tiembla de ese modo, y por qué tanta prisa, señora?

—Oh, señor, señor —replicó Betty Higden—. ¡He luchado contra la parroquia y huido de ella toda mi vida, y quiero morir libre de ella!

—No sé si debería dejarla ir —dijo el guarda como si se lo pensara—. Soy un hombre honesto que se gana la vida con el sudor de su frente, y podría meterme en un lío si la dejo ir. Ya me he visto metido en líos antes, por san Jorge, y sé lo que es, y por eso me ando con ojo. Podría volver a darle el entumecimiento, a media milla de aquí, o a un cuarto de milla, tanto da, y entonces le preguntarían: ¿Por qué la dejó ir ese honesto guarda en lugar de llevarla a la parroquia sana y salva? Eso es lo que debería haber hecho un hombre de su responsabilidad, argumentarían —dijo el guarda, pulsando de manera insistente la fuerte cuerda de su terror—; debería haberla entregado sana y salva a la parroquia. Eso es lo que se esperaría de un hombre de sus méritos.

Mientras el hombre estaba en la entrada, la pobre mujer, agotada por las preocupaciones y el viaje, prorrumpió en lágrimas y entrelazó los dedos, como si le rogara con un gran dolor.

—Como ya le he dicho, señor, tengo los mejores amigos del mundo. Esta carta le demostrará si no es verdad lo que le digo, y ellos se lo agradecerán en mi nombre.

El guarda abrió la carta con cara seria, que no sufrió cambio alguno mientras contemplaba su contenido. Pero quizá lo hubiera hecho de ser capaz de leer las letras.

—¿A qué minucia de monedas llama usted una pizca de dinero? —dijo el hombre con aire abstraído, tras meditar un poco.

Betty vació rápidamente el bolsillo y lo depositó sobre la mesa: un chelín, dos monedas de seis peniques y unos peniques sueltos.

—Si la dejo ir en lugar en entregarla sana y salva a la parroquia —dijo el guarda, contando el dinero con los ojos—, ¿dejaría todo esto aquí por su propia voluntad?

—¡Cójalo, señor, cójalo, por favor, y reciba mi agradecimiento!

—Soy un hombre que se gana la vida con el sudor de la frente —dijo el guarda, devolviéndola la carta y embolsándose las monedas; a continuación, se pasó la manga por la frente, como si esa porción de sus humildes ganancias fuera el resultado de una esforzada labor y una virtuosa aplicación—, y no me interpondré en su camino. Vaya a donde quiera.

Betty salió de la casa del guarda en cuanto él le dio permiso, y tambaleándose llegó de nuevo al camino. Pero temiendo volver atrás y temiendo avanzar; viendo de lo que huía en el resplandor de las luces de la población que tenía delante, y tras haber dejado el confuso horror de lo que más odiaba allí donde había estado, como si hubiera escapado de ello en cada piedra de cada mercado; al final tomó por caminos secundarios, entre los que se perdió y quedó más desconcertada. Aquella noche se refugió del samaritano en su última forma acreditada instalándose bajo el almiar de un granjero; y si —merece la pena que pensemos en ello, mis semejantes cristianos— el samaritano, en aquella noche solitaria, hubiera «pasado por el otro lado», ella habría dado gracias al Cielo por huir de él.

Por la mañana volvió a ponerse en camino, y, aunque su propósito seguía siendo igual de resuelto, sus pensamientos eran cada vez menos claros. Comprendiendo que sus fuerzas la abandonaban, y que la lucha de su vida estaba tocando a su fin, era incapaz de concebir cómo regresar con sus protectores, y lo cierto es que no se le pasó por la cabeza. El temor que la dominaba, y su orgullosa y terca determinación a morir sin degradarse, eran las dos únicas impresiones nítidas de su mente ya medio oscurecida. Avanzaba con el único sostén de que debía vencer aquella lucha que había mantenido toda su vida.

Llegaba el momento en que dejaba ya de sentir las penurias de su humilde vida. Habría sido incapaz de tragar aunque en el campo de al lado hubiese encontrado una mesa puesta. El día era frío y lluvioso, pero casi ni se daba cuenta. Avanzaba con dificultad, la pobre alma, como un criminal que teme que lo prendan, y lo único que ya sentía era el terror de caer al suelo en pleno día y que la encontraran viva. No temía sobrevivir a otra noche.

Cosido en el pecho de su vestido, el dinero para pagar su funeral seguía intacto. Si conseguía pasar el día, se tendería para morir al cobijo de la oscuridad, y moriría independiente. Si la capturaban antes, le quitarían el dinero como si fuera una indigente que no tiene derecho a conservarlo, y la llevarían al condenado asilo. Si alcanzaba su meta, encontrarían la carta en su pecho, junto con el dinero, y sus protectores dirían cuando les llevaran el cuerpo: «Tuvo esa carta en gran aprecio, la vieja Betty Higden; fue leal a ella; y, mientras vivió, nunca permitió que quedara mancillada por caer en manos de aquellos que más la aterraban». Todo esto pueden parecer pensamientos ilógicos, incoherentes y delirantes; pero quienes viajan por el valle de las sombras de la muerte suelen delirar; y la gente humilde y agotada tiende a tener un razonamiento tan pobre como su vida misma, y sin duda apreciarían nuestra Ley de Pobres más filosóficamente con una renta de diez mil al año.

Así, sin salirse de los caminos secundarios, evitando todo contacto humano, esta atribulada anciana estuvo caminando y escondiéndose a lo largo de aquel monótono día. No obstante, tan distinta era de los vagabundos que suelen ocultarse que a veces, a medida que transcurrían las horas, había un intenso fuego en sus ojos, y su débil corazón se aceleraba, como si exclamara exultante: «¡El Señor me llevará hasta el final!».

Qué manos visionarias la ayudaron en esa jornada a huir de las garras del samaritano; qué voces, silenciadas en la tumba, parecían hablarle; hasta qué punto se imaginaba tener de nuevo al niño en brazos, y las innumerables veces que se ajustó el chal para calentarlo; qué infinita variedad de formas de torres, tejados y campanarios asumían los árboles; cuántos furiosos jinetes se precipitaban hacia ella gritando «¡Ahí va! ¡Detente! ¡Detente, Betty Higden!» y se desvanecían a medida que se le acercaban: que todo esto quede sin contar. Avanzando y escondiéndose, escondiéndose y avanzando, la pobre criatura inofensiva, como si fuera una asesina y todo el país la persiguiera, agotó el día y alcanzó la noche.

—Vegas, o algo así —murmuraba a veces en su día de peregrinaje, cuando levantaba la cabeza y distinguía los objetos reales que la rodeaban.

Ahora surgía en la oscuridad un gran edificio lleno de ventanas iluminadas. Salía humo de una alta chimenea situada en la parte de atrás, y se oía una noria a un costado. Entre ella y el edificio se cruzaba una superficie de agua en la que se reflejaban las ventanas iluminadas, y en el margen más próximo se veía una plantación de árboles.

—¡Doy gracias al Poder y la Gloria de Nuestro Señor por haber llegado al final de mi viaje! —dijo Betty Higden, levantando sus manos marchitas.

Se deslizó entre los árboles, hasta un tronco desde el que podía ver, a través de los árboles y las ramas que se interponían, las ventanas iluminadas, tanto las reales como las que se reflejaban en el agua. Colocó a un lado su cestillo, donde todo estaba en perfecto orden, y se dejó caer al suelo, apoyándose contra el árbol. Este le recordó el pie de la Cruz, y se entregó a Él, que murió en ella. Hizo acopio de fuerzas para arreglar la carta que llevaba en el pecho, para que todos vieran que allí tenía un papel. Había hecho acopio de fuerzas para eso, y se le escaparon cuando lo hubo hecho.

«Aquí estoy a salvo —fue su último y embotado pensamiento—. Quien me encuentre muerta al pie de la Cruz, será alguno de los míos; alguno de los obreros que trabajan entre las luces de allá. Ahora ya no veo las ventanas iluminadas, pero están allí. ¡Doy gracias por todo!»

Se disipó la oscuridad, y una cara se inclinó.

—¿Es la hermosa señora?

—No entiendo lo que dice. Deje que vuelva a mojarle los labios con este brandy. He ido a buscarlo. ¿Cree que he tardado mucho?

Es la cara de una mujer, sombreada por una gran cantidad de pelo oscuro. Es la cara preocupada de una mujer joven y hermosa. Pero en la tierra todo ha acabado para mí, y debe de tratarse de un ángel.

—¿Hace mucho que estoy muerta?

—No entiendo lo que dice. Vuelva a mojarse los labios. Me he dado toda la prisa que he podido, y no he traído a nadie conmigo, porque temía que se asustara al ver a un desconocido y se muriera.

—¿No estoy muerta?

—No entiendo lo que dice. Habla tan flojo y con la voz tan quebrada que no la oigo. ¿Usted me oye?

—Sí.

—¿Está diciendo que sí?

—Sí.

—Acababa de salir del trabajo, e iba por el sendero de fuera (esta noche he estado con los del turno de noche) y oí un gemido, y la encontré aquí tendida.

—¿En qué trabaja, querida?

—¿Ha dicho que en qué trabajo? En el molino papelero.

—¿Dónde está?

—Ahora está usted mirando al cielo, y no puede verlo. Está cerca. ¿Puede ver mi cara, aquí, entre usted y el cielo?

—Sí.

—¿Intento levantarla?

—Aún no.

—¿Ni siquiera quiere que le levante la cabeza y la ponga en mi brazo? Lo haré poco a poco, suavemente. Ni se dará cuenta.

—Aún no. El papel. La carta.

—¿El papel que lleva en el pecho?

—¡Bendita sea!

—Deje que le vuelva a humedecer los labios. ¿Tengo que abrirlo? ¿Y leerlo?

—¡Bendita sea!

La mujer lo lee con sorpresa, y ahora mira la cara inmóvil junto a la que está arrodillada con una nueva expresión y un interés añadido.

—Conozco estos nombres. Los he oído a menudo.

—¿La enviará, querida?

—No la entiendo. Deje que le humedezca los labios una vez más, y la frente. Así. ¡Pobre, pobrecilla! —Estas palabras las dijo a través de copiosas lágrimas—. ¿Qué me ha preguntado? Espere a que pueda acercar mi oído.

—¿La enviará, querida?

—¿Si la enviaré a quienes la escribieron? ¿Ese es su deseo? Sí, desde luego.

—¿No se la dará más que a ellos?

—No.

—Porque usted también envejecerá, y también le llegará la hora de morir, ¿no se la dará a nadie más que a ellos?

—No. Se lo prometo con toda solemnidad.

—¡No me lleve a la parroquia! —con un convulso esfuerzo.

—No. Se lo prometo con toda solemnidad.

—¡Que no me toquen los de la parroquia, que ni siquiera me miren! —con otro esfuerzo.

—No. Por mi honor.

En la cara vieja y ajada aparece una expresión de agradecimiento y de triunfo. Los ojos, que han estado ominosamente fijos en el cielo, se vuelven con una significativa expresión hacia la cara compasiva de la que brotan las lágrimas, y aparece una sonrisa en los ancianos labios cuando preguntan:

—¿Cómo te llamas, querida?

—Mi nombre es Lizzie Hexam.

—Debo de tener la cara muy deformada. ¿Te da miedo besarme?

Como respuesta, se aprietan los labios sobre la boca fría pero sonriente.

—¡Bendita seas! Y ahora, levántame, preciosa.

Lizzie Hexam levantó con gran suavidad la cabeza gris ajada por el tiempo, y alzó a la anciana hasta el Cielo.