Capítulo VII


El movimiento amistoso obtiene una posición ventajosa

Los cómplices del movimiento amistoso estaban sentados en el suelo, jadeando y mirándose, después de que el señor Boffin hubiera cerrado la verja de un portazo y se hubiera ido. En los débiles ojos de Venus, y en cada uno de los cabellos de color castaño rojizo de su mata de pelo, había una marcada desconfianza hacia Wegg, y la disposición a acometerle a la menor ocasión. En la cara hostil de Wegg, y en su figura rígida y nudosa (parecía un juguete de madera alemán), se expresaba una conciliación de conveniencia, carente de espontaneidad. Los dos estaban colorados, agitados y arrugados a causa de la reciente refriega; y Wegg, al caer al suelo, había recibido un fuerte golpe en la nuca, por lo que ahora se la frotaba con un aire de enorme —aunque desagradable— asombro. Los dos permanecieron unos minutos en silencio, dejando que empezara a hablar el otro.

—Hermano —dijo Wegg, rompiendo finalmente el silencio—, tenía razón y yo me equivocaba. No sabía lo que hacía.

El señor Venus se alisó los cabellos con cara de que a él no lo engañaba, pensando que el señor Wegg sí sabía lo que hacía, y que había acabado viéndosele el plumero.

—Pero camarada —prosiguió Wegg—, usted no tuvo la oportunidad de conocer a la señorita Elizabeth, al señorito George, a tía Jane y a tío Parker.

El señor Venus admitió que nunca había conocido a esas personas, en efecto, y que tampoco había deseado el honor de conocerlas.

—¡No diga eso, camarada! —replicó Wegg—. ¡No diga eso! Pues, sin conocerlos, no puede saber lo que es ponerse frenético al ver al usurpador.

El señor Wegg, mientras pronunciaba esas palabras exculpatorias como si le honraran enormemente, se impulsó con las manos hacia una silla que había en un rincón del cuarto, y allí, tras diversas y singulares cabriolas, consiguió alcanzar una posición perpendicular. El señor Venus también se levantó.

—Camarada —dijo Wegg—, tome asiento. ¡Camarada, qué cara tan expresiva la suya!

Involuntariamente, el señor Venus alisó su gesto y se miró la mano, como para comprobar si le habían quedado en ella algunas de sus propiedades expresivas.

—Pues sé sin la menor duda —añadió Wegg, subrayando las palabras con el índice—, sin la menor duda conozco la pregunta que me plantea su expresiva cara.

—¿Qué pregunta es? —dijo Venus.

—La pregunta —repuso Wegg con una suerte de jovial afabilidad— de por qué no he mencionado antes que había encontrado algo. Es lo que me dice su expresivo semblante: «¿Por qué no me lo ha comunicado en cuanto ha llegado esta noche? ¿Por qué se lo ha callado hasta que ha pensado que el señor Boffin había venido a buscar el artículo?». Su expresivo semblante —dijo Wegg— lo explica con más claridad que el habla. Ahora bien, ¿no puede leer en mi cara la respuesta que le doy?

—No, no puedo —dijo Venus.

—¡Lo sabía! ¿Y por qué no? —replicó Wegg con la misma jovial inocencia—. Porque no puedo afirmar que mi cara sea elocuente. Porque soy perfectamente consciente de mis deficiencias. No todos los hombres poseen los mismos talentos. Pero puedo responderle con palabras. ¿Y con qué palabras? Con estas. ¡Quería darle una deliciosa sior-pries-SA!

Tras haber alargado y recalcado de ese modo la palabra «sorpresa», el señor Wegg estrechó las manos de su amigo y hermano, y a continuación le dio una palmada en las rodillas, como un cariñoso patrón que le suplicara no volver a mencionar el pequeño favor que había tenido el dichoso privilegio de hacerle.

—Ahora que su expresivo semblante está satisfecho con la respuesta —dijo Wegg—, lo único que pregunta es: «¿Qué ha encontrado?». ¡Bueno, ya oigo las palabras!

—¿Y bien? —contestó Venus en tono cortante, tras haber esperado en vano—. Si oye las palabras, ¿por qué no contesta?

—¡Escúcheme! —dijo Wegg—. Voy a contestarle. ¡Escúcheme! Hombre y hermano mío, compañero tanto de sentimientos como de empresas y acciones, he encontrado una caja fuerte.

—¿Dónde?

—¡Escúcheme! —dijo Wegg. (Intentaba reservarse todo lo que pudiera, y cada vez que tenía que revelar algo, prorrumpía en una radiante efusión de «Escúcheme»)—. Cierto día, señor…

—¿Cuándo? —preguntó Venus hoscamente.

—No-no —repuso Wegg, negando con la cabeza entre atento, reflexivo y juguetón—. ¡No, señor! No es su expresivo semblante el que hace esa pregunta. Es su voz, simplemente su voz. Prosigo. Cierto día, señor, estaba caminando por el patio, dando mi paseo solitario, pues en palabras de un amigo de mi familia, el autor de «Todo va bien», con arreglos para dúo:

Abandonado (lo recordará señor Venus), por la luna que mengua,

cuando las estrellas (ni lo he de mencionar) proclaman la noche sin tregua,

en torre, fuerte o acampada,

el centinela camina solo en su velada,

el centinela camina.

»Bajo tales circunstancias, señor mío, estaba yo paseando por el patio a primera hora de una tarde, y por casualidad llevaba una vara de hierro en la mano, con la que a veces me distraigo de la monotonía de la vida literaria, cuando noto un golpe contra un objeto que no hace falta le nombre…

—Hace falta. ¿Qué objeto? —preguntó Venus en tono furioso.

—¡Escúcheme! —dijo Wegg—. La bomba de agua… Di un golpe contra la bomba de agua, y me encontré con que no solo la parte superior estaba suelta, abierta y tenía una tapa, sino que se oía algo dentro. Descubrí que eso, camarada, era una caja pequeña, plana y oblonga. ¿He de añadir que me decepcionó lo poco que pesaba?

—Había documentos en ella —dijo Venus.

—¡Ahí vuelve a hablar su expresivo semblante! —exclamó Wegg—. Un documento. La caja estaba cerrada con llave, atada y lacrada, y en la parte de fuera había una etiqueta de pergamino que llevaba escrito: «MI TESTAMENTO, JOHN HARMON, DEPOSITADO AQUÍ DE MANERA PROVISIONAL».

—Debemos saber lo que contiene —dijo Venus.

—¡Escúcheme! —clamó Wegg—. Eso dije, y abrí la caja.

—¡Sin decirme nada! —exclamó Venus.

—¡Exactamente, señor! —replicó Wegg, afable y animado—. ¡Veo que está de acuerdo conmigo! ¡Escuche, escuche, escuche! ¡Decidido a que, como su buen discernimiento percibe, si iba a ser una sior-pries-SA, lo fuera del todo! Bueno, señor. Y como me ha hecho el honor de comprender por adelantado, examiné el documento. Muy breve; la redacción y los testigos, todo correcto. En la medida en que nunca ha hecho amigos, y siempre ha tenido una familia rebelde, él, John Harmon, le lega a Nicodemus Boffin el montículo pequeño, que es lo bastante grande para él, y lega todo el resto y el remanente a la Corona.

—Hay que ver la fecha en la que el testamento fue acreditado —observó Venus—. Podría ser posterior a este.

—¡Escúcheme! —gritó Wegg—. Eso mismo dije. Pagué un chelín (le perdono los seis peniques que le corresponden) para poder echarle un vistazo. Hermano, ese testamento está fechado semanas antes que este. Y ahora, compañero, como socio de nuestro movimiento amistoso —añadió Wegg, volviendo a coger sus dos manos, y dándole otra palmada en las rodillas—, dígame, ¿he llevado a cabo mi desinteresada tarea a su total satisfacción? ¿No está sior-prien-DIDO?

El señor Venus contempló a su socio y camarada un tanto indeciso, y a continuación replicó, aún muy serio:

—Es una gran noticia, sin duda, señor Wegg. No se puede negar. Pero me habría gustado que me lo contara antes del susto de esta noche, y me habría gustado que me preguntara, como socio suyo, qué íbamos a hacer antes de pensar que estaba dividiendo su responsabilidad.

—¡Escúcheme! —gritó Wegg—. Sabía que iba a decir eso. ¡Pero cargué solo con la angustia, y cargaré yo solo con su censura! —Lo dijo con un aire de gran magnanimidad.

—Y ahora —dijo Venus—, veamos lo que hay en esa caja.

—¿Debo entender, hermano —replicó Wegg, sumamente reacio—, que desea ver este testamento y esta…?

El señor Venus dio un puñetazo en la mesa.

—¡Escúcheme! —dijo Wegg—. ¡Escúcheme! Iré a buscarlo.

Tras estar un rato ausente, como si en su codicia a duras penas fuera capaz de decidirse a mostrarle el tesoro a su socio, regresó con una vieja sombrerera de cuero, en la que había metido la otra caja para guardar mejor las apariencias y eliminar los recelos.

—Pero no me acaba de hacer gracia la idea de abrirla aquí —dijo Silas en voz baja, mirando a su alrededor—. Él podría volver; a lo mejor, ni se ha ido. No sabemos qué pretende, después de lo que hemos visto.

—Algo de razón tiene —asintió Venus—. Venga a mi casa.

Celoso de la custodia de la caja, pero aún temeroso de abrirla en las presentes circunstancias, Wegg vaciló:

—Le digo que venga a mi casa —repitió Venus, irritado.

Sin acabar de ver cómo podía negarse, el señor Wegg repitió en un arrebato:

—¡Escúcheme!… Por supuesto.

De manera que cerraron con llave La Enramada y se pusieron en camino: el señor Venus le cogió del brazo y no se lo soltó.

Encontraron la pálida luz habitual ardiendo en la ventana del local del señor Venus, que revelaba de manera imperfecta al público el habitual par de ranas disecadas, espada en mano, con la cuestión de honor entre ambas aún sin resolver. El señor Venus había cerrado la tienda al salir, y ahora la abría con la llave, cerrando de nuevo en cuanto hubieron entrado; pero no antes de haber colocado los postigos del escaparate y haberlos asegurado con la barra de hierro.

—Nadie puede entrar sin que le dejemos —dijo—. En ninguna otra parte estaremos más seguros.

Así pues, atizó las ascuas aún calientes de la oxidada rejilla de la chimenea e hizo una lumbre, y despabiló la vela que había sobre el pequeño mostrador. Cuando el fuego proyectó sus parpadeantes rayos sobre las paredes oscuras y grasientas, el bebé hindú, el bebé africano, el bebé inglés articulado, el surtido de cráneos y el resto de la colección acudieron prestos a sus lugares como si hubiesen estado fuera, al igual que su amo, y aparecieran puntualmente a ese encuentro general para ser testigos del secreto. El caballero francés había crecido de manera considerable desde la última vez que el señor Wegg lo viera, y ahora estaba equipado con un par de piernas y una cabeza, aunque aún carecía de brazos. Fuera de quien fuera la cabeza original, Silas Wegg habría considerado un favor personal que no le hubiesen salido tantos dientes.

Silas se sentó en silencio sobre la caja de madera que había ante el fuego, y Venus, tras dejarse caer en su silla baja, sacó de sus manos de esqueleto su bandeja para el té y las tazas, y puso el agua al fuego. En su fuero interno, Silas agradeció esos preparativos, confiando en que acabaran diluyendo el intelecto del señor Venus.

—Y ahora, señor —dijo Venus—, que estamos seguros y tranquilos, vamos a ver ese descubrimiento.

Wegg, con las manos aún reacias, y no sin lanzar varias miradas hacia las manos de esqueleto, como si temiera que un par pudieran saltar de la caja y agarrar el documento, abrió la caja de sombreros e hizo aparecer la caja, abrió la caja y mostró el documento. Lo cogió fuertemente por una punta, mientras Venus lo asía por la otra punta y lo leía atenta y escrupulosamente.

—¿No tenía razón en lo que le dije, socio? —dijo al final el señor Wegg.

—La tenía, socio —dijo el señor Venus.

Tras lo cual el señor Wegg ejecutó un movimiento natural y espontáneo, como si fuera a doblarlo; pero el señor Venus aún lo sujetaba por la punta.

—No, señor —dijo el señor Venus, parpadeando con sus débiles ojos y negando con la cabeza—. No, socio. La cuestión que ahora se plantea es quién va a guardar esto. ¿Sabe quién va a guardar esto?

—Yo —dijo Wegg.

—De ninguna manera, socio —repuso Venus—. Eso es un error. Yo lo guardaré. Escúcheme un momento, señor Wegg. No quiero discutir con usted, y aún menos mantener persecuciones anatómicas con usted.

—¿A qué se refiere? —dijo enseguida Wegg.

—Me refiero, socio —dijo Venus lentamente—, que no es posible tener una disposición más amistosa hacia otra persona que la que tengo hacia usted en este momento. Estoy en mi terreno, rodeado por los trofeos de mi arte y con mis herramientas muy a mano.

—¿Qué pretende decirme, señor Venus? —preguntó Wegg.

—Como ya he observado —dijo plácidamente el señor Venus—, estoy rodeado por los trofeos de mi arte. Son numerosos, mi provisión de humanos variados es grande, la tienda está bastante abarrotada, y en este momento no quiero más trofeos de mi arte. Pero me gusta mi arte, y sé como ejercerlo.

—No hay nadie mejor —asintió el señor Wegg con un aire un tanto aturdido.

—Dentro de la caja sobre la que está sentado —dijo Venus—, y aunque no lo crea, están las misceláneas de varios ejemplares humanos. La hermosa composición que hay detrás de la puerta —dijo señalando con la cabeza al caballero francés—, es la miscelánea de diversos ejemplares humanos. Pero aún le faltan un par de brazos. No digo que tenga prisa por conseguirlos.

—Debe de estar usted desvariando —objetó Silas.

—Me perdonará si desvarío —replicó Venus—, a veces soy propenso a ello. Me gusta mi arte, y sé cómo ejercerlo, y tengo intención de guardar este documento.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con su arte, socio? —preguntó Wegg en tono obsequioso.

El señor Venus hizo parpadear simultáneamente sus ojos crónicamente fatigados, y, colocando el hervidor al fuego, comentó, con voz sepulcral:

—Hervirá en un par de minutos.

Silas Wegg miró el hervidor, miró los anaqueles, miró al caballero francés de detrás de la puerta, y se arredró un poco al mirar el parpadeo de los ojos enrojecidos del señor Venus, que se palpaba el bolsillo de su chaleco —pongamos que en busca de una lanceta— con la mano libre. Él y Venus estaban sentados inevitablemente muy juntos, y cada uno sujetaba una punta del documento, que no era más que una hoja de papel corriente.

—Socio —dijo Wegg con una voz aún más obsequiosa que antes—, le propongo que cortemos el papel en dos y que cada uno guarde una mitad.

Venus sacudió su mata de pelo mientras replicaba:

—No sería una buena idea mutilar el documento, socio. Parecería que ha sido anulado.

—Socio —dijo Wegg tras un silencio, durante el cual se contemplaron mutuamente—, ¿no dice su expresivo semblante que va a sugerir un término medio?

Venus volvió a sacudir su mata de pelo mientras contestaba:

—Socio, ya me ha ocultado este documento una vez. No volverá a hacerlo. Puede cuidar de la caja y de la etiqueta, pero yo me haré cargo del documento.

Silas vaciló un poco, y de repente soltó la punta que agarraba, y en un tono de nuevo animado y benevolente, exclamó:

—¡Qué es la vida si no hay confianza! ¡Qué es un hombre sin honor! Quédeselo, socio, en un espíritu de confianza y honor.

El señor Venus, aún parpadeando simultáneamente con los dos ojos —aunque como si conversara consigo mismo, sin asomo de triunfo—, dobló el papel que ahora tenía en la mano, lo encerró en un cajón que había tras él y se metió la mano en el bolsillo. A continuación propuso:

—¿Una taza de té, socio?

A lo que el señor Wegg contestó:

—Gracias, socio.

Y el té estuvo hecho y servido.

—Y ahora hay otra pregunta —dijo Venus, soplando en su taza de té y mirando a su compañero de secretos—: ¿Cómo hemos de actuar?

En ese punto, Silas Wegg tenía mucho que decir. Tenía que decir lo siguiente: que le suplicaba a su camarada, hermano y socio que recordara los impresionantes párrafos leídos esa noche; que en la mente del señor Boffin existía un evidente paralelismo entre ellos y el difunto propietario de La Enramada, y las presentes circunstancias de La Enramada; que se acordara de la botella, y de la caja. Que aquello aseguraba la fortuna de su hermano y camarada, y de él mismo, en la medida en que lo único que tenían que hacer era ponerle precio a ese documento, y que el favorito de la fortuna y el gusano del momento les pagara ese precio: y que ahora este parecía menos favorito y más gusano de lo que antes suponían. Que él consideraba que ese precio podía plantearse en una sola y contundente expresión: «¡La mitad!». Que eso suscitaba la cuestión de cuándo había que decir «¡La mitad!». Que él deseaba recomendarle un plan de acción con una cláusula adicional. Que el plan de acción que recomendaba era que ambos esperaran pacientemente; que debían permitir que gradualmente fueran llevándose los montículos hasta que no quedara nada, aunque conservando su presente oportunidad de vigilar el proceso —pues imaginaba que el favorito y gusano delegaría en otra persona la molestia y el costo de cavar y escarbar día tras día, mientras que ellos, por las noches, podrían investigar de manera privada esos desperdicios tan completamente removidos—, y que, cuando los montículos desaparecieran, y ellos hubieran aprovechado su oportunidad exclusivamente para su propio beneficio, entonces, y no antes, asaltarían al favorito y gusano. Pero entonces aparecía la cláusula condicional, y le suplicaba a su camarada, hermano y socio que le prestara especial atención. No había que tolerar que el favorito y gusano se llevara ninguno de los bienes que ahora consideraban de su propiedad. Cuando él, el señor Wegg, vio que el favorito se llevaba de manera subrepticia esa botella, y su preciado y desconocido contenido, no consideró al favorito y gusano más que un simple ladrón, y, en cuanto que tal, lo habría despojado de su ilícita ganancia de no ser por la sensata intervención de su camarada, hermano y socio. Por tanto, la cláusula condicional que proponía era que si el favorito volvía a presentarse con aquella actitud furtiva, y si, al vigilarlo de cerca, se le descubría en posesión de algo, lo que fuera, se le mostrara de inmediato la afilada espada que colgaba sobre su cabeza, y fuera estrictamente interrogado acerca de qué sabía o sospechaba, y fuera severamente tratado por ellos, sus amos, y mantenido en un estado de abyecta servidumbre y esclavitud moral hasta el momento en que a ellos les pareciera oportuno permitirle comprar su libertad al precio de la mitad de sus posesiones. Si, dijo perorando el señor Wegg, él había errado al decir tan solo «¡La mitad!», confiaba en que su camarada, hermano y socio no vacilaría en sacarle de su error y en reprocharle su pusilanimidad. Quizá fuera más acorde a derecho decir «Dos tercios»; quizá fuera más acorde a derecho decir «Tres cuartos». En ese punto, estaba abierto a cualquier corrección.

El señor Venus, que había atendido a ese discurso a lo largo de tres sucesivas tazas de té, manifestó que coincidía con los puntos de vista expresados. Animado por ello, el señor Wegg extendió la mano derecha y declaró que aquella era una mano que nunca había cometido una acción indigna. Sin entrar en más pormenores, el señor Venus, fiel a su té, afirmó que no le quedaba la menor duda de ello, tal como exigía de él la cortesía. Pero se contentó con mirar la mano, y no la acercó a su pecho.

—Hermano —dijo Wegg, cuando quedó sellado ese feliz acuerdo—, me gustaría preguntarle algo. ¿Se acuerda de la primera noche en que me asomé por aquí y encontré su poderoso intelecto flotando en un mar de té?

El señor Venus asintió sin dejar de sorber su té.

—¡Y ahí está usted sentado —añadió Wegg con un aire de reflexiva admiración—, como si nunca se hubiera levantado! ¡Ahí está usted sentado, señor, como si poseyera una ilimitada capacidad de asimilar ese fragante producto! ¡Ahí está usted sentado, señor, en medio de sus obras, como si le hubiese invitado a cantar «Hogar, dulce hogar», y deseara complacer a los presentes!

Exiliado del hogar, brilla en vano el esplendor,

coja sus humildes preparados, haga el favor,

esos pájaros tan bien disecados ya no vienen a su llamada,

le dan esa paz espiritual, la cosa más preciada.

¡Hogar, hogar, hogar, dulce hogar!

»Porque por muy horrible que sea —añadió el señor Wegg en prosa mientras recorría la tienda con la mirada—, al fin y al cabo, no hay nada como el hogar.

—Ha dicho que quería preguntar algo, pero aún no lo ha hecho —comentó Venus, en tono muy antipático.

—Su paz espiritual —dijo Wegg ofreciéndole sus condolencias—, su paz espiritual estaba muy alterada aquella noche. ¿Cómo está ahora? ¿Va mejorando?

—Ella —replicó el señor Venus con una cómica mezcla de indignada obstinación y tierna melancolía— no desea verse ni que la consideren bajo esa luz. Y no hay más que decir.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Wegg con un suspiro, aunque observándolo mientras fingía mirar la lumbre con él—. ¡Así son las mujeres! Y recuerdo que aquella noche dijo, usted sentado allí y yo aquí… dijo, la noche en que su paz espiritual se vio sacudida por primera vez, el asunto de la herencia Harmon había despertado su interés. ¡Menuda coincidencia!

—Era el padre de la chica —repuso Venus, interrumpiéndose para dar un sorbo de té— el que algo tenía que ver con el asunto.

—No mencionó el nombre de la chica, ¿verdad? —comentó Wegg, pensativo—. No, aquella noche no mencionó el nombre.

—Agrado Riderhood.

—¡Cla-ro! —exclamó Wegg—. Agrado Riderhood. Ese nombre tiene algo de conmovedor. Agrado. ¡Vaya! Parece expresar lo que ella podría haber sido de no haber hecho ese desagradable comentario… y que no es, por haberlo hecho. ¿Supondría algún bálsamo para sus heridas, señor Venus, que le preguntara cómo la conoció?

—Yo estaba por la ribera del río —dijo Venus, dio otro sorbo de té y le guiñó un triste ojo a la lumbre— buscando loros. —Dio otro sorbo y se interrumpió.

El señor Wegg insinuó, para llamar su atención:

—¿Supongo que, con nuestro clima inglés, no estaría cazando loros, señor mío?

—No, no, no —dijo Venus, impaciente—. Estaba en la ribera buscando loros de esos que traen los marineros, para comprarlos y disecarlos.

—¡Sí, sí, sí, entiendo, señor!

—Y también buscaba una bonita pareja de serpientes de cascabel con objeto de articularlas para un museo… cuando tuve la maldición de tropezar con ella y hablarle. Fue justo en la época de ese descubrimiento en el río. Su padre había visto cómo remolcaban el descubrimiento. Como era un asunto muy conocido, aproveché para volver y seguir tratándola, y desde entonces ya no he sido el mismo. De tanto pensar en ello se me han aflojado los huesos. Si me los trajeran sueltos para que escogiese cuáles me pertenecían, no tendría valor para reclamarlos como míos. Hasta allí llega mi abatimiento.

El señor Wegg, menos interesado que antes, miró uno de los estantes que había en la penumbra.

—Pero recuerdo —dijo con un tono de amistosa conmiseración— (pues recuerdo cada palabra que usted dice, señor), recuerdo que aquella noche empezó a decir que tenía allí… y que a continuación sus palabras fueron «Tanto da».

—El loro que ella me vendió —dijo Venus, con una descorazonada subida y bajada de ojos—. Sí, allí está, desplomado y seco; a excepción del plumaje, exactamente igual que yo. Nunca tengo ánimos para prepararlo, y ya nunca los tendré.

Con gesto decepcionado, mentalmente, Silas relegó al loro a regiones más que tropicales, y, sin prestar el menor interés por el momento a los pesares del señor Venus, se dispuso a estirar la pata de palo como preparativo de partida: los ejercicios gimnásticos de esa noche habían perjudicado gravemente su constitución.

Después de que Silas abandonara la tienda con la sombrerera en la mano, y el señor Venus descendiera hasta la región del olvido gracias al efecto del té, comenzó a reconcomerle enormemente el haberse llegado a asociar con ese artista. A Silas le amargaba pensar que de buen principio debería haberse controlado más, y no querer aprovecharse de lo que eran meras insinuaciones por parte del señor Venus, y que ahora se demostraba que no servían para sus propósitos. Buscando medios y maneras de disolver esa relación sin perder dinero, reprochándose por haberse visto inducido a revelar su secreto, y felicitándose sin mesura por su buena suerte puramente accidental, recorrió contento el camino entre Clerkenwell y la mansión del Basurero de Oro.

Pues Silas ni se planteaba poner la cabeza en la almohada en paz sin primero pasearse por la casa del señor Boffin encarnando el espléndido personaje de Ángel Malo. El poder (a no ser que sea el poder del intelecto o la virtud) siempre ha ejercido un gran atractivo en las naturalezas más mezquinas; y el simple desafío a la insensible fachada, con el poder que tenía ahora Silas de arrancar el tejado de la familia que la habitaba igual que el tejado de un castillo de naipes, era un gustazo que no podía dejar escapar.

Mientras deambulaba exultante por la acera de enfrente, apareció el carruaje.

—Pronto verás tu fin —dijo Wegg, amenazándolo con la sombrerera—. Tu barniz está perdiendo brillo.

La señora Boffin se apeó y entró en la mansión.

—Ojo con caer, doña Basurera —dijo Wegg.

Bella se bajó garbosa y entró corriendo tras ella.

—¡Qué energía! —dijo Wegg—. No correrás tan alegremente cuando vuelvas a tu destartalada casa. De todos modos, no te quedará más remedio.

Pasó un rato y salió el secretario.

—Me dieron de lado por ti —dijo Wegg—. Pero más vale que te busques otra colocación, jovencito.

La sombra del señor Boffin pasó tras las persianas de tres grandes ventanas mientras recorría trotando la habitación, y de nuevo cuando fue en sentido contrario.

—¡Hombre! —exclamó Wegg—. Ahí está. ¿Dónde está la botella? ¡Cambiaría esa botella por mi caja, Basurero!

Preparada así su mente para el sueño, regresó a casa. Tal era la codicia del sujeto, que su mente había sobrepasado ya la mitad, los dos tercios, los tres cuartos y estaba ya por despojarlo de todo. «Aunque eso no es una buena idea —consideró, viéndolo todo con más frialdad a medida que se alejaba—. Eso es lo que le pasaría si no comprara nuestro silencio. Con eso no sacaríamos nada».

Hasta tal punto juzgamos a los demás por lo que somos nosotros que hasta entonces no se le había pasado por la cabeza que pudiera no comprar su silencio, mostrarse honesto, y prefiriera ser pobre. Cuando se le pasó sintió un leve escalofrío; pero fue muy leve, y el infundado pensamiento desapareció enseguida.

—Le ha cogido demasiado cariño al dinero —dijo Wegg—, le ha cogido demasiado cariño al dinero. —El bordón se convirtió en melodía o tonadilla a medida que avanzaba por la acera. Durante todo el camino a casa fue marcando el ritmo por las calles, piano con el pie bueno, y forte con la pata de palo—. LE HA COGIDO DEMASIADO CARIÑO AL DINERO, LE HA COGIDO DEMASIADO CARIÑO AL DINERO.

Incluso al día siguiente, Silas se consoló con esa tonada melodiosa cuando le sacaron de la cama al alba para abrir la puerta de la verja y dejar entrar el cortejo de carros y caballos que venían a llevarse el montículo pequeño. Y durante todo el día, mientras vigilaba sin pestañear el lento proceso que anunciaba prolongarse muchos días y semanas, siempre que (para que no lo asfixiara el polvo) patrullaba la pequeña ruta de cenizas que había dispuesto para ese propósito, sin apartar la vista de los que cavaban, seguía marcando el ritmo de: «LE HA COGIDO DEMASIADO CARIÑO AL DINERO, LE HA COGIDO DEMASIADO CARIÑO AL DINERO».