Capítulo IV


La familia de R. Wilfer

Reginald Wilfer es un nombre de sonido un tanto rimbombante, que sugiere al principio placas conmemorativas en iglesias rurales, volutas en vidrieras pintadas, y en general a los De Wilfer que llegaron con Guillermo el Conquistador. Y resulta un hecho extraordinario de la genealogía que ningún De Nadie llegara con Nadie más.

Pero la familia de Reginald Wilfer era de una extracción y actividades tan corrientes que sus antepasados habían subsistido durante generaciones en los muelles, en Impuestos Internos, en la Oficina de Aduanas, y el actual R. Wilfer era apenas un pobre oficinista. Tenía un salario limitado y una familia ilimitada, y era un oficinista tan pobre que nunca había alcanzado lo que era su modesta ambición: llevar en alguna ocasión un atavío completo totalmente nuevo, sombrero y botas incluidos. El sombrero negro se le volvía marrón antes de poder comprarse una chaqueta, los pantalones palidecían en las costuras y las rodillas antes de poder comprarse un par de botas, las botas se le gastaban antes de poder regalarse unos pantalones nuevos, y para cuando conseguía llegar de nuevo al sombrero, ese artículo moderno y reluciente techaba antiguas ruinas de diversos periodos.

Si el querubín convencional pudiera llegar a crecer alguna vez y vestirse, sería como un retrato de Wilfer. Su aspecto mofletudo, terso e inocente era una de las razones por las que, cuando no lo denigraban, lo trataban con condescendencia. Un desconocido que entrara en su pobre casa a eso de las diez de la noche se habría sorprendido quizá al encontrarlo sentado para cenar. Tan infantil era en sus curvas y proporciones que, si su antiguo maestro se lo hubiera encontrado en Cheapside, quizá no habría sido capaz de resistir la tentación de darle con la palmeta allí mismo. En resumen, era el querubín convencional después de dar el estirón: bastante gris, con signos de preocupación en el rostro, y en circunstancias decididamente insolventes.

Era tímido, y poco propenso a responder al nombre de Reginald, pues era un nombre con demasiadas aspiraciones y personalidad. En su firma utilizaba solo la inicial R., y revelaba lo que significaba en realidad apenas a unos pocos amigos escogidos en régimen de confidencialidad. Por esta causa, había surgido en el barrio que rodeaba Mincing Lane la burlona costumbre de inventarle nombres a partir de adjetivos y participios que fueran más o menos adecuados: como Rancio, Retraído, Rubicundo, Redondo, Rollizo, Ridículo, Reflexivo; otros se los ponían porque nada tenían que ver con él: Rugiente, Rabioso, Rufián, Ruidoso. Pero su nombre más popular era Rumty, que en un momento de inspiración se lo había endilgado un caballero muy sociable relacionado con el mercado de productos farmacéuticos, como el comienzo de un estribillo social, cuya parte solista había llevado a ese caballero, en su ejecución, al Templo de la Fama, y cuya carga expresiva completa se daba en las líneas:

Rumty nenito, uau uau uau

canta el pequeñito, uau uau uau.

Y así se le dirigían constantemente, incluso en notas sin importancia en el trabajo, como «Querido Rumty»; a las que él respondía tranquilamente firmando: «Atentamente, R. Wilfer».

Trabajaba de oficinista en la empresa de productos farmacéuticos de Chiksey, Veneering y Stobbles. Chiksey y Stobbles, sus antiguos jefes, habían sido absorbidos por Veneering, antaño viajante de comercio a comisión: quien había dejado constancia de su ascenso al poder aportando al negocio unas cuantas ventanas de cristal cilindrado y una mampara de caoba pulimentada a la francesa, y una enorme y reluciente placa para la puerta.

Una tarde, R. Wilfer cerró su escritorio, se metió su manojo de llaves en el bolsillo como si fueran una peonza y se encaminó a casa. Vivía en la región de Holloway, al norte de Londres, entonces separada de la ciudad por campos y árboles. Entre Battle Bridge y esa parte del distrito de Holloway en la que residía había un trecho de Sáhara suburbano, donde se quemaban ladrillos y tejas, se hervían huesos, se azotaban alfombras, se arrojaba basura, peleaban perros, y los empleados de la limpieza amontonaban polvo. Mientras flanqueaba ese desierto por su ruta habitual, a la luz de los fuegos de los hornos que formaba chillonas manchas en la niebla, R. Wilfer suspiraba y negaba con la cabeza.

—¡Ay! —decía—. ¡Las cosas podrían haber sido de otra manera!

Tras ese comentario sobre la vida humana, que indicaba una experiencia de esta que no era exclusivamente propia, se apresuraba en finalizar el trayecto hasta su casa.

La señora Wilfer era, naturalmente, una mujer alta y angulosa. Como su señor era querúbico, ella era necesariamente majestuosa, siguiendo el principio de que el matrimonio une los contrastes. Tenía la persistente costumbre de tocarse la cabeza con un pañuelo que se anudaba bajo la barbilla. Parecía considerar ese tocado, en conjunción con unos guantes que llevaba dentro de casa, como una especie de armadura contra la desdicha (que invariablemente tomaba la forma del desánimo o las dificultades), y como una especie de atavío de calle. Su marido, por tanto, contemplaba tan heroica indumentaria con cierto decaimiento del espíritu cada vez que ella dejaba la vela en el pequeño vestíbulo y bajaba los peldaños que cruzaban el pequeño patio delantero para abrirle la puerta.

Algo había pasado con la puerta de la casa, pues R. Wilfer se detuvo en los peldaños, se la quedó mirando y gritó:

—Va-ya.

—Sí —dijo la señora Wilfer—, vino el hombre en persona con unas tenazas, la sacó y se la llevó. Dijo que como no tenía esperanza alguna de que se la pagáramos, y como tenía un pedido para otra placa de «ESCUELA DE SEÑORITAS», dijo que eso era lo mejor para todos (después de bruñirla).

—A lo mejor lo era, querida. ¿Qué te pareció a ti?

—Tú eres el señor de la casa, R. W. —replicó su esposa—. Lo que importa es lo que tú piensas, no yo. ¿Hubiera sido mejor que el hombre se llevara también la puerta?

—Querida, no podríamos pasar sin la puerta.

—Ah, ¿no?

—¡Vamos, querida! ¿Podríamos?

—Lo que importa es lo que tú pienses; no yo.

Con tan sumisas palabras, la esposa le precedió mientras bajaban unos escalones hasta la pequeña habitación principal de un sótano, medio cocina, medio salita, donde una muchacha de diecinueve años, con una cara y una figura singularmente hermosas, pero con una expresión impaciente e insolente en el rostro y en los hombros (que a su edad, y en su sexo, son muy expresivas de descontento), se hallaba sentada jugando a las damas con una chica más joven, que era la más joven de la casa de los Wilfer. A fin de no recargar esta página con detalles de los Wilfer y mostrarlos de manera somera, baste decir que el resto se hallaban en lo que se suele denominar «por el mundo» en sus diversas acepciones, y que eran muchos. Tantos que cuando uno de sus cumplidores hijos iba a verle, R. Wilfer generalmente parecía decirse, tras una cierta aritmética mental, «¡Oh! ¡Aquí tenemos a otro!», antes de añadir en voz alta: «¿Cómo te va, John?», o Susan, como podía ser el caso.

—Bueno, mis Pichurrinas —dijo R. Wilfer—. ¿Cómo estamos esta noche? Lo que estaba pensando, querida —esto a la señora Wilfer, ya sentada en un rincón, de guantes cruzados—, era que, ya que hemos alquilado también el piso de arriba, y como ahora no tenemos sitio donde puedas dar clase a los alumnos, aun cuando hubiera…

—El lechero ha dicho que conocía a dos jóvenes señoras respetabilísimas que buscaban un local adecuado, y cogió una tarjeta —interrumpió la señora Wilfer con severa monotonía, como si leyera en voz alta una ley del Parlamento—. Dile a tu padre si fue el lunes pasado, Bella.

—Pero si yo no he oído nada de eso, mamá —dijo Bella, la hija mayor.

—Por añadidura, querida —la instó su marido—, si no tienes sitio en el que meter a dos muchachas…

—Perdona —volvió a interrumpirle la señora Wilfer—, pero no eran dos muchachas. Se trataba de dos damas, jóvenes, de la máxima respetabilidad. Dile a tu padre, Bella, si no dijo eso el lechero.

—Querida, es lo mismo.

—No, no lo es —dijo la señora Wilfer, con la misma impresionante monotonía—. ¡Perdona!

—Me refiero, querida, a que, en cuanto al espacio, es lo mismo. En cuanto al espacio. Si no dispones de espacio en el que meter a dos jóvenes criaturas, por muy eminentemente respetables que sean, cosa que no dudo, ¿dónde vas a acomodarlas? No quiero profundizar más. Y eso considerando el asunto desde el punto de vista de un semejante —dijo su marido, dejando clara esa condición enseguida en un tono conciliador, obsequioso y argumentativo—, como estoy seguro que estarás de acuerdo conmigo, querida.

—No tengo nada más que decir —replicó la señora Wilfer, dibujando un manso gesto de resignación con los guantes—. Lo que importa es lo que tú piensas, no yo.

En ese punto, el enfurruñamiento de la señorita Bella y la pérdida de tres de sus pretendientes de una sola tacada, hecho agravado por la coronación de una rival, condujo a que la joven señorita le diera un zarandeo al tablero de damas, con lo que las piezas se cayeron de la mesa. Su hermana se arrodilló para recogerlas.

—¡Pobre Bella! —dijo la señora Wilfer.

—Y pobre Lavinia, ¿no, querida? —sugirió R. W.

—Perdona —dijo la señora Wilfer—, ¡pero no!

Una de las más meritorias especialidades de la mujer era su asombrosa capacidad para complacer sus mundanos o iracundos humores ensalzando a su propia familia, que fue lo que pasó a hacer, en el presente caso.

—No, R. W. Lavinia no ha pasado por las penalidades que ha conocido Bella. Lo que ha tenido que padecer Bella quizá no tiene parangón, y he de decir que lo ha soportado noblemente. Cuando ves a tu hija Bella con su vestido negro, la única que lo lleva en la familia, y cuando recuerdas las circunstancias que la han conducido a llevarlo, y cuando eres consciente de que esas circunstancias no han remitido, entonces, R. W., lo que hay que hacer es poner la cabeza sobre la almohada y decir: «¡Pobre Lavinia!».

En este punto, la señorita Lavinia, desde su posición arrodillada bajo la mesa, manifestó que no quería que ni papá ni nadie la «compadeciera».

—Desde luego que no, querida —replicó su madre—, pues tienes un espíritu valiente y exquisito. Y tu hermana Cecilia posee un espíritu valiente y exquisito de otro tipo, un espíritu de pura devoción, ¡un espíritu her-mo-so! La abnegación de Cecilia revela un carácter puro y femenino, pocas veces igualado y nunca superado. En estos momentos tengo en mi bolsillo una carta de tu hermana Cecilia, que he recibido esta mañana (recibida tres meses después de su boda, ¡pobrecilla!), en la que me dice que su marido debe albergar bajo su techo, de manera inesperada, a su tía impedida. «Pero le seré fiel», me escribe de manera conmovedora, «no lo dejaré, no debo olvidar que es mi marido. ¡Que venga su tía!». ¡Si esto no es patético, si eso no es devoción femenina…!

La buena señora agitó los guantes como señalando que era imposible decir más, y se anudó el pañuelo sobre la cabeza trenzándose un nudo aún más apretado bajo la barbilla.

Bella, que ahora estaba sentada sobre la alfombra para calentarse, con los ojos castaños clavados en el fuego y un manojo de rizos castaños en la boca, se rió de esto, y a continuación hizo pucheros y medio lloró.

—Estoy segura —dijo— de que no sientes nada por mí, papá, y soy la chica más desdichada de todas las que han existido. Ya sabes lo pobres que somos —el padre probablemente lo sabía, ¡y buenas razones tenía para saberlo!—, y qué cerca estuve de la riqueza, y cómo se me escurrió entre los dedos, y que me he de ver llevando este ridículo luto… ¡que odio!… Soy una especie de viuda que no llegó a casarse. Pero tú no sientes pena por mí… Sí la sientes, sí la sientes.

Este cambio repentino lo originó la cara de su padre. Se calló para hacerlo caer de la silla en una actitud altamente favorable al estrangulamiento, y para darle un beso y unas palmaditas en la mejilla.

—Pero deberías sentir lástima por mí, papá.

—La siento, querida.

—Sí, y yo digo que deberías sentirla. Solo con que me hubieran dejado en paz y no me hubieran contado nada, no me habría importado tanto. Pero ese desagradable señor Lightwood cree que es su deber, como él mismo afirma, escribirme y decirme lo que me tiene reservado, y entonces me veo obligada a desembarazarme de George Sampson.

En ese instante, Lavinia, emergiendo a la superficie con la última pieza rescatada, exclamó:

—Nunca quisiste a George Sampson, Bella.

—¿Acaso he dicho que le quisiera, señorita? —A continuación, haciendo pucheros otra vez con los rizos en la boca—: George Sampson me quería mucho, y me admiraba mucho, y aguantó todo lo que le hice.

—Fuiste desagradable con él —la interrumpió de nuevo Lavinia.

—¿Acaso he dicho que no lo fuera, señorita? No me voy a poner sentimental con George Sampson. Lo único que digo es que era mejor que nada.

—Ni siquiera le demostraste que pensaras esto último —volvió a interrumpir Lavinia.

—Eres una mocosa y una idiota —replicó Bella—, o no hablarías como si fueras una niña tonta. ¿Qué esperabas de mí? Espera a ser una mujer, y no hables de lo que no entiendes. ¡Lo único que demuestras es ignorancia! —A continuación, gimoteando de nuevo, y mordiéndose los rizos de vez en cuando, y parándose a ver cuánto se había arrancado—: ¡Es una pena! Nunca se ha dado un caso tan terrible. No me importaría tanto si no resultara tan ridículo. Ya fue lo bastante ridículo que un desconocido viniera a casarse conmigo, le gustara o no. Ya fue bastante ridículo saber que resultaría un encuentro de lo más bochornoso, y que ninguno de los dos podría fingir que el otro le gustaba. Ya fue bastante ridículo saber que no me gustaba. Cómo iba a gustarme, si me había heredado en un testamento, con una docena de cucharas, con todo ordenado de antemano, como gajos de naranja. ¡Eso me recuerda las flores de azahar! ¡Vuelvo a declarar que es una pena! Esos ridículos detalles habrían quedado mitigados por el dinero, pues adoro el dinero, y quiero dinero… nos hace muchísima falta. Detesto ser pobre, y somos pobres de una manera degradante, ofensiva, miserable, brutal. ¡Y aquí estoy, tan solo con los restos más ridículos de la situación, y encima, con este ridículo vestido! Y si se conoció la verdad, cuando toda la ciudad estuvo al corriente del asesinato de Harmon, y la gente especulaba si era un suicidio, me atrevería a decir que esos insolentes sujetos de los clubs y las tabernas hacían chistes en el sentido de que esa desdichada criatura había preferido una tumba acuática a estar conmigo. Es probable que se tomaran esas libertades; ¡no me extrañaría! Declaro que es un caso terrible, y que no hay chica más desdichada que yo. ¡La idea de ser viuda, y nunca haberme casado! ¡Y la idea de ser pobre como siempre, y encima de luto, por un hombre al que no vi jamás, y al que hubiera odiado, por lo que era, de haber llegado a verlo!

En ese momento, las lamentaciones de la joven fueron interrumpidas por unos nudillos que golpearon la puerta a medio abrir de la habitación. El nudillo ya había llamado dos o tres veces, pero no lo habían oído.

—¿Quién es? —dijo la señora Wilfer en su tono de ley del Parlamento—. ¡Entre!

Entró un caballero, y la señorita Bella, con una breve y aguda exclamación, se apartó de la alfombra de delante de la chimenea y se colocó los rizos mordidos en su sitio, junto al cuello.

—La criada tenía la llave de la puerta cuando subí, y me acompañó hasta esta habitación diciéndome que me esperaban. Me temo que debería haberle pedido que me anunciara.

—Perdóneme —replicó la señora Wilfer—. En absoluto. Son dos de mis hijas. R. W., este es el caballero que ha ocupado tu primera planta. Tuvo la amabilidad de concertar una cita para esta noche, cuando estuvieras en casa.

Un caballero de tez morena. Treinta años como mucho. Una cara expresiva, hasta se la podría llamar atractiva. No muy afable. Poco natural, reservado, inseguro, atribulado. Por un instante posó la mirada en la señorita Bella, y luego la bajó al suelo al dirigirse al señor de la casa.

—Teniendo en cuenta que me siento bastante satisfecho, señor Wilfer, con las habitaciones, con su situación, y con su precio, ¿le parece que cerremos el trato con un contrato entre ambos de dos o tres líneas y un pago? Me gustaría traer los muebles sin demora.

Durante esa breve alocución, el querubín al que se dirigía había hecho unas invitaciones querúbicas a que se sentara. El caballero las aceptó, colocando una mano vacilante en una esquina de la mesa, mientras la otra mano vacilante levantaba la copa de su sombrero hasta los labios y la colocaba delante de la boca.

—El caballero, R. W. —dijo la señora Wilfer—, propone alquilar esas habitaciones por trimestres. Las dos partes avisarán con un trimestre de antelación.

—¿Debo mencionar, señor —insinuó el casero, esperando que aquello se diera por sentado—, la formalidad de aportar alguna referencia?

—Creo —replicó el caballero, tras una pausa— que no es necesaria ninguna referencia; ni, a decir verdad, me sería fácil, pues soy forastero en Londres. No exijo ninguna referencia de usted, y, por tanto, quizá no me exija usted ninguna. Eso será justo por ambas partes. De hecho, soy yo quien más confianza demuestra de los dos, pues le pagaré por adelantado cuanto me pida, y además le voy a confiar mis muebles. Mientras que, si se hallara usted en circunstancias apuradas… es una mera suposición…

Como la conciencia hizo que R. Wilfer se sonrojara, la señora Wilfer, desde un rincón (siempre encontraba dignos rincones), acudió a su rescate con un grave:

—Perfectamente.

—… entonces, yo… bueno, podría perderlo.

—¡Vaya! —observó jovialmente R. Wilfer—. El dinero y los bienes son siempre la mejor de las referencias.

—¿Crees que son las mejores, papá? —preguntó Bella en voz baja y sin volver la mirada mientras se calentaba los pies en el guardafuegos.

—Están entre las mejores, querida.

—Yo habría dicho que lo más fácil era añadir las habituales —dijo Bella con una sacudida de rizos.

El caballero la escuchó con una expresión de notable atención, aunque ni levantó la vista ni cambió de actitud. Siguió sentado, inmóvil y silencioso, hasta que su futuro casero aceptó su propuesta y trajo material de escritura para completar el trato. Y permaneció sentado, inmóvil y silencioso, mientras el casero escribía.

Cuando el contrato estuvo redactado por duplicado (el casero lo abordó como un escriba querúbico de los que vemos en lo que convencionalmente se denominan obras dudosas de los grandes maestros, y que significa que no son en absoluto dudosas), fue firmado por las partes contratantes, mientras Bella se lo miraba cual testigo desdeñoso. Las partes contratantes era R. Wilfer y el señor don John Rokesmith.

Cuando le llegó a Bella el turno de estampar su nombre, el señor Rokesmith, que ahora estaba de pie igual que había estado sentado, con una mano vacilante apoyada en la mesa, la miró de manera furtiva, pero atenta. Observó la hermosa figura que se inclinaba sobre el papel y decía:

—¿Dónde he de firmar, papá? ¿Aquí, en esta esquina?

Contempló su hermoso pelo castaño, que sombreaba su cara coqueta; observó la desenvuelta rúbrica de la firma, atrevida para una mujer; y entonces se miraron mutuamente.

—Le estoy muy agradecido, señorita Wilfer.

—¿Agradecido?

—Le he ocasionado muchas molestias.

—¿Por poner mi nombre? Sí, desde luego. Pero soy la hija de su casero, señor.

Como solo quedaba pagar ocho soberanos como fianza, meterse en el bolsillo el contrato, acordar una fecha para la llegada de los muebles y de él mismo, y marcharse, el señor Rokesmith lo hizo con toda la torpeza posible, y su casero lo acompañó al exterior. Cuando R. Wilfer regresó al seno familiar, palmatoria en mano, encontró ese seno agitado.

—Papá —dijo Bella—, tenemos a un asesino de arrendador.

—Papá —dijo Lavinia—, tenemos a un ladrón.

—¡No poder mirar a nadie a la cara ni aunque le fuera la vida! —dijo Bella—. Jamás había visto algo así.

—Queridas —dijo el padre—, es un hombre reservado, y yo diría que aún más en la compañía de muchachas de vuestra edad.

—¡De nuestra edad! ¡Vaya tontería! —exclamó Bella impaciente—. ¿Qué tiene eso que ver con él?

—Además, no somos de la misma edad. ¿Qué edad tiene él? —preguntó Lavinia.

—No te preocupes, Lavvy —replicó Bella—, espera a tener edad de preguntar estas cosas. ¡Papá, mira lo que te digo! Entre el señor Rokesmith y yo existe una antipatía natural y una profunda desconfianza; ¡y eso no acabará ahí!

—Mis queridas niñas —dijo el patriarca querubín—, entre el señor Rokesmith y yo existe un asunto de ocho soberanos, que acabarán aportándonos algo de cena, si estáis de acuerdo.

Eso le dio un feliz giro de noventa grados a la cuestión, pues era raro que en casa de los Wilfer se dieran un capricho, ya que en ella la monótona aparición de un queso holandés a las diez de la noche había sido comentada a menudo por los hombros descarnados de la señorita Bella. De hecho, el modesto holandés parecía consciente de su falta de variedad, y por lo general llegaba delante de la familia en un estado de sudorosa disculpa. Tras cierta discusión acerca de los méritos de las chuletas de ternera, las mollejas y la langosta, la decisión se inclinó hacia las chuletas. La señora Wilfer se atavió solemnemente de pañuelo y guantes como sacrificio preliminar al calentamiento de la sartén, y el propio R. W. salió a adquirir la vianda. No tardó en regresar, trayéndola envuelta en hojas de col frescas, que también abrazaban con timidez una loncha de jamón. No tardaron en surgir melodiosos sonidos de la sartén que había al fuego, o eso parecía, mientras la luz del hogar bailaba en los agradables salones de un par de botellas llenas colocadas sobre la mesa, produciendo así una música de baile adecuada.

Lavvy colocó el mantel. Bella, como adorno —admitido por todos— de la familia que era, utilizó sus dos manos en darle a su pelo una onda adicional mientras se sentaba en la butaca más cómoda, dirigiendo alguna esporádica orden referente a la cena, como «Muy hecha, mamá»; o a su hermana: «Pon el salero recto, señorita, y no seas una mocosa sin estilo».

Su padre, mientras tanto, haciendo tintinear el oro del señor Rokesmith mientras permanecía expectante entre su cuchillo y su tenedor, comentó que seis de esos soberanos habían llegado muy oportunamente para su propio casero, y los amontonó sobre el mantel blanco para contemplarlos.

—¡Odio a nuestro casero! —dijo Bella.

Pero, al observar la cara de su padre, fue y se sentó junto a él en la mesa, y se puso a tocarle el pelo con el mango de un tenedor. Una de las costumbres de malcriada de la niña era estar siempre arreglando el pelo de los demás, quizá porque el suyo era muy bonito, y le ocupaba tanta atención.

—Mereces tener una casa propia; ¿no es verdad, pobre papá?

—No lo merezco más que cualquier otro, querida.

—En todo caso, yo, por ejemplo, lo deseo más que nada —dijo Bella, sujetándolo por la barbilla, mientras le ponía de punta sus cabellos rubios—, y me da rabia que ese dinero vaya al Monstruo ese que tanto engulle, cuando a nosotros nos hace falta… de todo. Y si dices (como quieres decir; sé que quieres decirlo, papá) que «Eso no es razonable ni honesto, Bella», entonces yo te respondo: «Puede que no, papá. Y es muy probable que no lo sea. Pero es una de las consecuencias de ser pobre, y de detestar y odiar hasta tal punto ser pobre, y es lo que a mí me sucede». Ahora bien, estás muy guapo, papá; ¿por qué no llevas el pelo siempre así? ¡Y aquí viene la chuleta! Si no está muy hecha, mamá, no puedo comérmela, tienes que devolverla al fuego para que acabe de hacerse.

No obstante, como estaba hecha, incluso para el gusto de Bella, la muchachita la ingirió elegantemente sin devolverla a la sartén, y también, a su debido tiempo, compartió el contenido de las dos botellas: de la que contenía cerveza escocesa y de la que contenía ron. El perfume de este, con la ayuda de agua hervida y monda de limón, se difundió por toda la habitación, y se concentró tanto en torno al cálido hogar que el viento que pasaba por encima del tejado debió de marcharse cargado de un delicioso aroma, tras libar como una enorme abeja de ese sombrerete de chimenea.

—Papá —dijo Bella, sorbiendo la fragante mezcla y calentándose su tobillo favorito—, cuando el anciano señor Harmon me puso en ridículo de ese modo (por no mencionarlo a él, ya que está muerto), ¿por qué crees que lo hizo?

—Imposible decirlo, querida. Como ya te he dicho un buen número de veces desde que eso salió a la luz, dudo haber intercambiado más de un centenar de palabras con el anciano señor. Si fue su capricho sorprendernos, desde luego que lo logró.

—Y yo daba patadas en el suelo y chillaba la primera vez que se fijó en mí, ¿verdad? —dijo Bella, contemplándose el tobillo ya mencionado.

—Dabas patadas en el suelo con tu piececito, querida, y chillabas con tu vocecita, y arremetiste contra mí con tu capota, que te habías quitado para ese fin —replicó su padre, como si el recuerdo le diera sabor al ron—. Hiciste todo eso un domingo por la mañana que te saqué a pasear porque no íbamos exactamente por el camino que querías, cuando el anciano caballero, sentado cerca de nosotros, dijo: «Qué niña tan mona; es una niña muy mona; ¡una chica que promete!». Y lo eras, querida.

—Y luego te preguntó mi nombre, ¿verdad, papá?

—Y luego preguntó tu nombre, querida, y el mío; y otros domingos por la mañana, cuando pasábamos por su lado, lo volvíamos a ver, y… la verdad es que ahí se acabó todo.

Y como también se había acabado el ron y el agua, o, en otras palabras, R. W. expresaba con delicadeza que su vaso estaba vacío, echando la cabeza para atrás y poniendo el vaso boca abajo delante de su nariz y labio superior, habría sido una obra de caridad que la señora Wilfer sugiriera que iba a rellenárselo. Pero lo que sugirió lacónicamente esa heroína fue «A la cama». Recogió las botellas y la familia se retiró; ella, querúbicamente acompañada, como algún severo santo de un cuadro, o simplemente una matrona humana alegóricamente representada.

—Y mañana, a esta hora —dijo Lavinia cuando las dos chicas estuvieron a solas en su habitación—, tendremos aquí al señor Rokesmith, y nos quedaremos a esperar a que nos rebane la garganta.

—A pesar de eso, no te pongas entre la vela y yo —replicó Bella—. ¡Esa es otra de las consecuencias de ser pobre! ¡Que una chica con un pelo tan bonito tenga que arreglárselo con una triste vela y medio palmo de espejo!

—Con él pescaste a George Sampson, por mal que vistas.

—Insignificante criatura. ¡Que pesqué a George Sampson con mi pelo! No hables de pescar a los hombres, señorita, hasta que no te llegue el momento de… pescar… como tú lo llamas.

—A lo mejor ya ha llegado —murmuró Lavvy, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué has dicho? —preguntó Bella, muy bruscamente—. ¿Qué has dicho, señorita?

Lavvy se negó a repetir ni a explicar sus palabras, y Bella poco a poco regresó al cuidado de sus cabellos mientras emprendía un soliloquio acerca de las desdichas de ser pobre, que se ejemplificaban en no tener nada que ponerse, nada con lo que salir, nada donde vestirse, solo una miserable caja en lugar de un espacioso tocador, y en verse obligada a aceptar realquilados sospechosos. Puso un gran énfasis en esta queja como si fuera el colmo, y podría haber puesto mucho más, de haber sabido que si el señor Julius Handford tenía un gemelo sobre la tierra, ese era el señor Rokesmith.