El Basurero de Oro cae en peores compañías
Ocurría que el señor Silas Wegg ahora rara vez acudía a la casa del favorito de la fortuna y el gusano del momento, sino que había recibido instrucciones de que lo esperara en el intervalo de ciertas horas convenidas en La Enramada. Este nuevo acuerdo molestaba mucho al señor Wegg, pues esas horas convenidas eran las de la tarde, y las consideraba inapreciables para el progreso de su movimiento amistoso. Pero era típico, le comentó amargamente al señor Venus, que el advenedizo que había pisoteado a tan eminentes criaturas como la señorita Elizabeth, el señorito George, tía Jane y tío Parker, ahora oprimiese a su hombre de letras.
Ahora que el Imperio romano ya había llegado a su destrucción, el señor Boffin se presentó en un coche de punto con la Historia antigua de Rollins, valiosa obra que, al descubrirse sus virtudes soporíferas, hubo que interrumpir más o menos en la época en que el ejército de Alejandro el Macedonio (que en aquella época componían unos cuarenta mil hombres) prorrumpió en lágrimas simultáneamente cuando él sufrió una tiritona después de bañarse. Como la Guerra de los judíos languideció bajo el generalato del señor Wegg, el señor Boffin apareció en otro coche de punto con Plutarco: cuya sucesión de vidas encontró sumamente entretenidas, aunque, se dijo, que no pensara Plutarco que las creía todas. La principal dificultad literaria del señor Boffin, en el curso de la lectura, era qué tenía que creer; durante un tiempo, su mente estuvo dividida entre creerlo todo, la mitad o nada; al final, cuando, como persona moderada que era, se decidió por la mitad, la cuestión seguía siendo, ¿qué mitad? Nunca llegó a superar ese escollo.
Una tarde, cuando Silas Wegg ya se había acostumbrado a la llegada de su patrón en coche de punto, acompañado de algún historiador profano abarrotado de nombres impronunciables de gentes incomprensibles, de genealogías inverosímiles, que libraban guerras durante un número de años y de sílabas muy largo, y que se llevaban ilimitados rehenes y riquezas con la mayor facilidad más allá de los confines de la geografía… pues pasó la tarde, y el patrón no apareció. Al cabo de media hora de gracia, el señor Wegg se dirigió hacia la verja exterior, y ahí dio un silbido, comunicándole al señor Venus, si acaso le oía, la noticia de que estaba en casa y sin ningún compromiso. Entonces apareció el señor Venus, hasta ese momento oculto al abrigo de un muro cercano.
—¡Compañero de armas —dijo el señor Wegg, de muy buen humor—, bienvenido!
El señor Venus le devolvió unas buenas tardes muy secas.
—Entra, hermano —dijo Silas, dándole un golpecito en el hombro—, y siéntate junto a mi chimenea, pues, ¿qué dice la balada?
Señor, no temo la animosidad,
ni tampoco la falsedad,
señor Venus, la verdad me contenta,
y la simple alegría me tienta.
Ta ta ri to, ta ta ri ta.
Y a alguien acompañar,
señor, junto a mi propio hogar,
junto a mi propio hogar.
Con esa cita (más fiel al espíritu que a la letra), el señor Wegg acompañó a su invitado hasta la chimenea.
—Y llega usted, hermano —dijo el señor Wegg, desprendiendo hospitalidad—, llega usted con un no sé qué… exactamente igual que… no le podría distinguir de él… del halo que despide a su alrededor.
—¿Qué clase de halo? —preguntó el señor Venus.
—Espero que el suyo, señor —replicó Silas.
El señor Venus pareció indeciso en ese punto, y contempló el fuego no muy contento.
—Dedicaremos la velada, hermano —exclamó Wegg—, a proseguir nuestro movimiento amistoso. Y posteriormente, haciendo chocar una rebosante copa de vino (me refiero a que mezclaremos ron con agua) sellaremos un compromiso. Pues, ¿qué dice el poeta?
No hace falta que traiga su negra botella,
pues yo traeré la mía,
y tomaremos un vaso
con una rodaja de limón si es el caso,
disfrutando de nuestra compañía.
Ese flujo de citas y hospitalidad por parte de Wegg indicaba que había observado que Venus venía un poco quejoso.
—En cuanto al movimiento amistoso —observó este último caballero, frotándose malhumorado las rodillas—, una de mis objeciones es que no lo veo por ninguna parte.
—Roma, hermano —replicó Wegg—, una ciudad que (aunque puede que generalmente no se sepa) nació de unos gemelos y una loba, y terminó en el mármol imperial: bueno, pues no se construyó en una hora.
—¿Acaso yo he dicho eso? —preguntó Venus.
—No, no lo ha dicho, hermano. Acertada pregunta.
—Lo que digo —prosiguió Venus— es que me saca de entre mis trofeos de anatomía, me hace intercambiar mis variados restos humanos por variedades de mera ceniza, sin el menor resultado. Creo que debo dejarlo.
—¡No, señor! —le reconvino Wegg de manera entusiasta—. ¡No, señor!
¡A la carga, Chester, a la carga,
adelante, señor Venus, adelante![29]
»¡No diga muerte, señor! ¡Un hombre de su categoría!
—No es a decirlo a lo que me opongo, sino al hecho en sí —replicó el señor Venus—. Y como todos hemos de morir lo queramos o no, no puedo permitirme perder el tiempo en palpar cenizas y polvo para nada.
—Pero es que, después de todo, le ha dedicado muy poco tiempo al movimiento amistoso, señor mío —le instó Wegg—. Sume las tardes que hemos ocupado juntos, ¿y qué nos da? ¡Y usted, señor, que tan de acuerdo está con mis opiniones, puntos de vista y sentimientos, usted, que tiene la paciencia de componer por medio de alambres toda la estructura de la sociedad (y me refiero al esqueleto humano), cede tan pronto!
—No me gusta —contestó malhumorado el señor Venus mientras ponía la cabeza entre las rodillas y erizándose el pelo polvoriento—. Nada me estimula a seguir.
—¿No bastan los montículos para animarle? —dijo el señor Wegg, extendiendo la mano derecha con un aire de solemne razonamiento—. ¿No le basta con esos montículos que nos observan?
—Son demasiado grandes —refunfuñó Venus—. ¿Qué es para ellos un arañazo aquí y un rascar allá, hurgar en un sitio y cavar en otro? Además, ¿qué hemos encontrado hasta ahora?
—¿Que qué hemos encontrado? —exclamó Wegg, encantado de poder estar de acuerdo en algo—. ¡Ah! Eso se lo concedo, camarada. Nada. Pero por el contrario, camarada, ¿qué podríamos llegar a encontrar? Eso me lo concederá usted. Cualquier cosa.
—No me gusta —contestó Venus con la misma irritación de antes—. Me metí en esto sin haberlo pensado lo bastante. Y además le repito: ¿no sabía el señor Boffin lo que había en los montículos? ¿No conocía él perfectamente al difunto y sus costumbres? ¿Es que él ha demostrado alguna vez la menor esperanza de encontrar nada?
En ese momento se oyó ruido de ruedas.
—Hay que ver —dijo el señor Wegg, con aire de quien sufre paciente las ofensas—, me resistía a pensar tan mal de él como para imaginar que sería capaz de presentarse a estas horas de la noche. Y no obstante, por el ruido, parece él.
Sonó la campanilla del patio.
—Es él —dijo el señor Wegg—, es capaz de venir a estas horas. Lo siento, porque habría deseado conservar esa pizca de respeto que le tenía.
En ese momento se oyó al señor Boffin gritar con ganas en la puerta del patio.
—¡Hola! ¡Wegg! ¡Hola!
—No se mueva, señor Venus —dijo Wegg—. A lo mejor no se queda. —Y a continuación contestó, gritando—: ¡Hola, señor mío! ¡Hola, enseguida estoy con usted, señor! Medio minuto, señor Boffin. ¡Vengo todo lo deprisa que me trae mi pierna!
Y así, haciendo alarde de una gran y alegre presteza, salió cojeando hacia la puerta con una luz, y allí, a través de la ventanilla del coche, divisó en el interior al señor Boffin, encerrado entre libros.
—¡Vamos! Eche una mano, Wegg —dijo el señor Boffin con entusiasmo—. No puedo salir si no me abre paso. Es el Registro anual, Wegg, que viene en un coche lleno de volúmenes. ¿Lo conoce?
—¿Si conozco el Registro animal, señor? —replicó el Impostor, que había entendido mal el nombre—. Por una nimia apuesta, podría encontrar en él cualquier animal con los ojos vendados, señor Boffin.
—Y aquí está el Museo maravilloso de Kirby —dijo el señor Boffin—, y los personajes de Caulfield, y de Wilson. ¡Qué personajes, Wegg, qué personajes! Hoy me ha de leer uno o dos de los mejores. Es increíble los sitios en que ponían las guineas, envolviéndolas en harapos. Coja ese montón de volúmenes, Wegg, o caerán del coche e irán a parar al barro. ¿No hay nadie por ahí que pueda ayudarle?
—Hay en casa un amigo mío, señor, con el que pensaba pasar la velada, pues, muy en contra de mi voluntad, ya creía que esta noche no vendría.
—Dígale que salga a echar una mano —exclamó el señor Boffin, muy afanoso—. No deje caer ese que lleva bajo el brazo. Habla de Dancer. Él y su hermana hacían empanadas de corderos muertos que encontraban cuando salían a caminar. ¿Dónde está su amigo? Ah, ya lo veo. ¿Tendría la bondad de ayudarnos a Wegg y a mí con estos libros? Pero no coja a Jemmy Taylor de Southwark ni a Jemmy Wood de Gloucester. Son los dos gemas. Yo los llevaré.
Sin dejar de hablar ni de afanarse, el señor Boffin dirigió la operación de transporte y colocación de los libros, y se le vio un tanto fuera de sí hasta que no hubieron sido depositados todos en el suelo, y el coche despedido.
—¡Ahí están! —dijo el señor Boffin, exultante—. Ahí los tiene, como los veinticuatro violinistas… todos en hilera. Póngase las gafas, Wegg; sé dónde encontrar los mejores, y enseguida cataremos lo que tenemos ante nosotros. ¿Cómo se llama su amigo?
El señor Wegg presentó a su amigo con el nombre de señor Venus.
—¿Cómo? —exclamó el señor Boffin, como si ese nombre le sonara—. ¿De Clerkenwell?
—De Clerkenwell, señor —dijo el señor Venus.
—Vaya, he oído hablar de usted —exclamó el señor Boffin—. Oí hablar de usted cuando el viejo vivía. Usted le conocía. ¿Alguna vez le compró algo? —Con tremenda impaciencia.
—No, señor —replicó Venus.
—Pero le enseñó cosas, ¿no?
El señor Venus le lanzó una mirada a su amigo y contestó afirmativamente.
—¿Qué le enseñó? —preguntó el señor Boffin, poniendo las manos a la espalda y adelantando con ansiedad la cabeza—. ¿Le enseñó cajas, estuches, carteras, paquetes, cualquier cosa cerrada o lacrada, o quizá atada?
El señor Venus negó con la cabeza.
—¿Entiende de porcelanas?
El señor Venus volvió a negar con la cabeza.
—Porque si alguna vez le enseñó una tetera, me alegraría saberlo —dijo el señor Boffin. Y a continuación, llevándose la mano derecha a los labios, repitió pensativo—: Una tetera, una tetera.
Y lanzó una mirada hacia los libros que había en el suelo, como si supiera que entre ellos existía algo interesante relacionado con una tetera.
El señor Wegg y el señor Venus se miraron atónitos: y el señor Wegg se caló los lentes, abrió mucho los ojos por encima de los cristales, y se dio unos golpecitos en la aleta de la nariz: una advertencia a Venus para que él también mantuviera los ojos bien abiertos.
—Una tetera —repitió el señor Boffin, aún sumido en sus reflexiones y mirando los libros—. Una tetera, una tetera.
—¿Está a punto, Wegg?
—A su servicio, señor —replicó el caballero, ocupando su asiento habitual sobre el banco habitual, colocando la pata de palo bajo la mesa hasta dejarla delante de él—. Señor Venus, ¿le importaría hacerme el favor de sentarse a mi lado y despabilar las velas?
Venus obedeció la invitación antes de que acabara de pronunciarla, y Silas le dio un golpecito con su pata de palo para dirigir su atención hacia el señor Boffin, que seguía caviloso junto al fuego, en el espacio que dejaban los dos bancos.
—¡Ejem, ejem! —carraspeó el señor Wegg para llamar la atención de su patrón—. ¿Desea que comience con algún Animal… del Registro, señor?
—No —dijo el señor Boffin—. No, Wegg. —Tras esas palabras, sacó un librito del bolsillo interior y con gran cuidado se lo entregó al hombre de letras mientras le preguntaba—: ¿Cómo llama a este libro, Wegg?
—Esto, señor —replicó Silas ajustándose los lentes y leyendo la portada—, son las Vidas y anécdotas de avaros de Merryweather. Señor Venus, ¿le importaría hacerme un favor y acercar las velas un poco?
Esto le proporcionó la oportunidad de lanzarle una mirada a su camarada.
—¿Qué avaros aparecen en el libro? —preguntó el señor Boffin—. ¿Puede averiguarlo fácilmente?
—Bueno, señor —replicó Silas, buscando el índice y pasando lentamente las hojas del libro—, yo diría que aquí deben de estar todos; hay un buen surtido; veo a John Overs, a John Little, Dick Jarrel, John Elwes, el reverendo señor Jones de Blewbury, Vulture Hopkins, Daniel Dancer…
—Háblenos de Dancer, Wegg —dijo el señor Boffin.
Tras lanzarle otra vistazo a su camarada, Silas encontró la página.
—Página ciento nueve, señor Boffin. Capítulo ocho. Contenido del capítulo: «Nacimiento y posición. Vestimenta y aspecto exterior. La señora Dancer y sus gracias femeninas. La mansión del tacaño. La historia de las empanadas de cordero. Idea que tiene de la muerte un avaro. Bob, el chucho del avaro. Griffiths y su amo. Cómo sacarle el jugo al dinero. Un substitutivo de la lumbre. Las ventajas de guardar una cajita de rapé. El avaro muere sin camisa. Los tesoros de la basura…».
—¿Eh? ¿Qué ha dicho? —preguntó el señor Boffin.
—Los tesoros de la basura, señor —repitió Silas leyendo con mucha claridad—. Señor Venus, ¿le importaría despabilar las velas? —Lo dijo para que este prestara atención a sus labios, que dijeron de manera inaudible—: ¡Montículos!
El señor Boffin acercó una butaca al lugar en el que estaba de pie, y, sentándose y frotándose arteramente las manos, dijo:
—Lea lo de Dancer.
El señor Wegg leyó la biografía de ese hombre eminente a través de sus diversas fases de avaricia y mugre, pasando por la muerte de la señorita Dancer a causa de su enfermizo régimen de budín frío, y por cómo el señor Dancer impedía que sus harapos se le cayeran a pedazos atándolos con una cuerda para atar el heno, y cómo calentaba la cena sentándose encima de ella, hasta llegar al consolador incidente de cuando murió desnudo dentro de un saco. Tras lo cual siguió leyendo lo siguiente:
—«La casa, o mejor dicho el montón de ruinas en el que vivía el señor Dancer, y que a su muerte pasó a manos del capitán Holmes, era un edificio de lo más miserable y deteriorado, pues llevaba más de medio siglo sin que se hubiese hecho en él ninguna reparación».
(En este punto, el señor Wegg le lanzó una mirada a su camarada y a la habitación en la que se hallaban: que no había sido reparada en mucho tiempo).
—«Pero a pesar del mal estado de la estructura externa, por dentro el edificio era inmenso. Llevó muchas semanas explorar todo su contenido, y al capitán Holmes le pareció una tarea muy entretenida sumergirse en las posesiones secretas del avaro».
(En ese punto, el señor Wegg repitió «posesiones secretas» y le dio otro golpecito a su camarada).
—«Uno de los rincones más ricos del señor Dancer se encontró en un estercolero del establo; una suma de poco menos de dos mil quinientas libras se hallaba dentro de ese rico montón de abono; y dentro de una chaqueta vieja, concienzudamente anudada y fuertemente clavada en el fondo del comedero, se encontraron quinientas libras más en billetes y oro».
(En ese momento, la pata de palo del señor Wegg se fue moviendo hacia delante bajo la mesa, y se elevó lentamente a medida que proseguía la lectura).
—«Se descubrieron varios cuencos llenos de guineas y medias guineas; y en diversas ocasiones, mientras buscaban por los rincones de la casa, encontraron varios paquetes con billetes. Algunos estaban incrustados en grietas de la pared».
(En ese momento, el señor Venus miró la pared).
—«Había fajos ocultos bajo los almohadones y las fundas de las butacas».
(El señor Venus miró debajo de sí mismo, en el banco).
—«Algunos reposaban ocultos al fondo de los cajones; y montones de billetes que llegaba a las seiscientas libras se encontraron perfectamente doblados dentro de una vieja tetera. En el establo el capitán encontró jarras llenas de dólares y chelines antiguos. También buscaron en la chimenea, y las molestias valieron la pena; pues en diecinueve agujeros distintos, todos llenos de hollín, encontraron diversas sumas de dinero, que ascendían en total a más de dos mil libras».
De camino a esa crisis, la pata de palo del señor Wegg se había ido elevando más y más, al tiempo que este iba hundiendo el codo opuesto en el señor Venus, hasta que al final conservar el equilibrio resultó incompatible con las dos acciones, y Wegg acabó cayendo de lado sobre el señor Venus, apretándole contra el borde del banco. Durante algunos segundos, ninguno de los dos hizo esfuerzo alguno por recuperar la vertical; los dos estaban en una especie de desmayo pecuniario.
Pero la imagen del señor Boffin sentado en la butaca, abrazándose con la mirada puesta en la lumbre, actuó de reconstituyente. Fingiendo un estornudo para ocultar sus movimientos, el señor Wegg, con un espasmódico «A-chííís», se incorporó e hizo incorporar al señor Venus con gran habilidad.
—Lea un poco más —dijo el señor Boffin con avidez.
—El siguiente es John Elwes. ¿Le apetece que pasemos a John Elwes?
—¡Ah! —dijo el señor Boffin—. Oigamos lo que hizo John.
No parecía haber ocultado nada, de manera que no despertó mucho interés. Pero revivió el interés una señora ejemplar llamada Wilcocks, que había ocultado oro y plata dentro de un tarro de encurtidos, y este dentro de la caja de un reloj, una lata llena de tesoros en un agujero debajo de las escaleras, y cierta cantidad de dinero en una vieja ratonera. A esta la sucedió otra señora que afirmaba ser indigente, cuya riqueza se encontró envuelta en trocitos de papel y trapos viejos. A esta la sucedió otra que vendía manzanas y había ahorrado una fortuna de diez mil libras, ocultándolas «aquí y allá, en grietas y rincones, detrás de ladrillos y debajo de las tablas del suelo». A esta un caballero francés que había abarrotado su chimenea, en detrimento del tiro, con «una valija de cuero que contenía veinte mil francos, monedas de oro y una gran cantidad de piedras preciosas», tal como descubrió un deshollinador tras su muerte. Poco a poco llegó el señor Wegg al último ejemplo de urraca humana:
—«Hace muchos años vivía en Cambridge un matrimonio de avaros apellidado Jardine; tenían dos hijos; el padre era un completo avaro, y a su muerte se descubrieron mil guineas escondidas en su cama. Los dos hijos crecieron con la misma parsimonia que el padre. Cuando tenían unos veinte años, montaron una pañería en Cambridge, que mantuvieron hasta su muerte. El establecimiento de los señores Jardine era el más sucio de todas las tiendas de Cambridge. Los clientes rara vez entraban a comprar, como no fuera por curiosidad. Los dos hermanos tenían un aspecto lamentable; pues aunque estaban rodeados de telas alegres, que eran los artículos de su negocio, ellos iban siempre con repugnantes harapos. Se cuenta que no tenían cama, y que, para ahorrarse comprar una, siempre dormían sobre un atado de telas de embalaje bajo el mostrador de la tienda. Siempre escatimaban en los gastos domésticos. Durante veinte años ni una loncha de carne adornó su mesa. Sin embargo, cuando el primero de los hermanos murió, el otro, en gran parte para su sorpresa, encontró grandes sumas de dinero que le había escondido incluso a él».
—¡Fíjese! —exclamó el señor Boffin—. ¡Incluso a él, ya ve! Solo eran dos, y sin embargo uno le escondía el dinero al otro.
Al señor Venus, que desde la aparición del caballero francés estaba encorvado para mirar en el interior de la chimenea, le llamó la atención esa última frase, y se tomó la libertad de repetirla.
—¿Le gusta? —preguntó el señor Boffin, volviéndose de repente.
—¿Perdone, señor?
—¿Le gusta lo que ha estado leyendo el señor Wegg?
El señor Venus contestó que lo encontraban en extremo interesante.
—Entonces vuelva otro día —dijo el señor Boffin—, y oiremos un poco más. Venga cuando quiera; venga pasado mañana, media hora antes. Hay mucho más; esto no se acaba nunca.
El señor Venus le expresó su agradecimiento y aceptó la invitación.
—Es asombroso lo que llega a esconderse, en uno u otro momento —dijo el señor Boffin, pensativo—, realmente asombroso.
—¿Se refiere al dinero, señor? —observó Wegg, con gesto propiciador, para sonsacarle, y dándole otro golpecito a su amigo y hermano.
—Dinero —dijo el señor Boffin—. ¡Ah, y documentos!
El señor Wegg, en un lánguido éxtasis, se dejó caer de nuevo sobre el señor Venus, y de nuevo regresó a la vertical disimulando sus emociones con un estornudo.
—¡A-chííís! ¿Se refiere a documentos, señor? ¿Escondidos?
—Escondidos y olvidados —dijo el señor Boffin—. Verá, el librero que me vendió el Museo asombroso… ¿dónde está el Museo asombroso?
Al momento estaba de rodillas en el suelo, buscando ávidamente entre los libros.
—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó Wegg.
—No, ya lo tengo; aquí está —dijo el señor Boffin, quitándole el polvo con la manga de la levita—. Volumen cuatro. Sé que está en el volumen cuatro, pues el librero me lo leyó. Búsquelo, Wegg.
Silas cogió el libro y pasó las hojas.
—¿«Singular putrefacción», señor?
—No, no es eso —dijo el señor Boffin—. No puede tener putrefacción.
—¿«Las memorias del general John Reid, comúnmente apodado, la Candelilla Ambulante», señor? ¿Con retrato incluido?
—No, tampoco es él —dijo el señor Boffin.
—¿«El extraordinario caso de la persona que se tragó una moneda de una corona», señor?
—¿Para esconderla? —preguntó el señor Boffin.
—No, señor —replicó Wegg, consultando el texto—. Al parecer, fue por accidente. ¡Oh! Debe de ser este. «Portentoso descubrimiento de un testamento que llevaba veinte años oculto».
—¡Este es! —exclamó el señor Boffin—. Léalo.
—«Un caso de lo más extraordinario —leyó en voz alta Silas Wegg— compareció ante el tribunal en las últimas sesiones de la corte de Maryborough, en Irlanda. En resumen, consistía en lo siguiente: en 1782, Robert Baldwin redactó su testamento, en el que legó las tierras ahora en disputa a los hijos de su hijo menor; poco después de lo cual mermaron sus facultades, se volvió totalmente como un niño y murió, rebasados ya los ochenta años. El demandado, que es el hijo mayor, inmediatamente después anunció que su padre había destruido el testamento; y al no encontrarse este, entró en posesión de las tierras en cuestión, y así estuvieron las cosas durante veintiún años, tiempo durante el cual la familia creyó que el padre había muerto sin testar. Pero al cabo de veintiún años murió la esposa del demandado, y muy poco después este, a los setenta y ocho, se casó con una mujer muy joven: esto despertó la preocupación de los hijos, y las severas expresiones de este sentimiento por su parte exasperaron al padre, el cual, lleno de rencor, redactó un testamento para desheredar a su hijo mayor, y en un arrebato de cólera se lo enseñó al hijo segundo, quien de inmediato tomó la decisión de apoderarse de él y destruirlo, a fin de conservar la propiedad para su hermano. Con esta idea forzó el escritorio de su padre, donde encontró no el testamento de su padre, que era el que buscaba, sino el de su abuelo, del cual ya nadie se acordaba en la familia».
—¡Eso es! —dijo el señor Boffin—. ¡Fíjese en lo que los hombres esconden y olvidan, o pretenden destruir y no lo hacen! —A continuación añadió más lentamente—: ¡A-som-bro-so!
Y mientras recorría la habitación con la mirada, Wegg y Venus también recorrían la habitación con la mirada. Y a continuación Wegg, por su cuenta, fijó los ojos en el señor Boffin, que de nuevo tenía la vista en la lumbre; como si pensara abalanzarse sobre él y exigirle los pensamientos o la vida.
—Pero por hoy ya es suficiente —dijo el señor Boffin, haciendo un gesto con la mano tras un silencio—. Pasado mañana, más. Coloque los libros en las estanterías, Wegg. Creo que el señor Venus tendrá la amabilidad de ayudarle.
Mientras hablaba, metió la mano en el bolsillo de su abrigo y forcejeó con un objeto que era demasiado grande para salir fácilmente. ¡Cuál no sería la estupefacción de los confabulados en el movimiento amistoso al ver que el objeto que salía era una viejísima linterna sorda!
El señor Boffin, sin darse cuenta en absoluto del efecto que había producido ese pequeño instrumento, lo colocó sobre una rodilla, y, sacando una caja de cerillas, encendió lentamente la vela de la linterna, apagó de un soplo la cerilla y la tiró al fuego.
—Ahora —anunció a continuación— voy a echar un vistazo por la casa y por el patio. No quiero que me acompañen. Yo y esta misma linterna hemos hecho este recorrido cientos… miles de veces… en nuestra vida en común.
—Pero cómo va usted, señor… No puedo permitir… —comenzó a decir educadamente Wegg, cuando el señor Boffin, que se había puesto en pie y se dirigía hacia la puerta, lo detuvo:
—Le he dicho que no quiero que me acompañe, Wegg.
Wegg estaba sagazmente pensativo, como si eso no se le hubiera ocurrido hasta entonces. Lo único que podía hacer era dejar salir al señor Boffin y cerrar la puerta. Pero, en cuanto este estuvo al otro lado, Wegg agarró a Venus con las dos manos, y dijo en un susurro ahogado, como si lo estrangularan:
—Señor Venus, hay que seguirlo, hay que vigilarlo, no hay que perderlo de vista ni un momento.
—¿Por qué no? —preguntó Venus, también estrangulado.
—Camarada, puede que haya observado que yo estaba bastante animado cuando ha llegado esta noche. He encontrado algo.
—¿Qué ha encontrado? —preguntó Venus, agarrándolo con ambas manos, de manera que quedaron trabados como un par de ridículos gladiadores.
—No tengo tiempo de contárselo. Creo que él ha ido a buscarlo. Debemos vigilarlo de inmediato.
Se soltaron y fueron de puntillas hacia la puerta, la abrieron suavemente y se asomaron. Era una noche nubosa, y la sombra negra de los montículos oscurecía aún más el patio oscuro.
—Si no es un estafador redomado —susurró Wegg—, ¿para qué ha traído una linterna sorda? Si hubiese traído una normal, podríamos haber visto lo que buscaba. Por aquí, sin hacer ruido.
Cautelosos, los dos siguieron al señor Boffin por el sendero flanqueado por fragmentos de loza incrustados en las cenizas. Oyeron su peculiar trotecillo, aplastando las cenizas a su paso.
—Se conoce el lugar al dedillo —murmuró Silas—, y no le hace falta encender la linterna, ¡maldito sea!
Pero la encendió casi en ese mismo instante, y su luz se proyectó sobre el primer montículo.
—¿Es ese el lugar? —susurró Venus.
—Caliente —dijo Silas en otro susurro—. Caliente. Está cerca. Creo que está a punto de encontrarlo. ¿Qué lleva en la mano?
—Una pala —contestó Venus—. Y recuerde que sabe utilizarla cincuenta veces mejor que cualquiera de nosotros.
—¿Y si no acaba encontrándolo, socio, qué haremos? —sugirió Wegg.
—Primero, esperemos a ver qué hace —dijo Venus.
Fue un discreto consejo, pues el señor Boffin volvió a oscurecer la linterna, y el montículo se volvió negro. A los pocos segundos volvió a encender la luz, y se le vio al pie del segundo montículo, levantando poco a poco la linterna hasta que tuvo el brazo extendido, como si examinara el estado de toda la superficie.
—¿Tampoco ese es el sitio? —dijo Venus.
—No —dijo Wegg—. Frío, frío.
—Me parece —susurró Venus— que lo que pretende averiguar es si alguien ha andado rebuscando por ahí.
—¡Chsss…! —replicó Wegg—. Cada vez más frío. ¡Ahora se está helando!
Esta exclamación la provocó el hecho de que el señor Boffin hubiera apagado la linterna otra vez, y la hubiera vuelto a encender, y se le viera ahora al pie del tercer montículo.
—¡Caramba, está subiendo! —dijo Venus.
—¡Con pala y todo! —exclamó Wegg.
A un trotecillo más ágil, como si la pala que llevaba al hombro le estimulara al revivir viejos recuerdos, el señor Boffin ascendió por el «camino serpenteante» del montículo, tal como se lo había descrito a Silas Wegg en la noche en que comenzaron sus decadencias y caídas. Al meterse en él apagó la linterna. Los dos lo siguieron, muy agachados, de manera que sus figuras no se recortaran contra el cielo cuando el señor Boffin volviera a encender la linterna. El señor Venus iba delante, arrastrando al señor Wegg, a fin de que su pierna refractaria pudiera extraerse enseguida de cualquier hoyo que ella misma abriese. Lo único que distinguieron fue que el Basurero de Oro se había parado a respirar. Naturalmente, ellos se pararon al instante.
—Ese es su propio montículo —susurró Wegg, recobrando el aliento—, ese de ahí.
—Bueno, los tres son suyos —repuso Venus.
—Eso se cree, pero ese es el que antes llamaba el suyo, por ser el primero que le dejaron; ese era su legado cuando nada más había para él en el testamento.
—Cuando encienda la luz —dijo Venus, que no perdía de vista la figura desdibujada del señor Boffin—, agáchese más y ocúltese.
El señor Boffin volvió a avanzar, y ellos lo siguieron. Al alcanzar la cima del montículo, encendió de nuevo la luz —aunque solo parcialmente— y la puso en el suelo. Un poste desnudo, torcido y ajado por el tiempo estaba plantado sobre las cenizas, y allí llevaba desde hacía muchos años. La linterna estaba muy cerca del poste: iluminaba unos palmos de la parte inferior y una pequeña zona de la superficie de ceniza de alrededor, proyectando además una nítida estela de luz sin objeto hacia la noche.
—¡No me diga que va a desenterrar el poste! —susurró Venus mientras se agachaban hasta quedar más cerca del suelo.
—A lo mejor está hueco o lleno de algo —susurró Wegg.
El señor Boffin se disponía a cavar, fuese cual fuese su objeto, pues se arremangó y se escupió en las manos, y a continuación le dio a la pala como el cavador que había sido siempre. La única finalidad del poste era que le permitía medir la longitud de la palada antes de empezar, pues no pretendía cavar hondo. Bastó una docena de expertos golpes de pala. Luego se paró, miró la cavidad, se inclinó hacia ella y sacó lo que parecía ser una vulgar botella protegida por un estuche: una de esas botellas de cristal chatas, de hombros altos y cuello corto en las que se dice que el cobarde holandés guarda su valor. En cuanto acabó esas operaciones, apagó la linterna, y oyeron que volvía a rellenar el hoyo en la oscuridad. Como su mano diestra removió fácilmente aquellas cenizas, los espías lo tomaron como un aviso de que había llegado el momento de marcharse. Por consiguiente, el señor Venus se colocó al otro lado del señor Wegg y lo remolcó. Pero el descenso del señor Wegg estuvo acompañado de ciertos inconvenientes, pues su terca pierna quedaba clavada en el terreno hasta su mitad, y, como el tiempo apremiaba, el señor Venus se tomó la libertad de sacarlo del apuro tirándole del cuello de la ropa: lo que ocasionó que completara el resto del trayecto de espaldas, con la cabeza envuelta en los faldones de su levita, seguido de la pierna, a la rastra. Tan incómodo se sentía el señor Wegg por esa manera de viajar que cuando llegó a nivel del suelo, con sus facultades intelectuales por delante, no tenía muy claro dónde se encontraba, y ni la menor idea de dónde se hallaba su residencia, hasta que el señor Venus lo metió en ella de un empujón. Incluso entonces iba tambaleándose de un lado a otro de la casa, mirando a su alrededor como despistado, hasta que el señor Venus, con un cepillo duro, le cepilló el despiste y el polvo de la ropa.
El señor Boffin bajó sin prisas, pues, cuando reapareció, el proceso de cepillado había concluido, y el señor Venus había tenido tiempo de recuperar el aliento. Que tenía la botella en su poder era algo indudable; dónde la tenía, ya no estaba tan claro. Llevaba un abrigo holgado de tela basta, totalmente abotonado, que a lo mejor contenía media docena de bolsillos.
—¿Qué ocurre, Wegg? —dijo el señor Boffin—. Está pálido como una vela.
El señor Wegg repuso, con literal exactitud, que se sentía como si hubiera sufrido un desmayo.
—Es la bilis —dijo el señor Boffin, al tiempo que apagaba de un soplo la luz de la linterna, cerrándola y escondiéndola en el bolsillo interior del abrigo, de donde la había sacado—. ¿Tiene problemas de bilis?
El señor Wegg volvió a contestar, sin apartarse un ápice de la verdad, que no creía haber sufrido en su cabeza nada que pudiera compararse a aquello.
—Mañana púrguese a fin de estar listo para pasado. Por cierto, este barrio va a sufrir una pérdida, Wegg.
—¿Una pérdida, señor?
—Va a perder los montículos.
Los cómplices del movimiento amistoso hicieron un esfuerzo tan evidente para no mirarse que fue como si se hubiesen quedado mirándose fijamente.
—¿Se separa de ellos, señor? —preguntó Silas.
—Sí, se marchan. El mío es como si ya se hubiera ido.
—Se refiere al más pequeño de los tres, el que tiene el poste en lo alto, señor.
—Sí —dijo el señor Boffin, frotándose la oreja como solía hacer, con ese nuevo ademán de astucia añadido—. Me han dado un penique por él. Comenzarán a llevárselo mañana.
—¿Ha salido a despedirse de su viejo amigo? —preguntó Silas jocosamente.
—No —dijo el señor Boffin—. ¿De dónde demonios ha sacado esa idea?
Fue tan brusco y desabrido que Wegg, que se había ido acercando a las faldas de su abrigo, enviando el dorso de su mano de expedición exploratoria en busca de la superficie de la botella, retrocedió unos pasos.
—No quería ofenderle, señor —dijo Wegg mansamente—. No quería ofenderle.
El señor Boffin lo observó igual que un perro a otro perro que pretende su hueso; de hecho replicó con un leve gruñido, como habría hecho un perro.
—Buenas noches —dijo tras haberse sumido en un enfurruñado silencio con las manos entrelazadas a la espalda, mirando recelosamente a Wegg—. ¡No! Quédese ahí. Conozco el camino. No me hace falta luz.
La avaricia, y las leyendas de la velada acerca de la avaricia, y el efecto enardecedor de lo que había visto, y quizá la acumulación de su propia sangre en mal estado en el cerebro durante el descenso, forjó en Wegg un apetito hasta tal punto insaciable que cuando la puerta se hubo cerrado se abalanzó hacia ella arrastrando con él a Venus.
—No debe irse —exclamó—. ¡No debemos permitir que se vaya! Tiene la botella con él. Debemos conseguir esa botella.
—¿Y se la va a quitar por la fuerza? —dijo Venus, conteniéndole.
—¿Que si se la voy a quitar? Sí. ¡Por la fuerza y a cualquier precio! ¿Es que le da miedo ese anciano, cobarde?
—Usted es el que me da miedo, por eso no le dejo marchar —murmuró Venus, reteniéndole empecinadamente.
—¿Es que no le ha oído? —replicó Wegg—. ¿Es que no le ha oído decir que está decidido a dejarnos con un palmo de narices? ¿Es que no le ha oído decir, desgraciado, que va a llevarse los montículos, con lo que sin duda los van a rebuscar de arriba abajo? Si no tiene ni el espíritu de un ratón para defender sus derechos, yo sí. Déjeme ir tras él.
Como, en su desenfreno, forcejeaba con violencia, el señor Venus consideró oportuno levantarlo, derribarlo y caer con él, sabiendo perfectamente que, una vez en el suelo, a Wegg le costaría mucho volver a levantarse a causa de la pata de palo. Así, cuando los dos rodaron por el suelo, el señor Boffin cerraba la verja exterior.