Feliz aniversario
El señor y la señora Wilfer habían visto vigesimoquintos aniversarios de boda más que el señor y la señora Lammle, pero seguían celebrando el acontecimiento en el seno de su familia. Tampoco es que esas celebraciones acabaran nunca en nada especialmente agradable, ni que la familia se sintiera decepcionada por ello, pues tampoco depositaban en el regreso de ese auspicioso día optimistas esperanzas de dicha. Moralmente, era más un día de ayuno que de manjar que le permitía a la señora Wilfer mantener un estado de ánimo más bien sombrío, que esa impresionante mujer exhibía en sus colores preferidos.
El ánimo de la noble señora en tan deliciosas ocasiones se componía de una heroica paciencia y una heroica capacidad para perdonar. Chillonas insinuaciones de mejores bodas que podría haber hecho relucían sobre la terrible lobreguez de su actitud, y de manera intermitente mostraban al querubín como a un pequeño monstruo inexplicablemente favorecido por los Cielos, que le habían otorgado una bendición que muchos otros mejores que él habían perseguido y pretendido en vano. Esa actitud del querubín hacia ese tesoro que le había tocado estaba tan afianzada que cada vez que llegaba el aniversario se hallaba él con la disculpa en la boca. No es imposible que su modesto arrepentimiento hubiera podido llegar alguna vez al extremo de reprenderle severamente por haberse tomado la libertad de desposar a un personaje tan encumbrado.
En cuanto a los hijos surgidos de esa unión, su experiencia de esas celebraciones había sido lo bastante desagradable como para que cada año desearan, desde que dejaron de ser niños, que o bien mamá se hubiese casado con otro que no fuera el tan agobiado papá, o que este se hubiera casado con otra que no fuera mamá. Cuando ya solo quedaban en casa dos hermanas, la atrevida mente de Bella, en la siguiente festividad, llegó al extremo de preguntarse, con curiosa irritación, «qué diantre podía haber visto papá en mamá que le llevara a ponerse en ridículo pidiéndole que lo aceptara».
Como el año, en su discurrir, traía ahora esa fecha en su ordenada secuencia, Bella llegó en el carruaje de los Boffin para asistir a la celebración. Era costumbre de la familia, en el día señalado, sacrificar un par de aves en el altar de Himeneo; y Bella había enviado una nota de antemano insinuando que ella aportaría la votiva ofrenda. Así pues, Bella y las aves, gracias a la energía conjunta de dos caballos, dos hombres, cuatro ruedas y un dálmata color budín de ciruelas y con un collar tan incómodo como si se tratara de Jorge IV, fueron depositados en la puerta de la residencia parental. Los recibió la señora Wilfer en persona, que lo hizo con una solemnidad, como en casi todas las ocasiones, incrementada por un misterioso dolor de muelas.
—Por la noche no necesitaré el carruaje —dijo Bella—. Volveré andando.
El sirviente del señor Boffin se tocó el sombrero, y en el momento de la partida fue obsequiado por una espantosa mirada de hostilidad por parte de la señora Wilfer, que pretendía imbuir en esa audaz alma la seguridad de que, fueran cuales fueran sus sospechas, ver sirvientes con librea no era algo inusual en esos pagos.
—Bueno, querida mamá —dijo Bella—. ¿Cómo estás?
—Todo lo bien que se puede esperar, Bella —contestó la señora Wilfer.
—Querida mamá —dijo Bella—, ¡lo dices como si acabaras de dar a luz!
—Es justo lo que ha estado haciendo mamá desde que nos levantamos —interrumpió Lavvy, hablando por encima del hombro maternal—. Te lo puedes tomar a risa, Bella, pero te aseguro que no hay nada más exasperante.
La señora Wilfer, con una expresión demasiado repleta de majestad como para poder ir acompañada de palabras, acompañó a sus dos hijas hasta la cocina, donde se iba a preparar el sacrificio.
—El señor Rokesmith —dijo con resignación la señora Wilfer— ha tenido la amabilidad de poner su salita a nuestra disposición. Así pues, Bella, serás agasajada en la modesta morada de tus padres de acuerdo con tu actual estilo de vida, pues habrá una salita para recibirte, además del comedor. Tu padre invitó al señor Rokesmith a compartir nuestra humilde colación. Pero, como tenía ya un compromiso, se excusó y nos ofreció su apartamento.
Bella sabía que el único compromiso que tenía el señor Rokesmith era en casa de los Boffin, pero aprobó que no estuviera presente. «Los dos nos hubiésemos sentido incómodos —se dijo—, y eso ya lo conseguimos a menudo».
No obstante, Bella sentía bastante curiosidad por ver su habitación, y subió corriendo sin demora para examinar atentamente cuanto contenía. Estaba amueblada con gusto, aunque con poco dinero, y estaba muy ordenada. Había estantes e hileras de libros en inglés, francés e italiano; y sobre la mesa un portafolio donde se amontonaban las hojas de memorándums y cálculos, todos referidos, evidentemente, a los bienes de Boffin. También había, sobre la mesa, cuidadosamente pegado sobre un lienzo, barnizado, montado sobre un soporte y enrollado como un mapa, el cartel que describía al hombre asesinado que había venido de muy lejos para ser su marido. Esa fantasmagórica sorpresa la hizo recular, y se sintió muy asustada cuando volvió a enrollarlo y atarlo. Echando un vistazo aquí y allá, se topó con un grabado que mostraba la hermosa cabeza de una joven, elegantemente enmarcado, que colgaba en un rincón, junto a una butaca.
—¡Claro, señor! —dijo Bella, tras detenerse a cavilar, delante del grabado—. ¡Naturalmente! Creo que adivino a quién cree que se parece. Pero le diré que lo que eso parece es más bien… ¡un atrevimiento!
Una vez dicho eso se marchó: no solo por sentirse ofendida, sino también porque no había nada más que ver.
—Y ahora, mamá —dijo Bella reapareciendo en la cocina con los restos del sonrojo—, tú y Lavvy os creéis que no sirvo para nada, pero os voy a demostrar lo contrario. Hoy voy a cocinar.
—¡Alto! —replicó la majestuosa madre—. No puedo permitirlo. ¡Cocinar, vestida así!
—En cuanto a mi vestido —contestó Bella, rebuscando alegremente en un cajón—, pienso ponerme un delantal y esta toalla; y en cuanto a tu permiso, prescindiré de él.
—¿Cocinar tú? —dijo la señora Wilfer—. ¿Tú, que cuando estabas en casa nunca cocinabas?
—Sí, mamá —repuso Bella—, eso es justo lo más curioso.
Se ciñó con un delantal, y con nudos y agujas se improvisó un babero, que le llegaba bien apretado hasta la barbilla, como si le hubiese rodeado el cuello para besarla. Sobre ese babero los hoyuelos de sus mejillas se veían encantadores, y debajo quedaba resaltada su hermosa figura.
—Y ahora, mamá —dijo Bella, apartándose el pelo de las sienes con las dos manos—, ¿qué es lo primero?
—Primero —replicó solemnemente la señora Wilfer—, si persistes en lo que no puedo considerar sino como una conducta totalmente incompatible con el carruaje que te ha traído a casa…
(—Y persisto, mamá).
—Primero, pues, pon las aves al fuego.
—¡Claro! —exclamó Bella—. Y las enharino, y les doy un par de vueltas, y listas. —Las puso a girar a gran velocidad—. ¿Y lo siguiente, mamá?
—Ahora —dijo la señora Wilfer con un gesto de sus manos enguantadas, que expresaban su abdicación del trono culinario, aunque protestando—, te recomiendo que le eches un vistazo al beicon que hay al fuego en la sartén, y también a las patatas, aplicándoles un tenedor. Luego se hará necesario preparar las verduras, si insistes en tan indecoroso comportamiento.
—Claro que insisto, mamá.
En su persistencia, Bella prestaba atención a una cosa y se olvidaba de otra, le prestaba atención a la otra y se olvidaba de la tercera, y al recordar la tercera le distraía una cuarta, y cuando se equivocaba en algo lo enmendaba dándoles otro giro a las desdichadas aves, con lo que sus opciones de llegar a cocerse eran cada vez más dudosas. Pero también era agradable. Mientras tanto, la señorita Lavinia, moviéndose entre la cocina y la habitación que había enfrente, ponía en esta la mesa. Era una actividad que (al hacer siempre sus labores domésticas con el ímpetu de la desgana) llevaba a cabo entre golpes y movimientos bruscos; ponía el mantel como si quisiera levantar viento, colocaba las copas y el salero como si llamara a la puerta, y entrechocaba cuchillos y tenedores con un aire de escaramuza que sugería una lucha cuerpo a cuerpo.
—Fíjate en mamá —le susurró Lavinia a Bella cuando acabó de poner la mesa y se quedaron contemplando cómo se asaban las aves—. Si una fuese la chica más cumplidora del mundo (en general, una espera serlo), ¿no le entrarían ganas de darle con algo de madera, viéndola sentada tan tiesa en un rincón?
—Imagínate —contestó Bella— que el pobre papá estuviera sentado igual de tieso en el otro rincón.
—Hermanita, sería incapaz —dijo Lavvy—. Papá se apoltronaría enseguida. Pero lo cierto es que no creo que haya existido ninguna criatura humana capaz de estar tan tiesa como mamá, ¡ni de reunir en su espalda tanto agravio! ¿Qué ocurre, mamá? ¿No te encuentras bien?
—Sin duda me encuentro muy bien —replicó la señora Wilfer, llevando los ojos hacia su hija pequeña con desdeñosa entereza—. ¿Por qué iba a ocurrirme algo?
—No se te ve muy jacarera, mamá —le replicó Lavvy la descarada.
—¿Jacarera? —repitió su madre—. ¿Jacarera? ¿De dónde sacas esta expresión tan vulgar, Lavinia? Si no me quejo, si estoy calladamente satisfecha con lo que tengo, que eso sea bastante para mi familia.
—Bueno, mamá —repuso Lavvy—, puesto que me obligas a ello, te pido respetuosamente permiso para decir que tu familia te está inmensamente agradecida por padecer tu anual dolor de muelas en tu aniversario de boda, y que es algo muy desinteresado de tu parte, y una inmensa bendición para ellos. No obstante, por lo general, incluso al conceder ese favor se puede caer en la jactancia.
—Eres la encarnación de la insolencia, Lavinia —dijo la señora Wilfer—. ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Hoy, entre todos los días del año? Dime, ¿sabes lo que habría sido de ti si no le hubiese concedido mi mano a R. W., tu padre, en tal día como hoy?
—No, mamá —dijo Lavvy—, la verdad es que no lo sé; y, con el mayor respeto por tus aptitudes y tu información, dudo que tú lo sepas.
Si el poderoso vigor de ese ataque a uno de los puntos débiles de las trincheras de la señora Wilfer habría puesto en retirada a esa heroína de manera momentánea es algo que no podemos saber, pues apareció la bandera blanca encarnada en la persona del señor George Sampson: había sido invitado al banquete como amigo de la familia, cuyos afectos, quedaba entendido, se hallaban en proceso de transferirse de Bella a Lavinia, y esta lo mantenía —posiblemente para recordarle su mal gusto por haberla postergado en su primera elección— bajo una dolorosa disciplina.
—La felicito, señora Wilfer, por este día —dijo el señor George Sampson, que había meditado esta lacónica alocución de camino.
La señora Wilfer le dio las gracias con un magnánimo suspiro, y de nuevo fue presa indefensa de un inescrutable dolor de muelas.
—Me sorprende —dijo débilmente el señor Sampson— que Bella se digne cocinar.
En ese punto, la señorita Lavinia cayó sobre el desventurado caballero con la aplastante suposición de que, en todo caso, no era asunto suyo. Eso dejó al señor Sampson en un melancólico retiro espiritual hasta que llegó el querubín, que quedó enormemente asombrado ante la ocupación de la preciosa mujer.
No obstante, Bella insistió en colocar la comida en las fuentes después de haberla preparado, y luego se sentó, ya sin delantal ni babero, para compartirla con su ilustre invitado: aunque primero la señora Wilfer respondió a la jovial bendición de su marido, «Te damos gracias, Señor, por lo que vamos a recibir…», con un sepulcral Amén, calculado para apagar el apetito más formidable.
—¿Por qué están rosadas por dentro, papá? —dijo Bella contemplando cómo trinchaban las aves—. ¿Es la raza?
—No, no creo que sea la raza, querida —contestó papá—. Creo que más bien es que no se han acabado de asar.
—Pues deberían estar bien asadas —dijo Bella.
—Sí, me doy cuenta de que deberían estarlo, querida —contestó el padre—, pero no lo están.
Así pues, tuvieron que coger de nuevo la parrilla, y el bienhumorado querubín, a quien su familia utilizaba de manera tan poco querubínica como hacían algunos de los grandes pintores clásicos con los suyos, se puso a asar las aves. De hecho, dejando aparte el hecho de mirar mucho a su alrededor (una rama del servicio público a la que son muy propensos los querubines pictóricos), este querubín doméstico desempeñaba tantas variadas funciones como su prototipo; con la diferencia, digamos, que él aplicaba un cepillo de lustrar a las botas de la familia, en lugar de hacer sonar enormes instrumentos de viento y contrabajos, y que se aplicaba con jovial presteza a actividades muy útiles, en lugar de escorzarse en el aire con muy imprecisas intenciones.
Bella le ayudó a acabar de cocinar la carne, y le hizo muy feliz (aunque también le inspiró un terror mortal) al preguntarle, cuando volvieron a sentarse a la mesa, cómo imaginaba que cocinaban las aves en las comidas de Greenwich, y si creía que realmente eran unas comidas tan agradables como decía la gente. Los secretos guiños y cabezadas de reproche de su padre, en respuesta, hicieron que la maliciosa Bella riera hasta ahogarse, con lo que Lavinia tuvo que darle una palmada en la espalda, cosa que la hizo reír aún más.
Pero la madre, en la otra punta de la mesa, era un infalible correctivo; a ella apelaba de vez en cuando el padre, con la inocencia de su bondad, diciéndole:
—Querida, me parece que no lo estás pasando bien.
—¿Por qué lo dices, R. W.? —replicaba sonoramente.
—Porque, querida, pareces un poco decaída.
—En absoluto —sería la réplica, exactamente en el mismo tono.
—¿Quieres el hueso de la suerte, querida?
—Gracias. Tomaré lo que te apetezca, R. W.
—Pero dime, querida, ¿te gusta?
—Me gusta tanto como cualquier otra cosa, R. W. —La solemne mujer, a continuación, con el meritorio aspecto de entregarse al bien común, proseguiría con su cena como si alimentara a otra persona por elevadas razones públicas.
Bella había llevado postre y dos botellas de vino, invistiendo la celebración de un esplendor sin precedentes. La señora Wilfer hizo los honores de la primer copa proclamando:
—R. W., brindo por ti.
—Gracias, querida. Y yo por ti.
—¡Por papá y mamá! —exclamó Bella.
—Permitidme —interrumpió la señora Wilfer con el guante extendido—. No. Mejor que no. He brindado por tu papá. Si, no obstante, insistes en incluirme, por gratitud no puedo oponerme.
—¡Dios mío, mamá! —metió cuchara Lavvy la descarada—. ¿No es el día en que tú y papá os convertisteis en una sola cosa? ¡Me sacas de quicio!
—Sea cual sea la circunstancia que señale este día, Lavinia, no voy a permitir que una hija mía se me eche encima de esta manera. Te ruego… ¡no, te ordeno!… que dejes de atacarme. R. W., no es mal momento para recordar que tú eres quien manda, y yo obedezco. Esta es tu casa, y tú eres el señor en tu mesa. ¡A nuestra salud!
Se bebió ese brindis con tremendo envaramiento.
—Sigo temiéndome, de verdad, querida —insinuó el querubín mansamente—, que no lo estás pasando bien.
—Todo lo contrario —repuso la señora Wilfer—, lo paso muy bien. ¿Por qué no iba a ser así?
—Me ha parecido, querida, ver en tu cara…
—Aunque mi cara fuera un martirio, ¿qué importaría, o quién lo sabría, mientras sonriera?
Y ella sonreía; de una manera que evidentemente helaba la sangre del señor George Sampson. Pues el joven caballero, viendo los ojos sonrientes de ella, estaba tan aterrado por su expresión que tuvo que ponerse a reflexionar acerca de qué había hecho para merecerla.
—La mente, en un día como hoy —dijo la señora Wilfer—, cae en un ensueño, ¿o debería decir en una retrospectiva?
Lavvy, sentada con los brazos desafiantemente cruzados, replicó (aunque de manera no audible):
—Dios mío, decídete por una de las dos, mamá, y acaba de una vez.
—La mente —añadió la señora Wilfer en tono grandilocuente— naturalmente se acuerda de mamá y papá (me refiero a los míos) en un periodo anterior al amanecer del primer tal día como hoy. Se me consideraba de estatura alta; quizá lo era. Papá y mamá sin duda eran altos. Pocas veces he visto una mujer más hermosa que mi madre; nunca que mi padre.
La incontenible Lavvy comentó en voz alta:
—Fuera lo que fuera el abuelo, no era una mujer.
—Tu abuelo —replicó la señora Wilfer, con una temible expresión, y en un tono temible— era tal como yo lo describo, y habría tumbado de un sopapo a cualquiera de sus nietos que se atreviera a dudarlo. Una de las grandes ambiciones de mi madre era que me casara con un hombre alto de buena familia. Puede que fuera una debilidad, pero si lo fue, también la compartió, creo, el rey Federico de Prusia. —Estos comentarios los dirigía al señor George Sampson, que no había tenido el valor de entablar singular combate, y se ocultaba hundiendo el pecho bajo la mesa y la vista en el mantel, mientras la señora Wilfer proseguía con una voz cada vez más seria e impresionante, hasta que obligara a rendirse a ese cobarde—. Pareció que mamá había tenido un indefinible presentimiento de lo que ocurriría posteriormente, pues a menudo me insistía: «Nada de hombres bajos. Prométeme, hija mía, que nada de hombres bajos. ¡Nunca, nunca, nunca, te cases con un hombre bajo!». Papá también me comentaba (poseía un humor extraordinario) «que una familia de ballenas no debe juntarse con una de arenques». Como puede imaginarse, las mejores inteligencias de la época buscaban su compañía, y nuestra casa era su permanente centro de reunión. He visto hasta tres grabadores en cobre presentes al mismo tiempo en nuestro salón e intercambiando las agudezas más exquisitas. —(En ese punto el señor Sampson se entregó prisionero, y dijo, moviendo su silla en un gesto de incomodidad, que tres eran muchos, y que debió de ser muy divertido)—. Entre los miembros más importantes de ese distinguido círculo había un caballero que medía uno noventa. Y no era grabador. —(En este punto el señor Sampson dijo, sin razón alguna: Claro que no)—. Ese caballero era tan atento que me honraba con atenciones que no se me podían pasar por alto. —(Ahí el señor Sampson murmuró que, en esos casos, eso no se te escapa)—. De inmediato les anuncié a mis padres que se equivocaba concediéndome esas atenciones, pues yo no podía corresponderle. Me preguntaron si era demasiado alto. Les contesté que no era su estatura, sino su intelecto lo que era demasiado elevado. Dije que en nuestra casa la conversación era demasiado brillante, la presión excesiva, para que yo, una simple mujer, pudiera mantener el nivel en la vida cotidiana y doméstica. Recuerdo que mamá entrelazó las manos y exclamó: «¡Acabarás con un bajito!» —(En ese momento, el señor Sampson miró a su anfitrión y negó abatido con la cabeza)—. Posteriormente llegó a predecir que acabaría con un bajito cuya inteligencia estaría por debajo de la media, pero eso fue en medio de lo que yo denominaría un paroxismo de decepción maternal. Al cabo de un mes —dijo la señora Wilfer, con voz más grave, como si relatara una terrible historia de fantasmas—, al cabo de un mes vi por primera vez a mi marido, R. W. Al cabo de un año me casé con él. Es natural que la mente recuerde esas sombrías coincidencias en el día de hoy.
El señor Sampson por fin se liberó de la custodia del ojo de la señora Wilfer. Inspiró profundamente y comentó de manera original y sorprendente que con esos presentimientos nunca se sabe. R. W. se rascó la cabeza y miró a su alrededor con aire de disculpa hasta llegar a su mujer. Al observar que estaba envuelta en un velo más sombrío que antes, insinuó una vez más:
—Querida, sigo temiéndome que no lo estás pasando bien.
A lo que ella replicó una vez más:
—Todo lo contrario, R. W. Todo lo contrario.
La situación del desdichado señor Sampson en esa agradable comida era realmente digna de lástima. Pues no solo estaba expuesto a las arengas de la señora Wilfer (e indefenso ante ellas), sino que también recibía las máximas contumelias de manos de Lavinia; la cual, en parte para demostrarle a Bella que podía hacer lo que se le antojara con él, y en parte para darle su merecido al señor Sampson por seguir admirando la belleza de Bella, le daba una vida de perro. Por una parte iluminado por las solemnes virtudes de la oratoria de la señora Wilfer, y por otra ensombrecido por las censuras y ceños de la joven a quien se había entregado al verse abandonado, los padecimientos de ese joven eran muy tristes de contemplar. Si la cabeza le daba vueltas bajo la influencia de ambas fuerzas, hay que alegar, como atenuante de su debilidad, que era una mente de natural débil, y de escasa firmeza de piernas.
Las horas felices pasaron sin que se dieran cuenta y llegó el momento en que papá acompañó a Bella de vuelta. Una vez formados los hoyuelos de sus mejillas con las cintas de la capota, y una vez se despidió de todos, salieron al aire libre, y el querubín aspiró profundamente y se sintió tonificado.
—Bien, querido papá —dijo Bella—, podemos decir que se ha acabado el aniversario.
—Sí, querida —repuso el querubín—, otro más.
Bella atrajo el brazo de su padre al de ella mientras caminaban, y le dio unas palmaditas de consuelo.
—Gracias, querida —dijo él, como si Bella le hubiera dicho algo—. Estoy bien. Pero cuéntame, ¿a ti cómo te va, Bella?
—No he mejorado, papá.
—¿De verdad que no?
—No, papá. Al contrario, voy a peor.
—¡Señor! —dijo el querubín.
—Voy a peor, papá. He hecho tantos cálculos de cuánto necesito al año cuando me case, y cuál es el mínimo con el que podría pasar, que me están empezando a salir arrugas en la nariz. ¿Me has visto alguna arruga en la nariz, papá?
Papá se rió de ese comentario, y Bella le dio un par de sacudidas.
—No te reirás, papá, cuando veas a tu hermosa mujer toda demacrada. Más vale que te vayas preparando, te lo digo. No podré apartar mi ansia de dinero de mis ojos por mucho tiempo, y cuando la veas lo lamentarás, y lo tendrás bien merecido por no haberlo advertido a tiempo. Y ahora, papá, te recuerdo que tenemos un pacto de confianza. ¿Tienes algo que contarme?
—Creía que eras tú quien iba a contarme algo, querida.
—¡Oh! ¿De verdad, padre? Entonces, ¿por qué no me lo has preguntado cuando hemos salido de casa? Las confidencias de una preciosa mujer no son de despreciar. No obstante, por esta vez te perdono, y mira, papá, esto es —Bella se llevó al labio el índice enguantando de su mano derecha y luego lo depositó en los labios de su padre—, esto es un beso para ti. Y ahora te contaré, con total seriedad, cuatro secretos. ¡Atención! Secretos serios, graves e importantes. Estrictamente entre nosotros.
—¿Numero uno, querida? —dijo su padre, acogiendo el brazo de su hija en un gesto confidencial.
—El número uno te va a electrizar, papá —dijo Bella—. ¿Quién dirías que se me ha declarado?
A pesar de haber comenzado con despreocupación, ahora se sentía confusa.
Papá palideció y miró al suelo, y volvió a mirarla a la cara, y dijo que ni se lo imaginaba.
—El señor Rokesmith.
—¡No me digas, querida!
—El se-ñor Roke-smith, papá —dijo Bella separando las sílabas para darles énfasis—. ¿Qué te parece?
Papá respondió en voz baja con una contrapregunta:
—¿Y tú que le contestaste?
—Le dije que no —replicó terminante Bella—. Por supuesto.
—Sí. Claro —dijo su padre, meditando.
—Y le dije por qué consideraba que había traicionado la confianza depositada en él, y que me ofendía —dijo Bella.
—Sí. Claro. Estoy realmente atónito. Y me asombra que se comprometiera sin haber tanteado el terreno antes. Aunque, ahora que lo pienso, sospecho que siempre te ha admirado, querida.
—Hasta un cochero de punto podría admirarme —comentó Bella, con algo de la arrogancia de su madre.
—Es muy probable, querida. ¿Y el número dos?
—El número dos, papá, tiene bastante que ver con el uno, aunque no sea algo tan absurdo. El señor Lightwood me propondría que me casara con él, si se lo permitiera.
—¿Debo entender, entonces, que no piensas permitírselo?
Bella volvió a hablar con el énfasis de antes:
—¡Por supuesto que no!
Y su padre se sintió obligado a repetir:
—Por supuesto que no
—No me gusta —dijo Bella.
—Eso es suficiente —interrumpió su padre.
—No, papá, no es suficiente —replicó Bella, dándole otro par de zarandeos—. ¿No te he dicho que soy una desgraciada que solo se mueve por interés? Es suficiente solo porque no tiene dinero, ni clientes, ni expectativas ni nada que no sean deudas.
—¡Ajá! —dijo el querubín, un poco deprimido—. ¿Y el número tres, querida?
—El número tres, papá, es algo mejor. Algo generoso, noble, delicioso. La señora Boffin en persona me ha dicho en secreto, de sus labios (y labios más sinceros jamás se han abierto ni cerrado en esta vida, estoy segura) que desean verme bien casada; y que cuando me case con su consentimiento me darán una dote de lo más generosa. —En ese punto, la agradecida muchacha rompió a llorar desconsoladamente.
—No llores, cariño —dijo su padre, llevándose las manos a los ojos—. En mí es perdonable la emoción al descubrir que a mi niña favorita, después de todo, no le va a faltar de nada y va a prosperar en la vida; pero tú no has de llorar, de ninguna manera. Estoy muy agradecido. Te felicito con todo mi corazón, cariño.
Aquel hombrecillo bueno e indulgente se secó los ojos, y Bella le rodeó el cuello con los brazos y le besó tiernamente en medio de la calle, diciéndole apasionadamente que era el mejor padre y el mejor amigo del mundo, y que la mañana de su boda se le pondría de rodillas y le imploraría perdón por todas las veces que se había mofado de él o se había mostrado insensible a la valía de aquel paciente, comprensivo, afable e inocente joven corazón. A cada uno de los adjetivos, Bella redoblaba los besos, hasta que al final le quitó el sombrero y rió de manera desmedida cuando el viento se lo llevó y él corrió a buscarlo.
Cuando su padre hubo recuperado el sombrero, se pusieron en marcha una vez más, y su padre dijo:
—¿Y el número cuatro, querida?
En medio de su alegría, el semblante de Bella se entristeció.
—Después de todo, papá, quizá sea mejor posponer el número cuatro. Permíteme mantener la esperanza, aunque sea por poco tiempo, de que pueda estar equivocada.
El cambio operado en Bella reforzó el interés del querubín en el número cuatro, y dijo en voz baja:
—¿De que puedas estar equivocada, querida? ¿En qué?
Bella lo miró pensativa y negó con la cabeza.
—Y de todas maneras sé que no lo estoy. No sabes lo bien que lo sé.
—Amor mío —replicó su padre—, me intranquilizas. ¿Le has negado tu mano a alguien más?
—No, papá.
—¿Se la has concedido a alguien?
—No, papá.
—¿Hay alguien más que se atrevería a arriesgarse a un sí o a un no si tú se lo permitieras?
—No que yo sepa, papá.
—Entonces, ¿a lo mejor hay alguien que no se atreve a arriesgarse y a ti te gustaría que lo hiciera?
—Naturalmente que no, papá. —Y le dio otro par de zarandeos.
—No, claro que no —asintió este—. Bella, querida, me temo que, o me dices cuál es el número cuatro, o esta noche no pegaré ojo.
—¡Oh, papá, no hay nada bueno en el número cuatro! Me da tanta pena, me cuesta tanto creerlo, he intentado con todas mis fuerzas no darme cuenta, y sé que cuesta mucho creerlo, incluso a ti. Pero la prosperidad está echando a perder al señor Boffin, y lo cambia cada día.
—Mi querida Bella, espero y confío en que no sea así.
—Yo también confiaba y esperaba que no fuera así, papá; pero cada día cambia a peor y a peor. No conmigo… conmigo se porta igual que siempre… sino con los otros que le rodean. Veo cómo se va volviendo suspicaz, caprichoso, inflexible, tiránico, injusto. Si la buena suerte ha echado a perder a alguien, es a mi benefactor. ¡Y no obstante, papá, piensa en la terrible fascinación que ejerce el dinero! Lo veo, lo odio, lo temo, y sé que el dinero podría obrar en mí un cambio mucho peor. ¡Y sin embargo el dinero está siempre en mis pensamientos y en mis deseos, y toda la vida que imagino es dinero, dinero, dinero, y todo lo que se puede conseguir con dinero en la vida!