Los habitantes de la calle de los morosos
Era día de niebla en Londres, y la niebla era densa y oscura. El Londres animado, con los ojos escocidos y los pulmones irritados, parpadeaba, estornudaba y se ahogaba; el Londres inanimado era un espectro de hollín, indeciso entre ser visible o invisible, por lo que no era ninguna de las dos cosas. Los faroles de gas ardían en las tiendas con un aire ojeroso y desdichado, como si fueran conscientes de ser criaturas nocturnas a las que no se les había perdido nada al sol; mientras que el sol, en los escasos momentos en que se insinuaba pálidamente a través de circulares remolinos de niebla, parecía haberse apagado y estar a punto de desplomarse, plano y frío. Incluso en las zonas rurales aledañas era un día de niebla, pero ahí la niebla era gris, mientras que en Londres era, más o menos en la línea divisoria, de un amarillo oscuro, y un poco más adentro marrón, y luego un marrón más oscuro, y luego más oscuro, hasta que en el centro de la City —lo que se llama Saint Mary Axe— era de un negro óxido. Desde cualquier punto de las altas colinas de las tierras del norte se podía discernir que los edificios más elevados hacían algún esporádico esfuerzo para asomar la cabeza por encima del mar de niebla, y el que más parecía esforzarse era la gran cúpula de Saint Paul; pero eso no era perceptible al pie de las calles, donde toda la metrópolis era una montaña de vapor cargado de sonidos apagados de ruedas que rodeaba un gigantesco catarro.
A las nueve en punto de esa mañana, la empresa de Pubsey and Co. no era el lugar más animado de Saint Mary Axe —que no es, en sí mismo, un lugar muy animado—, donde se veía un sollozante farol de gas en el escaparate de la contaduría y una clandestina corriente de niebla que reptaba a través del ojo de la cerradura de la puerta principal. Pero la luz se apagó, se abrió la puerta principal y Riah salió con una bolsa bajo el brazo.
Casi al tiempo que salía a la puerta, Riah se adentró en la niebla, y Saint Mary Axe dejó de verlo. Pero los ojos de este relato pueden seguirlo en dirección oeste, por Cornhill, Cheapside, Fleet Street y el Strand, hasta Piccadilly y el Albany. Allí se dirigía con su paso grave y acompasado, báculo en mano, faldones hasta el talón; y más de una cabeza, al volverse para mirar a esa venerable figura ya perdida en la niebla, suponía que era alguna figura corriente a la que no habían visto bien, y a la que la imaginación y la niebla le habían dado ese fugaz aspecto.
Llegó a la casa en la que, en el segundo piso, estaban las habitaciones de su amo, subió las escaleras y se detuvo a la puerta de Fascinación Fledgeby. Haciendo caso omiso de la campanilla y la aldaba, dio unos golpecitos con la empuñadura del báculo, y, tras escuchar, se sentó en el umbral. Era una característica de su habitual sumisión que se sentara en la escalera oscura y pelada, como muchos de sus antepasados habían hecho en las mazmorras, aceptando lo que pudiera sucederles.
Al cabo de un rato, cuando ya se había quedado tan frío que estaba a punto de soplarse en los dedos, se puso en pie y volvió a golpear con el báculo, y escuchó de nuevo, y de nuevo se sentó a esperar. Tres veces repitió esa acción antes de que sus oídos fueran saludados por la voz de Fledgeby, que le gritaba desde la cama:
—¡Basta de escándalo! ¡Enseguida voy a abrirte!
Pero en lugar de ir enseguida, entró en un dulce sueño que duró un cuarto de hora o más, intervalo durante el cual Riah siguió sentado en la escalera con perfecta paciencia.
Al final se abrió la puerta, y las ropas del señor Fledgeby regresaron de nuevo a la cama. Siguiéndole a respetuosa distancia, Riah entró en el dormitorio, donde en algún momento se había encendido la lumbre, ahora una viva llama.
—¿Qué horas de llamar son estas, si aún es de noche? —preguntó Fledgeby, volviéndole la cara bajo las sábanas y presentando la apacible muralla de su espalda a la helada figura del anciano.
—Señor, son más de las diez y media de la mañana.
—¡Y una porra! Entonces debe de ser la queridísima niebla.
—Niebla cerrada, señor.
—¿Día desapacible?
—Un frío que cala —dijo Riah, sacando un pañuelo y secándose la humedad de la barba y los largos cabellos grises mientras permanecía al borde de la alfombra con los ojos puestos en ese agradable fuego.
Con otra zambullida de satisfacción, Fledgeby volvió a acomodarse en la cama.
—¿Hay nieve, aguanieve, nieve derretida o algo así? —preguntó.
—No, señor, no. La cosa no llega a tanto. Las calles están bastante limpias.
—Tampoco hace falta alardear —replicó Fledgeby, decepcionado en su deseo de realzar el contraste entre su cama y las calles—. Pero tú siempre alardeas de algo. ¿Has traído los libros?
—Aquí están, señor.
—Muy bien. Voy a cavilar durante un par de minutos sobre el negocio en general. Mientras, puedes vaciar la bolsa y prepararlo todo.
Con otra confortable zambullida, el señor Fledgeby volvió a quedarse dormido. El anciano, tras haber obedecido sus indicaciones, se sentó al borde de una silla, se cruzó de brazos y, entregándose gradualmente a la influencia del calor, se adormiló. Lo despertó la aparición del señor Fledgeby, erguido al pie de la cama, enfundado en unas babuchas turcas, unos pantalones turcos color rosa (comprados a bajo precio a alguien que se los había timado a otro), y con un batín y gorro a conjunto. De esa guisa, no le habría faltado nada de habérsele añadido una silla desfondada, un farol y un manojo de cerillas.[28]
—¡Vamos, viejo! —vociferó Fascinación en tono de broma—. ¿Qué artimaña preparas, sentado aquí con los ojos cerrados? No duermes. ¡Es más fácil pillar a una comadreja dormida que a un judío!
—Cierto, señor, me temo que estaba dando una cabezada —dijo el anciano.
—¡Tú no! —replicó Fledgeby con una mirada astuta—. Una maniobra eficaz con muchos otros, supongo, pero a mí no me harás bajar la guardia. Aunque tampoco es una mala idea, si quieres aparentar indiferencia en un regateo. ¡Menudo pillo estás hecho!
El anciano negó con la cabeza, rechazando cortésmente la imputación; reprimió un suspiro y se desplazó a la mesa en la que el señor Fledgeby ahora se servía una taza de oloroso y humeante café de una cafetera colocada junto al fuego. Era un espectáculo edificante, el joven en su sillón tomando un café, y el anciano de pelo gris con la cabeza gacha, de pie esperando sus órdenes.
—¡Vamos! —dijo Fledgeby—. Afloja la mosca. Enséñame el balance y demuestra con números que es lo que es y que no hay más. Primero de todo, enciende esa vela.
Riah obedeció. Sacó una bolsa del pecho, y remitiéndose a la suma que había en las cuentas de las que era responsable, contó el dinero sobre la mesa. Fledgeby lo volvió a contar con gran cuidado, haciendo tintinear cada soberano.
—Supongo —dijo, acercándose uno al ojo— que no le has quitado peso a esas monedas; es uno de los oficios de los de tu raza. Sabes lo que es limar una libra, ¿no?
—Tan bien como usted, señor —replicó el anciano, con las manos bajo los puños de la manga opuesta, mientras permanecía de pie ante la mesa, observando con deferencia la cara de su amo—. ¿Puedo tomarme la libertad de decir algo?
—Puedes —concedió graciosamente Fledgeby.
—¿No cree que, sin pretenderlo, con toda seguridad sin pretenderlo, a veces confunde el papel que desempeño a su servicio con el que considera que debería desempeñar según su idea del mundo?
—No creo que merezca la pena hilar tan fino como para ponernos a considerarlo —contestó fríamente Fascinación.
—¿Ni por justicia?
—¡Maldita sea la justicia!
—¿Ni por generosidad?
—¡Los judíos y la generosidad! —dijo Fledgeby—. ¡Dos cosas muy bien avenidas! ¡Saca tus justificantes y déjate de palabrería semita!
Riah sacó los justificantes, y durante la siguiente media hora el señor Fledgeby concentró su sublime atención en ellos. Vio que estos y las cuentas cuadraban, y los libros y papeles regresaron a su lugar en la bolsa.
—Y ahora —dijo Fledgeby— pasemos a la rama de la compra de pagarés; la rama que más me gusta. ¿Qué pagarés de morosos se pueden comprar, y a qué precios? ¿Tienes la lista de lo que hay en el mercado?
—Señor, es una lista larga —replicó Riah, sacando la billetera y seleccionando de su contenido un papel doblado que, al desdoblarse, se convirtió en un pliego cubierto de una letra apretada.
—¡Fiu! —silbó Fledgeby cuando la tuvo en la mano—. ¡Últimamente la calle de los Morosos está abarrotada de inquilinos! Se venden en paquetes, ¿verdad?
—En paquetes —replicó al anciano, mirando por encima del hombro de su amo—, o a fajos.
—La mitad de esos fajos es papel para la basura, eso se sabe de antemano —dijo Fledgeby—. ¿Puedes conseguirlo a precio de papel para la basura? Esa es la cuestión.
Riah negó con la cabeza, y Fledgeby enfiló la mirada con sus ojos pequeños. Al poco comenzó a parpadear y, no bien fue consciente de su parpadeo, levantó los ojos hacia la seria cara que quedaba por encima de él, y se desplazó junto a la repisa de la chimenea. Utilizándola a modo de escritorio, se quedó allí de espaldas al anciano, calentándose las rodillas, estudiando la lista sin prisas, y a menudo repasando algunas líneas, como si fueran especialmente interesantes. En esas ocasiones echaba un vistazo al espejo de la chimenea para ver la expresión del anciano. Pero este no ponía ninguna que pudiera detectarse, pues, consciente de la suspicacia de su patrón, no levantaba los ojos del suelo.
Fledgeby estaba inmerso en tan agradable ocupación cuando oyó pisadas en la puerta de la calle, y esta se abrió precipitadamente.
—¡Vaya! Esto es culpa tuya, bobo israelí —dijo Fledgeby—; no sabes cerrarla.
A continuación se oyeron los pasos dentro y la voz del señor Alfred Lammle, que decía en voz bien alta:
—¿Está aquí, Fledgeby?
A lo que Fledgeby, tras haber advertido a Riah en voz baja que le siguiera la corriente en lo que dijese, contestó:
—¡Estoy aquí! —Y abrió la puerta del dormitorio—. ¡Entre! Este caballero es de Pubsey and Co., de Saint Mary Axe, con el que intento llegar a un acuerdo en nombre de un desafortunado amigo en una cuestión de unos pagarés impagados. Aunque la verdad es que en Pubsey and Co. son tan estrictos con sus acreedores, y tan difíciles de conmover, que me parece que estoy perdiendo el tiempo. ¿No hay manera de llegar a algún acuerdo con usted en nombre de mi amigo, señor Riah?
—Yo tan solo actúo en representación, señor —replicó el judío en voz baja—. No hago más que lo que me indica el director. No es mi capital el que está invertido en el negocio. Por lo que los beneficios no son para mí.
—¡Ja ja! —se rió Fledgeby—. ¿Lammle?
—¡Ja ja! —se rió Lammle—. Sí. Claro. Lo sabemos.
—Muy bueno, ¿verdad, Lammle? —dijo Fledgeby, al que divertía en extremo aquella broma privada.
—¡Siempre el mismo, siempre el mismo! —dijo Lammle—. Señor…
—Riah, de Pubsey and Co., Saint Mary Axe —metió su cuchara Fledgeby mientras se secaba las lágrimas que le corrían por los ojos, tanto disfrutaba de aquel chiste privado.
—El señor Riah está obligado a observar las invariables fórmulas establecidas para tales casos —dijo Lammle.
—¡Solo actúa en representación de otra persona! —exclamó Fledgeby—. ¡Hace lo que le dice su director! No es su capital el que está invertido en el negocio. ¡Esta sí que es buena! ¡Ja ja ja ja!
El señor Lammle se unió a sus carcajadas y puso cara de saber de qué iba la cosa; y cuanto más reía y parecía estar en el ajo, más disfrutaba el señor Fledgeby de su broma privada.
—No obstante —dijo el fascinante caballero, secándose de nuevo los ojos—, si seguimos de esta manera, parecerá que nos burlamos del señor Riah, o de Pubsey and Co. y de Saint Mary Axe, o de quien sea: y nada más lejos de nuestra intención. Señor Riah, si tuviera la amabilidad de pasar a la habitación de al lado unos momentos mientras hablo con el señor Lammle, me gustaría llegar a un acuerdo con usted antes de que se vaya.
El anciano, que no había levantado la vista durante todo el tiempo que había durado la broma del señor Fledgeby, saludó con la cabeza en silencio y pasó por la puerta que Fledgeby le abrió. Después de cerrarla, Fledgeby volvió con Lammle, que estaba de espaldas a la lumbre del dormitorio, con una mano bajo los faldones de la levita y todas sus patillas en la otra.
—¡Vaya! —dijo Fledgeby—. ¿Ocurre algo?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Lammle.
—Porque se le nota —replicó Fledgeby.
—Bien, pues, ocurre —dijo Lammle—. Ocurre algo, y malo. Todo va mal.
—¡Caramba! —se lamentó Fascinación muy lentamente, mientras se sentaba con las manos en las rodillas, de cara a su ceñudo amigo y de espaldas al fuego.
—Ya le digo, Fledgeby —repitió Lammle, haciendo un barrido con el brazo derecho—, todo el asunto va mal. Se acabó el juego.
—¿Cuál es el juego? —preguntó Fledgeby, tan lentamente como antes, y con más seriedad.
—EL juego. NUESTRO juego. Lea esto.
Fledgeby le cogió una nota de su mano extendida y leyó en voz alta:
—«Señor don Alfred Lammle: Permítame que la señora Podsnap y yo le expresemos nuestro común aprecio por las amables atenciones que la señora Lammle y usted le han dedicado a nuestra hija, Georgiana. Permítanos también rechazarlas totalmente en el futuro, y comunicarle nuestro deseo definitivo de que las dos familias dejen de mantener cualquier tipo de relación. Tengo el honor, señor, de quedar como su más obediente y humilde servidor, John Podsnap».
Fledgeby se quedó mirando las tres caras en blanco del papel, tan detenidamente y con tanta atención como la cara que estaba escrita, y a continuación miró a Lammle, quien le respondió con otro amplio barrido del brazo derecho.
—¿Quién es el responsable de esto? —dijo Fledgeby.
—Ni me lo imagino —dijo Lammle.
—A lo mejor —sugirió Fledgeby, después de reflexionar tras un ceño de gran disgusto— alguien ha hablado mal de usted.
—O de usted —dijo Lammle con un ceño más pronunciado.
El señor Fledgeby parecía hallarse al borde de sublevarse cuando su mano chocó con su nariz. Un cierto recuerdo relacionado con ese rasgo actuó de oportuna advertencia, y se la cogió reflexivamente entre el índice y el pulgar, y meditó; mientras tanto, Lammle lo observaba furtivamente.
—¡Bueno! —dijo Fledgeby—. Esto no mejorará por mucho que hablemos. Si llegamos a averiguar quién lo hizo, tendrá su merecido. No hay nada más que decir, excepto que se comprometió a hacer algo que las circunstancias le impiden hacer.
—Y usted se comprometió a hacer algo que ya podría haber hecho, si hubiese sabido sacar provecho antes de las circunstancias —le espetó Lammle.
—¡Ah! Eso es opinable —observó Fledgeby con las manos en sus pantalones turcos.
—Señor Fledgeby —dijo Lammle en tono de intimidación—, ¿debo entender que me echa la culpa a mí, o insinúa que está descontento conmigo, en este asunto?
—No —dijo Fledgeby—, siempre y cuando lleve en el bolsillo mi pagaré, y me lo entregue ahora.
Lammle lo sacó, aunque a regañadientes, Fledgeby lo miró, lo identificó, lo arrugó y lo arrojó al fuego. Los dos lo miraron arder, apagarse y volar convertido en cenizas.
—Y ahora, señor Fledgeby —dijo Lammle—, ¿debo entender que me echa la culpa a mí, o insinúa que está descontento conmigo, en este asunto?
—No —dijo Fledgeby.
—¿Es un no definitivo y sin reservas?
—Sí.
—Fledgeby, mi mano.
El señor Fledgeby se la estrechó y dijo:
—Si alguna vez averiguamos quién lo ha hecho, tendrá su merecido. Y de la manera más cordial, deje que le mencione otra cosa. No sé en qué circunstancias se halla usted, y no se lo pregunto. En este asunto ha sufrido una pérdida. Hay muchos hombres que se meten en deudas, y puede que usted sea uno de ellos o puede que no. Pero, pase lo que pase, Lammle, nunca, nunca, nunca… se lo ruego… nunca caiga en manos de Pubsey and Co., los de la habitación de al lado, porque son sanguijuelas. Sanguijuelas y desolladores rematados, mi querido Lammle —repitió Fledgeby con peculiar regodeo—, y le despellejarán vivo, de pies a cabeza, y le chuparán cada gota de sangre hasta dejarle seco. Ya ha visto lo que es el señor Riah. Nunca caiga en sus manos, Lammle, ¡se lo suplico como amigo!
El señor Lammle, revelando cierta alarma ante la solemnidad de esa súplica, le preguntó que por qué demonios iba a caer alguna vez en manos de Pubsey and Co.
—A decir verdad —dijo el inocente Fledgeby—, me intranquilizó un poco la manera en que el judío le miró al oír su nombre. No me gustó su mirada. Pero a lo mejor ha sido la imaginación excitada de un amigo. Naturalmente, si está seguro de que no tiene ningún pagaré personal por ahí, al que a lo mejor no puede hacer frente, debe de haber sido mi fantasía. No obstante, no me ha gustado su mirada.
El meditabundo Lammle, en cuya palpitante nariz se le iban formando y desapareciendo unas mellas blancas al respirar, parecía estar sufriendo los tormentos de algún diablillo. Fledgeby, que lo observaba con un espasmo en su enjuta cara que hacía las veces de sonrisa, parecía el demonuelo que lo atormentaba.
—Pero no debo tenerlo esperando mucho rato —dijo Fledgeby—, o se vengará en mi desdichado amigo. ¿Cómo está su inteligentísima y simpática esposa? ¿Sabe que todo se ha ido a pique?
—Le enseñé la carta.
—¿Se sorprendió mucho? —preguntó Fledgeby.
—Creo que se habría sorprendido más —contestó Lammle— de haber visto más empuje en usted.
—¡Oh! Entonces me echa la culpa a mí.
—Señor Fledgeby, no malinterprete mis palabras.
—No pierda los estribos, Lammle —lo instó Fledgeby, en tono dócil—, porque no es el momento. Solo le he hecho una pregunta. Entonces, ¿no me echa la culpa a mí? Por preguntarlo de otra manera.
—No, señor.
—Muy bien —dijo Fledgeby, viendo con toda claridad que le echaba la culpa—. Transmítale mis saludos. ¡Adiós!
Se estrecharon la mano y Lammle se fue caviloso. Fledgeby lo vio perderse en la niebla, y regresando junto al fuego y, reflexionando de cara a él, separó mucho las piernas de sus pantalones turcos color rosa, y meditabundo dobló las rodillas, como si fuera a apoyarse en ellas.
—Tiene usted unas patillas, Lammle, que nunca me gustaron —murmuró Fledgeby—, y que no pueden conseguirse con dinero; sus modales y su conversación son jactanciosos; pretendía insultarme, y me ha metido en un fiasco, y ahora su mujer dice que tengo la culpa. Ya le bajaré los humos. Desde luego que lo haré, aunque no tenga patillas. —Se frotó los lugares donde deberían estar—. ¡Ni modales, ni conversación!
Tras haber aliviado de ese modo su noble mente, se subió las perneras de sus pantalones turcos, se enderezó, y llamó a Riah.
—¡Oiga, señor!
Al ver que el anciano entraba con una amabilidad que contrastaba inmensamente con la caracterización que había hecho de él, al señor Fledgeby volvió a entrarle la risa, y exclamó con una carcajada:
—¡Muy bueno! ¡Muy bueno! ¡A fe mía que es buenísimo!
Cuando hubo acabado de reír, le dijo a Riah:
—Comprarás todos estos lotes que he marcado en lápiz. Hay una marca aquí, aquí, y aquí. Y me apuesto dos peniques a que luego irás a exprimir a esos cristianos, como el judío que eres. Ahora necesitarás un cheque… o dirás que lo necesitas, aunque tengas un buen capital en alguna parte, y ojalá supiera dónde, aunque te dejarías condimentar con sal y pimienta y asar en una parrilla antes de confesarlo. Rellenaré ese cheque.
Cuando hubo abierto con llave un cajón y sacado una llave para abrir otro cajón, en la que había otra llave que abría otro cajón, en el que había otra llave que abría otro cajón, en el que estaba la chequera; y cuando hubo rellenado el cheque; y cuando, invirtiendo el proceso de llaves y cajones, hubo colocado la chequera de nuevo en lugar seguro, le hizo seña al anciano, con el cheque doblado, para que se le acercara y lo cogiera.
—Anciano —dijo Fledgeby cuando el judío se hubo puesto el cheque en su billetera, e introducía esta en la pechera de su prenda exterior—, de momento, nada más por lo que se refiere a mis asuntos. Ahora quiero decirte algo acerca de unos asuntos que no son exactamente míos. ¿Dónde está la chica?
Riah, aún sin haber sacado la mano de la pechera de su prenda, dio un respingo y se quedó inmóvil.
—¡Vaya! —dijo Fledgeby—. ¡No se lo esperaba! ¿Dónde la has escondido?
Sin poder ocultar su sorpresa, el anciano miró a su patrón con cierta confusión pasajera, que hizo las delicias de Fledgeby.
—¿Está en la casa de Saint Mary Axe cuyo alquiler y contribución pago yo? —preguntó Fledgeby.
—No, señor.
—¿Está en el jardín que tienes en la azotea de la casa… adonde iba para estar muerta, o no sé qué juego era ese? —preguntó Fledgeby.
—No, señor.
—¿Dónde está, entonces?
Riah bajó la mirada al suelo, como si considerara si podía contestar a la pregunta o no sin atentar contra su fe, y luego la subió en silencio a la cara de Fledgeby, como si no pudiera.
—¡Vamos! —dijo Fledgeby—. Ahora no voy a insistirte. Pero quiero saberlo, y lo sabré, no lo olvides. ¿Qué te traes entre manos?
El anciano, en un gesto de disculpa con la cara y las manos, al no comprender lo que quería decir su amo, le lanzó una mirada de silenciosa interrogación.
—Es imposible que seas un conquistador engañadoncellas —dijo Fledgeby—. Pues eres «un paño de lágrimas», ya sabes. ¿O no conoces el poema del reverendo Moss… un cristiano? Eres uno de los patriarcas; eres un viejo al que le tiembla todo; ¿no me digas que estás enamorado de esa tal Lizzie?
—¡Oh, señor! —protestó Riah—. ¡Oh, señor, señor, señor!
—Entonces —replicó Fledgeby, con un ligerísimo asomo de sonrojo—, ¿por qué metes la cuchara en ese plato?
—Señor, le diré la verdad. Pero (disculpe la condición) es una confidencia sagrada; estrictamente bajo palabra de honor.
—¡Y encima honor! —exclamó Fledgeby, con una mueca burlona—. Honor entre judíos. Bueno. Abrevia.
—¿Tengo su palabra de honor, señor? —estipuló el otro, con respetuosa firmeza.
—Oh, desde luego. Por mi honor de caballero —dijo Fledgeby.
El anciano, al que en ningún momento se había invitado a sentarse, estaba de pie con la mano en el respaldo del sillón del joven, que seguía de cara al fuego con una expresión de atenta curiosidad, dispuesto a no perder detalle y pillarle en cualquier error.
—Abrevia —dijo Fledgeby—. Empieza a decir tus motivos.
—Señor, no tengo otro motivo que ayudar al desvalido.
El señor Fledgeby solo pudo expresar los sentimientos que le provocó tan increíble afirmación con un bufido prodigiosamente largo y despectivo.
—Cómo conocí a esa damisela, y cómo llegué a estimarla y respetarla tanto, se lo mencioné cuando la vio en el pobre jardín que tengo en la azotea —dijo el judío.
—Ah, ¿sí? —dijo Fledgeby, desconfiado—. Bueno, es posible.
—Cuanto más la conocía, más me interesaba su destino. Este había llegado a un momento crítico. La encontré agobiada por un hermano egoísta e ingrato, por un pretendiente inaceptable, por las trampas de un enamorado más poderoso, por las jugarretas de su propio corazón.
—Y ella tenía preferencia por alguno, ¿no?
—Señor, era de lo más natural que ella se inclinara por él, pues tenía muchas y grandes ventajas. Pero no era de su posición, y no entraba en los planes de él casarse con ella. Los peligros la rodeaban, y el círculo se iba ensombreciendo rápidamente, cuando yo (al estar, como ha dicho usted, demasiado viejo y débil como para albergar un sentimiento que no fuera el de un padre) intervine y la aconsejé que desapareciera. Le dije: «Hija mía, hay momentos de peligro moral en los que la decisión más difícil y virtuosa es huir, y en que el valor más heroico es la huida». Ella me contestó que lo había pensado; pero no sabía adónde dirigirse, y no tenía a nadie que la ayudara. Le demostré que había alguien dispuesto a ayudarla, y que era yo. Y ahora ha desaparecido.
—¿Qué hiciste con ella? —preguntó Fledgeby, palpándose la cara.
—Está lejos —dijo el anciano, haciendo un barrido con las dos manos hasta el extremo de los brazos en un gesto grave y lento—; lejos. La llevé con algunos de los míos, donde su laboriosidad la ayudará, y donde podría esperar ejercerla sin que nadie la asediara.
Los ojos de Fledgeby se habían apartado del fuego para observar la acción de las manos del anciano al decir: «lejos». Fledgeby intentó (sin el menor éxito) imitar ese gesto, mientras sacudía la cabeza y decía:
—La llevaste en esa dirección, ¿eh? ¡Viejo artero y retorcido!
Riah, con una mano sobre el pecho y la otra en el sillón, sin justificarse, esperó a la siguiente pregunta. Pero Fledgeby, con sus ojillos demasiado juntos, comprendió perfectamente que no serviría de nada seguir interrogándole sobre ese punto tan reservado.
—Lizzie —dijo Fledgeby, mirando de nuevo hacia el fuego, y enseguida al anciano—. Mmm… Lizzie. Cuando estuve en el jardín que hay en lo alto de tu casa no me dijiste el apellido. Yo seré más comunicativo contigo. El apellido es Hexam.
Riah inclinó la cabeza para asentir.
—Vaya, vaya, señor —dijo Fledgeby—. Tengo la sensación de que algo sé del pretendiente engatusador, el poderoso. ¿Tiene algo que ver con la abogacía?
—Creo que es su profesión, al menos de nombre.
—Eso me parecía. ¿Su nombre es Lightwood o algo así?
—En absoluto, señor.
—Vamos, anciano —dijo Fledgeby, mirándole a los ojos con un guiño—, dime el nombre.
—Wrayburn.
—¡Por Júpiter! —exclamó Fledgeby—. ¿Ese? ¡Creía que sería el otro! ¡Jamás se me ocurrió que fuera ese! No me opondría a que dejaras a cualquiera de los dos con un palmo de narices, pillo, pues ambos son bastante engreídos; pero con pocas personas me he topado que tengan su insolencia. Y además lleva barba, y presume de ello. ¡Bien hecho, anciano! ¡Adelante y que te vaya bien!
Animado por ese inesperado elogio, Riah preguntó si tenía algo más que ordenarle.
—No —dijo Fledgeby—, que te lleven tus débiles piernas, Judas, y cumple a tientas lo que te he dicho.
Despedido con tan amables palabras, el anciano cogió su ancho sombrero y su báculo y abandonó al gran personaje: más como si fuera una criatura superior que benévolamente bendijera al señor Fledgeby que el pobre dependiente sometido por su amo. Una vez a solas, el señor Fledgeby cerró con llave la puerta de la calle y regresó a la lumbre.
—¡Bien hecho! —se dijo Fascinación—. Lento, pero seguro; ¡y tan seguro!
Lo repitió un par de veces, muy complacido, mientras de nuevo separaba las perneras de los pantalones turcos y doblaba las rodillas.
—Un buen tiro, tengo que reconocérmelo —se dijo en soliloquio—. ¡Y con él he derribado a un judío! Cuando oí contar la historia en casa de los Lammle, no se me ocurrió saltar a la conclusión de que era Riah. Ni por asomo; fue algo que me vino a la cabeza poco a poco.
En ello acertaba de pleno; pues no era su costumbre saltar, ni brincar, ni impulsarse hacia arriba, en ningún aspecto de la vida, sino arrastrarse hacia todo.
—Me vino a la cabeza —añadió Fledgeby, buscando a tientas las patillas— poco a poco. Si ese Lammle o ese Lightwood hubieran dado con él, le habrían preguntado si había tenido algo que ver con la desaparición de la muchacha. Pero yo tenía un método mejor. Me coloqué detrás de un seto, lo dejé que asomara, le disparé y cayó redondo. ¡Bueno! ¡Al ser un judío, no ha sido rival para mí!
Torció de nuevo la cara a modo de sonrisa, con lo que le quedó deformada.
—En cuanto a los cristianos —prosiguió Fledgeby—, ¡ojo, cristianos, sobre todo los que habitáis en la calle de los Morosos! Ahora soy el dueño de esa calle, y veréis que van a pasar cosas. Por el solo hecho de tener un poco de poder sobre vosotros sin que os enteréis, con lo listos que os creéis, ya valdría la pena haber invertido mi dinero. ¡Pero si encima os puedo sacar algún beneficio, eso ya es impagable!
Con este apóstrofe, el señor Fledgeby pasó a despojarse de su atavío turco y a ponerse el cristiano. Y durante esa operación, y mientras hacía sus abluciones matinales, y se ungía con el último e infalible preparado para que brotara un vello lustroso y exuberante en el semblante humano (pues los charlatanes eran los únicos sabios en que creía, además de los usureros), la turbia niebla se cernió sobre él y le ciñó con su abrazo de hollín. Si jamás le hubiera abandonado, el mundo no habría sufrido ninguna pérdida irreparable, y podría haberle encontrado fácilmente un sustituto.