Capítulo XVI


Una fiesta de aniversario

El estimable Twemlow, mientras se viste en sus habitaciones de encima del establo de Duke Street y oye cómo los caballos, debajo, también se acicalan, considera, en conjunto, que se halla en una posición de desventaja en comparación con los nobles animales de la caballeriza. Pues aunque, por un lado, no tiene ningún criado que le dé sonoras palmadas y le exija en tono áspero que vaya de un lado a otro, tampoco, por otro lado, tiene ningún criado; y como las articulaciones de los dedos y de otras partes del amable caballero siempre están un poco oxidadas por la mañana, incluso le parecería agradable que alguien lo atase por el semblante a la puerta de su cuarto, y que lo almohazaran y lo lavaran con abundante agua, lo enjuagaran, lo lustraran y lo vistieran, mientras él desempeñaba un papel pasivo en tan agotadoras manipulaciones.

Cómo la fascinante Tippins consigue engalanarse para la estupefacción de los sentidos de los hombres es algo que solo conocen las Gracias y su doncella; pero quizá incluso esa atractiva criatura, aunque no reducida a la autonomía de Twemlow, podría prescindir de gran parte de las molestias que acompañan a la diaria restauración de sus encantos, teniendo en cuenta que, en lo referente a su cara y su cuello, esta adorable divinidad es, por así decir, una variedad de langosta diurna: cada mañana se despoja de su caparazón y precisa mantenerse en un lugar apartado hasta que la nueva costra se endurece.

Sin embargo, Twemlow finalmente se aprovisiona de un cuello y una corbata, y de puños que le alcanzan los nudillos, y se marcha a desayunar. Y a desayunar con quién, sino con sus vecinos cercanos, los Lammle de Sackville Street, quienes le han informado de que conocerá a su pariente lejano, el señor Fledgeby. El temible Snigsworth puede que boicotee y vete a Fledgeby, pero el pacífico Twemlow razona: «Si él es mi pariente, yo no le he hecho así, y el que te presenten a alguien no es lo mismo que tratarlo».

Es el primer aniversario del feliz matrimonio del señor y la señora Lammle, y la celebración consiste en un desayuno, pues una cena a la escala deseada de suntuosidad no puede alcanzarse dentro de unos límites inferiores a los de la residencia palaciega no existente que tanta gente envidia desmesuradamente. De manera que Twemlow cruza Piccadilly con no poca rigidez, consciente de haber poseído, en otro tiempo, una figura más erguida y menos susceptible de ser derribada por los veloces vehículos. Desde luego, eso fue en los días en que tenía la esperanza de que el temible Snigsworth le diera permiso para hacer algo, para ser algo en la vida, y antes de que ese imponente tártaro promulgara el ucase: «Como nunca llegará a distinguirse en nada, debe ser un caballero pensionista mío, y considérese, por tanto, pensionado».

¡Ah, mi buen Twemlow! Dime, personajillo gris y débil, qué pensamientos te rondan hoy el pecho relacionados con el Espejismo —por seguir llamando así a esa mujer que hirió tu corazón cuando todavía era de un verde lozano y tu pelo era castaño—, y si es mejor o peor, más o menos doloroso, creer en ese Espejismo a día de hoy que saber que es un codicioso cocodrilo de pecho acorazado, sin más capacidad de imaginar ese lugar sensible, delicado y tierno que hay detrás de tu chaleco que la de acometerlo con una aguja de hacer punto. Dime también, mi buen Twemlow, si se es más feliz siendo el pariente pobre de un noble o estando en medio de la nieve a medio derretir del invierno, dando de beber a los jamelgos de ese cubo poco profundo que hay en la parada de la diligencia, en la que casi has metido tu pie inseguro. Twemlow no dice nada, y sigue andando.

Cuando ya se aproxima a la puerta de los Lammle, aparece un pequeño carruaje de un solo caballo, que contiene a Tippins la divina. Tippins, bajando la ventanilla, encomia irónicamente la atención de su caballero al haberla esperado para tenderle la mano. Twemlow le tiende la mano con la misma seria educación que si ella fuera una persona real, y suben las escaleras: Tippins, con las piernas muy abiertas, buscando expresar que esos inestables artículos solo brincan por su optimismo natural.

Y mis queridos señor y señora Lammle, ¿cómo están? ¿Y cuándo se marchan a… cómo se llama el lugar? Guy… conde de Warwick, ya sabe… ¿cómo es?… Dun Cow… a reclamar su pata de jamón.[26] Y Mortimer, cuyo nombre he borrado de mi lista de enamorados, a causa primero de su inconstancia, y luego por culpa de su vil deserción, ¿cómo estás, sinvergüenza? ¡Y señor Wrayburn, usted aquí! ¡Para qué habrá venido, porque todos estamos seguros de antemano de que no va a hablar! Y el diputado Veneering, ¿cómo van las cosas en la cámara, y cuándo nos hará el favor de expulsar a esos terribles individuos? Y señora Veneering, querida, ¿es posible que haya ido a ese asfixiante lugar noche tras noche, a oír los tediosos discursos de esos hombres? Y ya que hablamos de ello, ¿usted por qué no discursea, Veneering, pues todavía no ha abierto los labios, y nos morimos por saber lo que tiene que decirnos? Señorita Podsnap, encantada de verla. ¿Está aquí su papá? ¡No! ¿Mamá tampoco? ¡Oh! ¡Señor Boots! ¡Encantada! ¡Señor Brewer! Esto es una reunión de los clanes. Así habla Tippins, y examina a Fledgeby y a los que no son nada a través de sus lentes dorados, murmurando mientras se vuelve a uno y otro lado, con su aire inocente y atolondrado: ¿Hay alguien más que yo conozca? No, creo que no. Nadie por allí. Nadie por allá. ¡Nadie en ninguna parte!

El señor Lammle, resplandeciente, saca a su amigo Fledgeby, que se muere por tener el honor de que le presenten a lady Tippins. Una vez presentado Fledgeby, tiene el aire de ir a decir algo, tiene el aire de no ir a decir nada, tiene un aire, sucesivamente, de meditación, de resignación y de desolación, retrocede hasta dar con Brewer, da una vuelta alrededor de Boots, y se desvanece al fondo de la sala, palpándose las patillas, como si estas le hubiesen brotado hace cinco minutos.

Pero Lammle ya le tiene de nuevo en danza antes de que Fledgeby haya acabado de comprobar lo pelado que está el terreno. Este Fledgeby no debe de encontrarse muy bien, ya que Lammle vuelve a presentarlo como alguien que se muere por conocer a quien sea. Ahora se muere porque le presenten a Twemlow.

Twemlow le tiende la mano. Me alegro de verle.

—Su madre, señor, era pariente mía.

—Eso tengo entendido —dice Fledgeby—, pero mi madre y su familia no se llevaban muy bien.

—¿Está en la ciudad? —pregunta Twemlow.

—Siempre lo estoy —dice Fledgeby.

—Le gusta la ciudad —dice Twemlow.

Pero se queda un tanto desinflado porque Fledgeby se lo toma a mal y contesta que no, no le gusta la ciudad. Lammle intenta evitar que se desinfle del todo comentando que hay mucha gente a la que no le gusta la ciudad. Fledgeby replica que jamás ha oído de otro caso aparte del suyo, con lo que Twemlow acaba desinflándose por completo.

—Nada nuevo esta mañana, ¿verdad? —dice Twemlow, recobrando un poco de aire con gran energía.

Fledgeby no ha oído nada.

—No, no hay ninguna noticia —dice Lammle.

—Ni una palabra —añade Boots.

—Ni una sílaba —interviene Brewer.

De alguna manera, la ejecución de esta pieza concertada parece animar a los presentes con la sensación del deber cumplido, y les entra un arrebato de actividad. Todo el mundo parece tomarse con más calma que antes la calamidad de hallarse en compañía de los demás. Incluso Eugene, de pie junto a la ventana y balanceando la borla de una cortina, le da una sacudida más fuerte, como si estuviera de mejor humor.

Se anuncia el desayuno. Todo el mundo se sienta a una mesa llamativa y ostentosa, aunque las decoraciones posean un aire que se proclama efímero y nómada, como jactándose de que serán mucho más ostentosas y llamativas en la residencia palaciega. El propio criado privado del señor Lammle está detrás de su silla; el Analista detrás de la silla de Veneering; ejemplos de que los criados se dividen en dos clases: los que desconfían de las amistades de su amo y los que desconfían de su amo. El criado del señor Lammle es de los segundos. Parece lleno de asombro y abatimiento ante el hecho de que la policía tarde tanto en detener a su amo por algún cargo de primera magnitud.

El diputado Veneering, a la derecha de la señora Lammle; Twemlow, a su izquierda; la señora Veneering (esposa de un diputado) y lady Tippins, a la izquierda y derecha del señor Lammle. Pero no os quepa duda de que la pequeña Georgiana se sienta al alcance de la fascinación de la mirada y la sonrisa del señor Lammle. Y no os quepa duda de que cerca de la pequeña Georgiana, y bajo la inspección de ese mismo caballero pelirrojo, se sienta Fledgeby.

Más de dos o tres veces durante el desayuno, el señor Twemlow se gira de manera repentina hacia la señora Lammle y le dice: «¡Le ruego que me perdone!». No es la manera habitual de comportarse de Twemlow, ¿qué le pasa hoy? Bueno, la verdad es que Twemlow actúa repetidamente bajo la impresión de que la señora Lammle va a decirle algo, y al volverse descubre que no es así, y que más bien dirige su mirada hacia Veneering. Es extraño que esa impresión permanezca en Twemlow aún después de ver su error, pero así es.

Lady Tippins, tras consumir pródigamente los frutos de la tierra (incluimos el zumo de uva en la categoría) y ponerse alegre, tiene a Mortimer Lightwood echando chispas. Siempre queda entendido, entre los iniciados, que el amante desleal debe colocarse en la mesa delante de lady Tippins, para que la conversación de esta le atice el fuego que le haga echar chispas. En una pausa entre dos masticaciones y degluciones, lady Tippins, al contemplar a Mortimer, recuerda que fue en casa de nuestros queridos Veneering, en presencia de un grupo de personas que seguramente están todos a la mesa, que les contó la historia de aquel hombre llegado de alguna parte, que posteriormente se volvió tan horriblemente interesante y tan vulgarmente popular.

—Sí, lady Tippins —asiente Mortimer—, como dicen en el teatro: «¡Precisamente!».

—Entonces esperamos que sea fiel a su reputación —dijo la seductora— y nos cuente algo más.

—Lady Tippins, aquel día me agoté de por vida, y no va a sacarme nada más.

Así es como Mortimer se zafa, con la sensación de que con otras compañías el bromista es Eugene y no él, y que en esos círculos en los que Eugene persiste en quedarse mudo, él, Mortimer, no es sino el doble del amigo que le sirve de modelo.

—Pero estoy decidida a sacar algo más de usted —afirma la fascinante Tippins—. ¡Traidor! ¿Qué es eso que he oído de otra desaparición?

—Ya que es usted quien lo ha oído —replica Lightwood—, a lo mejor puede contárnoslo.

—¡Vade retro, monstruo! —replica lady Tippins—. Su mismo Basurero de Oro me remitió a usted.

El señor Lammle interviene y proclama que la historia del hombre que vino de alguna parte tiene una secuela. A esa proclama le sigue un silencio.

—Les aseguro —dice Lightwood, recorriendo a los presentes con la mirada— que no tengo nada que contar.

Pero Eugene añade en voz baja:

—¡Venga, cuéntalo, cuéntalo!

Y Lightwood se corrige añadiendo:

—Nada digno de mención.

Boots y Brewer de inmediato perciben que es inmensamente digno de mención, y se ponen a vociferar educadamente. Veneering también experimenta la misma sensación. Pero todos comprenden que a él le es muy difícil concentrarse, pues ese es el tono de la Cámara de los Comunes.

—Por favor, no se tomen la molestia de ponerse a escuchar —dice Mortimer Lightwood—, porque habré terminado antes de que se hayan acomodado. Es como…

—Es como el cuento infantil —le interrumpe impaciente Eugene—:

Te cuento una historia

de Jack y su zanahoria,

y mi cuento ya ha empezado;

y te cuento otro, atento,

de Jack y su hermano lisiado,

y este cuento se ha acabado.

»¡Ya ha empezado, y ya ha terminado!

Eugene lo dice con una nota de irritación en la voz, recostándose en su silla y lanzándole una maliciosa mirada a lady Tippins, que asiente con la cabeza en su dirección como si fuera su querido Oso, y traviesamente le insinúa que ella (la sugerencia es evidente) es la Bella, y él, la Bestia.

—Me imagino —prosigue Mortimer— que a lo que se refiere mi honorable y hermosa seductora es a la siguiente circunstancia. Hace muy poco, la joven, Lizzie Hexam, hija del difunto Jesse Hexam, conocido como el Jefe, al que se recordará como la persona que descubrió el cadáver del hombre de alguna parte, recibió de manera misteriosa, no sabe de quién, una retractación explícita de los cargos que había contra su padre, redactada por otro personaje ribereño llamado Riderhood. Nadie los creyó, porque ese tal Rogue Riderhood (la asociación me tienta a expresar que el encantador lobo de Caperucita [27] hubiese hecho un gran servicio a la sociedad de haber devorado al padre y a la madre de Riderhood cuando eran niños) anteriormente había estado insinuando las susodichas acusaciones, para al final abandonarlas. No obstante, la retractación que he mencionado llegó a manos de Lizzie Hexam, y todo apuntaba a que el instigador había sido un anónimo mensajero cubierto con una capa oscura y tocado con un sombrero que le ocultaba la cara. Ella la remitió, para reivindicar a su padre, al señor Boffin, mi cliente. Me perdonarán la fraseología profesional, pero como nunca he tenido otro cliente, y con toda probabilidad nunca lo tendré, estoy orgulloso de él, ya que es una curiosidad natural probablemente única.

Lightwood, aunque tranquilo como siempre en la superficie, no lo está tanto en el fondo. Con el aire de no prestarle atención a Eugene, considera que, en ese asunto, está pisando aguas cenagosas.

—La curiosidad natural, que constituye el único ornamento de mi museo profesional —prosigue—, desea, en ese momento, que su secretario (un sujeto de la misma especie que el cangrejo ermitaño o las ostras, cuyo nombre es Chokesmith, aunque tanto da que sea ese o Alcachofsmith) se ponga en comunicación con Lizzie Hexam. Alcachofsmith se muestra dispuesto a hacerlo, intenta hacerlo, pero fracasa.

—¿Por qué fracasa? —pregunta Boots.

—¿Cómo es que fracasa? —pregunta Brewer.

—Perdónenme —continúa Lightwood—, pero debo aplazar un momento la respuesta, pues si no tendremos un anticlímax. Al fracasar rotundamente Alcachofsmith, mi cliente me encomienda la tarea a mí: su propósito es favorecer los intereses del objeto de su búsqueda. Yo procedo a ponerme en comunicación con ella; incluso da la casualidad de que poseo un medio especial —lanza una mirada a Eugene— de ponerme en comunicación con ella; pero no lo consigo, pues ella ha desaparecido.

—¡Desaparecido! —es el eco general.

—Desaparecido —dice Mortimer—. Nadie sabe cómo, nadie sabe cuándo, nadie sabe dónde. Y así acaba la historia a la que se refería mi honorable y hermosa seductora.

Tippins, con un gritito cautivador, opina que todos y cada uno de nosotros moriremos asesinados en la cama. Eugene la mira como si le bastara con que lo fueran algunos. La señora Veneering, esposa de diputado, comenta que estos misterios de la sociedad hacen que te entre miedo de perder de vista a tu bebé. El diputado Veneering desea ser informado (como insinuando que podría interceder con el Honorable Caballero que está al frente del Departamento del Interior visitándolo en su despacho) de si se pretende dar a entender que la persona desaparecida ha desaparecido por arte de magia o ha sufrido algún daño. En lugar de responder Lightwood, lo hace Eugene, y en su respuesta hay precipitación y malestar:

—No, no, no, no quiere decir eso; quiere decir que ha desaparecido de manera voluntaria, pero de manera absoluta, completa.

No obstante, no debemos permitir que el importante tema de la felicidad del señor y la señora Lammle desaparezca entre otras desapariciones —con la desaparición del asesino, la desaparición de Julius Handford, la desaparición de Lizzie Hexam—, por lo que Veneering se ve obligado a devolver al presente rebaño al redil del que se han extraviado. ¿Quién más indicado para disertar sobre la felicidad del señor y la señora Lammle, al ser los dos más queridos y antiguos amigos que tiene en el mundo? ¿Y qué público más indicado para oír sus confidencias que ese público, un nombre colectivo o que significa muchos, que son los más queridos y antiguos amigos que tiene en el mundo? Así que Veneering, sin la formalidad de levantarse, emprende una alocución que a todos les suena, y que gradualmente adquiere un sonsonete parlamentario, en la que ve en esa mesa a su querido amigo Twemlow, que hace doce meses entregó a su querido amigo Lammle la hermosa mano de su querida amiga Sophronia, y en la que también ve en esa mesa a sus queridos amigos Boots y Brewer, cuyo apoyo en aquel periodo en que su querida amiga lady Tippins también le apoyaba —sí, y en primerísima fila—, nunca podrá olvidar mientras la memoria no le falle. Pero se toma la libertad de confesar que echa de menos en esa mesa a su querido y viejo amigo Podsnap, aunque esté bien representado por su querida y joven amiga Georgiana. Y un poco más allá ve en esa mesa (esto lo anuncia con pompa, como si disfrutara de una vista tan poderosa como un extraordinario telescopio) a su amigo el señor Fledgeby, si le permite que lo llame así. Por todas estas razones, y muchas más que sabe perfectamente se les habrán ocurrido a personas de tan excepcional agudeza, está aquí para expresarles que ha llegado el momento en que, con los corazones en las copas, con lágrimas en los ojos, con bendiciones en nuestros labios, y, en general, con profusión de sandeces y bobadas, deberíamos, todos y cada uno de nosotros, brindar por nuestros queridos amigos los Lammle, y desearles muchos años tan felices como este último, y muchos muchos amigos tan bien avenidos como ellos. Y añadirá lo siguiente: que ojalá Anastatia Veneering (a la que al instante se oye llorar) se forme sobre el mismo patrón que su querida y selecta amiga Sophronia Lammle, en referencia a que vive entregada al hombre que la cortejó y la conquistó, desempeñando noblemente los deberes de una esposa.

Como no ve mejor manera de salir de ello, Veneering tira de las riendas de su Pegaso oratorio con extrema brusquedad, y se lanza de cabeza con un:

—¡Lammle, que Dios le bendiga!

A continuación, Lammle. Le sobra de todo por todo; demasiada nariz, tosca, mal formada y omnipresente, y su nariz asoma en su mentalidad y en sus modales; demasiada sonrisa para ser real; demasiado ceño para ser falso; unos dientes demasiado grandes para ser visibles en su conjunto sin sugerir un mordisco. Les da las gracias a sus queridos amigos por sus amables felicitaciones, y espera recibirlos —podría ser en una próxima celebración tan deliciosa como esa— en una residencia como la que merecen a la hora de cumplimentar los ritos de la hospitalidad. Nunca olvidará que en casa de los Veneering vio por primera vez a Sophronia. Hablaron de ello poco después de casarse, y coincidieron en que jamás lo olvidarían. De hecho, le deben su unión a Veneering. Esperan demostrarle algún día a qué se refieren («No, no», dice Veneering). Oh, sí, sí, ¡y que no le quepa duda de que lo harán, si pueden! Su matrimonio con Sophronia no fue un matrimonio de interés por parte de ninguno: ella tenía su pequeña fortuna, él tenía su pequeña fortuna: unieron sus pequeñas fortunas: fue un matrimonio de pura inclinación y maridaje. ¡Gracias! Sophronia y él están encantados con la compañía de los jóvenes; pero él no está seguro de si su casa es una buena casa para los jóvenes que se proponen permanecer solteros, pues la contemplación de esa dicha doméstica podría inducirles a cambiar de opinión. No aplicará estas palabras a los allí presentes; desde luego, no a su queridísima Georgiana. ¡Gracias de nuevo! Tampoco, por cierto, las aplicará a su amigo Fledgeby. Le agradece a Veneering sus emotivas palabras al referirse a su amigo común Fledgeby, pues tiene a ese caballero en su mayor estima. Gracias. De hecho (regresando inesperadamente a Fledgeby), cuanto más le conoces, más cosas ves en él que quieres conocer. ¡Gracias de nuevo! ¡En nombre de su querida Sophronia y en el suyo propio, gracias!

La señora Lammle ha permanecido totalmente inmóvil, la vista en el mantel. Cuando acaba la alocución del señor Lammle, Twemlow se vuelve una vez más hacia ella de manera involuntaria, no recuperado aún de la recurrente impresión de que ella va a decirle algo. Esta vez sí va a hablarle de verdad. Veneering está hablando con su otro vecino, y ella le dice en voz baja.

—Señor Twemlow.

Él le responde:

—¿Perdone? ¿Sí? —Aún un poco vacilante, pues ella no le mira.

—Tiene usted alma de caballero, y sé que puedo confiar en usted. ¿Me concederá la oportunidad de decirle unas palabras cuando suba las escaleras?

—Desde luego. Estaré honrado.

—Que no lo parezca, si no le importa, y no le sorprenda que mi actitud sea mucho más cauta que mis palabras. Puede que me vigilen.

Profundamente estupefacto, Twemlow se lleva la mano a la frente y se hunde en su silla, meditabundo. El señor Lammle se levanta. Todos se levantan. Las señoras van arriba. Los caballeros no tardan en seguirlas. Fledgeby ha dedicado ese intervalo a observar las patillas de Boots, las patillas de Brewer y las patillas de Lammle, y a meditar qué modelo de patilla preferiría producirse mediante fricción, si el genio de la mejilla respondiera a sus frotaciones.

En el salón, se forman los grupos de siempre. Lightwood, Boots y Brewer revolotean como polillas alrededor de esa vela de cera amarilla —que cerotea, y ya con indicios de cera vieja— que es lady Tippins. Los que no son nada cultivan a Veneering, diputado, y a la señora Veneering, esposa de diputado. Lammle permanece de brazos cruzados en un rincón, mefistofélico, con Georgiana y Fledgeby. La señora Lammle, en un sofá situado junto a la mesa, llama la atención del señor Twemlow hacia un libro de retratos que tiene en la mano.

El señor Twemlow se sienta en un sofá junto a ella, y la señora Lammle le enseña un retrato.

—Tiene razones para sorprenderse —dice en voz baja—, pero me gustaría que no lo aparentara.

Twemlow, en plena zozobra, hace un esfuerzo por no parecerlo, pero el resultado es el contrario.

—Creo, señor Twemlow, que antes de hoy jamás había visto a ese pariente lejano suyo.

—No, nunca.

—Y ahora que lo ve, ve lo que es. ¿Se siente orgulloso de él?

—A decir verdad, señora Lammle, no.

—Si supiera más de él, probablemente aún sentiría menos deseos de reconocerlo como pariente. Aquí tiene otro retrato. ¿Qué piensa de él?

Twemlow tiene la suficiente presencia de ánimo como para decir en voz alta:

—¡Cómo se parece! ¡Extraordinariamente!

—Habrá observado, quizá, a quién dedica sus atenciones. ¿Se fija dónde está ahora, y en lo que hace?

—Sí. Pero el señor Lammle…

Ella le lanza una mirada que no comprende, y le muestra otro retrato.

—Muy bueno, ¿no?

—¡Encantador! —dice Twemlow.

—¿Tan parecido que es casi una caricatura? Señor Twemlow, me es imposible expresarle la lucha que se ha librado en mi interior antes de decidirme a hablar con usted de esta manera. Solo la convicción de que puedo confiar en que usted nunca me traicionará me permite seguir adelante. Prométame de corazón que nunca traicionará mi confianza, que la respetará, aunque quizá ya no me respete a mí, y me quedaré igual de satisfecha que si lo hubiera jurado.

—Señora, por el honor de un pobre caballero…

—Gracias, no deseo más. ¡Señor Twemlow, le imploro que salve a esa niña!

—¿A esa niña?

—A Georgiana. La van a sacrificar. La van a engatusar y a casarla con ese pariente suyo. Están conchabados, es un asunto de especulación monetaria. Ella no tiene fuerza de voluntad ni carácter para oponerse, y está a punto de que la vendan y sea desdichada toda la vida.

—¡Increíble! Pero ¿qué puedo hacer yo para evitarlo? —pregunta Twemlow, absolutamente horrorizado y perplejo.

—Aquí tiene otro retrato. Y no es bueno, ¿verdad?

Aterrado por la frivolidad con que ella echa la cabeza hacia atrás para mirarlo con ojo crítico, Twemlow percibe tímidamente la conveniencia de echar su cabeza hacia atrás, y lo hace. Aunque ve tan poco el retrato como si estuviera en China.

—Decididamente no es bueno —dice la señora Lammle—. ¡Envarado y exagerado!

—Y exa… —Pero Twemlow, hundido como está, es incapaz de dominar la palabra, y se apaga en un—: …ni menos.

—Señor Twemlow, su palabra tendrá peso en los oídos del padre de Georgiana, al que ciega la presuntuosidad. Ya sabe en qué consideración tiene a la familia de usted. No pierda tiempo. Adviértale.

—Pero advertirle… ¿contra quién?

—Contra mí.

Para su gran suerte, Twemlow recibe un estímulo en ese momento crítico. El estímulo es la voz de Lammle.

—Sophronia, querida, ¿qué retratos le estás enseñando a Twemlow?

—Retratos de personajes públicos, Alfred.

—Enséñale el último que me hicieron.

—Sí, Alfred.

Deja ese álbum sobre la mesita, coge otro, gira las hojas y le presenta el retrato a Twemlow.

—Este es el último del señor Lammle. ¿Le parece bueno?… Advierta al padre de Georgiana en contra de mí. Lo merezco, pues he estado en esta confabulación desde el principio. El plan es de mi marido, de su pariente, y mío. Se lo cuento solo para que vea la necesidad de que alguien ayude y rescate a esa pobre, necia y afectuosa criatura. No le repita estas últimas palabras a su padre. Hasta cierto punto, debe disculparme, y disculpar a mi marido. Pues aunque la celebración de hoy es una farsa, es mi marido, y tenemos que vivir… ¿Cree que se le parece?

Twemlow, estupefacto como está, finge comparar el retrato de su mano con el original, que le mira desde su rincón mefistofélico.

—¡Muy bueno, desde luego! —son, finalmente, las palabras que Twemlow consigue sacar de sí con gran dificultad.

—Me alegro de que se lo parezca. En general, lo considero el mejor. Los otros son tan oscuros. Este, por ejemplo, es otro del señor Lammle…

—Pero no entiendo; no sé qué hacer —tartamudea Twemlow, mientras contempla vacilante el libro con el monóculo en el ojo—. ¿Cómo voy a advertir a su padre… sin contárselo? ¿Hasta qué punto se lo he de contar? ¿Qué no he de contarle? Yo… yo… no sé qué hacer.

—Dígale que yo soy una casamentera; dígale que soy una mujer artera e intrigante; dígale que está seguro de que su hija está mejor fuera de mi casa y sin mi compañía. Dígale cualquier cosa de mí; será todo cierto. Ya sabe lo engreído que es, y qué fácil resulta alarmar su vanidad. Dígale lo suficiente para encender esa alarma y para que vigile a su hija, y ahórreme lo demás. Señor Twemlow, veo en sus ojos que de repente me desprecia; y, aunque estoy acostumbrada a ver mi propia degradación en mis ojos, siento vivamente el cambio que he sufrido en los suyos en estos últimos momentos. Pero confío sin reservas en su buena fe conmigo, tanto como cuando he empezado a hablarle. Si supiera cuántas veces he intentado hablar hoy con usted, me compadecería. No quiero que me haga ninguna nueva promesa, pues me basta, y me bastará siempre, con la que ya me ha hecho. No me atrevo a decir más, pues veo que me vigilan. Si usted deja mi conciencia tranquila con la seguridad de que intercederá con su padre y salvará a esta niña inofensiva, cierre el álbum antes de devolvérmelo, y sabré lo que quiere decir, y se lo agradeceré profundamente en mi corazón… Alfred, el señor Twemlow cree que es el mejor, en lo que coincide totalmente contigo y conmigo.

Alfred avanza. Los grupos se dispersan. Lady Tippins se levanta para marcharse, y la señora Veneering sigue a su líder. Por un momento, la señora Lammle no se vuelve hacia ellas, sino que sigue mirando a Twemlow, que observa el retrato de Alfred a través de su monóculo. Pasa un instante y Twemlow deja caer su monóculo a la altura de sus costillas, se levanta y cierra el libro con un énfasis que hace que ese frágil bebé de las hadas, Tippins, se sobresalte.

Y luego adioses y adioses, y qué deliciosa celebración, digna de la Edad de Oro, y más acerca de la pata de jamón, y cosas así; y Twemlow cruza Piccadilly con paso vacilante, la mano en la frente, y casi lo atropella el rojo coche de correos, y al final ese inocente caballero se deja caer en la seguridad de su butaca, aún con la mano en la frente; la cabeza, en un torbellino.