Capítulo XIV


Firmeza de propósito

La labor sepulturera de acumular tierra encima de John Harmon toda la noche no condujo a ningún sueño profundo; pero Rokesmith consiguió descansar a ratos por la mañana, y se levantó con su propósito reforzado. Ahora todo había acabado. Ningún fantasma importunaría la paz del señor y la señora Boffin; invisible y sin voz, el fantasma seguiría contemplando como un espectador durante un tiempo más el estado de la existencia de la que se había separado, y dejaría de aparecerse para siempre en las escenas en las que ya no pintaba nada.

Volvió a rememorarlo todo. Había acabado en la situación en que se encontraba, igual que les sucede a muchos hombres, sin darse cuenta del poder que acumulan las diversas circunstancias por separado. Cuando, en la desconfianza engendrada por su desdichada infancia y por la nociva acción —sin que por entonces hubiese dado ningún buen fruto, que él supiera— de su padre y de la riqueza de su padre sobre todos los que estaban bajo su influencia, concibió la idea de su primer engaño, lo hizo sin mala intención: iba a durar solo unas pocas horas o días, e iba a implicar únicamente a la muchacha que de manera tan caprichosa le habían impuesto, y a la que él había sido impuesto de manera igual de caprichosa, todo con la mejor intención hacia ella. Pues si él hubiera visto que la muchacha se sentía infeliz con la perspectiva de ese matrimonio (porque su corazón pertenecía a otro hombre o por otra causa), él habría dicho en serio: «He aquí otro de los perversos usos del dinero que solo engendra desdicha. Dejaré que vaya a parar a quienes fueron los únicos protectores y amigos míos y de mi hermana». Cuando la celada en la que cayó llevó al traste su primera intención, y se vio dado por muerto en los carteles que las autoridades policiales habían pegado por todo Londres, aceptó de manera confusa la ayuda que le llegó de repente, sin considerar de qué manera tan irrevocable permitiría a los Boffin acceder a su fortuna. Cuando los vio, y supo cómo eran, y ni siquiera desde su ventajoso lugar de observación les encontró defecto alguno, se preguntó: «¿Y debo resucitar para quitarle a esta gente lo que tiene?». De nada servía someterlos a tan dura prueba. Había oído de los propios labios de Bella, mientras llamaba a la puerta en la noche en que fue a alquilar sus habitaciones, que el matrimonio habría sido, por parte de ella, totalmente interesado. Desde entonces la había puesto a prueba, desde su condición de persona desconocida y secretario, y ella no solo había rechazado sus insinuaciones, sino que se las había tomado a mal. ¿Era propio de su carácter caer en el oprobio de comprarla o en la maldad de castigarla? Sí, si volvía a la vida y aceptaba la condición de la herencia, haría lo primero; y si volvía a la vida y la rechazaba, haría lo segundo.

Otra consecuencia que no había previsto era que su supuesto asesinato acabara implicando a un hombre inocente. Obtendría una completa retractación del acusador y lo aclararía todo; pero estaba claro que esa injusticia no habría sucedido de no haber planeado ese engaño. Por tanto, a pesar de las inconveniencias y zozobras que le costara, era viril arrepentimiento aceptarlo como consecuencia, y no quejarse.

Eso pensaba John Rokesmith por la mañana, y enterró a John Harmon aún a más brazas de profundidad de lo que lo había enterrado por la noche.

Salió más temprano de lo acostumbrado y se encontró con el querubín en la puerta. Durante un trecho los dos siguieron el mismo camino, y anduvieron juntos.

Era imposible no observar el cambio de aspecto del querubín. Este se dio perfecta cuenta y comentó con modestia:

—Es un regalo de mi hija Bella, señor Rokesmith.

Las palabras produjeron una satisfactoria impresión en el secretario, pues se acordó de las cincuenta libras, y eso le hizo seguir amando a la muchacha. Sin duda era una debilidad —siempre es una debilidad, mantienen las autoridades en la materia—, pero amaba a la chica.

—No sé si ha leído algún libro de viajes por África, señor Rokesmith —dijo R. W.

—He leído varios.

—Bueno, pues ya sabe que, por lo general, suele haber un rey Jorge, un rey Niño, o un rey Sambo, o un rey Bill, o Rum, o Jack, o cualquier nombre que le hayan puesto los marineros.

—¿Dónde? —preguntó Rokesmith.

—En todas partes. En cualquier lugar de África, quiero decir. Casi en todas partes, diría; pues los reyes negros son vulgares… y creo… —añadió R. W. con aire de disculpa— que desagradables.

—Comparto su opinión, señor Wilfer. ¿Iba a decir que…?

—Iba a decir que el rey generalmente solo lleva un sombrero hecho en Londres, o unos tirantes hechos en Manchester, o unas charreteras, o una casaca de uniforme con las piernas metidas en las mangas, o algo así.

—Exactamente —dijo el secretario.

—Le aseguro, en confianza, señor Rokesmith —observó el jovial querubín—, que cuando vivían en casa más miembros de mi familia y había que alimentarlos a todos, me acordaba enormemente de ese rey. No tiene ni idea, al ser soltero, de lo difícil que me ha resultado llevar más de una prenda a la vez.

—No me cuesta creerlo, señor Wilfer.

—Solo se lo menciono —dijo R. W. con gran afecto en el corazón— como prueba del amable, delicado y considerado afecto de mi hija Bella. Si hubiera sido un poco malcriada, no le habría dado tanta importancia, dadas las circunstancias. Pero no, ni lo más mínimo. ¡Y es tan guapa…! Espero que coincida conmigo en encontrarla tan guapa, señor Rokesmith.

—No le quepa duda. Todos deben de encontrarla guapa.

—Eso espero —dijo el querubín—. La verdad es que no tengo ninguna duda. Todo esto es un gran paso en su vida, señor Rokesmith. Se le abren muchas posibilidades.

—La señorita Wilfer no podría tener mejores amigos que el señor y la señora Boffin.

—¡Imposible! —dijo el gratificado querubín—. La verdad es que empiezo a pensar que las cosas están muy bien como están. Si John Harmon viviese…

—Está mejor muerto —dijo el secretario.

—Bueno, tampoco diría yo eso —exclamó el querubín, censurándole un poco ese tono rotundo e implacable—, pero a lo mejor no le habría gustado a Bella, o Bella no le habría gustado a él, o cincuenta cosas distintas, mientras que ahora espero que pueda elegir por sí misma.

—¿Es que quizá, y ya que me otorga la confianza de hablar del asunto, me perdonará que se lo pregunte… es que quizá… ya… ha elegido? —Al secretario le falló la voz.

—¡Por Dios, no! —contestó R. W.

—Las jóvenes, a veces —insinuó Rokesmith—, eligen sin mencionar su elección a los padres.

—No en este caso, señor Rokesmith. Entre mi hija Bella y yo existe un pacto, un convenio de confianza. Fue ratificado el otro día. La ratificación data de… esto —dijo el querubín, dándose un tironcito a las solapas de la chaqueta y a los bolsillos de los pantalones—. No, no ha elegido. Sin duda, el joven George Sampson, en la época en que John Harmon…

—¡A quien deseo que jamás hubiera nacido! —dijo el secretario, con ceño sombrío.

R. W. lo miró con sorpresa, como pensando que le había cogido una inexpresable ojeriza al pobre difunto, y añadió:

—En la época en que buscaban a John Harmon, no hay duda de que el joven George Sampson rondaba a Bella, ni de que esta se lo permitía. Pero nunca se lo tomó en serio, y mucho menos ahora. Pues Bella es ambiciosa, señor Rokesmith, y creo poder predecir que se casará con alguien de dinero. Esta vez, fíjese, tendrá delante de ella a la persona y a la fortuna, y podrá hacer su elección con los ojos abiertos. Yo voy por allí. Lamento mucho tener que separarme de usted tan pronto. ¡Buenos días, señor!

El secretario siguió su camino, no demasiado animado por esa conversación, y al llegar a la mansión de los Boffin se encontró con que Betty Higden lo esperaba.

—Le agradecería mucho, señor —dijo Betty—, que me permitiera el atrevimiento de robarle unos minutos.

Él le dijo que podía robarle todos los minutos que quisiera; la llevó a su habitación y la invitó a sentarse.

—Es referente a Fangoso, señor —dijo Betty—. Por eso he venido sola. Como no quiero que él se entere de lo que voy a decirle, me adelanté a él, y salí temprano para llegar hasta aquí.

—Tiene usted una energía maravillosa —replicó Rokesmith—. Es usted tan joven como yo.

Betty Higden negó gravemente con la cabeza.

—Estoy fuerte, señor, pero no joven, ¡gracias a Dios!

—¿Da gracias por no ser joven?

—Sí, señor. Si fuera joven, tendría que pasar por todo otra vez, y se me haría muy fatigoso, ¿no lo ve? Pero olvídese de mí; he venido por Fangoso.

—¿Qué ocurre con él, Betty?

—Tan solo esto, señor. No he logrado convencerle, por mucho que lo he intentado, de que no puede obrar respetuosamente hacia sus amables señores y hacer este trabajo para mí al mismo tiempo. No es posible. Para que consiga ganarse bien la vida y salir adelante, debe abandonarme a mí. Bueno, pues no quiere.

—Le respeto por ello —dijo Rokesmith.

—¿Lo dice en serio, señor? Lo único que yo sé es lo que yo pienso. Y no me parece bien dejar que se salga con la suya. Así que, como él no quiere dejarme, voy a dejarlo yo a él.

—¿Cómo, Betty?

—Voy a escaparme de él.

Mirando con asombro a esa cara anciana e indómita y a sus ojos luminosos, el secretario repitió:

—¿Escaparse de él?

—Sí, señor —dijo Betty, asintiendo. Y en ese asentimiento, y en el firme gesto de la boca había un enérgico propósito del que no se podía dudar.

—¡Vamos, vamos! —dijo el secretario—. Tenemos que hablar de esto. Analicémoslo con calma, e intentemos llegar al verdadero meollo de la cuestión y a su verdadera solución, paso a paso.

—Muy bien, mire, querido —replicó la vieja Betty—, le pido perdón por tomarme estas confianzas, pero por la edad que tengo casi podría ser dos veces su abuela. Muy bien, mire. Mi vida es muy pobre, y cuesta mucho ganársela con el trabajo que yo hago, y de no ser por Fangoso no sé cómo hubiera aguantado tanto tiempo. Pero apenas nos mantenía a los dos a flote, los dos juntos. Ahora que estoy sola (pues incluso Johnny se ha ido), preferiría estarme de pie y agotarme yo sola que sentada mano sobre mano junto al fuego. Y le diré por qué. Se apodera de mí a veces un abatimiento que ese tipo de vida favorece, y que no me gusta. A veces me parece que tengo a Johnny en mis brazos… a veces a su madre… a veces a la madre de su madre… a veces me parece que yo misma soy una niña, y que estoy de nuevo en los brazos de mi madre… y entonces me quedo como aturdida, en mi pensamiento y mis sentidos, hasta que me levanto de donde estoy sentada, temiendo volverme como esos pobres ancianos que encierran en el asilo de pobres, y que ves en ocasiones, cuando los dejan salir de las cuatro paredes para que se calienten un poco al sol y se arrastren asustados por las calles. De joven yo era ágil, y siempre he mantenido el cuerpo activo, como le dije a su señora la primera vez que vi su bondadosa cara. Aún soy capaz de caminar veinte millas si me lo propongo. Preferiría caminar a abandonarme al entumecimiento y al temor. Trabajo bien el punto, y aún puedo hacer algunas cosas para vender. El préstamo de veinte chelines que me hicieron sus señores para comprar un cesto de vituallas sería para mí una fortuna. Si me paseo por el campo y me canso, alejaré esta sensación de abatimiento y me ganaré el pan con mi trabajo. ¿Qué más puedo querer?

—¿Y este es su plan para escaparse? —dijo el secretario.

—¡Muéstreme uno mejor! Querido, muéstreme uno mejor. Bueno, sé muy bien —dijo la anciana Betty Higden—, y sabe usted muy bien, que sus señores me tendrían como una reina el resto de mis días, si todos nos pusiéramos de acuerdo. Pero no vamos a ponernos de acuerdo. Nunca he aceptado caridad, ni tampoco ninguno de los míos. Y sería traicionarme, traicionar a mis hijos ya muertos, y traicionar a sus hijos ya muertos, entrar al final en esa contradicción.

—Al final podría ser justificable e inevitable —insinuó amablemente el secretario, recalcando un poco las primeras palabras.

—¡Espero que no lo sea nunca! Y eso no significa que pretenda ofenderles siendo orgullosa —dijo sencillamente la anciana mujer—, sino que quiero ser una mujer de una pieza, y procurarme el sustento hasta mi muerte.

—Y naturalmente —añadió el secretario—, Fangoso buscará afanosamente su oportunidad de ser para usted lo que usted ha sido para él.

—¡Puede estar seguro de ello, señor! —dijo Betty alegremente—. Pero tendrá que echarle mucha energía, pues yo ya me estoy haciendo vieja. ¡Pero también soy fuerte, y ni el viajar ni el mal tiempo pueden hacerme daño todavía! Por favor, sea tan amable de hablar en mi nombre con sus señores, y dígales qué es lo que solicito de su bondad y amabilidad, y por qué lo deseo.

El secretario se dijo que no le podían negar a esa brava heroína lo que les pedía, y de inmediato se fue a ver a la señora Boffin y le recomendó que permitiera a Betty Higden obrar su voluntad, al menos por el momento.

—Sé que para su amable corazón sería más satisfactorio darle todo lo que necesitara —dijo—, pero hemos de tomarnos como un deber respetar su espíritu independiente.

La señora Boffin no fue insensible a las consideraciones que le presentaron. Ella y su marido también habían trabajado, y habrían sacado su honor y su fe sencilla de montones de basura. Si tenían algún deber con Betty Higden, sin duda debían cumplirlo.

—Pero Betty —dijo la señora Boffin cuando acompañó a John Rokesmith de nuevo a su habitación, y derramó sobre ella la luz de su radiante faz—, una vez concedido todo esto, yo no me escaparía.

—Sería más fácil para Fangoso —dijo la señora Higden, negando con la cabeza—. También sería más fácil para mí. Pero sea como usted guste.

—¿Cuándo se iría?

—Ahora —fue su respuesta pronta y vivaracha—. Hoy, querida, mañana. Bendita sea, ya estoy acostumbrada. Conozco bien muchas partes de las zonas rurales. Cuando no había otra cosa que hacer, trabajé en muchas huertas y en muchas plantaciones de lúpulo.

—Si le doy mi consentimiento, Betty… y el señor Rokesmith cree que debería dárselo…

Betty mostró su reconocimiento a Rokesmith con una agradecida reverencia.

—… no hemos de perderle la pista. No debemos dejar de saber de usted. Debemos estar al corriente de todo lo que le ocurra.

—Sí, querida mía, pero no por correo, porque escribir cartas, de hecho, escribir lo que sea, no era algo que estuviera al alcance de gente como yo cuando era joven. Pero iré de un lado a otro. No tema, que no perderé ninguna oportunidad de venir a ver su reconfortante cara. Además —dijo Betty con una lógica buena fe—, tendré una deuda que saldar, poco a poco, y naturalmente eso me traerá de vuelta, aunque no fuera otra cosa.

—¿No queda otro remedio? —preguntó la señora Boffin, aún reacia, al secretario.

—Creo que no.

Tras cierta discusión posterior, se acordó que se haría lo que Betty deseaba, y la señora Boffin llamó a Bella para que anotara las pequeñas compras necesarias a fin de que Betty se pudiera establecer en su profesión.

—Y no temas por mí, querida —dijo la resuelta anciana, observando la cara de Bella—, cuando ocupe mi lugar con mi labor en un mercado rural, limpia, atareada y fresca, me sacaré mis seis peniques igual que la mujer de cualquier granjero.

El secretario aprovechó la oportunidad para abordar la cuestión práctica de las aptitudes de Fangoso. La señora Higden dijo que habría sido un magnífico ebanista, «de haber dispuesto del dinero para pagar su aprendizaje». Le había visto manejar herramientas que había pedido prestadas para arreglar la máquina de escurrir, o reparar algún mueble que se había roto, de una manera sorprendente. Por lo que se refería a construir juguetes de la nada para los recogidos, era algo que había hecho a diario. Y en una ocasión, hasta una docena de personas se reunió en el callejón para ver lo bien que había encajado las piezas del instrumento musical de un mono extranjero.

—Eso está bien —dijo el secretario—. No será difícil encontrar un oficio para él.

Como en aquel momento John Harmon estaba enterrado bajo enormes montañas, el secretario se dispuso, ese mismo día, a rematar sus asuntos y acabar con él. Redactó una prolija declaración, que había de firmar Rogue Riderhood (sabiendo que podía obligarle a firmar si le hacía otra visita vespertina, mucho más corta), y a continuación se puso a pensar en a quién debería entregar el documento. ¿Al hijo de Hexam, o a la hija? Enseguida decidió que a la hija. Aunque sería más seguro evitar ver a la hija, pues el hijo había visto a Julius Handford, y —ninguna cautela era bastante— podía ocurrir que el hijo y la hija cambiaran impresiones, lo que despertaría alguna sospecha latente y acabaría teniendo consecuencias. «¡Incluso podrían detenerme por haber participado en mi propio asesinato!», reflexionó. Por eso decidió que lo mejor sería enviarlo a la hija en un sobre y por correo. Agrado Riderhood se había comprometido a averiguar dónde vivía, por lo que no era necesario adjuntar ninguna frase de explicación. Hasta allí, todo iba bien.

Pero todo lo que sabía de la hija procedía de los relatos de la señora Boffin, y estos se originaban en lo que ella le había oído contar al señor Lightwood, que tenía reputación de contar las cosas de una manera muy particular, sobre todo esa en concreto. A Rokesmith le interesaba ese relato, y le habría gustado poder saber más —por ejemplo, que ella recibía el documento de exoneración, y que la satisfacía— estableciendo algún canal de comunicación del todo independiente de Lightwood: el cual, del mismo modo, había visto a Julius Handford, y había colocado unos anuncios para averiguar el paradero de Julius Handford, y a quien, de entre todos los hombres, él, el secretario, había evitado especialmente. «Pero el discurrir de las cosas es posible que me ponga cara a cara con él en algún momento, cualquier día de la semana o cualquier hora del día».

Y ahora había que tratar de encontrar algún medio de abrir ese canal. El muchacho, Hexam, estudiaba para maestro con un maestro. El secretario lo sabía, pues el papel que había jugado la hermana a la hora de conseguir que el muchacho estudiase parecía ser la parte más edificante del relato que hacía Lightwood de la familia. Ese joven, Fangoso, precisaba de algún tipo de instrucción. Si él, el secretario, contrataba al maestro para que se la impartiera, podría abrirse ese canal. El siguiente punto era: ¿conocía la señora Boffin el nombre del maestro? No, pero sabía dónde estaba la escuela. Suficiente. El secretario le escribió sin más tardanza al maestro de esa escuela, y esa misma tarde Bradley Headstone contestó en persona.

El secretario informó al maestro que el destinatario de sus enseñanzas era un joven al que el señor y la señora Boffin deseaban ayudar para que tuviera un lugar útil e industrioso en la vida, y que a ese fin se lo enviarían algunas tardes para que recibiera instrucción. El maestro estaba dispuesto a hacerse cargo de ese alumno. El secretario preguntó en qué condiciones. El maestro le propuso las condiciones. Asunto acordado y liquidado.

—¿Puedo preguntarle quién tiene tan buena opinión de mí como para haberme recomendado a usted? —dijo Bradley Headstone.

—Debería saber que yo no soy aquí quien manda. Soy el secretario del señor Boffin. El señor Boffin es un caballero que recibió una herencia que puede que haya oído mencionar por ahí, la fortuna Harmon.

—El señor Harmon —dijo Bradley, que se habría quedado mucho más estupefacto de saber con quién hablaba—: fue asesinado y encontrado en el río.

—Fue asesinado y encontrado en el río.

—No fue…

—No —le interrumpió el secretario, sonriendo—, no fue él quien lo recomendó. El señor Boffin le oyó hablar de usted a un tal señor Lightwood. Creo que conoce al señor Lightwood, o que ha oído hablar de él.

—Sé de él todo lo que deseo saber, señor. No me relaciono con el señor Lightwood ni lo deseo. No tengo ningún reparo que ponerle al señor Lightwood, pero sí a algunos de los amigos del señor Lightwood… en concreto, a uno de los amigos del señor Lightwood. Su amigo del alma.

Apenas era capaz de pronunciar las palabras, ni siquiera allí y entonces, tan furioso se ponía (aunque consiguiera reprimirse con un esfuerzo infinito) cada vez que resurgía en su mente el comportamiento indiferente y desdeñoso de Eugene Wrayburn.

El secretario se dio cuenta de que había un asunto delicado que despertaba fuertes sentimientos, y cambió de tema, aunque Bradley se aferró a él con su torpeza habitual.

—No tengo reparo en mencionar el nombre —dijo en su terquedad—. La persona objeto de mis reparos es el señor Eugene Wrayburn.

El secretario lo recordaba. En su confuso recuerdo de aquella noche en que luchaba contra la droga, aparecía la tenue imagen de la persona de Eugene; pero recordaba su nombre, y su manera de hablar, y cómo había ido con ellos a ver el cadáver, y dónde había estado, y qué había dicho.

—Por favor, señor Headstone, ¿puede decirme el nombre —preguntó, aún intentando cambiar de tema— de la joven hermana de Hexam?

—Se llama Lizzie —dijo el maestro, contrayendo intensamente toda la cara.

—Es una joven de un carácter extraordinario, ¿verdad?

—Es lo bastante extraordinaria para ser superior al señor Eugene Wrayburn… aunque eso lo sería cualquier persona corriente —dijo el maestro—, y espero que no me tache de impertinente, señor, si le pregunto por qué junta los dos nombres.

—Por nada especial —replicó el secretario—. Al comprender que la mención del señor Wrayburn le resultaba desagradable, he intentado desviarme de él: aunque al parecer no he tenido mucho éxito.

—¿Conoce al señor Wrayburn?

—No.

—Así pues, ¿no ha juntado esos dos nombres basándose en ninguna afirmación de ese caballero?

—Desde luego que no.

—Me he tomado la libertad de preguntar —dijo Bradley, tras bajar la mirada al suelo—, porque ese hombre es capaz de cualquier afirmación, tal es la arrogante frivolidad de su insolencia. Espero… espero que no me malinterprete, señor. Yo… me tomo un gran interés en estos dos hermanos, y el tema despierta en mí sentimientos muy intensos. Sentimientos muy, muy intensos. —Con mano temblorosa, Bradley se sacó el pañuelo y se secó la frente.

El secretario se dijo, mientras contemplaba la cara del maestro, que desde luego ahí sí que había abierto un canal, y que era inesperadamente oscuro, profundo y tormentoso, y difícil de sondear. De repente, en medio de sus turbulentas emociones, Bradley se detuvo y pareció enfrentar su mirada. Casi como si le preguntara de repente: «¿Qué ve en mí?».

—El hermano, el joven Hexam, fue quien realmente le recomendó —dijo el secretario, volviendo tranquilamente a la cuestión—. Resultó que el señor y la señora Boffin, gracias al señor Lightwood, se enteraron de que era su discípulo. Cualquier pregunta que le formule en referencia al hermano y la hermana, o a cualquiera de los dos, se la hago por mi cuenta, por mi propio interés en el tema, y no desde mi condición de secretario ni en nombre del señor Boffin. No tengo por qué explicarle de dónde surge mi interés. Está usted al corriente de la relación del padre de ambos con el descubrimiento del cadáver del señor Harmon.

—Señor —replicó Bradley, de lo más agitado—, conozco todas las circunstancias del caso.

—Por favor, dígame, señor Headstone —dijo el secretario—. La hermana, ¿sufre alguna deshonra a causa de la absurda acusación (infundada sería una palabra más acertada) que se hizo contra el padre, y que ha sido retirada en lo sustancial?

—No, señor —replicó Bradley, con una especie de cólera.

—Me alegra mucho oírlo.

—A la hermana —dijo Bradley, separando las palabras con un exceso de esmero, y hablando como si las recitara de un libro— no se le puede hacer ningún reproche que repela a un hombre de carácter impecable, que haya hecho todo lo posible para abrirse camino, y que planee situarla en su misma condición social. No diré elevarla a su condición; digo situarla. La hermana trabaja sin más reproche que el que, por desgracia, pueda hacerse ella. Creo que resulta muy elocuente el hecho de que nada impida que ese hombre que la considera su igual esté convencido de que no hay tacha en ella.

—¿Y existe, ese hombre? —preguntó el secretario.

Bradley Headstone frunció el entrecejo, cuadró su poderosa mandíbula inferior y clavó los ojos en el suelo con un aire de determinación que parecía innecesario para la ocasión.

—Ese hombre existe —contestó.

El secretario no tenía razón ni excusa para prolongar esa conversación, y acabó allí. A las tres horas, el hombre de pelo de estopa se presentó una vez más en la Casa de Préstamos, y aquella noche la retractación de Rogue Riderhood estaba en la oficina de correos, dirigida dentro de un sobre a Lizzie Hexam, a su dirección correcta.

Todas aquellas gestiones mantuvieron tan ocupado a John Rokesmith que hasta el día siguiente no volvió a ver a Bella. Parecía haber quedado tácitamente entendido entre ellos que, para su tranquilidad, debían mantenerse todo lo distantes que pudieran, sin que el señor ni la señora Boffin percibieran ningún cambio de actitud. El tener que avituallar la cesta de la vieja Betty Higden fue de bastante ayuda, pues mantuvo a Bella concentrada e interesada, y la atención de todos.

—Creo —dijo Rokesmith, mientras todos rodeaban a Betty y ella colocaba las vituallas en su pulcra canasta (menos Bella, que, de rodillas, ayudaba junto a la silla en que estaba la canasta)— que al menos debería guardar una carta en el bolsillo, señora Higden, que yo le escribiré y que fecharé aquí mismo, en la que se declare simplemente, en nombre del señor y la señora Boffin, que son sus amigos… no diré sus patronos porque a ellos no les gustaría.

—No, no, no —dijo el señor Boffin—, ¡nada de patronos! Olvidémonos de los patronos, y da igual dónde vayamos a parar.

—Ya hay demasiados sin nosotros, ¿no te parece, Noddy? —dijo la señora Boffin.

—¡Y que lo digas, señora! —replicó el Basurero de Oro—. ¡De sobra, ya lo creo!

—Pero a la gente a veces le gusta tener un patrón que la proteja, ¿no es verdad, señor? —preguntó Bella, levantando la mirada.

—A mí, no. Y si le gusta a alguien, más le valdría espabilarse —dijo el señor Boffin—. Patrones y patronas, vicepatrones y vicepatronas, patrones difuntos y patronas difuntas, ex vicepatrones, y ex vicepatronas, ¡qué significa todo eso en los libros de las fundaciones de beneficencia que siguen lloviéndole a Rokesmith cuando se sienta entre ellos y que ya casi le ahogan! Si el señor Tom Noakes da cinco chelines, ¿no es un patrón?[24] Y si la señora de Jack Styles no da sus cinco chelines, ¿no es una patrona? ¿Qué diantre es todo eso? Si no es una total y absoluta desvergüenza, ¿cómo llamarlo?

—No te sulfures, Noddy —le instó la señora Boffin.

—¡Sulfurarme! —exclamó el señor Boffin—. Pero si esto basta para echar humo. No puedo ir a ningún lado sin que me patrocinen. No quiero que me patrocinen. Si compro una entrada para una muestra floral, o un espectáculo musical, o cualquier tipo de muestra o espectáculo, y pago mi buen dinero, ¿por qué me tienen que patrocinar patrones y patronas, como si me hicieran un favor? Si hay que hacer algo bueno, ¿no puede hacerse por sus propios méritos? Si hay algo malo que hacer, ¿acaso los patronos y patronas pueden hacerlo bueno? No obstante, cuando va a construirse alguna nueva institución, me parece a mí que a los ladrillos y a la argamasa no se les da ni la mitad de importancia que a los patronos; no, ni tampoco a sus objetivos. ¡Me gustaría que alguien me dijera si en los demás países hay tantos patronos, ni de lejos, como en el nuestro! Y en cuanto a los patrones y patronas propiamente dichos, me pregunto si no se avergüenzan de sí mismos. ¡No son Píldoras, ni Champús para el pelo, ni Esencias para Reforzar los Nervios, para que se les dé tanto bombo!

Tras haber expresado esas observaciones, el señor Boffin se entregó a un trotecillo, como era su costumbre, y a continuación regresó al lugar del que había partido.

—En cuanto a la carta, Rokesmith —dijo el señor Boffin—, tiene más razón que un santo. Dele la carta, hágale coger la carta, póngasela en el bolsillo por la fuerza. La señora Higden podría enfermar… Sabe que podría enfermar —dijo el señor Boffin—. No lo niegue, señora Higden, en su obstinación; sabe que podría ocurrir.

La vieja Betty se echó a reír, y dijo que aceptaría la carta agradecida.

—¡Eso está bien! —dijo el señor Boffin—. ¡Vamos! Eso sí que es sensato. Y no nos dé las gracias a nosotros (pues ni se nos había ocurrido), sino al señor Rokesmith.

Se escribió la carta, se la leyeron y se la entregaron.

—Bueno, ¿cómo se siente? —dijo el señor Boffin—. ¿Le gusta?

—¿La carta, señor? —dijo Betty—. ¡Sí, es una hermosa carta!

—No, no, no, la carta no —dijo el señor Boffin—, la idea. ¿Está segura de que se siente lo bastante bien como para seguir con su idea?

—Es la manera en que me sentiré más fuerte y mantendré alejado el abatimiento. Creo que ese es el mejor camino de todos los que se me presentan, señor.

—No diga de todos los que se le presentan —la instó el señor Boffin—, pues hay algunos que no tienen fin. Por ejemplo, en La Enramada nos iría bien un ama de llaves. ¿No le gustaría ver La Enramada, y conocer a un hombre de letras retirado que se llama Wegg y vive allí… y tiene una pata de palo?

La vieja Betty estaba hecha a prueba de tentaciones, y comenzó a ajustarse la capota negra y el chal.

—Después de todo, no la dejaría marchar, ahora que llega el momento —dijo el señor Boffin—, si no tuviera la esperanza de que eso hará de Fangoso un hombre y un trabajador, en un plazo tan breve que aún no consta en los anales. Bueno, ¿qué tiene ahí, Betty? ¿No es un muñeco?

Era el soldado de la guardia que había estado sobre la colcha de la cama de Johnny. La solitaria mujer enseñó lo que era, y sin decir palabra se lo guardó dentro del bolsillo. A continuación se despidió llena de agradecimiento de la señora Boffin, y del señor Boffin, y de Rokesmith, y con sus brazos viejos y arrugados rodeó el cuello joven y lozano de Bella, y dijo, repitiendo las palabras de Johnny:

—Un beso para la guapa señora.

El secretario miró desde la puerta a la guapa señora así abrazada, y siguió mirando a la guapa señora cuando estuvo sola, mientras aquella anciana figura, con su mirada viva y firme, recorría la calle y se alejaba de la parálisis y la indigencia.