Otro hombre
Mientras las faldas de las damas ascendían la escalinata de los Veneering hasta desaparecer, Mortimer, que las seguía desde el comedor, dobló para meterse en una biblioteca de libros flamantes, en encuadernaciones flamantes profusamente doradas, y solicitó ver al mensajero que había traído el papel. Era un muchacho de unos quince años. Mortimer observó al mozo, y este observó a los flamantes peregrinos que había en la pared, que se dirigían hacia Canterbury con más marco dorado que procesión, y con más labrado que paisaje.
—¿De quién es esta letra?
—Mía, señor.
—¿Quién te ha dicho que escribieras la nota?
—Mi padre, Jesse Hexam.
—¿Fue él quien encontró el cuerpo?
—Sí, señor.
—¿A qué se dedica tu padre?
El muchacho vaciló, miró con reproche a los peregrinos, como si estos le hubieran metido en dificultades, y a continuación dijo, formando un pliegue en la pernera derecha del pantalón:
—Se gana la vida en la ribera del río.
—¿Está lejos?
—¿El qué, está lejos? —preguntó el muchacho, sin bajar la guardia, y de nuevo por el camino de Canterbury.
—La casa de tu padre.
—Hay un buen trecho, señor. He venido en un coche de punto, y está esperando para cobrar la carrera. Podríamos volver en él antes de que lo pague, si lo desea. Primero fui a su despacho, de acuerdo con la dirección de los papeles que encontré en los bolsillos, y allí solo vi a un chaval de mi edad que me mandó hasta aquí.
En el muchacho había una curiosa mezcla de incompleta barbarie e incompleta civilización. Tenía la voz ronca y basta, la cara era basta, y su atrofiada figura era basta; pero iba más limpio que otros muchachos de su clase; y su letra, aunque grande y redonda, era buena; y observaba los lomos de los libros con una despierta curiosidad que no se limitaba solo a la cubierta. Nadie que sepa leer mira un libro del mismo modo que uno que no sabe, aunque esté en un estante y sin abrir.
—¿Sabes si se tomaron todas las medidas para comprobar si se le podía devolver la vida? —preguntó Mortimer, y buscó su sombrero.
—No me haría esa pregunta, señor, si viera su estado. El gentío que acompañaba al Faraón al ahogarse en el mar Rojo no estaba más lejos de la resurrección. Si Lázaro estaba solo la mitad de muerto, ese fue el mayor de los milagros.
—¡Caramba! —gritó Mortimer, dándose media vuelta con el sombrero en la cabeza—. Pareces estar muy familiarizado con el mar Rojo, mi joven amigo.
—Lo leí con el maestro en la escuela —dijo el muchacho.
—¿Y lo de Lázaro?
—Sí, también lo de Lázaro. ¡Pero no se lo diga a mi padre! Si toca ese tema, no tendremos paz en casa. El que yo haya aprendido es cosa de mi hermana.
—Parece que tienes una buena hermana.
—No es mala —dijo el muchacho—, pero lo más que sabe es leer y escribir, y he aprendido de ella.
El sombrío Eugene, con las manos en los bolsillos, había entrado en la sala y asistido a la última parte del diálogo; cuando el muchacho dijo aquellas palabras despectivas de su hermana, lo cogió bruscamente por la barbilla y le volvió la cara hacia él.
—¡Caramba, señor! —dijo el muchacho, resistiéndose—. Espero que con esto me reconocerá si vuelve a verme.
Eugene no pronunció respuesta alguna, pero le hizo una propuesta a Mortimer:
—Iré contigo, si quieres.
Así pues, los tres partieron en el vehículo que había traído el muchacho; los dos amigos (de niños, compañeros de internado) dentro, fumando sendos cigarros; el mensajero en el pescante junto al cochero.
—Veamos —dijo Mortimer, por el camino—, Eugene, llevo cinco años en la honorable lista de abogados del Tribunal Supremo de la Cancillería, y abogados de lo Penal, durante cinco años; y, a excepción de aceptar órdenes de manera gratuita, con una media de una cada dos semanas, para el testamento de lady Tippins (que no tiene nada que legar), no he tenido entre manos más que este romántico asunto.
—Y yo —dijo Eugene— fui admitido en el Colegio de Abogados hace siete años y no he tenido ningún asunto, ni tendré ninguno. Y si lo tuviera, no sabría qué hacer con él.
—No está muy claro —replicó Mortimer con gran compostura— si en este último aspecto tengo mucha ventaja sobre ti.
—La odio —dijo Eugene, poniendo las piernas en el asiento de enfrente—, odio mi profesión.
—¿Te importa que yo también ponga los pies? —replicó Mortimer—. Gracias. Yo odio la mía.
—Me obligaron a seguirla —dijo el sombrío Eugene—, porque quedó entendido que queríamos un abogado en la familia. Ahora tenemos a uno inapreciable.
—A mí también me obligaron —dijo Mortimer—, porque quedó entendido que queríamos un procurador en la familia. Ahora tenemos a uno inapreciable.
—Somos cuatro, con nuestros nombres pintados en la jamba de la puerta de un agujero negro llamado «habitaciones» —dijo Eugene—, y cada uno de nosotros tiene la cuarta parte de un escribiente, Cassim Babá, el de la cueva de los ladrones de Alí Babá, y Cassim es el único miembro respetable del grupo.
—Yo estoy solo —dijo Mortimer—, en lo alto de una espantosa escalera que domina un cementerio, y tengo a todo un escribiente para mí solo, y lo único que hace en todo el día es mirar el cementerio, y qué será de él cuando llegue a la madurez es algo que no puedo concebir. Si en ese polvoriento nido de grajos planea sabias decisiones o planea asesinarme; si, después de tanta cavilación solitaria, acabará ilustrando a sus semejantes o envenenándolos; es el único interés que tiene por el momento mi profesión. ¿Me das fuego, por favor? Gracias.
—Y luego los idiotas hablan de Energía —dijo Eugene, recostándose, cruzando los brazos, fumando con los ojos cerrados, y con un habla levemente nasal—. Si existe una palabra de la A a la Z en el diccionario de la que abomino, es «energía». ¡Qué superstición convencional, qué parloteo de loros! ¡Qué demonios! ¿Tengo que salir a la calle, agarrar al primer hombre de aspecto adinerado que pase, zarandearle y decirle: «Acuda a la ley de inmediato, perro, y contráteme, o le mato»? Y, sin embargo, eso sería energía.
—Esa es precisamente mi opinión del caso, Eugene. Pero preséntame una buena oportunidad, enséñame algo ante lo que merezca la pena mostrarse enérgico, y yo te enseñaré lo que es energía.
—Y yo —dijo Eugene.
Es muy probable que otros diez mil jóvenes, dentro de los límites del área de entrega del Servicio Postal de Londres, manifestaran la misma esperanzada observación en el curso de la misma velada.
Las ruedas siguieron rodando, y rodaron junto al Monumento y la Torre, junto a los Muelles; por Ratcliffe y por Rotherlithe; por lugares donde la escoria acumulada de la humanidad parecía haber sido arrastrada desde terrenos más elevados, como una suerte de cloaca moral, para quedarse allí hasta que su propio peso los derribara de la orilla y los hundiera en el río. Las ruedas siguieron rodando entre embarcaciones que parecían haber embarrancado y casas que parecían haber echado a flotar, entre baupreses que contemplaban ventanas, ventanas que contemplaban barcos; hasta que finalmente se detuvieron en una oscura esquina, lavada por el río, pero no lavada por nada más, donde el muchacho se apeó y abrió la puerta.
—El resto hay que ir andando, señor; no está lejos. —Habló en singular para expresar la exclusión de Eugene.
—Esto está en el maldito fin del mundo —dijo Mortimer, resbalando sobre las losas y desperdicios de la orilla, mientras el muchacho doblaba la esquina bruscamente.
—Aquí está mi padre, señor; donde ve la luz.
Aquel edificio de poca altura tenía toda la pinta de haber sido antaño un molino. Exhibía una verruga de madera podrida en la frente que parecía indicar dónde habían estado las aspas, pero el interior apenas era visible con la oscuridad de la noche. El muchacho levantó el pestillo de la puerta y accedieron a una habitación circular de techo bajo, donde un hombre estaba de pie junto a un fuego rojo, contemplándolo, mientras una muchacha permanecía sentada cosiendo. El fuego estaba en un brasero oxidado, no adosado al hogar; y una lámpara vulgar en forma de raíz de jacinto humeaba y brillaba dentro del cuello de una botella de piedra colocada sobre la mesa. En un rincón había un camastro o litera, y en otro rincón una escalera de madera que llevaba al piso superior, tan burda y empinada que apenas era mejor que una escala de mano. Contra la pared se apoyaban dos o tres remos o espadillas, y en otra zona de la pared había un pequeño aparador, que exhibía una provisión de los artículos de vajilla y cocina más vulgares. El techo de la habitación no estaba enlucido, sino que lo formaba el reverso del suelo de la habitación superior. Este, además de ser muy viejo, nudoso, con grietas y vigas, le daba a la sala un aspecto aún más bajo; y el tejado, las paredes y el suelo, todos por igual con abundantes manchas de harina, minio (o alguna mancha parecida que probablemente había adquirido cuando servía de almacén) y humedad, ofrecían el mismo aspecto de descomposición.
—El caballero, padre.
La figura que estaba junto al fuego se volvió, levantó la cabeza alborotada, y miró como si fuera un ave de presa.
—Usted es el señor don Mortimer Lightwood, ¿verdad?
—Mortimer Lightwood es mi nombre. Lo que ha encontrado —dijo Mortimer, mirando con aprensión en dirección al camastro—, ¿está aquí?
—No puedo decir que esté aquí, pero está cerca. Lo he hecho todo de manera reglamentaria. He informado de las circunstancias a la policía, y la policía se ha hecho con ello. Ninguna de las dos partes ha perdido el tiempo. La policía ya lo ha puesto en letra impresa, y aquí tiene lo que dice el papel.
Cogió la botella que contenía la lámpara y la mantuvo cerca del papel que había en la pared, donde, debajo del encabezamiento de la policía, se leía «CADÁVER ENCONTRADO». Los dos amigos leyeron el volante que estaba clavado en la pared, y el Jefe los leía a ellos mientras sujetaba la luz.
—Entiendo que el desdichado solamente llevaba papeles encima —dijo Lightwood, desviando la mirada de la descripción de lo encontrado al que lo había encontrado.
—Solamente, papeles.
En ese momento, la chica se levantó con la costura en la mano y se dirigió a la puerta.
—No había dinero —prosiguió Mortimer—, solo tres peniques en los bolsillos de la camisa.
—Tres. Piezas. De penique —dijo el Jefe Hexam en sendas frases.
—Los bolsillos de los pantalones vacíos, y vueltos del revés.
El Jefe Hexam asintió.
—Pero eso es corriente. Si lo arrastró la marea o no, no sé decirle. Ahora bien —acercó la luz a otro cartel parecido—, sus bolsillos fueron encontrados vacíos, y vueltos del revés. Y aquí —y acercó la luz a otro volante—, sus bolsillos fueron encontrados vacíos, y vueltos del revés. Y lo mismo dice este. Y ese. No los puedo leer, ni quiero, pues me los sé del lugar que ocupan en la pared. Este fue un marinero, con dos anclas, una bandera y las iniciales G. F. T. tatuadas en el brazo. Eche un vistazo y vea si no lo fue.
—Exacto.
—Esa era una joven de botas grises, y la ropa interior marcada con una cruz. Eche un vistazo y vea si no lo fue.
—Exacto.
—Ese era el que tenía un feo corte encima del ojo. Este es el de dos hermanas jóvenes que se ataron con un pañuelo. Este es aquel viejo borracho, que iba en pantuflas y gorro de dormir, que se mostró dispuesto (como se descubrió luego) a hacer un agujero en el agua para buscar una botella de cuarto de ron que habían colocado de antemano, y mantuvo su palabra por primera y última vez en la vida. Qué bien empapelan la habitación, ¿eh? Pero me los conozco todos. ¡Soy un erudito!
Recorrió la totalidad con la luz, como si fuera representativa de su erudita inteligencia, y a continuación la dejó sobre la mesa y se quedó detrás, mirando fijamente a sus visitantes. Tenía esa cualidad especial de algunas aves de presa, que, cuando fruncen el entrecejo, la cresta erizada les sube aún más.
—No habrá encontrado usted a todos estos, ¿verdad? —preguntó Eugene.
A lo que el ave de presa replicó lentamente:
—¿Y cuál es su nombre, si puede saberse?
—Es amigo mío —se interpuso Mortimer Lightwood—; es el señor Eugene Wrayburn.
—Así que el señor Eugene Wrayburn, ¿eh? ¿Y qué es lo que me ha preguntado el señor Eugene Wrayburn?
—Simplemente le he preguntado si usted los ha encontrado a todos.
—Y la respuesta es, simplemente, que a casi todos.
—¿Y supone usted que, entre estos casos, se ha producido de antemano violencia y robo?
—Yo no supongo nada —replicó el Jefe—. No soy de los que suponen cosas. Si se ganara la vida sacando cosas del río cada día de su vida, no sería muy dado a las suposiciones. ¿He de enseñarle el camino?
Mientras abría la puerta, buscando una señal de asentimiento por parte de Lightwood, una cara agitada y extremadamente pálida apareció por el vano: la cara de un hombre muy desasosegado.
—¿Ha desaparecido un cadáver? —preguntó el Jefe Hexam, parándose en seco—. ¿O se ha encontrado un cadáver? ¿Qué?
—¡Me he perdido! —replicó el hombre, con tono presuroso y ansioso.
—¿Perdido?
—Soy… soy forastero, y no conozco el camino. Quiero… quiero encontrar el lugar donde pueda ver lo que aquí se describe. Es posible que lo conozca.
Jadeaba y apenas podía hablar; pero mostró una copia del volante recién impreso que aún estaba húmedo en la pared. Quizá el hecho de que fuera nuevo, o quizá la precisión con que observó la situación general, llevó al Jefe a una pronta conclusión.
—Este caballero, el señor Lightwood, se ha interesado por el asunto.
—¿El señor Lightwood?
Hubo una pausa, durante la cual Mortimer y el desconocido quedaron cara a cara. No se conocían.
—¿Creo, señor —dijo Mortimer, rompiendo el incómodo silencio con su altanero dominio de sí mismo—, que me ha hecho el honor de pronunciar mi nombre?
—Lo he repetido, después de este hombre.
—¿Ha dicho que es forastero en Londres?
—Un completo forastero.
—¿Está buscando a un tal señor Harmon?
—No.
—Entonces creo poder asegurarle que su viaje ha sido en balde, y que no encontrará lo que temía encontrar. ¿Quiere venir con nosotros?
Un breve serpenteo a través de algunas embarradas callejas que podían haber sido depositadas por la última y hedionda marea los llevó a la portezuela y al brillante farol de una comisaría; allí encontraron al inspector de noche con pluma y tinta, y regla, poniendo al día sus libros en una oficina encalada, con tanta aplicación como si estuviera en un monasterio en lo alto de una montaña, y como si una mujer borracha no aullara furiosa ni se abalanzara contra la puerta de la celda que había en el patio trasero, a su lado. Con el mismo aire de recluso entregado al estudio, abandonó sus libros para dedicarle un desconfiado movimiento de cabeza de reconocimiento al Jefe, que quería decir sin ambages: «¡Ah! Lo sabemos todo de usted, y algún día se pasará de la raya»; y para informar al señor Mortimer Lightwood y a sus amigos de que los atendería de inmediato. A continuación terminó de trazar líneas en el libro que tenía entre manos (estaba tan tranquilo que parecía que iluminara un misal) de manera muy pulcra y metódica, sin hacer el menor caso a la mujer que se daba de golpes con creciente violencia y chillaba aterradoramente que iba a sacarle el hígado a otra hembra.
—Dame un farol —dijo el inspector, agarrando las llaves, que trajo un satélite deferente—. Y ahora, caballeros…
Con una de las llaves abrió una fría gruta que había al final del patio, y todos entraron. Volvieron a salir rápidamente, y el único que habló fue Eugene, que le comentó a Mortimer en un susurro:
—No está mucho peor que lady Tippins.
De manera que, de regreso en la biblioteca encalada del monasterio, con aquella mujer aún con la vociferante obsesión del hígado, al mismo volumen sonoro, mientras contemplaban la silenciosa noche que habían ido a ver, repasaron las excelencias del caso tal como les fueron resumidas por el abad. No tenían ni idea de cómo el cuerpo había ido a parar al río. Era frecuente que no hubiera pistas. Demasiado tarde para saber con certeza si las heridas se habían recibido antes o después de la muerte; una excelente opinión médica decía que antes; otra excelente opinión médica decía que después. El camarero del barco en el que el caballero iba de pasajero había sido convocado para que lo identificara, y lo había hecho bajo juramento. También había identificado las ropas. Y luego estaban los papeles. ¿Cómo había conseguido desaparecer por completo del barco hasta que lo encontraron en el río? ¡Bueno! Probablemente se metió en algún asunto. Probablemente pensó que era un asunto inofensivo, no estaba preparado para lo que se encontró, y el desenlace fue fatal. Al día siguiente, la encuesta, y sin duda la causa de la muerte se declararía sin resolver.
—Parece ser que a su amigo lo golpearon y lo derribaron —comentó el inspector cuando hubo acabado su recapitulación—. ¡No tuvo suerte!
Esto lo dijo en voz muy baja, y con una mirada escrutadora (no la primera que lanzaba) al forastero.
El señor Lightwood le explicó que no era amigo suyo.
—Ah, ¿no? —dijo el inspector, con un oído atento—. ¿Dónde lo encontró?
El señor Lightwood se lo explicó.
El inspector había pronunciado su recapitulación, y había añadido esas palabras con los codos apoyados sobre el escritorio, y con los dedos y pulgar de la mano derecha unidos a los dedos y pulgar de la mano izquierda. El inspector no movió más que los ojos al añadir, levantando la voz:
—¡Se está mareando, señor! Parece que no está acostumbrado a este tipo de asunto.
El forastero, que se apoyaba en la repisa de la chimenea, con la cabeza gacha, miró a su alrededor y respondió:
—No. ¡Es una visión horrible!
—Me han dicho que tenía que identificarlo, señor.
—Sí.
—¿Lo ha identificado?
—No. Es una visión horrible. ¡Oh! ¡Una visión horrible, horrible!
—¿Quién pensaba que podía ser? —preguntó el inspector—. Denos una descripción. A lo mejor podemos ayudarle.
—No, no —dijo el forastero—. Sería inútil. Buenas noches.
El inspector no se había movido, no había dado ninguna orden; pero el satélite deslizó la espalda contra la portezuela y dejó el brazo izquierdo encima, y con la mano derecha movió el farol que le había cogido a su jefe —sin ninguna ceremonia— hacia el forastero.
—Ha echado en falta a un amigo, o ha echado en falta a un enemigo, y lo sabe, o no habría venido hasta aquí, y lo sabe. Muy bien, pues, ¿no es razonable preguntar de quién se trata? —Así se expresó el inspector.
—Debe perdonarme que no se lo diga. Nadie puede comprender mejor que usted que las familias decidan no hacer públicos sus desacuerdos y desgracias, excepto en caso de máxima necesidad. No le discuto que cumpla con su deber preguntándome; y usted no me discuta mi derecho a guardarme la respuesta. Buenas noches.
De nuevo se volvió hacia la portezuela, donde el satélite, sin perder de vista a su jefe, permanecía como una estatua muda.
—Al menos —dijo el inspector—, no le importará dejarme su tarjeta, señor.
—Si tuviera, no me importaría; pero no tengo. —Se sonrojó y pareció muy turbado al responder.
—Al menos —dijo el inspector sin cambiar de tono o de actitud—, no pondrá ninguna objeción a que anote su nombre y dirección.
—Ninguna.
El inspector mojó la pluma en el tintero, y diestramente la dejó sobre un papel que tenía al lado; a continuación volvió a asumir su posición anterior. El forastero se acercó al escritorio y escribió con la mano trémula —el inspector se fijó de soslayo en cada pelo de su cabeza cuando se agachó—: «Señor Julius Handford, Posada del Tesoro Público, Palace Yard, Westminster».
—Se aloja allí, imagino, señor.
—Me alojo allí.
—Así pues, ¿vive en el campo?
—¿Cómo? Sí, vivo en el campo.
—Buenas noches, señor.
El satélite apartó el brazo y abrió la portezuela, y el señor Julius Handford salió.
—¡Reserva! —dijo el inspector—. Encárguese de este papel, no lo pierda de vista, pero sin molestarlo, asegúrese de que se aloja allí y averigüe todo lo que pueda de él.
El satélite desapareció; y el inspector, transformándose de nuevo en el abad del monasterio, mojó la pluma en la tinta y regresó a sus libros. Los dos amigos que lo habían observado, mostrándose más divertidos por su actitud profesional que suspicaces hacia el señor Julius Handford, le preguntaron, antes de partir, si creía realmente que había algo sospechoso en aquella muerte.
El abad replicó con renuencia:
—No puedo decirles. Si es un asesinato, cualquiera podría haberlo hecho. El crimen con escalo o la profesión de carterista exigen aprendizaje. No así el asesinato. Eso podemos hacerlo todos. He visto venir a identificar a docenas de personas, pero jamás vi a ninguno tan afectado. A lo mejor ha sido el estómago y no la mente. Un estómago un poco raro, de ser así. Pero, desde luego, hay tantas cosas raras… Es una pena que no haya una palabra de verdad en esa superstición que afirma que los cadáveres sangran cuando los toca una mano culpable; los cadáveres nunca dan ninguna señal. Ya arma bastante bulla esta mujer. Ella sola me está dando la noche —se refería a la mujer que daba golpes exigiendo un hígado—, pero de los cadáveres no se saca nada, y siempre ha sido así.
Como no había nada más que hacer hasta que se celebrara la encuesta al día siguiente, los amigos se marcharon juntos, y el Jefe Hexam y su hijo se fueron por su lado. Pero al llegar a la última esquina, el Jefe le ordenó al muchacho que se fuera a casa mientras él se introducía en una taberna de cortinas rojas que se hinchaba hidropésicamente sobre el embarcadero, «para tomar media pinta».
El muchacho levantó el mismo pestillo que había levantado antes y encontró a su hermana de nuevo sentada junto al fuego, con su labor. Esta levantó la cabeza al oírlo entrar y él preguntó:
—¿Adónde has ido, Liz?
—He salido a la noche.
—No hacía falta. Todo ha ido bien.
—Uno de los caballeros, el que no ha dicho nada cuando yo estaba aquí, me miraba mal. Y me daba miedo que adivinara lo que significaba mi cara. Pero ¡en fin! ¡No me hagas caso, Charley! De otro tipo fue el temblor que me dio cuando le confesaste a padre que sabías escribir un poco.
—¡Ah! Pero le hice creer que escribía tan mal que era casi imposible que nadie pudiera leer mi letra. Y entonces escribí muy despacio y lo manché con el dedo, y padre se quedó muy contento, y lo pasó por alto.
La chica dejó a un lado su costura, acercó su silla a la de él, junto al fuego, y le puso la mano cariñosamente en el hombro.
—Procurarás aprovechar el tiempo, ¿verdad, Charley?
—¿No lo haré? ¡Vamos! Esta sí que es buena. ¿Es que no lo hago?
—Sí, Charley, sí. Te esfuerzas mucho por aprender, lo sé. Y yo trabajo un poco, Charley, y hago planes y estratagemas (a veces me despierto con alguna estratagema en la cabeza) para conseguir un chelín ahora, un chelín más tarde, para que padre se crea que te estás empezando a ganar la vida vagabundeando por la orilla del río.
—Tú eres la favorita de padre, y puedes hacerle creer cualquier cosa.
—¡Ojalá pudiera, Charley! Pues si pudiera hacerle creer que aprender es algo bueno, y que mejoraría nuestra vida, moriría tranquila.
—No hables de morir, Liz.
Colocó las dos manos en el hombro de Charley, la una sobre la otra, y posando su mejilla de tez morena sobre ellas mientras contemplaba el fuego, añadió en tono pensativo:
—Por las tardes, Charley, cuando estás en la escuela, y padre…
—En Los Seis Alegres Mozos de Cuerda —intervino el muchacho, señalando con la cabeza hacia atrás, en dirección a la taberna.
—Sí. Entonces, cuando estoy sentada junto al fuego, me parece ver en el carbón que quema… como donde hay ahora ese resplandor…
—Es gas, eso es —dijo el muchacho—, y sale de un trozo de bosque que ha estado bajo el barro que a su vez estuvo bajo el agua en la época del arca de Noé. ¡Fíjate! Cuando cojo el atizador… así… y le doy un…
—No lo muevas, Charley, o saldrán llamas. Me refiero a ese resplandor apagado que hay al lado, que viene y va. Cuando lo miro, por las tardes, forma como imágenes de mí, Charley.
—Enséñanos una imagen —dijo el muchacho—. Dinos dónde mirar.
—¡Ah! Hacen falta mis ojos, Charley.
—Abrevia, pues, y dinos qué ven tus ojos.
—Bueno, estamos tú y yo, Charley, cuando eras un bebé que no conoció a su madre…
—No vayas diciendo que no conocí a mi madre —interrumpió el chico—, pues tuve a una hermanita que fue para mí una hermana y una madre.
La chica rió encantada, y sus ojos se llenaron de agradables lágrimas cuando él la rodeó por la cintura con los brazos y la estrechó.
—Estamos tú y yo, Charley, cuando padre se iba a trabajar y nos dejaba fuera de casa, por miedo a que nos incendiáramos o nos cayéramos por la ventana, sentados en el umbral, o en otros portales, sentados en la orilla del río, vagábamos para matar el rato. Pesas bastante, Charley, y a menudo tengo que descansar. A veces tenemos sueño y nos quedamos dormidos en un rincón, a veces tenemos hambre, a veces estamos un poco asustados, pero a menudo lo peor es el frío. ¿Te acuerdas, Charley?
—Me acuerdo —dijo el muchacho, apretándola contra él dos o tres veces— de que me acurrucaba bajo un pequeño chal, y que allí se estaba calentito.
—A veces llueve, y nos metemos debajo de una barca o lo que haya; a veces es de noche y nos paseamos entre las lámparas de gas, nos sentamos a mirar la gente que pasa por la calle. Finalmente aparece papá y nos lleva a casa. ¡Y cómo parece cobijarnos nuestro hogar después de todo el día a la intemperie! Y papá me saca los zapatos, me seca los pies al fuego, y me tiene sentada a su lado mientras se fuma una pipa después de que tú te hayas acostado, y me fijo en que papá tiene la mano grande pero no pesada cuando me toca, y que papá tiene una voz áspera pero nunca enfadada cuando me habla. De manera que crezco, y poco a poco padre confía en mí, y me convierte en su compañera, y, por muy enfadado que esté, nunca me pega.
El muchacho dejó escapar un gruñido en ese punto, como si dijera: «¡Pero me pega a mí!».
—Estas son algunas imágenes del pasado, Charley.
—Abrevia otra vez —dijo el muchacho—, y elige una imagen del porvenir; una del futuro.
—¡Bueno! Ahí estoy, sigo con padre, agarrada a padre, porque padre me ama y yo le amo. No puedo ponerme a leer un libro, pues, si hubiera aprendido, padre habría pensado que iba a abandonarlo, y habría perdido mi influencia. No tengo la influencia que querría, no puedo impedir las cosas horribles que intento impedir, pero sigo esperando y confiando en que llegue el momento en que pueda. Mientras tanto, sé que en algunas cosas soy un apoyo para padre, y que, si no le fuera fiel, él, por decepción o venganza, o las dos cosas, se volvería loco y malo.
—A ver qué dicen de mí estas imágenes del futuro.
—Iba a pasar a ellas, Charley —dijo la muchacha, que no había cambiado de actitud desde que comenzara, y que ahora negaba lastimeramente con la cabeza—, las otras imágenes eran para llegar a esta. Ahí estás…
—¿Dónde estoy, Liz?
—Sentado en el hueco que hay junto al fuego.
—Ese rincón junto al fuego parece la casa del diablo —dijo el muchacho, llevando la mirada al brasero, que, con sus finas y largas patas, parecía un espeluznante esqueleto.
—Ahí estás, Charley, haciendo los deberes de la escuela a escondidas de padre; y ganas premios; y cada vez vas a mejor; y llegas a ser un… ¿qué era eso que me dijiste que querías ser?
—¡Ja, ja! ¡La adivina no sabe el nombre! —gritó el muchacho, al parecer, bastante aliviado por esa omisión de lo que se veía en el hueco junto al fuego—. Aprendiz de maestro.
—Llegas a ser aprendiz de maestro, y sigues mejorando, y acabas siendo un maestro lleno de saber y respeto. Pero padre hace mucho que está al corriente del secreto, y eso te ha separado de él, y de mí.
—¡No es verdad!
—Sí lo es, Charley. Veo, con toda la claridad que es posible, que tu camino no es el nuestro, y que aunque consiguieras que padre te perdonara que lo siguieras (cosa imposible), nuestro camino quedará ensombrecido por el tuyo. Pero veo también, Charley…
—¿Aún con toda la claridad que es posible, Liz? —preguntó el muchacho, en broma.
—¡Sí, aún! Que es algo muy bueno que te hayas apartado de la vida de padre, y que hayas emprendido un nuevo comienzo, y mejor. Así que aquí estoy, sola con padre, manteniéndolo todo lo honesto que puedo, esperando tener más influencia de la que tengo, esperando que gracias a alguna feliz coincidencia, o cuando esté enfermo, o cuando… no sé cuándo… pueda convencerle de querer hacer cosas mejores.
—Antes has dicho que no sabías leer un libro, Lizzie. Pero tu biblioteca es el hueco junto al fuego, creo.
—No sabes cómo me alegraría poder leer libros. Noto mucho mi falta de conocimientos, Charley. Pero lo notaría mucho más si no supiera que es un vínculo entre padre y yo. ¡Ojo! ¡Las pisadas de padre!
Al ser ya más de medianoche, el ave de presa se iba directamente a su percha. A mediodía del día siguiente, reapareció en Los Seis Alegres Mozos de Cuerda, asumiendo el papel, por primera vez, de testigo ante el juez de instrucción.
El señor Mortimer Lightwood, además de hacer el papel de uno de los testigos, también interpretaba al eminente abogado que supervisaba el proceso en nombre de los representantes del difunto, como quedó debidamente constatado en los periódicos. El inspector también estuvo atento al proceso, y no compartió con nadie lo que vio. El señor Julius Handford había dado su dirección correcta, y tenía solvencia suficiente para pagar la cuenta, aunque nada más se sabía de él en el hotel, excepto que llevaba una vida muy retirada, y que nadie lo visitaba, por lo que apenas estaba presente en las sombras de la mente del inspector.
El caso interesó al público gracias a la declaración del señor Mortimer Lightwood referente a las circunstancias que habían acompañado el regreso del difunto, el señor John Harmon, a Inglaterra; durante varios días, a la hora de la cena, los Veneering, los Twemlow, los Podsnap, y todos los Parachoques ofrecieron su interpretación privada y exclusiva de las circunstancias, y todos las relataron de manera irreconciliable y contradictoria. También le dio interés el testimonio de Job Potterson, el camarero de la nave, y de un tal Jacob Kibble, otro pasajero, que manifestó que el difunto señor John Harmon transportaba, en una bolsa de mano con la que desembarcó, la suma obtenida por la venta forzada de sus bienes raíces, y que la suma excedía, en efectivo, las setecientas libras. Y aún lo hicieron más interesante las extraordinarias experiencias de Jesse Hexam, que tantos cadáveres había rescatado del Támesis, y a quien un extasiado admirador que firmaba «Un amigo del entierro» (quizá alguien que se dedicaba a las pompas fúnebres) había enviado dieciocho sellos de correos, además de cinco cartas al director del Times.
El jurado, teniendo en cuenta las pruebas presentadas, adujo que el cuerpo del señor John Harmon había sido descubierto flotando en el Támesis en un avanzado estado de descomposición y con numerosas heridas; y que el mencionado señor John Harmon había encontrado la muerte en circunstancias altamente sospechosas, aunque no se podía demostrar delante del jurado quién había sido el autor ni de qué manera había obrado. Y adjuntaron al veredicto una recomendación para el Ministerio del Interior (que el inspector parecía considerar de lo más razonable) para que ofreciera una recompensa para la resolución del misterio. A las cuarenta y ocho horas, se estableció de manera oficial una recompensa de Cien Libras, junto con un indulto a cualquier persona o personas que no hubieran sido el autor o autores materiales, etcétera, etcétera.
Esta proclama dejó al inspector adicionalmente pensativo, y lo puso a meditar por los peldaños de los ríos y los embarcaderos, y lo tuvo merodeando entre botes y embarcaciones, encajando esta pieza y la otra. Pero, según como unas las piezas de un rompecabezas, te puede salir un pez y una mujer separados, o una Sirena si los combinas. Y el inspector tan solo dio con una Sirena, algo en lo que no podrían creer ni un juez ni un jurado.
De este modo, al igual que las mareas que lo habían llevado a conocimiento de los hombres, el Caso Harmon —como se lo conoció popularmente— subía y bajaba, fluía y refluía, ahora en la ciudad, ahora en el campo, ahora entre palacios, ahora entre chamizos, ahora entre lores y ladies y gentes de buena cuna, ahora entre peones, martilladores, estibadores, hasta que al fin, tras un largo intervalo de aguas mansas, se fue mar adentro y desapareció.