Más aves de presa
Rogue Riderhood vivía en lo más profundo y oscuro de Limehouse Hole,[22] entre los fabricantes de aparejos, de mástiles, de remos y poleas, y los fabricantes de lanchas, y donde se fabrican las velas, como en una especie de bodega de embarcación en la que se almacenan todo tipo de personajes ribereños, algunos no mejores que él, algunos muchísimo mejores, y ninguno mucho peor. Los habitantes de Limehouse Hole, aunque por lo general no muy escrupulosos a la hora de elegir a sus habitantes, se mostraban bastante reacios a tener el honor de cultivar el trato con Rogue; más que tenderle una cálida mano, se la daban fríamente de lado, y rara vez o nunca bebían con él a no ser que fuera Rogue quien invitara. Una parte de Hole, de hecho, cultivaba tanto el bien público y la virtud privada que ni siquiera ese poderoso acicate les hubiera hecho tratar con ese mancillado delator. Pero esa magnánima moralidad tenía quizá un inconveniente: que sus exponentes opinaban que un testigo que decía la verdad ante la justicia era mucho peor, en cuanto a mal vecino y personaje execrable, que un testigo que daba falso testimonio.
De no haber sido por la hija que a menudo mencionaba, el señor Riderhood habría encontrado que Limehouse Hole era una simple tumba en cuanto a reportarle algún medio de ganarse la vida. Pero la señorita Agrado Riderhood tenía cierta posición y relaciones en el barrio. A la más pequeña de las escalas, era prestamista sin licencia, regentando lo que se conocía popularmente como una Casa de Préstamos, donde prestaba sumas insignificantes a cambio de insignificantes artículos dejados como garantía. En su vigésimo cuarto año de vida, Agrado ya llevaba cinco a cargo de ese negocio. Lo había fundado su difunta madre, y al fallecer esta la hija se había apropiado de un capital secreto de quince chelines para establecerse a su vez; la existencia de ese capital dentro de un almohadón fue la última comunicación confidencial inteligible que le hizo la finada antes de sucumbir a los efectos hidropésicos de la ginebra y el rapé, incompatibles por igual con la coherencia y la existencia.
Es posible que la señora Riderhood hubiera sido capaz de explicar alguna vez por qué le pusieron de nombre Agrado, aunque también es posible que no. Su hija no tenía ninguna información sobre ese punto. Se encontró con que se llamaba Agrado, y nada pudo hacer por remediarlo. No le habían consultado sobre el asunto del nombre, y tampoco acerca de su llegada a esta parte del mundo. De manera parecida, Agrado se encontró con que era lo que coloquialmente se denomina ojituerta (algo heredado del padre), cosa que quizá hubiera rechazado si le hubieran preguntado su parecer sobre el tema. Por lo demás, no era de mal ver, aunque sí tenía cara de ansiedad, enjuta, tez fangosa, y aparentaba la edad que tenía.
Al igual que algunos perros llevan en la sangre —o se les adiestra para ello— la predisposición a acosar a ciertas criaturas hasta cierto punto, del mismo modo —sin pretender establecer una comparación poco respetuosa— Agrado Riderhood llevaba en la sangre —o la habían adiestrado para ello— la predisposición a considerar a los marineros, dentro de ciertos límites, como su presa natural. Le mostrabas a un hombre con chaqueta azul y, hablando figuradamente, lo inmovilizaba al instante. No obstante, considerada en su conjunto, no era una persona malvada ni de carácter cruel. Pues también hay que considerar las muchas cosas que pesaban en su desafortunada experiencia. Le mostrabas a Agrado una boda en la calle, y solo veía a dos personas que habían sacado una licencia para reñir y pelear. Si le mostrabas un bautizo, solo veía a un pequeño pagano al que le habían otorgado un nombre bastante superfluo, en la medida en que normalmente se dirigirían a él mediante algún epíteto insultante: y ese pequeño personaje no era ni mucho menos querido por nadie, y todos lo empujaban y lo apartaban a golpes, hasta que él mismo se hacía lo bastante mayor para empujar y golpear a otros. Le mostrabas un funeral, y veía una ceremonia improductiva que parecía una negra mascarada y convertía temporalmente en caballeros a los que participaban en ella, a un coste enorme, y que representaba la única fiesta de etiqueta en la que participaría el difunto. Le mostrabas a un padre vivo, y veía un duplicado del suyo, que desde que ella era pequeña había cumplido sus deberes paternos de manera totalmente irregular, unos deberes que siempre habían acabado dañándola con la ayuda del puño o de la correa del cinturón. Teniendo todo eso en cuenta, por tanto, Agrado Riderhood no era tan, tan mala. Incluso había en ella cierto romanticismo —el que puede surgir en un sitio como Limehouse Hole—, y a veces, en una tarde de verano, cuando estaba de pie ante la puerta de su negocio, miraba al cielo desde la hedionda calle, hacia donde se ponía el sol, y quizá tenía vaporosas visiones de remotas islas en los mares del sur, o en otra parte (no era geográficamente quisquillosa), por donde sería estupendo deambular con una pareja de su mismo carácter entre bosquecillos de árboles del pan, a la espera de que llegara algún barco desde los tempestuosos puertos de la civilización.
No era una tarde de verano aquella en que, estando ella en la puerta de su negocio, se fijó en su presencia un hombre que se hallaba de pie y reclinado sobre la casa que había al otro lado de la calle. Era una tarde de viento, fría y desagradable, y ya había oscurecido. Agrado Riderhood compartía con casi todas las habitantes de Limehouse Hole la peculiaridad de que su pelo era un nudo desgreñado, que constantemente se soltaba hacia atrás, y que nunca podía emprender ninguna empresa sin antes recogérselo y colocarlo en su sitio. En ese momento concreto, Agrado acababa de aparecer en el umbral para echar un vistazo al exterior, y se lo estaba arreglando con las dos manos de esa guisa. Y tanto predominaba esa moda en el barrio que cuando estallaba una pelea o cualquier otro alboroto, las señoras aparecían en tropel desde todos los lugares recogiéndose el pelo en la parte de atrás al tiempo que avanzaban, y muchas, con las prisas, llevaban las peinetas en la boca.
El aspecto de su negocio era lamentable, con un tejado que cualquier hombre alcanzaba solo estirando el brazo; no era mucho más que una bodega o una cueva, y se llegaba bajando tres peldaños. No obstante, en su escaparate mal iluminado, entre un par de llamativos pañuelos, un viejo chaquetón de marinero, unos cuantos relojes y brújulas sin valor, un tarro para tabaco y dos pipas cruzadas, un frasco de salsa de nuez, y algunos dulces espantosos —esas incomodidades servían de tapadera para el negocio principal de la Casa de Préstamos— se exhibía la inscripción «PENSIÓN DEL MARINERO».
El hombre, al ver a Agrado Riderhood en la puerta, cruzó la calle tan rápidamente que ella aún se estaba arreglando el pelo cuando él se le plantó delante.
—¿Está su padre en casa? —dijo él.
—Creo que sí —contestó Agrado, bajando los brazos—. Entre.
Fue una respuesta vacilante, pues el hombre tenía aspecto de marinero. El padre de Agrado no estaba en casa, y ella lo sabía.
—Siéntese junto al fuego —fueron las hospitalarias palabras de Agrado cuando lo hubo conducido dentro—, los hombres de su profesión son siempre bienvenidos.
—Gracias —dijo el hombre.
Tenía actitud de marinero y manos de marinero, aunque sin asperezas. Agrado tenía ojo para los marineros, y observó la inusual textura y color de sus manos, aunque estaban quemadas por el sol, y tampoco se le escapó las inconfundibles desenvoltura y flexibilidad del hombre cuando este se sentó con el brazo izquierdo echado con descuido sobre la pierna izquierda, un poco por encima de la rodilla, y el derecho echado con el mismo descuido sobre el brazo de la silla de madera, con la mano curvada, medio abierta y medio cerrada, como si acabara de soltar una cuerda.
—A lo mejor busca pensión —preguntó Agrado, colocándose en su puesto de observación junto a la lumbre.
—No conozco bien mis planes —replicó el hombre.
—¿No busca una Casa de Préstamos?
—No —dijo el hombre.
—No —asintió Agrado—, lleva una ropa demasiado buena. Pero si busca cualquiera de las dos cosas, este establecimiento es ambas.
—¡Sí, sí! —dijo el hombre, mirando a su alrededor—. Lo sé. He estado aquí antes.
—¿Empeñó algo la vez anterior que estuvo aquí? —preguntó Agrado, con la mirada puesta en el capital y el interés.
—No. —El hombre negó con la cabeza.
—Estoy casi del todo segura de que nunca se ha alojado aquí.
—No. —El hombre volvió a negar con la cabeza.
—¿Qué hizo exactamente la vez anterior que estuvo aquí? —preguntó Agrado—. Pues no lo recuerdo.
—No es probable que lo recuerde. Tan solo me quedé en la puerta, una noche, en el peldaño más bajo, mientras un compañero de tripulación entraba para hablar con su padre. Recuerdo bien el lugar. —Miró a su alrededor con curiosidad.
—¿Puede que haga mucho tiempo de eso?
—Sí, bastante. Cuando desembarqué de mi último viaje.
—Entonces, ¿hace tiempo que no embarca?
—No. Desde entonces he estado en la enfermería, y he trabajado en tierra.
—Entonces, claro, eso explica sus manos.
El hombre captó su observación con una penetrante mirada, una pronta sonrisa y un cambio de actitud.
—Es usted una buena observadora. Sí. Eso explica mis manos.
Agrado se sintió un tanto inquieta por su mirada, y la que le devolvió fue suspicaz. Había en su cambio de postura —aunque muy repentina y bastante imperturbable—, y en su actitud anterior, que retomó, cierta contenida seguridad en sí mismo, y la sensación de que eso le confería un aire un poco amenazante.
—¿Tardará mucho su padre? —preguntó.
—No lo sé. No puedo decirle.
—Como suponía usted que estaba en casa, me he llevado la impresión de que acababa de marcharse. ¿Cómo es eso?
—Creía que había vuelto a casa —explicó Agrado.
—¡Oh! ¿Suponía que había vuelto a casa? Entonces lleva un tiempo fuera. ¿Cómo es eso?
—No quiero engañarle. Padre está en el río con su lancha.
—¿Trabajando en lo de siempre? —preguntó el hombre.
—No sé a qué se refiere —dijo Agrado reculando un paso—. ¿Qué diantre quiere?
—No quiero hacerle daño a su padre. Tampoco quiero decir que pudiera, si quisiera. Quiero hablar con él. Poca cosa, ¿verdad? No habrá ningún secreto que ocultarle; estará usted presente. Y desde luego, señorita Riderhood, no hay nada que sacarme ni que ganar conmigo. Ni busco una Casa de Préstamos, ni busco una pensión, ni va a sacar nada de mí, ni seis peniques en monedas de medio. Quítese esa idea de la cabeza y nos llevaremos bien.
—Pero ¿es usted un marinero o no? —lo interrogó Agrado, como si serlo fuera razón suficiente para poder sacarle algo.
—Sí y no. Lo he sido, y puede que vuelva a serlo. Pero para usted no lo soy. ¿Quiere creer en mi palabra?
La conversación había llegado a una crisis que justificaba que a la señorita Agrado se le descolocara el pelo. Y así ocurrió, y ella volvió a arreglárselo, mirando al hombre desde su frente inclinada. Al examinar sus ropas náuticas de diario ajadas por los elementos, prenda a prenda, divisó el formidable cuchillo que, dentro de una vaina, llevaba en la cintura, junto a la mano, y un silbato que le colgaba del cuello, y una especie de cachiporra hecha de nudos, corta y mellada, y con la punta revestida de plomo, que le asomaba de un bolsillo de la chaqueta holgada que llevaba a modo de sobretodo. El hombre la contempló en silencio; aunque, con esos accesorios revelándose parcialmente, y con los pelos en la cabeza y las patillas de punta y de color estopa, componía una presencia impresionante.
—¿No quiere aceptar mi palabra? —le volvió a preguntar el hombre.
Agrado contestó con un breve y callado asentimiento. Él replicó con otro breve y callado asentimiento. A continuación, se levantó y se colocó delante de la lumbre de brazos cruzados, mirándola de vez en cuando, mientras ella seguía de brazos cruzados, ahora apoyada en un lado de la chimenea.
—Para matar el tiempo hasta que llegue su padre —dijo él—, dígame, ¿actualmente se roba y asesina a muchos marineros por la ribera?
—No —dijo Agrado.
—¿A ninguno?
—A veces se comenta algún caso, por Ratcliffe, Wapping y zonas así. Pero ¿quién sabe cuántos son ciertos?
—Claro. Y tampoco parece necesario.
—Eso es lo que yo digo —comentó Agrado—. ¿Y para qué? Benditos sean los marineros, no hay necesidad de eso, pues no son de los que saben conservar lo que tienen.
—Tiene razón. El dinero enseguida les vuela de las manos, y sin violencia —dijo el hombre.
—Desde luego —dijo Agrado—, y luego vuelven a embarcarse y consiguen más. Lo mejor para ellos es volver a embarcarse en cuanto tocan tierra. Nunca son tan ricos como cuando están en alta mar.
—Le diré por qué lo pregunto —añadió el visitante, levantando la mirada del fuego—. En una ocasión me asaltaron y me dieron por muerto.
—¿No? —dijo Agrado—. ¿Dónde ocurrió?
—Que yo recuerde —dijo el hombre con aspecto pensativo, mientras se llevaba la mano derecha a la barbilla y hundía la otra en el bolsillo de su áspero sobretodo—, ocurrió más o menos por aquí. No creo que a más de una milla de distancia.
—¿Estaba bebido? —preguntó Agrado.
—Estaba atontado, pero por algo que había en la bebida. No había estado bebiendo en serio, ¿entiende? Un trago fue suficiente.
Con una expresión grave, Agrado negó con la cabeza, dando a entender que comprendía el proceso, pero que lo desaprobaba.
—El comercio honrado es una cosa —dijo ella—, pero eso es muy distinto. Nadie tiene derecho a tratar así a nadie.
—Este sentimiento la honra —replicó el hombre, con una torva sonrisa; y en un murmullo añadió—, tanto más porque no creo que su padre lo comparta. Sí, aquella vez lo pasé mal. Lo perdí todo, y tuve que luchar tenazmente para conservar la vida, débil como estaba.
—¿Consiguió que se castigara a los autores? —preguntó Agrado.
—Hubo un tremendo castigo —dijo el hombre, más serio—, pero no fui yo quien lo provocó.
—¿Quién fue, entonces? —preguntó Agrado.
El hombre señaló hacia arriba con el índice, y, bajando lentamente la mano, volvió a apoyar en ella la barbilla mientras seguía mirando la lumbre. Agrado Riderhood, posando en él sus ojos heredados, se sentía cada vez más incómoda por aquella actitud tan misteriosa, tan seria, tan impávida.
—De todos modos —dijo la damisela—, me alegro de que hubiera un castigo, y así se lo digo. Los actos violentos desprestigian el comercio honrado con los hombres de mar. Estoy tan en contra de los actos que se cometen contra los marineros como puedan estarlo ellos. Soy de la misma opinión que tenía mi madre, cuando vivía. Mi madre solía decir que bien está el comercio honrado, pero nada de robo ni de golpes.
En su establecimiento, la señorita Agrado cobraría (y de hecho los cobraba cuando podía) hasta treinta chelines a la semana por una pensión que sería cara a cinco, y dirigía el negocio de los Préstamos basándose en principios igual de equitativos; no obstante, tenía conciencia y ciertos sentimientos de humanidad, por lo que, en el momento en que se sobrepasaban sus ideas acerca del comercio, se convertía en adalid de los marineros, incluso encarándose con su padre, al que, por lo demás, rara vez se oponía.
Pero en ese punto fue interrumpida por la voz de su padre, que exclamaba en tono airado «¡Basta ya, cotorra!», y por el sombrero de aquel, que, arrojado violentamente por este, le golpeó en la cara. Agrado, acostumbrada a tales esporádicas manifestaciones de deber paternal, simplemente se limpió la cara con el pelo (que, claro, se había vuelto a desarreglar) antes de recogérselo de nuevo. Era otro proceder común a las mujeres de Limehouse Hole, cuando se acaloraban por algún altercado verbal o pugilístico.
—¡Que me aspen si me creo que una cotorra como tú ha aprendido alguna vez a hablar! —refunfuñó el señor Riderhood, agachándose para recoger el sombrero, y haciendo un amago de atacar a Agrado con la cabeza y el codo derecho; pues el delicado tema de robar a los marineros le indignaba enormemente, y tampoco venía de humor—. ¿Qué estás cotorreando ahora? ¿Es que no tienes nada mejor que hacer que quedarte de brazos cruzados y cotorrear toda la noche?
—Déjela en paz —le instó el hombre—. Solo estaba hablando conmigo.
—¡Y encima que la deje en paz! —replicó el señor Riderhood, inspeccionándolo de arriba abajo—. ¿Sabe que es mi hija?
—Sí.
—¿Y no sabe que a mi hija no le tolero cotorreo alguno? ¿Y tampoco sabe que no le tolero cotorreo alguno a ningún hombre? ¿Y quién es usted, y qué quiere?
—¿Cómo voy a decírselo si no se calla? —replicó el otro ferozmente.
—Bueno —dijo el señor Riderhood al tiempo que se acobardaba un poco—, estoy dispuesto a callar para oírle. Pero no me cotorree.
—¿No tiene sed? —preguntó el hombre, con la misma ferocidad que antes, devolviéndole la mirada.
—Hombre, por supuesto —dijo el señor Raiderhood—, ¡siempre tengo sed! —(Indignado ante lo absurdo de la pregunta).
—¿Qué beberá? —preguntó el hombre.
—Jerez —replicó el señor Riderhood, con el mismo tono brusco—, si puede pagarlo.
El hombre se metió la mano en el bolsillo, sacó medio soberano y le preguntó a la señorita Agrado si le haría el favor de pasarle una botella.
—Sin descorchar —añadió enfáticamente, mirando a su padre.
—Por Alfred David —murmuró el señor Riderhood, relajándose hasta poner una sombría sonrisa—, que es usted un hombre con experiencia. ¿Le conozco? N… no, no le conozco.
El hombre replicó:
—No, no me conoce.
Y se quedaron mirando mutuamente con hosquedad hasta que regresó Agrado.
—Hay copas pequeñas en el estante —le dijo Riderhood a su hija—. Dame la que no tiene pie. Me gano la vida con el sudor de mi frente, y eso es bastante para mí.
Aquello sonó como un sacrificio; aunque pronto se vio que, debido a que era imposible que la copa se mantuviera de pie mientras había algo dentro, precisaba ser vaciada de inmediato, con lo que el señor Riderhood conseguía beber en una proporción de tres a uno.
Con la copa de Fortunato [23] en la mano, el señor Riderhood se sentó a un lado de la mesa, junto al fuego, y el forastero al otro: Agrado ocupaba un taburete entre el hombre y el fuego. Les servían de fondo pañuelos, chaquetas, camisas, sombreros y otros viejos artículos «En Préstamo», que, en su vaga semejanza con los seres humanos, hacían como de testigos, sobre todo un chubasquero y una gorra impermeable, negros y relucientes, que parecían un marinero desgarbado que les diera la espalda, tan curioso por oír lo que decían que se había parado con el chubasquero a medio poner, con las hombreras a la altura de los oídos en esa acción incompleta.
El visitante sostuvo primero la botella a la luz de la vela, y a continuación examinó la parte superior del corcho. Satisfecho al ver que nadie lo había manipulado, lentamente sacó del bolsillo de la pechera una navaja oxidada, y, con el sacacorchos que tenía en el mango, descorchó la botella. Una vez lo hubo hecho, examinó el corcho, lo sacó del sacacorchos, los dejó separados en la mesa, y, con la punta del nudo de marinero de su pañuelo, quitó el polvo del interior de la botella. Todo de manera muy concienzuda.
Al principio, Riderhood se había sentado con su copa sin pie al final del brazo extendido para que se la llenaran, aunque el muy concienzudo forastero parecía absorto en sus preparativos. Pero gradualmente acabó acercando el brazo al cuerpo, y la copa descendió y descendió hasta que la apoyó boca abajo sobre la mesa. De manera igualmente gradual, concentró su atención en el cuchillo. Y por fin, cuando el hombre ofreció la botella para llenar una ronda, Riderhood se puso en pie, se inclinó por encima de la mesa para mirar más de cerca la navaja, y luego llevó la vista al hombre.
—¿Qué ocurre? —preguntó el forastero.
—¡Caramba, conozco esa navaja! —dijo Riderhood.
—Sí, diría que la conoce.
Le hizo gesto de que levantara la copa y se la llenó. Riderhood la apuró hasta la última gota y comenzó de nuevo.
—Esa navaja…
—Un momento —dijo el forastero, sin perder la calma—. Iba a brindar por su hija. A su salud, señorita Riderhood.
—Esa navaja era de un marinero llamado George Radfoot.
—Lo era.
—Yo conocía bien a ese marinero.
—Lo conocía.
—¿Qué ha sido de él?
—Encontró la muerte. Tuvo una muerte muy fea. Después tenía un aspecto espantoso.
—¿Después de qué? —dijo Riderhood, mirándolo ceñudo.
—Después de que lo mataran.
—¿De que lo mataran? ¿Quién lo mató?
Tras contestar apenas con un encogimiento de hombros, el forastero llenó la copa sin pie, y Riderhood la vació: su mirada atónita fue de su hija al visitante.
—No pretenderá decirle a un hombre honrado… —iba a seguir diciendo con la copa vacía en la mano, cuando su mirada se quedó fascinada ante el tabardo del desconocido. Se inclinó sobre la mesa para mirarlo más de cerca, tocó la manga, dobló el puño para mirar el forro de la manga (el hombre, impávido, no puso la menor objeción), y exclamó—: ¡Pues a mí me parece que este es el tabardo de George Radfoot!
—Tiene razón. Lo llevaba la última vez que usted lo vio, y la última vez que volverá a verlo… en este mundo.
—¡A mí me parece que lo que quiere decirme a la cara es que usted lo mató! —exclamó Riderhood; permitiendo, sin embargo, que volvieran a llenarle el vaso.
El hombre contestó con otro encogimiento de hombros, y no mostró síntomas de confusión.
—¡Que me muera si sé qué pensar de este sujeto! —dijo Riderhood después de quedarse mirándolo, echándose al gaznate el contenido de la última copa—. Veamos qué pretende. Hable con claridad.
—Lo haré —replicó el otro, inclinándose sobre la mesa, y hablando con una voz impresionantemente grave—. ¡Menudo mentiroso está hecho!
El honesto testigo se puso en pie, e hizo ademán de arrojarle la copa a la cara al hombre. Este ni pestañeó, y apenas tuvo que agitar el índice, medio amenazante, medio indicando que no se le podía engañar, para que esa encarnación de la honestidad se lo pensara mejor y se sentara, dejando la copa en la mesa.
—Y cuando fue a ver a ese abogado de Temple con esa historia inventada —dijo el forastero, con una seguridad en sí mismo exasperantemente serena—, a lo mejor sospechaba de un amigo suyo, ¿sabe? Y creo que así era.
—¿Que yo tenía sospechas? ¿De qué amigo?
—Diga de nuevo de quién era la navaja —le instó el forastero.
—Supuestamente era de… era propiedad de… de quien le he mencionado antes —dijo Riderhood, eludiendo estúpidamente mencionar el nombre.
—Vuelva a decirme de quién era el tabardo.
—Esa prenda, de la misma manera, pertenecía y fue llevada por… quien le he mencionado antes —fue de nuevo la torpe evasiva, más propia de pronunciarse ante un tribunal.
—Sospecho que le atribuyó el hecho, y lo acusó de haberse quitado astutamente de en medio. Pero no era muy inteligente que él se quitara de en medio. Lo inteligente habría sido volver, aunque fuera un solo instante, a la luz del sol.
—Hay que ver adónde hemos llegado —refunfuñó el señor Riderhood, poniéndose en pie, aunque el otro lo seguía manteniendo a raya—, a que los timadores se vistan con ropas de muertos, a que los timadores vayan armados con navajas de muertos, y vayan a las casas donde viven hombres honrados, a quitarles lo que ganan con el sudor de su frente, y que les acusen sin motivo ni razón, ¡ni motivo ni razón! ¿Por qué iba yo a sospechar de él?
—Porque usted le conocía —replicó el hombre—, porque había estado con él, y conocía su verdadero carácter bajo esa apariencia de bondad; porque la noche que usted, posteriormente, creyó que había sido la del asesinato, él vino aquí, al cabo de una hora de haber dejado su barco en el muelle, y le preguntó dónde podía encontrar habitación. ¿No iba con él un desconocido?
—Juraré por siempre jamás de los jamases en mi Alfred David que USTED no estaba con él —contestó Riderhood—. Habla usted muy fuerte, pero las cosas pintan muy mal en su contra, en mi opinión. Me acusa de que George Radfoot desapareció del mapa, y no se volvió a saber de él. ¿Qué significa eso para un marinero? Vaya, hay cincuenta que desaparecen del mapa y no se vuelve a saber de ellos durante un tiempo diez veces más largo. Se enrolan con otro nombre, vuelven a embarcarse cuando su barco llega a su destino, y yo qué sé… y vuelven a presentarse un día cualquiera, y a nadie le importa. Pregúntele a mi hija. Pudo cotorrear lo bastante con ella cuando yo no estaba: cotorree un poco con ella sobre este punto. ¡Usted y sus sospechas de que yo sospecho de él! ¿Y si le digo que sospecho de usted? Me cuenta que George Radfoot fue asesinado. Le preguntó quién lo hizo y cómo lo sabe. Lleva usted su navaja y su tabardo. ¿Le pregunto yo cómo los consiguió? ¡Páseme esa botella! —En ese momento el señor Riderhood parecía actuar bajo la virtuosa ilusión de que era de su propiedad—. Y tú —añadió volviéndose hacia su hija, mientras llenaba la copa sin pie—, si no fuera porque no quiero desperdiciar un jerez tan bueno, te lo tiraría a la cara, por cotorrear con este hombre. Es por culpa del cotorreo que a gente como él le entran sospechas, mientras que las mías las obtengo mediante razonamientos, al ser un hombre honrado y ganarme la vida con el sudor de mi frente, como debería hacer un hombre honrado.
Volvió a llenarse la copa sin pie, y se paseó por la boca la mitad de su contenido mientras contemplaba la otra mitad y la hacía girar lentamente dentro del recipiente; momentos en los que Agrado, cuyos cabellos se habían vuelto a desgreñar al ser apostrofada, se los recogió de nuevo, dándoles la apariencia de una cola de caballo cuando lo llevan a vender al mercado.
—Bueno, ¿ha terminado? —preguntó el forastero.
—No —dijo Riderhood—. No he terminado. Ni mucho menos. ¡Veamos! Quiero saber cómo encontró la muerte George Radfoot, y cómo llegó todo esto a sus manos.
—Si llega a saberlo alguna vez, no será ahora.
—Y después quiero saber —prosiguió Riderhood— si pretende acusar del asesinato de cómo-se-llame…
—El asesinato de Harmon, padre —sugirió Agrado.
—¡Basta de cotorreo! —vociferó—. ¡Cállate la boca!… Lo que quiero saber, señor, es si acusa de ese crimen a George Radfoot.
—Si llega a saberlo alguna vez, no será ahora.
—¿No lo cometería usted mismo? —dijo Riderhood, con un gesto amenazador.
—Solo yo conozco los misterios de ese crimen —replicó el forastero, negando con la cabeza de manera inflexible—. Solo yo sé que su historia inventada no puede ser cierta de ninguna manera. Solo yo sé que es totalmente falsa, y que usted sabe que es totalmente falsa. Esta noche he venido a decirle parte de lo que sé, y nada más.
El señor Riderhood, con sus ojos de bitoque posados en el visitante, se quedó meditando unos momentos, y a continuación rellenó el vaso, y se llevó al contenido al coleto en tres tiempos.
—¡Cierra la puerta de la tienda! —le dijo entonces a su hija, dejando bruscamente el vaso en la mesa—. ¡Y echa la llave y quédate al lado! Si sabe todo esto, señor —y mientras hablaba se interpuso entre el visitante y la puerta—, ¿por qué no ha acudido al abogado Lightwood?
—Eso también es algo que solo yo sé —fue la fría respuesta.
—¿Es que no sabe que, si no cometió el hecho, lo que dice podría valer entre cinco y diez mil libras? —preguntó Riderhood.
—Lo sé perfectamente, y, cuando reclame el dinero, usted lo compartirá.
El hombre honrado hizo una pausa, se acercó un poco a su visitante y se alejó un poco de la puerta.
—Lo sé —dijo el hombre, sin alterarse—, y también sé que usted y George Radfoot estuvieron juntos en más de un negocio turbio; y también sé que usted, Roger Riderhood, conspiró contra un hombre inocente para matarlo a cambio de una suma de dinero; y también sé que puedo (¡y juro que lo haré!) entregarle por ambos motivos, y ser yo mismo el testigo que le acuse, si se me enfrenta.
—¡Padre! —gritó Agrado desde la puerta—. ¡No te enfrentes a él! ¡Deja que se vaya! ¡No te metas en más problemas, padre!
—¿Quieres dejar ya de cotorrear? —gritó el señor Riderhood, un tanto fuera de sí, entre uno y otro. A continuación, en tono conciliador y rastrero—: ¡Señor! No ha dicho qué quería de mí. ¿Es justo, es digno de usted mencionar que pretendo desafiarle antes de que me diga qué quiere de mí?
—No quiero gran cosa —dijo el forastero—. Esta acusación suya no debe quedar a medias. Lo que se hizo por dinero debe deshacerse por completo.
—Bueno, pero compañero…
—No me llame compañero —dijo el hombre.
—Capitán, entonces —le instó—, ¡vamos! No se opondrá a que le llame capitán. Es un título honorable, y usted lo parece de pies a cabeza. ¡Capitán! ¿No está muerto ese hombre? Os lo pregunto en serio. ¿No está muerto el Jefe?
—Bueno —replicó el otro, con impaciencia—, sí, está muerto. ¿Y qué?
—¿Las palabras pueden perjudicar a un muerto, capitán? Se lo pregunto en serio.
—Pueden perjudicar la memoria de un muerto, y pueden perjudicar a los hijos que viven. ¿Cuántos hijos tenía ese hombre?
—¿Se refiere al Jefe, capitán?
—¿De quién si no estamos hablando? —replicó el otro, con un movimiento del pie, como si Riderhood se estuviera arrastrando delante de él no solo figuradamente, sino físicamente, y quisiera apartarlo—. He oído que tiene una hija, y un hijo. Lo pregunto para saberlo: se lo pregunto a su hija, prefiero hablar con ella. ¿Cuántos hijos dejó Hexam?
Agrado miró a su padre para que le diera permiso para contestar, y el hombre honrado exclamó con encono:
—¿Por qué demonios no contestas al capitán? ¡Cuando no tienes que cotorrear, no paras, mujerzuela perversa!
Con esos ánimos, Agrado le explicó al forastero que solo estaba Lizzie, la hija en cuestión, y el joven. Ambos muy respetables, añadió.
—Es terrible que tengan que llevar un estigma —dijo el visitante, a quien esas idea incomodó tanto que se puso en pie y comenzó a dar zancadas, farfullando—: ¡Terrible! ¿Imprevisto? ¡Cómo podía preverse! —A continuación se detuvo y dijo en voz alta—: ¿Dónde viven?
Agrado le explicó que su única hija residía con el padre en el momento de su repentina muerte, y que inmediatamente después se marchó del barrio.
—Lo sé —dijo el hombre—, pues estuve en el lugar donde vivían en el momento de la investigación. ¿Podría averiguarme discretamente dónde viven?
Agrado no dudaba que podría hacerlo. ¿Cuánto le parecía que tardaría? Un día. El visitante dijo que muy bien, y que regresaría para que le diera la información, confiando en que la obtendría. Riderhood escuchó ese diálogo en silencio, y le dijo obsequiosamente al capitán:
—¡Capitán! Acerca de mis desafortunadas palabras de antes referidas al Jefe, ha de tener en cuenta que siempre fue un granuja redomado, y que a lo que se dedicaba era al robo. Del mismo modo, cuando fui a ver a esos dos caballeros, el abogado Lightwood y el otro señor, con la información que tenía, es posible que quizá me excediera un poco en mi celo por la causa de la justicia, o (en otras palabras) que me sintiera quizá excesivamente estimulado por los sentimientos que mueven a un hombre cuando hay tanto dinero en juego, pues quiere meterle mano a ese dinero por su familia. Además, creo que el vino de esos dos caballeros… no diré que hubieran puesto una droga dentro, pero tampoco era un vino muy saludable para la cabeza. Y hay que recordar otra cosa, capitán. ¿Acaso me atuve a esas palabras una vez muerto el Jefe? ¿Acaso les dije valientemente a esos dos caballeros: «Caballeros, lo que he dicho, dicho queda; lo que se ha anotado, lo reafirmo»? No. Lo que digo, de manera franca y abierta (¡sin artimañas, fíjese, capitán!) es: «Puede que me confundiera. Lo he estado pensando, y es posible que no anotaran bien mis palabras en esto y lo otro, no lo juraré contra viento y marea, prefiero renunciar a la buena opinión que puedan tener de mí que hacerlo». Y que yo sepa —concluyó el señor Riderhood como prueba y testimonio de su carácter—, ya he renunciado a la buena opinión que pudieran tener de mí varias personas, incluso usted; capitán, si entiendo sus palabras… pero prefiero eso a jurar en falso. Ahí lo tiene; si eso es conspiración, llámeme conspirador.
—Usted firmará una declaración —dijo el visitante, prestando muy poca atención a su discurso— que diga que todo eso fue completamente falso, y la pobre chica la tendrá. Cuando vuelva la traeré para que la firme.
—¿Cuándo podemos esperarle, capitán? —preguntó Riderhood, interponiéndose de nuevo, indeciso, entre él y la puerta.
—Demasiado pronto para usted. No le decepcionaré; no tema.
—¿No piensa dejar ningún nombre, capitán?
—En absoluto. No tengo la menor intención.
—Eso de «firmará usted» es un poco fuerte, capitán —le instó Riderhood, cada vez interponiéndose menos entre él y la puerta, a medida que el otro avanzaba—. Cuando dice usted que un hombre «firmará» esto y lo otro, capitán, mucho ordeno y mando es el suyo. ¿No se lo parece a usted mismo?
El visitante permaneció inmóvil y lo miró fieramente a los ojos.
—¡Padre, padre! —le suplicó Agrado desde la puerta, llevándose la mano que no tenía ocupada a los labios, temblorosa—. ¡No! ¡No se meta en más líos!
—¡Escúcheme, capitán, escúcheme! Todo lo que deseaba mencionarle, capitán, antes de que partiera —dijo el miserable señor Riderhood, haciéndose a un lado—, eran sus estupendas palabras acerca de una recompensa.
—Cuando yo la reclame —dijo el hombre, en un tono que parecía dejar claramente sobreentendido el apelativo de «perro»—, usted la compartirá.
Mirando fijamente a Riderhood, dijo una vez más, en voz baja, esta vez con la siniestra admiración de quien lo considera un perfecto ejemplo de maldad:
—¡Menudo mentiroso está hecho!
Y, remarcando el halago con un par de asentimientos, salió de la tienda. Aunque a Agrado le deseó amablemente las buenas noches.
El hombre honrado que se ganaba la vida mediante el sudor de su frente permaneció en un estado parecido a la estupefacción, hasta que la copa sin pie y la botella sin acabar se abrieron paso en su mente. Desde allí fueron a parar a sus manos, y el último vaso de vino desembocó en su estómago. Una vez hecho esto, se abrió paso en su mente la clara percepción de que la Cotorra era la única responsable de lo que había pasado. Por tanto, para no descuidar sus deberes como padre, le arrojó a Agrado un par de katiuskas, que ella esquivó, y a continuación se echó a llorar, la pobrecilla, y utilizó los cabellos como pañuelo.