Capítulo XI


Algunos asuntos del corazón

La pequeña señorita Peecher, desde su pequeña morada oficial, con sus ventanitas como ojos de aguja, y sus puertecitas como las tapas de sus libros escolares, observaba atentamente el objeto de sus callados afectos. El amor, aunque se diga que afecta con ceguera, es un centinela atento, y a la hora de vigilar a Bradley Headstone la señorita Peecher lo tenía de guardia a doble turno. No es que ella tuviera una propensión natural a jugar a los espías —no era una persona disimulada, maquinadora ni ruin—, sino que sencillamente amaba a Bradley sin que este le correspondiera, y con toda esa provisión de amor primitivo y sin adornos del que nunca la habían examinado ni titulado. Si su fiel pizarra hubiera poseído las cualidades latentes del papel simpático, y su lápiz las de la tinta invisible, habrían brotado, a través de las áridas sumas en horario escolar y bajo la influencia del tibio pecho de la señorita Peecher, muchas pequeñas descripciones calculadas para asombrar a sus alumnos. Pues a menudo, cuando no había clase y tenía su tranquilo ocio y su tranquila casa solo para ella, la señorita Peecher confiaba a la confidencial pizarra una descripción imaginaria de cómo, en el crepúsculo de una deliciosa tarde, podían observarse dos figuras en los terrenos de la huerta que había a la vuelta de la esquina, una de las cuales, de forma varonil, se inclinaba sobre la otra, que era una forma de mujer de baja estatura y robusta, y pronunciaba en voz baja las palabras «Emma Peecher, ¿quiere ser mía?», después de lo cual la cabeza de la forma femenina reposaba sobre el hombro de la forma masculina, y cantaban los ruiseñores. Aunque los alumnos ni lo veían ni lo sospechaban, Bradley Headstone incluso se filtraba en los ejercicios escolares. ¿Se hablaba de Geografía? Él aparecía saliendo triunfante del Vesubio y el Etna por delante de la lava, hervía ileso en los manantiales de agua caliente de Islandia, y flotaba majestuosamente Ganges y Nilo abajo. ¿En Historia aparecía la crónica de un rey? Contempladlo enfundado en sus pantalones de mezclilla, con la cadena de su reloj alrededor del cuello. ¿Había que copiar una muestra? En la B y la H mayúsculas, casi todas las chicas que daban clase con la señorita Peecher estaban medio año por delante de cualquier otra letra del alfabeto. Y la Aritmética Mental, impartida por la señorita Peecher, a menudo se dedicaba a proporcionarle a Bradley Headstone un guardarropa de fabulosa amplitud: ochenta y cuatro corbatas a dos chelines y nueve peniques y medio, veinticuatro docenas de relojes de plata a cuatro libras, quince chelines y seis peniques, setenta y cuatro sombreros negros a dieciocho chelines; y muchas minucias parecidas.

El atento vigilante, aprovechando sus oportunidades diarias de volver los ojos en dirección a Bradley, pronto le comunicó que Bradley estaba más preocupado de lo que acostumbraba, que paseaba más a menudo arriba y abajo con un gesto reservado, la mirada en el suelo, dándole vueltas en su mente a algo complicado que no estaba en el plan de estudios. Juntando esto y lo otro: poniendo debajo de «esto» su aspecto actual y su intimidad con Charley Hexam, y clasificando debajo de «lo otro» la visita a su hermana, el vigilante comunicó a la señorita Peecher su viva sospecha de que la hermana estaba en el fondo de todo aquello.

—Me pregunto —dijo la señorita Peecher, mientras redactaba su informe semanal durante la tarde de un día de fiesta de media jornada— cómo se llama la hermana de Hexam.

Mary Anne, que cosía, atenta y observadora, levantó la mano.

—¿Y bien, Mary Anne?

—Se llama Lizzie, señora.

—No creo que se llame Lizzie, Mary Anne —replicó la señorita Peecher, con una voz melodiosa e instructiva—. ¿Lizzie es un nombre cristiano, Mary Anne?

Mary Anne dejó la labor, se levantó, juntó las manos a la espalda, como si la catequizaran, y contestó:

—No, es una corrupción, señorita Peecher.

«¿Quién le puso ese nombre?», iba a añadir la señorita Peecher, por pura fuerza de la costumbre, cuando se reprimió por temor a que el fervor teológico de Mary Ann la llevara a pronunciar los nombres de los padrinos y madrinas de la chica. Y lo que dijo fue:

—Me refiero a de qué nombre es corrupción.

—De Elizabeth, o Eliza, señorita Peecher.

—Correcto, Mary Anne. Es muy, muy dudoso que en la Iglesia cristiana primitiva hubiera alguna Lizzie. —En este punto la señorita Peecher se mostró enormemente resabiada—. Hablando con propiedad, pues, diremos que a la hermana de Hexam la llaman Lizzie, no que sea su nombre. ¿No es así, Mary Anne?

—Sí, señorita Peecher.

—¿Y dónde vive esta joven a la que llaman pero no se llama Lizzie? —añadió la señorita Peecher, recreándose en esa transparente ficción de examinar de manera semioficial a Mary Anne en beneficio de esta, no del suyo propio—. Piénsalo antes de contestar.

—En Church Street, Smith Square, junto a Mill Bank, señora.

—En Church Street, Smith Square, junto a Mill Bank —repitió la señorita Peecher, como si poseyera de antemano el libro en el que estaba escrito—. Muy bien expresado. ¿Y a qué se dedica esta joven, Mary Anne? Tómate tu tiempo.

—Tiene un puesto de confianza en un negocio de confecciones de la City, señora.

—¡Oh! —dijo la señorita Peecher, meditándolo; pero añadió en tono artero, como para confirmarlo—: En un negocio de confecciones de la City. ¿Sí?

—Y Charley… —Iba a añadir Mary Anne, cuando la señorita Peecher se la quedó mirando—. Quiero decir, Hexam, señorita Peecher.

—Eso me parecía, Mary Anne. Me alegro haberte oído decirlo. ¿Y Hexam…?

—Dice —prosiguió Mary Anne— que no está contento con su hermana, y que su hermana no se deja guiar por su consejo, e insiste en dejarse guiar por el consejo de otro; y que…

—¡El señor Headstone está cruzando el jardín! —exclamó la señorita Peecher, mirando por la ventana y sonrojándose—. Has contestado muy bien, Mary Anne. Estás adquiriendo el excelente hábito de ordenar tus pensamientos con claridad. Con eso es suficiente.

La discreta Mary Anne regresó a su asiento y a su silencio, y cosió, y cosió, y cosía cuando la sombra del maestro le precedió en la puerta, anunciando su inminente aparición.

—Buenas tardes, señorita Peecher —dijo persiguiendo su sombra y ocupando el lugar de esta.

—Buenas tardes, señor Headstone. Mary Anne, una silla.

—Gracias —dijo Bradley, sentándose con su encogimiento habitual—. Solo he venido un momento. Pasaba por aquí y he entrado a pedirle un favor como vecino.

—¿Ha dicho que pasaba por aquí, señor Headstone? —preguntó la señorita Peecher.

—Pasaba de camino… allí donde me dirijo.

«Church Street, Smith Square, en Mill Bank», repitió la señorita Peecher en sus pensamientos.

—Charley Hexam ha ido a buscar un par de libros que necesita, y probablemente regresará antes que yo. Como hemos dejado la casa vacía, me he tomado la libertad de decirle que dejaría aquí la llave. ¿Sería tan amable de permitírmelo?

—Desde luego, señor Headstone. ¿Va a dar un paseo, señor?

—En parte es un paseo, y en parte tengo… unos asuntos.

«Asuntos en Church Street, Smith Square, en Mill Bank», se repitió para sí la señorita Peecher.

—Tras haber dicho lo cual —añadió Bradley, dejando la llave sobre la mesa—, debo irme enseguida. ¿Puedo hacer algo por usted, señorita Peecher?

—Gracias, señor Headstone. ¿En qué dirección va?

—En dirección a Westminster.

«Mill Bank», repitió de nuevo la señorita Peecher en sus pensamientos. Y dijo:

—No, gracias, señor Headstone; no quiero molestarle.

—Es imposible que usted me moleste —dijo el maestro.

«¡Ah! —replicó la señorita Peecher, aunque no en voz alta—, pero sí es posible que usted me moleste a mí». Y a pesar de su actitud serena, y su sonrisa serena, estaba muy molesta cuando él se fue.

Había acertado cuál era el destino de Headstone. Este fue a la casa de la modista de muñecas todo lo recto que le permitió la sabiduría de sus antepasados, ejemplificada en la construcción de calles que se interponían en su camino, y con la cabeza gacha machacando una idea fija. Había sido una idea inamovible desde que la viera por primera vez. Sentía como si todo lo que podía reprimir en sí mismo ya hubiera sido reprimido, como si todo lo que pudiera inhibir ya se hubiera inhibido, y que había llegado la hora —impetuosamente, en un instante— en que había perdido toda capacidad de controlarse. La expresión «amor» a primera vista es trillada y ya bastante debatida; lo suficiente como para que en ciertas naturalezas contenidas, como la de ese hombre, la pasión salte en una llamarada, y obre en su mente igual que el fuego avivado por el viento, mientras que otras pasiones, gracias a su dominio, pueden mantenerse encadenadas. Al igual que siempre hay una multitud de naturalezas débiles e imitativas que permanecen inactivas, pero que están dispuestas a perder la cabeza por cualquier idea absurda que aparezca —en esta época, generalmente un homenaje a Alguien por algo que nunca se hizo, o que, si se hizo, fue obra de Otra Persona—, del mismo modo estas naturalezas menos ordinarias pueden permanecer inactivas durante años, dispuestos a saltar en una llamarada en el roce de un instante.

El maestro siguió su camino, meditando y meditando, y por el gesto de su cara diríase que había sido derrotado en una lucha. Y lo cierto era que en su pecho persistían la vergüenza y el resentimiento de verse vencido por aquella pasión por la hermana de Charley Hexam, aunque en esos mismísimos momentos estaba concentrado en la cuestión de llevar a buen término aquella pasión.

Se presentó delante de la modista de muñecas, sentada sola, trabajando.

«¡Ajá! —se dijo ese joven y perspicaz personaje—. Así que eres tú, ¿eh? ¡Me sé tus trucos y cómo eres, amigo mío!»

—¿Aún no ha venido la hermana de Hexam? —preguntó Bradley Headstone.

—Es usted todo un brujo —replicó la señorita Wren.

—Si no le importa, la esperaré, pues quiero hablar con ella.

—¿De verdad? —replicó la señorita Wren—. Siéntese. Espero que sea un deseo mutuo.

Bradley observó con desconfianza aquella astuta cara que de nuevo se concentraba en su labor, y dijo, procurando vencer la duda y la vacilación:

—Espero que no quiera dar a entender que mi visita a la hermana de Hexam es inaceptable.

—¡Vamos! No la llame así. No soporto que la llame así —contestó la señorita Wren, chasqueando los dedos en una descarga que reflejaba irritación—, pues Hexam no me cae bien.

—Ah, ¿no?

—No. —La señorita Wren arrugó la nariz para expresar su desagrado—. Es egoísta. Solamente piensa en sí mismo. Igual que todos ustedes.

—¿Igual que todos nosotros? Entonces, ¿yo tampoco le caigo bien?

—Regular —replicó la señorita Wren, encogiéndose de hombros y riendo—. De usted no sé gran cosa.

—Pero yo no sabía que todos fuésemos así —dijo Bradley, contestando a la acusación, un poco ofendido—. ¿No querrá decir más bien algunos de nosotros?

—Me refiero a todos —replicó la criaturita— menos a usted. ¡Ja! Ahora mire a esta señora a la cara. Es la señora Verdad. La Honorable. En traje de gala.

Bradley le echó un vistazo a la muñeca que presentaba a su observación —que hasta ese momento había estado boca abajo en el banco de trabajo, mientras con hilo y aguja la muchacha le sujetaba el vestido a la espalda—, y luego miró a la señorita Wren.

—Coloco a la Honorable señora Verdad en esta esquina, apoyada en la pared, donde el brillo de sus ojos azules pueda caer sobre usted —añadió la señorita Wren, haciendo lo que decía, dando dos pequeñas puntadas en el aire con su aguja, como si fuera a pinchar con ella los ojos de Headstone—, y le reto a que me diga, con la señora Verdad por testigo, para qué ha venido.

—Para ver a la hermana de Hexam.

—¡No vuelva a llamarla así! —lo interpeló la señorita Wren, levantando la barbilla—. Pero ¿por qué?

—Por su interés.

—¡Oh, señora Verdad! —exclamó la señorita Wren—. ¡Ya lo oye!

—Para hablar con ella —añadió Bradley, para seguirle la corriente a lo que estaba presente, y medio enfadado con lo que no estaba presente—; por ella.

—¡Oh, señora Verdad! —exclamó la modista.

—Por su interés —repitió Bradley, acalorándose—, y por el de su hermano, como persona totalmente desinteresada.

—Desde luego, señora Verdad —comentó la modista—, llegados a este punto, debo ponerla de cara a la pared.

No había acabado de hacerlo cuando llegó Lizzie Hexam, mostrando cierta sorpresa al ver allí a Bradley Headstone y a Jenny blandiendo su puñito delante de él, y a la Honorable señora Verdad de cara a la pared.

—He aquí a una persona totalmente desinteresada, querida Lizzie —dijo la sabia señorita Wren—, que ha venido a hablar contigo, por tu interés y por el de tu hermano. Piénsalo. Estoy segura de que no debería haber presente ninguna tercera persona al tratarse de algo tan amable y tan serio, por lo que, si llevas arriba a esa tercera persona, querida, esta tercera persona se retirará.

Lizzie tomó la mano que la modista de muñecas le tendió para que la sostuviese y se la llevase, pero solo la miró con una sonrisa inquisitiva, y no hizo ningún otro movimiento.

—Esta tercera persona cojea mucho, ¿sabes?, cuando anda sin ayuda —dijo la señorita Wren—, pues tiene muy mal la espalda, y las piernas no la sostienen; de manera que no puede retirarse de manera elegante si no la ayudas, Lizzie.

—Lo mejor que puede hacer es quedarse donde está —respondió Lizzie, soltándole la mano, y posando suavemente la suya sobre los rizos de la señorita Jenny. Y le dijo a Bradley—: ¿Viene de parte de Charley, señor?

Con escasa decisión, y lanzándole una torpe mirada furtiva, Bradley se levantó para acercarle una silla, y a continuación regresó a la suya.

—Hablando con propiedad —dijo—, vengo de parte de Charley, pues lo he dejado hace muy poco, pero no me ha dado ningún recado. Vengo espontáneamente, por voluntad propia.

Con los codos sobre el banco de trabajo y la barbilla apoyada en las manos, la señorita Jenny Wren lo observaba atentamente, de soslayo. Lizzie también lo miraba, aunque de una manera distinta.

—El hecho es —comenzó a decir Bradley con la boca tan seca que tenía cierta dificultad en articular las palabras: la conciencia de lo cual lo llevaba a mostrarse más torpe y vacilante—, la verdad es que Charley no tiene secretos para mí (o, al menos, eso creo), y me ha confiado todo este asunto.

Se detuvo y Lizzie preguntó:

—¿Qué asunto es ese, señor?

—Había pensado —replicó el maestro, lanzándole otra mirada de soslayo, e intentando sostenerla en vano, pues la mirada cayó nada más dar en los ojos de Lizzie— que quizá fuese superfluo, y casi impertinente, pasar a definirlo. Me refería al asunto de que haya dejado a un lado los planes que su hermano tenía para usted, y haya dado preferencia a los del señor… creo que el nombre es Eugene Wrayburn.

Fingió no estar seguro del nombre lanzándole otra mirada incómoda, que apartó como la anterior.

Como nadie dijera nada, tuvo que empezar de nuevo, y con renovado azoro.

—Los planes de su hermano me fueron comunicados nada más concebirlos. De hecho, me habló de ellos la última vez que estuve aquí, mientras regresábamos, y cuando yo… cuando estaba fresca en mí la impresión de haber conocido a su hermana.

Quizá aquello no significara nada, pero la pequeña modista apartó una de las manos que sustentaban su barbilla, y con aire caviloso volvió la cara de la Honorable señora Verdad hacia los presentes. Una vez hecho, regresó a la actitud de antes.

—Aprobé su idea —dijo Bradley, llevando su incómoda mirada a la muñeca, y dejándola allí inconscientemente más de lo que había estado en Lizzie—, primero porque, naturalmente, su hermano debía ser quien concibiera cualquier proyecto, y porque yo tenía la esperanza de promoverlo. Me habría tomado un inexpresable interés en promoverlo, y me habría causado una inexpresable satisfacción. Debo reconocer, por tanto, que cuando su hermano quedó decepcionado, yo también quedé decepcionado. Lo digo sin reserva ni disimulo, y lo reconozco plenamente.

Parecía sentirse más animado por el hecho de haber llegado tan lejos. En cualquier caso, prosiguió con mucha mayor firmeza y más intenso énfasis: aunque con una curiosa tendencia a apretar los dientes, y con un curioso movimiento como de atornillar la mano derecha dentro del puño de la izquierda, como la acción de alguien que padece dolor físico y se resiste a gritar.

—Soy un hombre de sentimientos intensos, y esta decepción me ha afectado profundamente. Me afecta profundamente. No muestro mis sentimientos; algunos nos vemos habitualmente obligados a controlarlos. A controlarlos. Pero volvamos a su hermano. Se ha tomado el asunto tan a pecho que se lo ha reprochado (en mi presencia se lo ha reprochado) al señor Eugene Wrayburn, si es que se llama así. Así lo hizo, aunque sin resultado. Como enseguida intuiría cualquier que no estuviera ciego ante el verdadero carácter del señor… del señor Eugene Wrayburn.

Miró de nuevo a Lizzie, y le sostuvo la mirada, y su mirada pasó del rojo blanco al rojo vivo, y al final a un blanco mortal y permanente.

—Finalmente me he decidido a venir aquí solo, y apelar a usted. He decidido venir aquí solo, y suplicarle que rectifique el camino emprendido, y que en lugar de confiarse a un simple desconocido, una persona que se comporta con la mayor insolencia con su hermano y con otras personas, prefiera a su hermano y al amigo de su hermano.

Lizzie Hexam había cambiado de color con los cambios de color de él, y su cara expresaba ahora cierta cólera, más aversión, e incluso algo de miedo. Pero ella le respondió con gran entereza.

—No dudo, señor Headstone, que ha venido usted con buenas intenciones. Ha sido tan buen amigo de Charley que no tengo derecho a dudarlo. No tengo nada que decirle a Charley, sino que acepté la ayuda a la que tantas objeciones pone antes de que él trazara ningún plan para mí; o por lo menos antes de que yo los conociese. Esa ayuda se me ofreció de manera considerada y delicada, y hubo razones que me parecieron de peso y que Charley debería apreciar tanto como yo. No tengo nada más que decirle a Charley sobre el tema.

A Headstone los labios le temblaban y se le habían quedado entreabiertos mientras escuchaba cómo lo repudiaban, aunque ella se refiriera solo a su hermano.

—Le habría dicho a Charley, de haber venido —prosiguió Lizzie, como si se le acabara de ocurrir en ese momento—, que a Jenny y a mí nuestro profesor nos parece muy capaz y paciente, y que se toma muchas molestias con nosotras. Tantas que le hemos dicho que esperamos, dentro de no mucho tiempo, poder continuar por nuestra cuenta. Charley entiende de maestros, y le habría dicho, para que quedara satisfecho, que el nuestro procede de una institución en la que se forman maestros con regularidad.

—Me gustaría preguntarle —dijo Bradley Headstone, moliendo lentamente sus palabras, como si salieran de un molino oxidado—, me gustaría preguntarle, si es posible sin ofenderla, si habría puesto alguna objeción… no; más bien me gustaría decirle, si es posible sin ofenderla, que ojalá hubiera tenido la oportunidad de venir aquí con su hermano y poner a su servicio mi pobre experiencia y capacidad.

—Gracias, señor Headstone.

—Pero me temo —añadió tras una pausa, tirando furtivamente del asiento de su silla con una mano, como si fuera capaz de desmontar la silla, y observándola tristemente mientras ella mantenía los ojos en suelo— que mis humildes servicios no habrían gozado de su favor.

Lizzie no contestó, y el pobre y afligido desdichado se quedó luchando consigo mismo en el calor de la pasión y el tormento. Al cabo de unos momentos se sacó el pañuelo y se secó la frente y las manos.

—Solo tengo que decirle otra cosa, aunque es la más importante. Existe una razón en contra de este asunto, existe una relación personal que tiene que ver con este asunto y aún no le he explicado. Y que podría (no quiero decir que lo haga), que podría… inducirle a pensar de otro modo. Pero no tiene sentido continuar en las presentes circunstancias. ¿Estaría conforme en mantener otra entrevista sobre el tema?

—¿Con Charley, señor Headstone?

—Con… bueno —replicó, interrumpiéndose—, ¡sí! Digamos que también con él. ¿Estaría conforme en mantener otra entrevista en circunstancias más favorables, antes de presentar todo el caso?

—No entiendo a qué se refiere, señor Headstone —dijo Lizzie negando con la cabeza.

—Por el momento limitemos lo que quiero decir —la interrumpió— a que todo el caso le sea presentado en otra entrevista.

—¿Qué caso, señor Headstone? ¿Es que falta algo?

—Será… será informada en la siguiente entrevista. —A continuación dijo, como en un arrebato de irreprimible desesperación—: Yo… ¡hoy lo dejo todo sin terminar! ¡Parece que esté embrujado! —Y a continuación añadió, casi como si buscara que lo compadecieran—: ¡Buenas noches!

Tendió la mano. Cuando ella, con manifiesta vacilación, por no decir renuencia, la tocó, a Bradley lo atravesó un extraño temblor, y su cara, tan mortalmente pálida, se agitó como con una punzada de dolor. A continuación se marchó.

La modista de muñecas permaneció con la misma actitud que antes, con la vista clavada en la puerta por la que Headstone había desaparecido, hasta que Lizzie apartó el banco de trabajo y se sentó junto a ella. A continuación, la señorita Wren, observando a Lizzie igual que antes había observado a Bradley y la puerta, emitió ese chasquido repentino y sonoro que a veces emitía su boca, se reclinó en su silla con los brazos cruzados y se expresó del modo siguiente:

—¡Mmm…! Si él… me refiero, querida, a la persona que vendrá a cortejarme cuando llegue el momento… fuera un hombre así, podría ahorrarse las molestias. Ese no dejaría que lo hicieran ir de un lado a otro ni se ofrecería a ser útil. Se incendiaría y explotaría mientras estaba en ello.

—Y te librarías de él —dijo Lizzie para seguirle la corriente.

—No sería tan fácil —replicó la señorita Wren—. No explotaría solo. Me llevaría con él. Me sé sus trucos y cómo son.

—¿Quieres decir que querría hacerte daño? —preguntó Lizzie.

—A lo mejor no lo pretendería, querida —contestó la señorita Wren—, pero si en la habitación de al lado hubiera mucha pólvora y cerillas encendidas, sería lo mismo que tenerlo aquí.

—Es un hombre muy extraño —dijo Lizzie, pensativa.

—Ojalá que este hombre tan extraño nos fuera un completo extraño —contestó la perspicaz criaturita.

Cuando por la tarde estaban solas, la ocupación regular de Lizzie era cepillar y alisar el largo pelo rubio de la modista de muñecas. Para ello le desataba la cinta que se lo mantenía recogido mientras la criaturita seguía trabajando, con lo que la cabellera le caía en cascada sobre sus pobrecillos hombros, tan necesitados de tal adorno.

—Ahora no, querida Lizzie —dijo Jenny—; charlemos un rato junto al fuego.

Con esas palabras, ella, a su vez, soltó el pelo oscuro de su amiga, que le cayó por su propio peso sobre el pecho en dos grandes masas. Fingiendo comparar los colores y admirar el contraste, Jenny consiguió, con un par de toques de sus diestras manos, posar su mejilla sobre uno de los oscuros pliegues, de manera que el conjunto de aquellos rizos le impidiera ver todo lo que no fuera la lumbre, mientras la hermosa y delicada cara y frente de Lizzie se revelaban sin obstáculo alguno a la amortiguada luz.

—Hablemos del señor Eugene Wrayburn —dijo Jenny.

Algo centelleó entre el pelo rubio que se apoyaba en el pelo oscuro; y si no fue una estrella —y no pudo serlo—, fue un ojo; y si fue un ojo, fue el ojo de Jenny Wren, luminoso y vigilante como el del pájaro que le daba su apodo.

—¿Por qué del señor Eugene Wrayburn? —preguntó Lizzie.

—Simplemente porque tengo ese capricho. ¡Me pregunto si es rico!

—No, no es rico.

—¿Pobre?

—Eso creo, para ser un caballero.

—¡Ah! ¡Claro! Sí, es un caballero. No es de nuestra clase, ¿verdad?

Un no con la cabeza, una meditada negación con la cabeza, y la respuesta dicha en voz baja:

—¡Oh, no! ¡No!

La modista de muñecas rodeaba con un brazo la cintura de su amiga. Mientras colocaba el brazo, astutamente aprovechó la oportunidad de apartarse con un soplo el pelo que le caía en la cara; entonces aquel ojo, cubierto ahora de menos sombras, centelleó con más brillo y pareció más vigilante.

—Cuando aparezca Mi Hombre, no será un caballero; si lo es, pronto lo mandaré a paseo. No obstante, no es el señor Wrayburn; no lo he cautivado. ¡Me pregunto si alguien lo ha conseguido, Lizzie!

—Es muy probable.

—¿Muy probable? ¡Me pregunto quién!

—¿No crees que es muy probable que alguna dama lo haya conquistado, y que él la quiera mucho?

—Puede. No lo sé. ¿A ti qué te parecería, Lizzie, si fueses una dama?

—¡Yo una dama! —repitió, riendo—. ¡Vaya fantasía!

—Sí. Pero dímelo; solo como fantasía, por suponerlo.

—¡Yo una dama! Yo, una pobre chica que llevaba a su pobre padre remando por el río. Yo, que llevé a mi padre en el bote y lo devolví a casa remando la misma noche que conocí al señor Wrayburn. ¡Yo, que cuando me miró me entró tal timidez que me levanté y me fui!

(«¡Así que te miró ya aquella noche, aun cuando no fueras una dama!», se dijo la señorita Wren).

—¡Yo una dama! —repitió Lizzie en voz baja, con los ojos en la lumbre—. ¡Yo! ¡Cuando sobre la tumba de mi pobre padre aún hay una mancha y un oprobio inmerecidos que no se han limpiado, y que él intenta limpiar por mí! ¡Yo una dama!

—Solo como fantasía, por suponerlo —la instó la señorita Wren.

—¡Es demasiado, Jenny, demasiado! Mi fantasía no llega tan lejos.

Mientras el fuego la inundaba con su resplandor, mostró su sonrisa, lastimera y abstraída.

—Pero tengo ese capricho, y has de seguirme la corriente, Lizzie, porque, después de todo, yo no soy nadie, y mi niño travieso me ha hecho pasar un mal día. Mira en el fuego, cómo me gusta oírte contar qué hacías cuando vivías en esa lóbrega casa que había sido un molino de viento. Mira en el fuego… ¿cómo llamabas a ese lugar en el que le leías el futuro a ese hermano tuyo que no me cae bien?

—¿El hueco junto al fuego?

—¡Ah! ¡Ese es el nombre! Sé que allí puedes encontrar a una dama.

—Es más fácil eso que convertirme yo en una, Jenny.

El centelleante ojo miró firmemente hacia arriba mientras la reflexiva cara miraba cavilosa hacia abajo.

—¿Y bien? —dijo la modista de muñecas—. ¿Has encontrado a nuestra dama?

Lizzie asintió y preguntó:

—¿Será rica?

—Más le vale serlo, ya que él es pobre.

—Ella es muy rica. ¿Será guapa?

—Hasta tú puedes ser guapa, Lizzie, así que ella debería serlo.

—Ella es muy guapa.

—Y ella, ¿qué dice de él? —preguntó Jenny en voz baja, sin perder de vista, en el silencio que siguió, la cara que contemplaba el fuego.

—Que está contenta, contenta de ser rica, para que él pueda tener el dinero. Está contenta, contenta de ser hermosa a fin de que él pueda estar orgulloso de ella. Su pobre corazón…

—¿Qué? ¿Su pobre corazón? —dijo la señorita Wren.

—Su corazón… se lo entrega a él, con todo su amor y lealtad. Alegremente ella moriría con él, o mejor aún, moriría por él. Ella sabe que él tiene defectos, pero cree que han surgido porque ha vivido al margen de la sociedad, al no tener a alguien en quien confiar, a quien querer, de quien pensar bien. Y esa dama rica, a la que nunca podré ni acercarme, dice: «Ponme tan solo en ese espacio vacío, comprueba tan solo lo poco que pienso en mí, pon solo a prueba la infinidad de cosas que haré y soportaré por ti, y espero que llegues a ser mucho mejor de lo que eres gracias a mí, que soy mucho peor y que no merezco que me imagines a tu lado».

Mientras la cara que miraba al fuego se exaltaba y se sumía en el éxtasis de esas palabras, ajena a todo, la criaturita, apartando los claros cabellos con la mano que tenía libre, se la había quedado mirando con gran atención y cierta alarma. Ahora que Lizzie ya no decía nada, la criaturita bajó la cabeza y gimió:

—¡Pobre de mí, pobre de mí!

—¿Te duele algo, Jenny? —preguntó Lizzie, como si despertara.

—Sí, pero no es el dolor de siempre. Acuéstame, acuéstame. Esta noche no te vayas donde no pueda verte. Cierra la puerta con llave y quédate a mi lado. —A continuación, apartándole la cara, dijo para sí en un susurro—: ¡Mi Lizzie, mi pobre Lizzie! Oh, mis bienaventurados niños, regresad en vuestras largas filas brillantes, y venid por ella, no por mí. ¡Ella necesita ayuda más que yo, mis bienaventurados niños!

Con esa expresión mejor y más elevada, había levantado las manos, y en ese momento se volvió de nuevo hacia Lizzie, y le rodeó el cuello con los brazos, y comenzó a mecerse en su pecho.