Un sucesor
Algunos de los hermanos de profesión del reverendo Frank Milvey se sentían tremendamente incómodos porque se les exigía enterrar a los muertos con esperanzas demasiado optimistas. Pero el reverendo Frank, que tendía a pensar que se les exigía hacer una o dos cosas (de los treinta y nueve artículos de religión que suscribían los pastores de la Iglesia de Inglaterra) calculadas para desasosegar sus conciencias si se paraban a pensar en ellas, no decía nada.
De hecho, el reverendo Frank Milvey era un hombre paciente, que observaba muchas imperfecciones y añublos en la viña en la que trabajaba, y no pretendía que todo eso le hiciera tremendamente sabio. Solo había aprendido que cuando más supiera él, a su manera limitada y humana, más podría hacerse una idea remota de lo que podía saber el Omnisciente.
Por esa razón, si el reverendo Frank hubiera tenido que leer las palabras que desasosegaban a algunos de sus hermanos de profesión, y conmover de manera provechosa innumerables corazones, en un caso peor que el de Johnny, lo habría hecho apelando a la compasión y humildad de su alma. Al leerlas delante de Johhny, se acordó de sus seis hijos, pero no de su propia pobreza, y las leyó con los ojos empañados. Y, muy seriamente, él y su hermosa mujer, que había estado escuchando, contemplaron el interior de la pequeña tumba y regresaron a casa del brazo.
Se impuso la aflicción en la aristocrática casa, y hubo alegría en La Enramada. El señor Wegg arguyó que si era un huérfano lo que querían, ¿acaso no lo era él? ¿Podían desear a alguno mejor? ¿Y por qué ir de batida por la maleza de Brentford, buscando huérfanos que en verdad no tenían ningún derecho sobre ti y no habían hecho ningún sacrificio por ti, cuando tenías a mano un huérfano que por tu causa había renunciado a la señorita Elizabeth, al señorito George, a tía Jane y a tío Parker?
El señor Wegg soltó una risita, en consecuencia, al enterarse de la noticia. Más aún, un testigo que en este momento no nombraré afirmó posteriormente que, en la reclusión de La Enramada, había hecho un movimiento con su pata de palo, al estilo de un bailarín de ballet, y ejecutado una burlona o triunfal pirueta sobre la pierna de verdad que le quedaba.
En esa época, la actitud de John Rokesmith hacia la señora Boffin fue más la actitud de un joven hacia una madre que la de un secretario hacia la mujer de su patrón. Esta siempre se había caracterizado por una contenida y afectuosa deferencia que parecía haber surgido el mismo día que lo contrataron; todo lo que pudiera haber de raro en la manera de vestir o de comportarse de ella, a él no se lo parecía; cuando estaba con ella, Rokesmith a veces ponía una cara de relajada diversión, aunque todavía le pareciera que el placer que su amable temperamento y radiante naturaleza le proporcionaban se habría expresado de manera igual de natural con una lágrima que con una sonrisa. Había expresado lo mucho que comprendía su capricho de tener un pequeño John Harmon al que proteger y criar en todos sus actos y palabras, y ahora que ese amable capricho se había visto frustrado, mostraba una ternura y un respeto viriles que la señora Boffin nunca podría acabar de agradecerle.
—Pero se lo agradezco, señor Rokesmith —dijo la señora Boffin—, y se lo agradezco de corazón. Usted quiere a los niños.
—Espero que todo el mundo los quiera.
—Deberían —dijo la señora Boffin—, pero no todos hacemos lo que debemos, ¿verdad?
—Algunos compensamos las carencias del resto —replicó John Rokesmith—. El señor Boffin me ha dicho que usted sí ha querido a los niños.
—Ni un ápice más que él, aunque él es así. Me atribuye a mí todas las virtudes. Habla usted con tristeza, señor Rokesmith.
—¿De verdad?
—Eso me parece. ¿Eran ustedes muchos hermanos?
Negó con la cabeza.
—¿Hijo único?
—No, hubo otro. Murió hace mucho.
—¿Su padre y su madre viven?
—Murieron.
—¿Y sus demás parientes?
—Muertos… si es que los tuve. Jamás oí mencionar a ninguno.
En ese punto del diálogo, entró Bella con paso liviano. Se quedó un momento en la puerta, dudando entre si quedarse o irse; desconcertada al observar que no la habían visto.
—Bueno, no haga caso de la cháchara de una vieja —dijo la señora Boffin—, pero dígame: ¿está seguro, señor Rokesmith, de que nunca ha sufrido un desengaño amoroso?
—Del todo. ¿Por qué me lo pregunta?
—Bueno, por la siguiente razón. A veces tiene usted una actitud contenida que no es propia de su edad. No ha cumplido los treinta, ¿verdad?
—No he cumplido los treinta.
Considerando que había llegado el momento de hacer notar su presencia, Bella tosió para llamar la atención, pidió perdón y dijo que se iba, pues temía haber interrumpido algo importante.
—No, no te vayas —replicó la señora Boffin—, porque ahora vamos a tratar algo importante, algo que te involucra a ti, querida Bella, tanto como a mí. Pero quiero que mi Noddy esté presente. ¿Sería alguien tan amable de ir a buscar a mi Noddy?
Rokesmith partió hacia ese encargo, y al poco regresó acompañado por el señor Boffin y su trotecillo. Bella experimentó una cierta inquietud acerca del tema de la consulta, hasta que la señora Boffin la anunció.
—Ahora ven a sentarte a mi lado, querida —dijo esa noble alma, tomando cómodo asiento en una gran otomana que había en el centro de la habitación y entrelazando su brazo en el de Bella—; y tú, Noddy, siéntate aquí, y usted, señor Rokesmith, siéntese allí. Y ahora, de lo que quiero hablar es de lo siguiente. El señor y la señora Milvey me han enviado una amabilísima nota (que el señor Rokesmith acaba de leerme en voz alta, pues no se me da bien la letra escrita a mano) en la que me ofrecen otro niño para que le ponga nombre, lo eduque y lo críe. Bueno. Eso me ha hecho pensar.
—(Y cuando se pone es una locomotora —murmuró el señor Boffin en un paréntesis de admiración—. Puede que no sea fácil arrancarla; pero en cuanto se pone en marcha, es una locomotora).
—Y eso me ha hecho pensar, digo —repitió la señora Boffin, cordialmente radiante por la influencia del cumplido de su marido—, y he pensado dos cosas. La primera, que ahora me da un poco de aprensión revivir el nombre de John Harmon. Es un nombre desventurado, y creo que debería reprocharme habérselo puesto a otro niño, pues de nuevo ha dado mala suerte.
—Veamos —dijo el señor Boffin, sometiendo gravemente la cuestión a la opinión del secretario—, ¿no se le podría llamar a eso superstición?
—En el caso de la señora Boffin, se trata de una cuestión de sentimientos —dijo amablemente Rokesmith—. El nombre siempre ha sido desdichado. Ahora tiene aparejada una nueva asociación desventurada. El nombre ha muerto. ¿Para qué revivirlo? ¿Podría preguntarle a la señorita Wilfer qué opina?
—Para mí no ha sido un nombre afortunado —dijo Bella, sonrojándose—, o al menos no lo fue hasta que vine aquí… Pero no es eso lo que está en mi pensamiento. Puesto que le habíamos dado el nombre a ese pobre niño, y puesto que ese niño me cogió tanto afecto, me sentiría celosa de darle ese nombre a otra criatura. Creo que me sentiría como si el nombre se me hubiera hecho muy querido, y no tuviera derecho a usarlo así.
—¿Y esa es su opinión? —observó el señor Boffin, fijándose en la cara del secretario y dirigiéndose a él.
—De nuevo digo que es una cuestión de sentimientos —replicó el secretario—. Creo que los sentimientos de la señorita Wilfer son muy femeninos y hermosos.
—Y ahora danos tu opinión, Noddy —dijo la señora Boffin.
—Mi opinión, señora —replicó el Basurero de Oro—, es la que tú tengas.
—Entonces —dijo la señora Boffin—, estamos todos de acuerdo en no revivir el nombre de John Harmon, y en dejar que descanse en la tumba. Es, como dice el señor Rokesmith, una cuestión de sentimientos, ¡pero sabe Dios cuántas cosas son una cuestión de sentimientos! Bueno, y ahora paso a la segunda cosa que he pensado. Has de saber, querida Bella, y también el señor Rokesmith, que la primera vez que le expresé a mi marido mi idea de adoptar a un niño huérfano en recuerdo de John Harmon, también le expresé el consuelo que suponía pensar que el pequeño se beneficiaría del dinero de John, y quedaría protegido del abandono que conoció el propio John.
—¡Eso, eso! —exclamó el señor Boffin—. Lo dijo. ¡Otra vez, otra vez!
—No, otra vez no, querido Noddy —replicó la señora Boffin—, porque voy a decir otra cosa distinta. Lo decía en serio, desde luego, igual que lo digo ahora. Pero esta muerte me ha llevado a pensar, seriamente, si no buscaba demasiado mi propia satisfacción. Si no, ¿por qué busqué tanto un niño que fuera guapo, y un niño que fuera de mi gusto? Si quería hacer el bien, ¿por qué no hacerlo por sí mismo, dejando a un lado mis gustos e inclinaciones?
—A lo mejor —dijo Bella; y quizá lo dijo con una cierta sensibilidad que surgía de aquella curiosa relación suya con el hombre asesinado—, a lo mejor, al revivir el nombre, no le habría gustado dárselo a un niño menos interesante que el original. Mostró mucho interés por él.
—Bueno, querida —replicó la señora Boffin, dándole un apretoncito—, es muy amable que des esa razón, y espero que fuera así, y de hecho, hasta cierto punto, creo que lo explica, aunque me temo que no totalmente. No obstante, esa no es la cuestión ahora, pues ya nos hemos olvidado del nombre.
—Dejémoslo como un recuerdo —sugirió Bella, cavilosa.
—Lo has dicho mucho mejor, querida; dejémoslo como un recuerdo. Muy bien, pues; he estado pensando en que si adopto algún huérfano para que no le falte nada, que no sea para mí ni una mascota ni un juguete, sino una criatura que haya que ayudar por sí misma.
—¿Que no sea guapa, entonces? —dijo Bella.
—No —replicó la señora Boffin, categóricamente.
—¿Ni agradable? —dijo Bella.
—No —contestó la señora Boffin—. No necesariamente. Que sea lo que sea. Conozco a un muchacho bien dispuesto que podría carecer de esas ventajas a la hora de abrirse camino en la vida, pero que es honesto y trabajador y que necesita una mano que lo ayude y la merece. Si realmente voy en serio y estoy decidida a ser desinteresada, permitidme que cuide de él.
En ese momento apareció el lacayo cuyos sentimientos habían sido heridos en la ocasión anterior, y, acercándose hacia Rokesmith en tono de disculpa, anunció la presencia del censurable Fangoso.
Los cuatro miembros del consejo se miraron entre sí, y luego callaron.
—¿Le digo que le haga entrar, señora? —preguntó Rokesmith.
—Sí —dijo la señora Boffin.
A lo cual el lacayo desapareció, reapareció trayendo a Fangoso y se retiró muy disgustado.
La consideración a la señora Boffin había vestido al señor Fangoso con un traje negro, en el que el sastre había recibido instrucciones personales de Rokesmith para que apurara su arte con el fin de ocultar los botones de cohesión y sostén. Pero mucho más poderosas que los grandes recursos de la ciencia de la confección eran las endebleces de la figura de Fangoso, que ahora estaba de pie ante el consejo, un Argos perfecto en cuestión de botones: resplandecían y guiñaban y relucían y titilaban miles de ojos de brillante metal, todos dirigidos a los atónitos espectadores. El gusto artístico de algún sombrerero desconocido le había proporcionado una cinta de inmensa capacidad que se le acanalaba en la parte de atrás, desde la copa hasta el ala, terminando en una protuberancia negra, que desconcertaba a la imaginación y repugnaba a la razón. Unos poderes especiales de los que estaban dotadas sus piernas ya habían conseguido levantar las lustrosas perneras hasta los tobillos y abombarlas en las rodillas; mientras que unos dones semejantes en sus brazos habían izado las mangas de la chaqueta desde las muñecas para acumularlas en los codos. Y de esta guisa, con el adicional adorno de un pequeñísimo faldón en su chaqueta, y un enorme abismo en la cintura, compareció Fangoso.
—¿Y cómo está Betty, querido muchacho? —preguntó la señora Boffin.
—Gracias, señora —dijo Fangoso—, está requetebién, y le manda sus saludos y le da muchas gracias por el té y todos los favores y desea saber cómo está la salud de toda la familia.
—¿Acabas de llegar, Fangoso?
—Sí, señora.
—Entonces, ¿todavía no has comido?
—No, señora. Pero pienso hacerlo. Pues no he olvidado sus amabilísimas órdenes de que nunca me fuera de aquí sin tomarme una buena porción de carne, cerveza y budín… No: eran cuatro cosas, pues las conté cuanto me las tomaba; una es la carne, dos la cerveza, tres las verduras, ¿y cuál era la cuatro? ¡Ah, el budín, esa era la cuatro!
Aquí Fangoso echó la cabeza hacia atrás, abrió mucho la boca y soltó una buena risotada.
—¿Cómo están los dos pobres recogidos? —preguntó la señora Boffin.
—La mar de bien, señora, y se recuperan estupendamente.
La señora Boffin miró a los otros tres miembros del consejo, y a continuación dijo, haciendo seña con el dedo:
—Fangoso.
—Sí, señora.
—Acércate, Fangoso. ¿Te gustaría comer aquí todos los días?
—¿Las cuatro cosas, señora? ¡Oh, señora!
Los sentimientos de Fangoso le obligaron a estrujar el sombrero y a contraer una pierna en la rodilla.
—Sí. ¿Y te gustaría que cuidásemos de ti aquí, si fueras trabajador y lo merecieras?
—¡Oh, señora!… Pero está la señora Higden —dijo Fangoso, controlando sus efusiones, retrocediendo y negando muy seriamente con la cabeza—. Está la señora Higden. La señora Higden es lo primero. Para mí no puede haber mejores amigos que la señora Higden. Y alguien tiene que girar la manivela por ella, por la señora Higden. ¡Qué sería de la señora Higden si yo no girara la manivela!
Solo imaginar a la señora Higden en tan inconcebible desgracia, la cara del señor Fangoso se quedó pálida, y manifestó un inmenso dolor.
—Tienes toda la razón, Fangoso —dijo la señora Boffin—, y nada más lejos de mí que llevarte la contraria. Pronto nos ocuparemos de eso. Si encontramos la manera de que alguien haga funcionar el rodillo de Betty Higden, vendrás aquí y cuidaremos de ti de por vida, y haremos que ella pueda subsistir sin que haya que darle a la manivela.
—Por lo que se refiere a eso, señora —respondió el extático Fangoso—, se podría hacer funcionar la máquina por la noche, ¿no cree? Yo podría estar aquí de día y darle a la manivela por la noche. No quiero dormir, no quiero. Y aunque me hiciera falta echar alguna cabezadita —añadió Fangoso, tras un momento de arrepentida reflexión—, la podría echar mientras le doy a la manivela. ¡Me he quedado dormido muchas veces girando la manivela y he disfrutado muchísimo!
Siguiendo el impulso de gratitud del momento, el señor Fangoso besó la mano de la señora Boffin, a continuación se apartó de esa bondadosa criatura para hacer sitio a sus sentimientos, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca en toda su amplitud y profirió un triste aullido. Fue atribuible a la ternura de su corazón, pero sugería que en alguna ocasión podía llegar a molestar a los vecinos: lo que quedó confirmado cuando entró el lacayo y pidió perdón al descubrir que no le necesitaban, excusándose con que «creía haber oído a unos gatos».