Donde ocurre una inocente fuga amorosa
El favorito de la fortuna y el gusano del momento, en un lenguaje menos hiriente, el señor don Nicodemus Boffin, el Basurero de Oro, se había acomodado en su mansión familiar eminentemente aristocrática todo lo que probablemente llegaría a acomodarse nunca. No podía evitar pensar que, al igual que un queso familiar eminentemente aristocrático, superaba con mucho sus necesidades y alimentaba una infinita cantidad de parásitos; pero no le importaba considerar ese inconveniente como una especie de impuesto sobre la herencia permanente. En vista de que la señora Boffin se lo pasaba estupendamente y la señorita Bella estaba encantada, él se resignaba completamente a ello.
La joven había sido, sin duda, toda una adquisición para los Boffin. Era demasiado guapa como para no llamar la atención en todas partes, y demasiado espabilada como para no dar la talla en su nueva posición. Si eso mejoró su corazón podría ser una cuestión de gusto y abierta a debate; pero en cuanto a otras cuestiones de gusto, como la mejoría de su apariencia y modales, ahí sí que no había ningún debate.
Y así fue como pronto la señorita Bella comenzó a impedir que la señora Boffin metiera la pata; y aun más, como comenzó a sentirse incómoda, como si fuera su responsabilidad, cuando veía a la señora Boffin meter esa misma pata. Tampoco es que un carácter tan amable y una naturaleza tan sana como la de la señora Boffin pudiera meter demasiado la pata, ni siquiera entre las grandes autoridades que los visitaban y que estaban de acuerdo en que los Boffin eran «deliciosamente vulgares» (y sin duda ellos no lo eran, por decirlo), sino que cuando daba un resbalón en el hielo social sobre el que todos los hijos del podsnaperismo, de refinadas almas que hay que salvar, estaban obligados a patinar en círculos, o a deslizarse en largas hileras, inevitablemente hacía caer a la señorita Bella (o eso consideraba la joven), y la hacía experimentar una gran confusión bajo las miradas de los ejecutantes más diestros de esos ejercicios sobre hielo.
En esa época de la vida de la señorita Bella, no se esperaba que ella analizara con demasiado detenimiento la congruencia y estabilidad de su situación en casa del señor Boffin. Y al igual que nunca escatimó quejas hacia su antigua casa cuando no tenía ninguna otra con que compararla, tampoco fue ninguna novedad de ingratitud o desdén que prefiriera con mucho la nueva.
—Un hombre que vale su peso en oro, ese Rokesmith —dijo el señor Boffin después de dos o tres meses—. Aunque no acabo de entender qué pretende.
Tampoco Bella, con lo que el tema le parecía bastante interesante.
—Se encarga de mis asuntos mañana, tarde y noche —dijo el señor Boffin— con más eficacia de lo que podrían hacerlo cincuenta hombres; y, sin embargo, a veces, cuando casi vamos caminando del brazo, parece poner una barrera en el camino y dejarme allí plantado.
—¿Puedo preguntarle cómo es eso, señor? —preguntó Bella.
—Bueno, querida —dijo el señor Boffin—, aquí no quiere más compañía que la tuya. Cuando tenemos visitas, me gustaría que ocupara su lugar habitual en la mesa, como nosotros; pero no, no quiere.
—Si él considera que está por encima de eso —dijo la señorita Bella, con una displicente sacudida de cabeza—, yo lo dejaría en paz.
—No es eso, querida —replicó el señor Boffin, pensándoselo—. No se considera por encima.
—Quizá se considere por debajo —sugirió Bella—. Si es así, él sabrá.
—No, querida, tampoco es eso. No —repitió el señor Boffin, sacudiendo la cabeza y volviéndoselo a pensar—; Rokesmith es un hombre modesto, pero no se considera por debajo.
—Entonces, ¿qué se considera? —preguntó Bella.
—¡Que me aspen si lo sé! —dijo el señor Boffin—. Al principio me parecía que el único con el que no quería tropezarse era Lightwood. Y ahora me parece que es con todos, menos contigo.
«¡Ajá! —se dijo Bella—. ¡Así que es eso!» Pues el señor Mortimer había cenado allí dos o tres veces, y ella lo había visto en otra parte, y él le había prodigado un poco de atención. «¡Menuda frescura para un secretario, y realquilado de papá, convertirme en el objeto de sus celos!»
Que esa hija de su papá se mostrara tan despectiva con el realquilado de papá era raro; pero había aún anomalías más raras en la mente de aquella niña malcriada: una niña doblemente malcriada: primero por la pobreza, y luego por la riqueza. Que sea esta parte de la historia, no obstante, la que permita que esas anomalías salgan a la luz.
«¡Me parece que es demasiado —reflexionó desdeñosamente la señorita Bella— tener al realquilado de papá reclamando algún derecho sobre mí, y ahuyentando a otros pretendientes! ¡Es ir demasiado lejos, desde luego, que las oportunidades que me brindan el señor y la señora Boffin se vean acaparadas por un simple secretario y realquilado de papá!»
No obstante, no hacía mucho que Bella se había emocionado al descubrir que ella parecía gustarle a ese mismo secretario y realquilado. ¡Ah! Pero por entonces aún no habían entrado en juego la mansión eminentemente aristocrática ni la modista de la señora Boffin.
Ese secretario y realquilado, a pesar de su actitud aparentemente retraída, era una persona muy entrometida, en opinión de Bella. Siempre había luz en su despacho cuando volvían del teatro o de la ópera, y siempre estaba en la puerta del carruaje para ayudarlas a bajar. ¡Y la cara de la señora Boffin siempre se mostraba provocadoramente radiante y abominablemente alegre al encontrarse con él, como si fuera posible aprobar seriamente lo que el hombre tenía en mente!
—Señorita Wilfer —le dijo una vez el secretario, al encontrársela por casualidad en el gran salón—, nunca me da ningún recado para su casa. Estaré encantado de encargarme de cualquier recado que me pida.
—¿A qué se refiere, señor Rokesmith? —preguntó la señorita Bella, entornando los ojos lánguidamente.
—¿Al referirme a la casa? Me refiero a la casa de su padre en Holloway.
Bella se sonrojó con esa réplica —tan hábilmente lanzada que las palabras parecían ser una mera respuesta, dada con toda la buena fe— y dijo, con bastante más énfasis y brusquedad:
—¿De qué encargos y recados me habla?
—Tan solo de esas palabras de saludo que supongo que manda de una manera u otra —replicó el secretario con el tono de antes—. Para mí sería un placer ser el portador de esos saludos. Como sabe, hago el viaje de ida y vuelta a la casa dos veces al día.
—No hace falta que me lo recuerde, señor.
Se precipitó en su airada pulla contra el «inquilino de papá»; y se dio cuenta de ello al encontrarse con la serena mirada de él.
—Ellos a mí no me envían demasiadas… ¿cuál ha sido su expresión?… palabras de saludo —dijo Bella, apresurándose a refugiarse en lo mal que la trataban a ella.
—A menudo me preguntan por usted, y les cuento todo lo que puedo, que es poco.
—Espero que su relato sea fiel —exclamó Bella.
—Espero que no lo ponga en duda, pues si lo hiciera iría en contra de usted.
—No, no lo dudo. Merezco el reproche, que sin duda es muy justo. Le pido perdón, señor Rokesmith.
—Le suplicaría que no me lo pidiera si no fuera porque eso dice mucho en su favor —replicó él con gran seriedad—. Perdóneme; no pude evitar decirlo. Regresando a lo que le comentaba antes de mi digresión, permítame decirle que a lo mejor ellos creen que yo le doy noticias de ellos, le doy pequeños recados, y cosas así. Pero me abstengo de importunarla, pues nunca me pregunta.
—Mañana voy a visitarlos, señor —dijo Bella mirándolo como si él la hubiera amonestado.
—¿Me lo dice para mi información o la de ellos? —preguntó Rokesmith, indeciso.
—Para la de quien se le antoje.
—¿Para los dos? ¿Les llevo el recado?
—Llévelo si le apetece, señor Rokesmith. Con recado o sin él, voy a visitarlos mañana.
—Entonces se lo diré.
Él se demoró un momento, como para darle a Bella la oportunidad de prolongar la conversación si se le antojaba. Como ella guardó silencio, él se marchó. Cuando la señorita Bella quedó a solas, hubo dos incidentes de la entrevista que le parecieron muy curiosos. El primero que el secretario, de manera incuestionable, la había dejado con un aire arrepentido, y con cierto remordimiento en el corazón. El segundo que ella no había tenido la menor intención de ir de visita a su casa hasta que no se lo anunció al secretario, como si fuera un propósito tomado de antemano.
«¿Qué puedo pretender con ello, o qué podía pretender él? —fue la pregunta mental que se hizo—. No tiene ningún derecho ni poder sobre mí, y si no me importa ese hombre, ¿por qué le presto atención?»
Como la señora Boffin insistió en que hiciera la expedición del día siguiente en el carruaje, Bella llegó a casa en medio de un gran esplendor. La señora Wilfer y Lavinia habían especulado mucho acerca de las probabilidades e improbabilidades de que Bella se presentara con tanta magnificencia, y al divisar el carruaje desde la ventana en la que se habían ocultado a la espera de su llegada, coincidieron en que había que mantenerlo a la puerta de la casa el mayor tiempo posible para mortificación y confusión de los vecinos. A continuación se retiraron a la habitación habitual de la familia para recibir a la señorita Bella con una apropiada exhibición de indiferencia.
La habitación familiar parecía muy pequeña y miserable, y la escalera que descendía hasta ella era muy angosta y torcida. La pequeña casa y todo lo que contenía componían un triste contraste con la morada eminentemente aristocrática. «¡Casi ni entiendo cómo resistí vivir alguna vez en este sitio!», se dijo Bella.
La lúgubre majestuosidad de la señora Wilfer y el descaro natural de Lavvy no mejoraron la cosa. Bella necesitaba urgentemente alguna ayuda, y no obtuvo ninguna.
—¡Esto es todo un honor! —dijo la señora Wilfer, ofreciendo una mejilla para que se la besaran, tan simpática y receptiva como el dorso de una cuchara—. Probablemente encontrarás crecida a tu hermana Lavvy, Bella.
—Mamá —intervino la señorita Lavinia—, nadie puede poner reparo alguno a que te muestres ofensiva, pues Bella se lo merece sobradamente; pero debo pedirte que no saques a colación algo tan absurdo como que he crecido, cuando ya se me ha pasado la edad de crecer.
—Yo misma seguí creciendo después de casarme —proclamó solemnemente la señora Wilfer.
—Muy bien, mamá —replicó Lavvy—, pues entonces más motivo para no mencionarlo.
La mirada altiva e iracunda con que la majestuosa señora recibió esa respuesta podría haber incomodado a un oponente con menos descaro, pero no tuvo ningún efecto sobre Lavinia: la cual, dejando que su madre disfrutara lanzando todas las miradas airadas que le parecieran deseables en tales circunstancias, abordó a su hermana, impertérrita.
—¡Paz! —exclamó la señora Wilfer—. ¡Basta! No toleraré este tono frívolo.
—¡Dios bendito! ¿Cómo están tus Spoffin? —dijo Lavvy—. Ya que mamá tantos reparos les pone a tus Boffin.
—¡Niña impertinente! ¡Deslenguada! —dijo la señora Wilfer, con tremenda severidad.
—Tanto me da ser deslenguada o conlenguada —replicó fríamente Lavinia, echando la cabeza hacia atrás—. Me da exactamente igual, y me es lo mismo ser una cosa que otra. Pero una cosa sé: ¡que no creceré después de casarme!
—Ah, ¿no? Ah, ¿no? —repitió solemnemente la señora Wilfer.
—No, mamá, no creceré. Nada podrá inducirme a crecer.
La señora Wilfer, tras haber ondeado sus guantes, dijo con altivo patetismo:
—Era de esperar. —Así habló—. Una de mis hijas me abandona por los prósperos y orgullosos, y la otra me desprecia. Me lo tengo merecido.
—Mamá —intervino Bella—, el señor y la señora Boffin son prósperos, sin duda; pero no tienes derecho a decir que son orgullosos. Quiero que te quede muy claro que no lo son.
—Resumiendo, mamá —dijo Lavvy saltando sobre el enemigo sin previo aviso—, que te quede muy claro (y si no, ¡caiga el oprobio sobre ti!) que el señor y la señora Boffin son la perfección absoluta.
—Desde luego —replicó la señora Wilfer, recibiendo cortésmente a la desertora—, parece que eso es lo que tenemos que pensar. Y de ahí, Lavinia, procede mi objeción a hablar en tono frívolo. La señora Boffin (de cuya fisionomía soy incapaz de hablar con la compostura que desearía mantener) y tu madre no mantienen una relación estrecha. Ni por un momento hemos de suponer que ella y su marido se atreven a referirse a esta familia como los Wilfer. Y por tanto, no puedo dignarme a referirme a ellos como los Boffin. No, pues ese tono (llámalo familiaridad, frivolidad, igualdad, o como quieras) implicaría que mantenemos una relación social que no se da. ¿Me he explicado con claridad?
Sin prestar la menor atención a esa pregunta, aunque pronunciada de manera imponente y forense, Lavinia le recordó a su hermana:
—Después de todo, Bella, no nos has dicho cómo están esos Comosellamen.
—No quiero hablar de ellos aquí —contestó Bella, conteniendo su indignación y dando una patada en el suelo—. Son demasiado amables y demasiado buenos como para verse arrastrados a esta discusión.
—¿Por qué lo dices así? —preguntó la señora Wilfer con mordaz sarcasmo—. ¿Por qué hablas con tanto circunloquio? Es educado y atento, pero ¿por qué lo haces? ¿Por qué no dices abiertamente que son demasiado amables y buenos para nosotros? Captamos la alusión. ¿Por qué disimular la frase?
—Mamá —dijo Bella, dando otra patada en el suelo—, pondrías de los nervios a un santo, y también Lavvy.
—¡Pobrecilla Lavvy! —exclamó la señora Wilfer, en tono de conmiseración—. Siempre se la carga. ¡Mi pobrecilla!
Pero Lavvy, con la misma celeridad con que había desertado antes, se lanzó ahora contra el otro enemigo: observando con brusquedad:
—No me protejas, mamá, porque sé cuidar de mí misma.
—Lo único que me asombra —prosiguió la señora Wilfer, dirigiendo sus observaciones hacia su hija mayor, menos peligrosa, por lo general, que la pequeña, totalmente indomable— es que hayas encontrado tiempo y ganas para separarte del señor y la señora Boffin, y hayas venido a vernos. Lo único que me asombra es que nuestros derechos, enfrentados a los superiores derechos del señor y la señora Boffin, hayan tenido algún peso. Creo que debería estar agradecida por haber ganado tanto en competencia con el señor y la señora Boffin.
(La buena señora puso amargo énfasis en la primera letra de la palabra Boffin, como si representara su principal objeción a los propietarios de ese nombre, y como si hubiera preferido que se llamaran Doffin, Moffin o Poffin).[21]
—Mamá —dijo Bella furiosa—, me obligas a decir que lamento mucho haber venido a casa, y que jamás volveré, excepto cuando esté presente el pobre papá. Pues papá es demasiado magnánimo como para sentir envidia y rencor hacia mis generosos amigos, y lo bastante delicado y amable como para recordar el pequeño derecho que consideraron que yo tenía sobre ellos, y la posición singularmente complicada en la que, sin yo comerlo ni beberlo, me encontraba. ¡Y siempre he querido al pobre papá más de lo que os quiero a las dos juntas, y siempre lo querré!
Bella, en ese punto, sin que la consolara su encantadora capota ni su elegante vestido, prorrumpió en lágrimas.
—Creo, R. W. —exclamó la señora Wilfer, levantando los ojos y apostrofándole al aire—, que si estuvieras presente, sería una dura prueba para ti ver a tu esposa y a la madre de tus hijas despreciada en tu nombre. ¡Pero el Hado te lo ha ahorrado, R. W., a pesar de todo lo que ha considerado adecuado infligirle a ella!
En ese punto la señora Wilfer se echó a llorar.
—¡Odio a los Boffin! —objetó Lavinia—. Me da igual quién ponga reparos a que los llamemos los Boffin. YO los llamaré los Boffin. ¡Los Boffin, los Boffin, los Boffin! Y digo que los Boffin son dañinos, y digo que los Boffin han puesto a Bella en mi contra, y les digo a la cara a los Boffin —cosa que no era exactamente cierta, pero la joven estaba inflamada—: que son unos Boffin detestables, que son unos Boffin vergonzosos, que son unos Boffin odiosos, que son unos Boffin inhumanos. ¡Ahí lo tienes!
Y en ese punto Lavinia se echó a llorar.
Se oyó el ruido metálico de la puerta de la verja delantera, y vieron acercarse al secretario a paso vivo.
—Dejad que le abra la puerta —dijo la señora Wilfer, levantándose con su majestuosa resignación mientras sacudía la cabeza y se secaba las lágrimas—, pues en este momento no tenemos chica a sueldo que lo haga. No tenemos nada que ocultar. Si ve estos restos de emoción en nuestras mejillas, que se imagine lo que quiera.
Con esas palabras se fue muy ofendida. A los pocos momentos volvió a entrar, proclamando a su manera heráldica:
—El señor Rokesmith es portador de un paquete para la señorita Bella Wilfer.
El señor Rokesmith apareció poco después de pronunciado su nombre, y naturalmente se dio cuenta de que algo pasaba. Pero discretamente fingió no ver nada, y se dirigió a la señorita Bella.
—El señor Boffin deseaba haberlo puesto en el carruaje esta mañana. Deseaba que lo tuviera, un pequeño recuerdo que había preparado (no es más que un monedero, señorita Wilfer), pero al ver frustrada su intención, me ofrecí voluntario para traérselo.
Bella lo cogió y le dio las gracias.
—Hemos tenido una pequeña discusión, señor Rokesmith, pero no peor de las que acostumbramos; ya sabe lo bien que nos tratamos. Me ha encontrado que ya me iba. Adiós, mamá. ¡Adiós, Lavvy!
Y, con un beso para cada una, la señorita Bella se volvió hacia la puerta.
El secretario iba a acompañarla, pero la señora Wilfer dio un paso al frente y dijo con dignidad:
—¡Perdóneme! Permítame reclamar mi derecho natural a acompañar a mi hija hasta el carruaje que la espera. —El secretario pidió disculpas y se hizo a un lado. Sin duda fue un magnífico espectáculo ver a la señora Wilfer abrir la puerta de la casa y pedir en voz alta con los guantes extendidos—: ¡El criado de la señora Boffin! —Cuando este se presentó, ella pronunció la breve pero majestuosa orden—: ¡Señorita Wilfer! ¡Salga!
Y así se la entregó, como una teniente de la Torre de Londres liberando a un preso político. El efecto de esta ceremonia dejó totalmente paralizados a los vecinos más o menos durante un cuarto de hora, y quedó muy realzado por el hecho de que la noble señora permaneció todo ese rato exhibiéndose en una especie de trance espléndidamente sereno sobre el escalón superior.
Cuando Bella estuvo sentada en el carruaje, abrió el paquetito que tenía en la mano. Contenía un bonito monedero, y en el monedero había un billete de cincuenta libras.
—¡Esto será una alegre sorpresa para mi querido papá —dijo Bella—, y yo misma se lo llevaré a la City!
Como ignoraba el emplazamiento exacto de la empresa de Chicksey, Veneering y Stobbles, pero sabía que se encontraba cerca de Mincing Lane, ordenó que la condujeran a la esquina de ese sombrío lugar. Una vez ahí mandó al «criado de la señora Boffin» en busca de la contaduría de Chiksey, Veneering y Stobbles, con un mensaje que decía que, si a R. Wilfer le era posible salir, le esperaba una dama que estaría encantada de hablar con él. La transmisión de esas misteriosas palabras por boca del lacayo produjeron tanto alboroto en la contaduría que de inmediato designaron a un joven espía para que siguiera a Rumty, observara a la dama y volviera con su informe. Tampoco disminuyó en lo más mínimo la agitación cuando el espía regresó corriendo con la información de que la dama era «una moza de bandera dentro de un carruaje de postín».
El propio Rumty, con su pluma detrás de la oreja bajo su roñoso sombrero, llegó sin aliento a la puerta del carruaje, y se vio metido en el mismo por alguien que le tiraba de la corbata y le abrazaba hasta casi ahogarlo antes de reconocer a su hija.
—¡Mi querida niña! —dijo sin aliento ni coherencia—. ¡Dios mío! ¡Qué preciosa mujer estás hecha! Pensaba que te habías vuelto una ingrata y habías olvidado a tu madre y a tu hermana.
—Acabo de ir a verlas, querido papá.
—¡Oh! ¿Y cómo… cómo has encontrado a tu madre? —preguntó R. W. sin tenerlas todas consigo.
—Muy desagradable, papá, igual que a Lavvy.
—De vez en cuando se suben a la parra —observó el paciente querubín—, pero espero que hayas sido comprensiva, querida Bella.
—No. Yo también he sido desagradable, papá. Todas hemos sido desagradables juntas. Pero quiero que vengas a comer conmigo a algún lado, papá.
—Bueno, cariño, ya he compartido una… si es que puedo mencionar ese artículo dentro de este soberbio carruaje… una cervela —replicó R. Wilfer, bajando modestamente la voz al pronunciar la palabra, mientras contemplaba los accesorios color canario.
—¡Oh! ¡Eso no es nada, papá!
—Cierto, no es tanto como lo que uno a veces desearía, cariño —admitió R. W., poniéndose la mano en la boca—. No obstante, cuando circunstancias sobre las que no tienes ningún control interponen algunos obstáculos entre tú y las pequeñas salchichas alemanas, lo único que puedes hacer es contentarte con —bajó de nuevo la voz en deferencia al carruaje— ¡cervelas!
—¡Pobre papá! ¡Papá, te lo pido y te lo suplico, tómate el resto del día libre y ven a pasarlo conmigo!
—Bueno, cariño, vuelvo dentro y pido permiso.
—Pero antes de que vuelvas —dijo Bella, que ya había agarrado a su padre por la barbilla, le había quitado el sombrero y comenzado a ponerle el pelo de punta como era su costumbre—, dime que aunque sabes de cierto que soy una persona atolondrada y desconsiderada, nunca te he desairado, papá.
—Mi querida niña, lo digo de todo corazón. Y del mismo modo podría observar —insinuó delicadamente su padre, mirando por la ventanilla— que quizá podría llamar la atención que delante de todo el mundo me peine una encantadora mujer dentro de un elegante coche en Fenchurch Street.
Bella soltó una carcajada y volvió a ponerle el sombrero. Pero cuando la juvenil figura de su padre se alejó, sus ropas raídas y su alegre paciencia le arrancaron lágrimas de los ojos.
«¡Odio a ese secretario por haber pensado eso de mí! —pensó—. ¡Y sin embargo no parece que se equivocara del todo!»
Regresó su padre, y parecía más un muchacho que nunca, al que acaban de dejar salir de la escuela.
—Muy bien, cariño. Me han dado el permiso enseguida. ¡La verdad es que han sido muy generosos!
—Y ahora, ¿dónde podemos encontrar un sitio tranquilo, papá, en el que pueda esperarte mientras tú me haces un recado, si despido al carruaje?
Eso había que pensarlo.
—Verás, cariño —le explicó—, te has convertido en una mujer tan preciosa que tendría que ser un sitio muy tranquilo. —Al final sugirió—: Cerca del jardín que hay en la Trinity House de Tower Hill.
Así pues, allí los llevaron, y Bella despidió el coche; a continuación mandó una nota a lápiz a la señora Boffin diciéndole que estaba con su padre.
—Y ahora, papá, atiende a lo que voy a decirte, y jura y promete que me obedecerás.
—Te lo prometo y te lo juro, cariño.
—No hagas preguntas. Coge este monedero; ve a la tienda más cercana donde vendan ropa hecha, donde vendan lo mejor; cómpratela y póntela, el traje más bonito, el sombrero más bonito, y el par de botas más bonitas y relucientes (¡que sean de charol, papá!) que se puedan comprar con dinero; y vuelves.
—Pero mi querida Bella…
—¡Ojo, papá! —le dijo señalándole con el dedo, alegremente—. Me lo has prometido y jurado. Es perjurio, por si no lo sabes.
A esa pequeña y necia criatura se le humedecieron los ojos, pero ella se los secó a besos (aunque los de ella también estaban húmedos), y R. W. volvió a alejarse de ella. Después de media hora regresó, tan magníficamente transformado que Bella se vio obligada a dar veinte vueltas alrededor de él con extática admiración antes de poder entrelazar su brazo con el de su padre y apretarlo encantada.
—Y ahora, papá —dijo Bella, estrechándolo contra ella—, lleva a esta preciosa mujer a comer.
—¿Adónde vamos, cariño?
—¡A Greenwich! —dijo Bella, animosa—. Y procura agasajar a esta preciosa mujer con lo mejor que tengan.
Mientras caminaban para coger un bote, R. W. preguntó tímidamente:
—¿No te gustaría, cariño, que mamá estuviera con nosotros?
—No, papá, quiero tenerte todo el día para mí. Siempre fui tu favorita en casa, y yo siempre te preferí a ti. Muchas veces, antes de ahora, nos hemos escapado juntos; ¿no es verdad, papá?
—¡Ah, claro que sí! Muchos domingos, cuando tu madre… se subía a la parra —dijo repitiendo la delicada expresión de antes tras hacer una pausa para toser.
—Sí, y me temo que pocas veces, o nunca, me porté todo lo bien que debería, papá. Te obligaba a que me llevaras en brazos, una y otra vez, cuando deberías haberme hecho andar; y a menudo me llevabas a caballo cuando habrías preferido sentarte a leer el periódico, ¿verdad?
—Alguna vez, alguna vez. ¡Pero, Señor, menuda niña eras! ¡Menuda compañera!
—¿Compañera? Eso es justo lo que quiero ser hoy, papá.
—Pues seguro que lo consigues, amor mío. Tus hermanos y hermanas han sido, sucesivamente, compañeros para mí, hasta cierto punto, solo hasta cierto punto. Durante toda su vida, tu madre ha sido una compañera a la que cualquier hombre podía… respetar… y… memorizar sus palabras… y… moldearse a partir de ella si…
—¿Si le gustaba el modelo? —sugirió Bella.
—Bu-bueno, sí —replicó él, pensándoselo, y no del todo satisfecho con la frase—. O quizá podría decir: si estaba en su carácter. Suponiendo, por ejemplo, que un hombre quisiera estar siempre marchando, encontraría en tu madre una inestimable compañera. Pero si prefiriera pasear, o de vez en cuando le apeteciera dar un trotecillo, quizá encontrara difícil llevar el paso de tu madre. O considéralo de esta manera, Bella —añadió, tras reflexionar un momento—: supón que un hombre tuviera que pasar la vida, no digamos con una compañera, sino con una melodía. Muy bien. Supongamos que la melodía que se le adjudica es la Marcha fúnebre de Saúl. Bien. Sería una melodía adecuada para algunas ocasiones (ninguna hay mejor), pero sería difícil llevar el compás en el común discurrir de la vida doméstica. Por ejemplo, si después de un día de trabajo se pusiera a cenar con la Marcha fúnebre de Saúl, a lo mejor la comida le sentaría un poco pesada. O, si en algún momento sintiera la inclinación de aliviar su mente cantando una tonada cómica o bailando animadamente, y se viera obligado a hacerlo siguiendo la Marcha fúnebre de Saúl, a lo mejor vería frustrada la ejecución de sus joviales intenciones.
«¡Pobre papá!», se dijo Bella, colgada de su brazo.
—Ahora, qué voy a decir en tu favor, cariño —prosiguió mansamente el querubín, sin asomo de queja—, sino que eres muy adaptable. Muy adaptable.
—La verdad es que temo haber demostrado muy mal carácter, papá. Temo haber sido muy quejica, y muy caprichosa. Rara vez, o nunca, pensaba en ello. Pero hace un momento, cuando estaba sentada en el carruaje y te vi venir por la acera, me lo reproché.
—De ninguna manera, querida. Ni lo menciones.
Qué feliz y locuaz estaba papá aquel día con su ropa nueva. En conjunto, era quizá el día más feliz que había conocido en su vida; sin exceptuar siquiera aquel en el que su heroica pareja se acercó al altar nupcial mientras sonaba la melodía de la Marcha fúnebre de Saúl.
La breve expedición por el río fue deliciosa, y el pequeño comedor que daba al río, al que les condujeron para comer, fue delicioso. Todo fue delicioso. El parque fue delicioso; el ponche fue delicioso; los platos de pescado fueron deliciosos, el vino fue delicioso. Bella fue el artículo más delicioso del programa; dándole conversación a su padre de la manera más alegre; procurando referirse siempre a ella como esa preciosa mujer; animando a papá a que pidiera cosas, declarando que la preciosa mujer insistía en que la agasajaran con todo eso; y, en suma, haciendo que papá quedara arrobado al pensar que era el papá de tan encantadora hija.
Y luego, mientras permanecían sentados mirando los barcos y vapores que se dirigían hacia el mar al descender la marea, la preciosa mujer imaginó todo tipo de viajes para ella y papá. Y papá encarnaba ahora al propietario de un barco carbonero de velas cuadradas que avanzaba pesadamente, virando hacia Newcastle para recoger diamantes negros con los que hacer fortuna; luego se iba a China en ese hermoso barco de tres palos para traer opio, con el que cortaría amarras para siempre con Chiscksey, Veneering y Stobbles, y traería sedas y chales sin fin para adornar a su encantadora hija. Luego el desdichado final de John Harmon no era más que un sueño, y él había vuelto a casa y había descubierto que la preciosa mujer era justo lo que necesitaba, y la preciosa mujer había descubierto que él era justo lo que necesitaba, y se iban de viaje los dos, en su hermoso velero, para cuidar de sus viñas, con banderines ondeando por todas partes, una banda tocando en cubierta, y papá instalado en el mejor camarote. Luego John Harmon quedaba relegado de nuevo a su tumba, y un comerciante de inmensa riqueza (de nombre desconocido) había cortejado a la preciosa mujer y se había casado con ella, y era tan inmensamente rico que todo lo que veías navegando por el río, a vela o a vapor, le pertenecía, y mantenía toda una flota de yates de recreo, y ese yate que veían navegar por ahí sin ninguna modestia, con la gran vela blanca, se llamaba El Bella, en honor a su esposa, y ella mantenía a bordo toda la pompa y ceremonia cuando le apetecía, como una moderna Cleopatra. Justo después embarcaría en esa nave de transporte de tropas cuando llegara a Gravesend, donde un poderoso general de grandes propiedades (y nombre también desconocido), que no quería saber nada de la victoria si no estaba con su esposa, y cuya esposa era la preciosa mujer, que estaba destinada a convertirse en el ídolo de todos los casacas rojas y los casacas azules, ya fueran oficiales o reclutas. Y enseguida: ¿has visto esa embarcación que remolca un vapor? ¡Bueno! ¿Adónde crees que se dirige? Iba rumbo a los arrecifes de coral y los cocoteros y toda esa clase de cosas, y lo había fletado un afortunado individuo que respondía al nombre de papá (él mismo iba a bordo, y toda la tripulación lo respetaba mucho), y la nave se dirigía, por el único provecho y beneficio de ese hombre, a recoger un cargamento de maderas olorosas, las más hermosas que se habían visto, y las más lucrativas de que se tenía noticia, y ese cargamento supondría una gran fortuna, como debe ser: la preciosa mujer que lo había comprado y equipado expresamente para ese viaje estaba casada con un príncipe indio, que no sé muy bien qué título tenía, y que se cubría con chales de Cachemira, y en cuyo turbante resplandecían diamantes y esmeraldas, y que tenía la tez de un hermoso color café, y era excesivamente devoto, aunque un poco demasiado celoso. Y así siguió Bella sin parar, alegremente, de una manera que le resultaba totalmente encantadora a papá, que estaba dispuesto a meter la cabeza en la bañera de ese sultán que te transportaba a una nueva vida, tanto como los mendigos que había debajo de su ventana estaban dispuestos a meter la suya en el barro.
—Supongo, cariño —dijo papá después de cenar—, que en casa podemos tener la certeza de que te hemos perdido para siempre.
Bella negó con la cabeza. No lo sabía. No podía decirlo. Todo lo que podía afirmar era que le proporcionaban con gran generosidad todo lo que podía necesitar, y que cada vez que les insinuaba al señor y la señora Boffin que se marchaba de su casa, estos ni querían oír hablar de ello.
—Y ahora, papá —añadió Bella—, voy a hacerte una confesión. Soy la criatura más interesada que ha pisado la tierra.
—Pues no lo habría pensado nunca de ti, cariño —replicó su padre, mirándose primero a sí mismo, luego al postre.
—Entiendo a qué te refieres, papá, pero no lo digo por eso. ¡No soy de las que quieren el dinero para tener dinero, pero sí de las que lo quieren por lo que puedes comprar con él!
—Creo que eso nos pasa a casi todos —replicó R. W.
—Pero no hasta el espantoso extremo que me pasa a mí, papá. ¡Oh! —exclamó Bella, arrancándose esa exclamación con un retorcimiento de su barbilla con hoyuelos—. ¡SOY TAN interesada…!
Con una mirada nostálgica, R. W. dijo, a falta de algo mejor que decir:
—¿Y cuándo comenzaste a volverte así, cariño?
—Es eso, papá. Esa es la parte más terrible. Cuando vivía en casa, y lo único que conocía era la pobreza, rezongaba, pero no me importaba tanto. Cuando vivía en casa con la esperanza de llegar a ser rica, pensaba vagamente en las cosas que haría. Pero cuando me vi privada de mi espléndida fortuna, y la vi día tras día en otras manos, y tuve ante mis ojos lo que podría haber hecho, entonces me convertí en la criatura interesada que soy.
—Imaginaciones tuyas, cariño.
—¡Puedo asegurarte que no, papá! —dijo Bella asintiendo con sus hermosas cejas levantadas al máximo y un aspecto cómicamente asustado—. Es un hecho. Siempre he sido avariciosamente maquinadora.
—¡Dios mío! Pero ¿cómo?
—Te lo contaré, papá. No me importa contártelo a ti, porque siempre hemos sido el favorito el uno del otro, y porque no eres como un papá, sino como un hermano pequeño venerablemente regordete. Y además —añadió Bella, riendo mientras le apuntaba a la cara con un dedo juguetón—, porque te tengo en mi poder. Esta es una expedición secreta. Si alguna vez me delatas, yo te delataré. Le contaré a mamá que cenaste en Greenwich.
—Bueno, en serio, cariño —observó R. W., con cierta alarma—, creo que más valdrá no mencionarlo.
—¡Ajá! —dijo Bella riendo—. ¡Sabía que no le gustaría, señor! Así que guarda mi secreto, y yo guardaré el tuyo. Pero si traicionas a la preciosa mujer, descubrirás que es una serpiente. Y ahora podrías darme un beso, papá, y yo te alborotaría un poco el pelo, porque en mi ausencia nadie se ha ocupado de él.
R. W. sometió su cabeza a las maniobras de su hija, y esta siguió hablando; al mismo tiempo iba separando mechones de pelo mediante el curioso proceso de enrollarlo rápidamente en sus dos índices, que giraban, y que de repente salían de entre los cabellos en direcciones laterales y opuestas. Cada vez que ello ocurría, el paciente hacía una mueca de dolor y entrecerraba los ojos.
—He tomado la decisión de que he de tener dinero, papá. Creo que no puedo mendigarlo, ni pedirlo prestado, ni robarlo; así que he decidido que he de obtenerlo casándome.
R. W. levantó la mirada hacia ella, todo lo que pudo en las circunstancias del momento, y dijo en tono de reproche:
—¡Mi que-ri-da Bella!
—He decidido, papá, que para tener dinero he de casarme con alguien que tenga dinero. En consecuencia, siempre estoy a la caza de dinero al que seducir.
—¡Mi que-ri-da Bella!
—Sí, papá, así están las cosas. Si ha existido alguna vez una intrigante interesada cuyos planes y pensamientos se centren siempre en su mezquina ocupación, yo soy esa amable criatura. Pero no me importa. Odio y detesto ser pobre, y no seré pobre si me caso con alguien con dinero. ¡Y ahora que tienes el pelo suave y sedoso, papá, ya estás en condiciones de asombrar al camarero y pagar la cuenta!
—Pero mi querida Bella, a tu edad esto es bastante alarmante.
—Te lo he dicho, papá, pero no me has creído —replicó Bella con una simpática seriedad infantil—. ¿No te escandaliza?
—Lo haría, si realmente supieras lo que dices, cariño, o si hablaras en serio.
—Bueno, papá, lo único que puedo decirte es que hablo totalmente en serio. ¡No me hables de amor! —dijo Bella con desdén: aunque por su cara y su figura no parecía que el tema estuviera fuera de lugar—. ¡No me hables de feroces dragones! Háblame de pobreza y riqueza, y ahí ya tocamos la realidad.
—Que-ri-da mía, esto se está volviendo Espantoso… —comenzó a decir enfáticamente su padre; ella lo interrumpió.
—Papá, dime, ¿tú te casaste por dinero?
—Ya sabes que no, cariño.
Bella canturreó la Marcha fúnebre de Saúl, y dijo que, después de todo, significaba muy poco. Pero al ver el aspecto grave y abatido de su padre, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó hasta devolverle la alegría.
—Eso último no lo he dicho en serio, papá; era solo una broma. ¡Y ahora escucha! Tú no me delatas a mí, y yo no te delato a ti. Y más aún: te prometo no ocultarte ningún secreto, papá, y puedes estar seguro de que, si hago algo interesado, siempre te lo revelaré en la más estricta confianza.
Dándose por satisfecho con esa concesión de la preciosa mujer, R. W. hizo sonar la campanilla y pagó la cuenta.
—Y ahora, todo esto, papá —dijo Bella, enrollando el monedero cuando volvieron a estar solos, martilleándolo sobre la mesa con su puñito hasta dejarlo bien pequeño, e incrustándolo en uno de los bolsillos del chaleco nuevo de su padre—, es para ti, para que compres regalos para los de casa, y para que pagues las facturas, y lo dividas como te apetezca, y lo gastes como te parezca más conveniente. Y por último quiero que sepas, papá, que no es fruto de ninguna maquinación avariciosa. ¡Quizá, si lo fuera, tu interesada y miserable hija no se mostraría tan pródiga con él!
Después de lo cual, Bella le tiró de la chaqueta con las dos manos, y al abotonarle esa prenda sobre el preciado bolsillo del chaleco, lo dejó torcido, y a continuación se ató las cintas de la capota sobre sus hoyuelos tal como estaba a la moda, y lo llevó de vuelta a Londres. Llegados a la puerta del señor Boffin, Bella colocó a su padre de espaldas a esta, tiernamente le cogió de las orejas como si fueran estas apropiadas asas para su propósito, y lo besó hasta que le hizo dar con la nuca unos sordos golpes dobles en la puerta. A continuación, ella le recordó de nuevo su pacto y se separó alegremente de él.
Aunque tampoco tan alegremente, pues, mientras veía a su padre alejarse por la oscura calle, los ojos se le llenaron de lágrimas. Tampoco tan alegremente, pues varias veces dijo «¡Ah, pobre papá! ¡Ah, pobre papá, siempre raído y siempre luchando!», antes de reunir ánimos para llamar a la puerta. Tampoco tan alegremente, pues ese espléndido mobiliario parecía mirarla fijamente desconcertado, como si insistiera en que lo compararan con el deslucido mobiliario que tenía en casa. Tampoco tan alegremente, pues se quedó hasta tarde en su habitación, muy abatida y llorando desconsoladamente, como si deseara, primero, que el difunto John Harmon no se hubiese acordado de ella en su testamento, y luego que el difunto John Harmon hubiera vivido para casarse con ella. «Dos cosas contradictorias —se dijo Bella—, ¡pero mi vida y mi suerte son tan contradictorias que no voy a ser yo de otra manera!»