Capítulo VII


En el que se origina un movimiento amistoso

El acuerdo entre el señor Boffin y su hombre de letras, el señor Silas Wegg, alteró hasta tal punto los hábitos de la vida del señor Boffin que el Imperio romano generalmente entraba en decadencia por la mañana en la mansión familiar eminentemente aristocrática, en lugar de por la noche, como antaño, cuando vivían en La Enramada. Había veces, sin embargo, en que el señor Boffin, en busca de un breve refugio de los placeres de la moda, se presentaba en La Enramada después de haber anochecido para anticiparse a la salida de Wegg, y allí, en el viejo banco, seguía la declinante fortuna de aquellos amos del mundo corruptos y faltos de espíritu, que en aquel tiempo ya estaban en las últimas. Si Wegg hubiera estado peor pagado para ese cometido, o más cualificado para desempeñarlo, habría considerado esas visitas agradables y elogiosas; pero, en su posición de embaucador espléndidamente remunerado, le contrariaban. En esto se atenía a la regla de que, el criado incompetente, lo emplee quien lo emplee, se pone siempre en contra de su patrón. Incluso los que han nacido para mandar, criaturas honorables justas y nobles, y los más imbéciles en sus elevados cargos, han sido quienes más en contra se han puesto (a veces con calumniosa desconfianza, otras con débil insolencia) de quien les había dado ese cargo. Lo que es de ese modo cierto del amo y el servidor en la vida pública, es igualmente cierto del amo y el servidor en la vida privada, y eso en todo el mundo.

Cuando el señor Silas Wegg por fin obtuvo libre acceso a «Nuestra Casa», como había acostumbrado a llamar a la casa delante de la cual se había sentado tanto tiempo a la intemperie, y cuando por fin descubrió que todos los detalles eran tan distintos de su concepción mental como podían serlo según la naturaleza de las cosas, ese personaje de gran visión y gran alcance, para darse importancia y demostrar que merecía una compensación, fingió caer en la vena melancólica de cavilar sobre el pasado; como si la casa y él hubiesen perdido categoría en la vida.

—¡Y esto, señor —le decía Silas a su patrón, asintiendo tristemente y reflexionando—, fue antaño Nuestra Casa! ¡Este, señor, es el edificio desde el que he visto a menudo a esas eminentes criaturas, la señorita Elizabeth, el señorito George, tía Jane y tío Parker —nombres todos ellos que se inventaba— pasar y volver a pasar! ¡Y así ha acabado! ¡Ah, Dios mío, Dios mío!

Tan llenas de afecto eran sus lamentaciones que el amable señor Boffin sentía mucha lástima por él, y casi recelaba de que al comprar la casa le hubiera ocasionado un daño irreparable.

Dos o tres diplomáticas entrevistas, llevadas con gran sutileza por parte del señor Wegg, aunque asumiendo la máscara de la indiferencia, como si hubiera acabado en Clerkenwell tan solo por una combinación fortuita de las circunstancias, le habían permitido completar su trato con el señor Venus.

—Venga a verme a La Enramada —dijo Silas cuando cerraron el trato— el sábado que viene por la noche, y si un sociable vaso de ron caliente con agua comparte nuestra veladas, no seré yo quien lo lamente.

—Sabe usted que no soy un gran conversador —replicó el señor Venus—, pero así sea.

Y como fue así como, llegó el sábado por la noche, y allí está el señor Venus, llamando a la puerta de La Enramada.

El señor Wegg abre el portón, divisa una especie de cachiporra envuelta en papel de estraza bajo el brazo del señor Venus y observa lacónicamente:

—¡Oh! Pensé que vendría en coche.

—No, señor Wegg —replica Venus—. No me considero más importante que un paquete.

—¡Más importante que un paquete! ¡No! —dice Wegg con desagrado. Pero no gruñe abiertamente—. Aunque hay un cierto paquete que podría estar por encima de usted.

—Aquí está su compra, señor Wegg —dice Venus, entregándosela cortésmente—, y me alegra poder restituirla al origen de donde… emanó.

—Gracias —dijo Wegg—. Y ahora que este asunto ha concluido, permítame mencionarle, de manera amistosa, que tenía mis dudas de que, si hubiera consultado a un abogado, no le habría obligado a devolvérmelo. Lo expreso desde un punto de vista puramente legal.

—No lo creo, señor Wegg. Lo compré mediante un contrato público.

—En este país no se puede comprar carne y sangre humana, señor; si está viva, no se puede —dice Wegg, negando con la cabeza—. La duda es: ¿y el hueso?

—¿Desde el punto de vista legal? —pregunta Venus.

—Desde el punto de vista legal.

—No estoy capacitado para hablar sobre el tema, señor Wegg —dice Venus, enrojeciendo y alzando el tono de voz—, pero desde el punto de vista de los hechos sí estoy capacitado para hablar; y desde el punto de vista de los hechos habría preferido verle a usted en el… ¿Me permite que me explaye?

—Si yo fuera usted, no me explayaría —sugiere Wegg pacíficamente.

—… antes de darle ese paquete en mano sin que me pagaran su precio. No pretendo saber de qué lado está la ley, pero estoy completamente seguro de cuáles son los hechos.

Como el señor Venus es una persona irritable (debido sin duda a un desengaño amoroso), y no es la intención del señor Wegg crisparle los nervios, este último observa para aplacarle:

—Solo lo decía como un pequeño ejemplo; hipotéticamente.

—Entonces, señor Wegg, preferiría que lo expresara, en otra ocasión, monetariamente —es la respuesta del señor Venus—, pues le digo francamente que no me gustan sus pequeños ejemplos.

El señor Venus, que por entonces ya ha llegado a la sala del señor Wegg, que en esa fría tarde iluminan el gas y la lumbre, se aplaca y le felicita por su residencia; aprovecha la ocasión para recordarle a Wegg que Venus ya le había mencionado que había dado con un buen asunto.

—Pasable —replica Wegg—. Pero tenga en cuenta, señor Venus, que no hay oro sin su ganga. Prepárese usted mismo la bebida y siéntese en el rincón de la chimenea. ¿Desea fumar una pipa, señor?

—No soy un gran fumador, señor —replica el otro—, pero le acompañaré con una chupada de vez en cuando.

Así, el señor Wegg se prepara su bebida, también Wegg; y el señor Venus enciende y chupa, y Wegg enciende y chupa.

—¿Me estaba comentando, señor Wegg, que incluso en este metal suyo hay ganga?

—Misterio —replica Wegg—. Y no me gusta, señor Venus. No me gusta que se haya arrebatado la vida a los antiguos habitantes de esta casa, en la tenebrosa oscuridad, y no saber quién lo hizo.

—¿Tiene alguna sospecha, señor Wegg?

—No —replica el caballero—. Sé quién se ha aprovechado. Pero no tengo sospechas.

Tras haber dicho eso, el señor Wegg fuma y observa el fuego con una decididísima expresión de Caridad; como si hubiera agarrado esa virtud cardinal por la falda mientras ella consideraba que su penoso deber era separarse de él, y la retuviera por la fuerza.

—Del mismo modo —añade Wegg—, puedo ofrecerle algunas observaciones acerca de ciertas cuestiones y ciertas personas; pero no quiero ponerle peros a nadie, señor Venus. Hay aquí una inmensa fortuna que cae de las nubes sobre una persona a la que no daremos nombre. Hay una suma semanal, con una cierta cantidad de carbón, que me cae de las nubes. ¿Cuál de los dos es mejor? No la persona que no nombraremos. Es una observación mía, pero no pongo ningún pero. Yo cojo mi suma semanal y mi cantidad de carbón. Él coge su fortuna. Así es la cosa.

—Sería bueno para mí, señor Wegg, poder ver las cosas con la serena luz que lo hace usted.

—Y fíjese de nuevo —prosigue Silas, haciendo una floritura oratoria con su pipa y su pierna de madera: esta última tiene una tendencia muy poco digna a recostarlo en su silla—, pues hay otra observación, señor Venus, que tampoco va acompañada de ningún pero. A este hombre al que no quiero nombrar se le puede engatusar a base de cháchara. Se le engatusa. Este hombre al que no quiero nombrar, que me tiene a mí como su mano derecha, con lo que, naturalmente, espero subir de posición, y quizá podría decir que mereciendo subir de posición…

(El señor Venus murmura que eso dice él).

—… Pues ese hombre que no quiero nombrar, en tales circunstancias, me deja de lado, y pone por encima de mí a un desconocido que lo engatusa. ¿Cuál de los dos es mejor? ¿Cuál de los dos es capaz de recitar más poesía? ¿Cuál de los dos, estando al servicio de esa persona que no quiero nombrar, se ha enfrentado a los romanos, civil y militarmente, hasta que se ha quedado tan ronco como si lo hubieran destetado y desde entonces se hubiera alimentado de serrín? No el desconocido engatusador. No obstante, ahora va y viene por la casa como si fuera suya, y tiene su habitación, se le trata como a un igual y saca mil libras al año. Yo estoy desterrado en La Enramada, y allí me encuentran siempre que me necesitan, como si fuera un mueble. El mérito, por tanto, no es lo que más vale. Así son las cosas. Lo comento porque no puedo evitar comentarlo, pues estoy acostumbrado a fijarme en todo; aunque no pongo ningún pero. ¿Había estado antes aquí, señor Venus?

—No a este lado de la verja, señor Wegg.

—Entonces, ¿había llegado a la verja, señor Venus?

—Sí, señor Wegg, y me había asomado por curiosidad.

—¿Y vio algo?

—Nada más que el patio con la basura.

El señor Wegg recorre el cuarto con los ojos en blanco, con ese aire de interrogación no satisfecha tan suyo, y luego pone los ojos en blanco y los dirige al señor Venus, como si sospechara que hay algo que averiguar en él.

—Y no obstante, señor —añade—, ya que conocía usted al viejo señor Harmon, uno habría pensado que sería cortés por su parte haberle hecho una visita. Y al ser usted de natural una persona educada.

Esta última frase es un halago para aplacar al señor Venus.

—Es cierto, señor —prosigue Venus, guiñando sus ojos débiles y pasándose los dedos a través de su polvorienta mata de pelo—, que lo era, antes de que cierta observación me sentara mal. ¿Entiende a qué me refiero, señor Wegg? A una cierta declaración escrita por una persona que no desea ser considerada bajo cierta luz. Desde entonces, no me quedó más que la hiel.

—No diga eso —dice el señor Wegg, en un tono de sentimental condolencia.

—Sí, señor —replica Venus—, ¡solo la hiel! Puede que le parezca cruel al mundo, pero tanto me da atacar a mi mejor amigo como no hacerlo. ¡De hecho, preferiría atacarlo!

Cuando el señor Venus se pone en pie de un salto para dar énfasis a su insociable declaración, el señor Wegg hace un gesto involuntario con la pierna de madera como para protegerse, con el resultado de que cae hacia atrás con silla y todo, y es rescatado por ese inofensivo misántropo, hecho un amasijo de brazos y piernas y frotándose compungido la cabeza.

—Vaya, ha perdido el equilibrio, señor Wegg —dice Venus, entregándole la pipa.

—¡Y no es de extrañar —gruñe Silas—, cuando un visitante, sin previo aviso, se comporta con la misma imprevisible maldad que un atracador! ¡No salga volando de su silla de ese modo, señor Venus!

—Le pido perdón, señor Wegg. Es que estoy amargado.

—Sí, pero caramba —contesta Wegg con ganas de discutir—. ¡Un carácter controlado por la razón puede estar amargado sentado! Y en cuanto a que te consideren bajo una luz u otra, las hay intensas y débiles. Y no quiero —de nuevo se frota la cabeza— que se me considere bajo las últimas.

—No lo olvidaré, señor.

—Si fuera usted tan amable… —El señor Wegg abandona lentamente su tono irónico y su permanente irritación, y da otra chupada a su pipa—. Estábamos hablando de que el viejo señor Harmon era amigo suyo.

—Amigo no, señor Wegg. Solo lo conocía y hablábamos, y de vez en cuando tenía algún trato con él. Un personaje muy inquisitivo, señor Wegg, en relación a lo que se encontraba en el polvo. Tan inquisitivo como reservado.

—¡Ah! ¿Lo encontraba reservado? —replica Wegg, con ávido deleite.

—Siempre me lo pareció, y así se comportaba.

—¡Ah! —Vuelve a poner los ojos en blanco—. En cuanto a lo que se encontraba en el polvo: ¿alguna vez le mencionó cómo lo encontraba, mi querido amigo? Ya que vivo en tan misteriosa propiedad, me gustaría saberlo. Por ejemplo, ¿dónde encontraba las cosas? O por ejemplo, ¿por dónde empezaba? Si empezaba por lo alto de los montículos, o por la parte de abajo. Si hurgaba —aquí la pantomima del señor Wegg es hábil y expresiva— o si la removía. ¿Diría usted que la removía, mi querido señor Venus, o diría usted, como hombre, que hurgaba?

—No diría ninguna de las dos cosas, señor Wegg.

—Como amigo, señor Venus… Sírvase otra copa… ¿Por qué ninguna de las dos?

—Porque supongo, señor, que lo que encontraba lo encontraba al rebuscar y cribar. ¿Todos los montículos han sido rebuscados y cribados?

—Cuando los vea, opine usted mismo. Póngase otra.

Cada vez que dice «póngase otra», el señor Wegg, dando un saltito sobre su pata de palo, acerca su silla un poco más, no tanto para llenar de nuevo los vasos, sino como si se propusiera que volvieran a llevarse bien.

—Dado que vivo (como ya he dicho antes) en una propiedad misteriosa —dice Wegg cuando el otro ha actuado según su hospitalario ruego—, a uno le gusta saber. ¿Se inclinaría usted a decir (como hermano) que el viejo, al igual que encontró cosas en el polvo, también las escondió?

—Señor Wegg, en general, yo diría que es posible.

El señor Wegg se cala los lentes, y con admiración escruta al señor Venus de pies a cabeza.

—Como mortal que es usted, igual que yo, cuya mano tomo en la mía por primera vez hoy, tras haber pasado por alto de manera inexplicable ese acto tan lleno de confianza ilimitada que une a un semejante con otro semejante —dice Wegg, sosteniendo la palma del señor Venus hacia arriba, plana y a punto para darle un golpe y dándoselo ahora—, como tal, y no como otra cosa, pues yo desdeño todos los lazos más bajos que pueda haber entre yo y un hombre que camina con la cabeza bien alta, el único que puedo llamar Hermano, considerado y considerando este vínculo de confianza… ¿qué cree usted que pudo esconder?

—No es más que una suposición, señor Wegg.

—¡Como un Ser con la mano en el corazón —exclama Wegg; y el apóstrofe no es menos impresionante aunque la mano de ese Ser esté en su vaso de ron y agua—, ponga su suposición en palabras y exprésela, señor Venus!

—Era la clase de caballero, señor —replica lentamente el anatomista después de beber—, del que yo diría que es probable que aprovechara las oportunidades que el lugar le ofrecía para esconder dinero, objetos de valor, quizá documentos.

—Como alguien que siempre fue un adorno para la vida humana —dice el señor Wegg, de nuevo sosteniendo la palma del señor Venus abierta y hacia arriba, como si fuera a revelarle su destino por la quiromancia, y levantando la suya para descargar el golpe cuando llegue el momento—, como alguien en quien quizá pensaba el poeta cuando escribió las palabras del himno nacional naval:

Guiadla a barlovento, acercadla,

ya están los barcos a toca penoles;

de nuevo, grité, señor Venus, dadle otra dosis,

¡echadle los obenques y los garfios, señor, o se escapará!

»Es decir, considerado a la luz del auténtico Roble Inglés, pues eso es lo que sois, explíqueme, señor Venus, la expresión “documentos”».

—Al ver que el caballero generalmente rompía relaciones con sus más allegados, o reprimía algunos afectos naturales —replica el señor Venus—, es probable que redactara muchos testamentos y codicilos.

La palma del señor Wegg desciende con un sonoro papirotazo sobre la palma del señor Venus, y Wegg exclama con generosidad:

—¡Hermano en opinión igual que en sentimiento! ¡Sírvase otra!

Habiendo llevado ya su pata de palo y su silla justo delante del señor Venus, Wegg rápidamente sirve dos copas más, le entrega la suya a su visitante, toca el borde con el borde de la suya, se lleva la suya a los labios, la aparta, y abarcando con sus manos las rodillas de su visitante, se le dirige de esta guisa:

—Señor Venus, no es que le ponga ningún pero a que un desconocido me pase por encima, aunque considere a ese desconocido como un sujeto más que dudoso. No es por hacer dinero, aunque el dinero sea siempre bienvenido. No es por mí, aunque no soy tan altivo como para dejar pasar ningún beneficio. Es por lo que es justo.

El señor Venus guiña pasivamente sus dos ojos a un tiempo y pregunta:

—¿El qué, señor Wegg?

—El movimiento amistoso, señor, es lo que ahora le propongo. ¿Ve cuál es el movimiento amistoso, señor?

—Hasta que no me lo explique, señor Wegg, no puedo decirle si lo veo o no.

—Si hay algo que encontrar en esta propiedad, encontrémoslo juntos. Hagamos este movimiento amistoso de acordar buscarlo juntos. Hagamos este movimiento amistoso de acordar compartir los beneficios por igual. Por lo que es justo. —Así habla Silas asumiendo un aire noble.

—Entonces —dice el señor Venus, levantando la mirada, tras meditar con el pelo entre sus manos, como si solo pudiera fijar la atención fijando la cabeza—, si algo se desentierra del polvo, ¿lo mantendremos en secreto usted y yo? ¿Es eso, señor Wegg?

—Eso dependería de lo que fuera, señor Venus. Digamos que si fuese dinero, objetos de oro o plata o joyas, sería tan nuestro como de cualquiera.

El señor Venus se frota una ceja con aire interrogativo.

—Por lo que es justo. Porque de otro modo sería vendido sin saberlo con los montículos, y el comprador obtendría algo que nunca pretendió comprar, y nunca compró. ¿Y qué sería eso, señor Venus, sino algo injusto?

—Supongamos que se tratara de documentos —propone el señor Venus.

—Según lo que contuvieran, se los ofreceríamos a las partes que estuvieran más interesadas —replica enseguida Wegg.

—¿Por lo que es justo, señor Wegg?

—Siempre, señor Venus. Si las partes las utilizaran para algo injusto, eso sería obra suya. Señor Venus. Tengo una opinión de usted, señor, que no es fácil expresar. Desde que le visité aquella tarde en la que usted, podría decirse, hacía flotar su poderosa inteligencia en el té, me ha parecido que le hacía falta una meta que le moviera a la acción. Con este movimiento amistoso, señor, tendrá usted una espléndida meta que le moverá a la acción.

A continuación, el señor Wegg se explaya en lo que desde el principio ha ocupado un lugar preponderante en su astuta mente: las cualidades del señor Venus para tal búsqueda. Se extiende sobre los pacientes hábitos y las delicadas manipulaciones del señor Venus; en su habilidad a la hora de recomponer las cosas; en su conocimiento de los diversos tejidos y texturas; en la posibilidad de que pequeños indicios le conduzcan a descubrir grandes cosas escondidas.

—A mí eso no se me da bien —dice Wegg—. Aunque me pusiera a hurgar o a remover, sería incapaz de hacerlo con ese toque delicado, y al final lo único que haría es agitar los montículos. Todo lo contrario que usted, que se pondría a trabajar (como así lo haría) con un vínculo sagrado con su hermano a través de ese movimiento amistoso.

El señor Wegg comenta con moderación lo mal que se adapta una pierna de madera a las escaleras y a tales perchas aéreas, y también insinúa la tendencia de esa ficción de madera, cuando se la utiliza para moverse en una pendiente de ceniza, a quedarse clavada en terreno blando, dejando a su propietario clavado en el sitio. A continuación, abandonando esa parte del tema, comenta el curioso fenómeno de que antes de instalarse en La Enramada, fue al señor Venus al primero que oyó hablar de la leyenda de las riquezas ocultas en los Montículos.

—Las cuales —observa con un aire vagamente devoto— probablemente no fueron puestas allí sin objeto.

Finalmente regresa a la causa de lo que es justo, anunciando lúgubremente la posibilidad de que lo que desentierren incrimine al señor Boffin (de quien, vuelve a admitir francamente, no se puede negar que ha sacado provecho de un asesinato), con lo que esos dos semejantes que actúan amistosamente tendrían que denunciarlo a la justicia vengadora. Y esto, señala expresamente el señor Wegg, no por la recompensa, aunque no aceptarla constituiría una falta de principios.

A todo esto, el señor Venus, con su mata de pelo polvoriento enhiesta como las orejas de un terrier, escucha atentamente. Cuando el señor Wegg ha acabado, abre los brazos en toda su extensión, como para mostrarle al señor Venus lo desnudo que está su pecho, y luego los cruza a la espera de respuesta. El señor Venus le guiña los dos ojos unos momentos antes de hablar.

—Veo que ya lo ha intentado por usted mismo, señor Wegg —dice—. Y se ha dado cuenta de las dificultades por experiencia propia.

—No se puede decir exactamente que lo haya intentado —replica Wegg, un poco desconcertado por la insinuación—. Solo he mirado en la superficie. Solo eso.

—¿Y no ha encontrado nada, aparte de las dificultades?

Wegg niega con la cabeza.

—La verdad es que no sé qué decirle, señor Wegg —observa Venus, tras rumiarlo un poco.

—Diga que sí —le insta, como es natural, Wegg.

—Si no estuviera amargado, mi respuesta sería que no. Pero como estoy amargado, y sumido en una locura y una desesperación desatinadas, supongo que es sí.

Wegg alegremente vuelve a sacar los dos vasos, repite la ceremonia de chocar los bordes, y en su fuero interno brinda con gran entusiasmo por la salud y el éxito de la joven que ha reducido al señor Venus a su actual y conveniente estado de ánimo.

A continuación se recitan los artículos de ese movimiento amistoso, y quedan acordados. Son secreto, fidelidad y perseverancia. El señor Venus siempre tendrá libre acceso a La Enramada para sus búsquedas, y se tomarán todas las precauciones necesarias para no llamar la atención de los vecinos.

—¡Oigo pisadas! —exclama Venus.

—¿Dónde? —grita Wegg, con un sobresalto.

—Fuera. ¡Chitón!

Se hallan en el acto de ratificar el tratado del movimiento amistoso con un apretón de manos. Se separan lentamente, encienden sus pipas, ahora apagadas, y se reclinan en sus sillas. Sin duda, pisadas. Se acercan a la ventana, y una mano da un golpecito en el cristal.

—¡Entre! —dice Wegg, refiriéndose a que dé la vuelta y entre por la puerta.

Pero el pesado y anticuado marco se levanta lentamente, y una cabeza aparece lentamente de entre el fondo oscuro de la noche.

—Por favor, ¿se halla aquí el señor Silas Wegg? ¡Oh! ¡Ya le veo!

Los actores del movimiento amistoso quizá se hubiesen alterado igual aunque el visitante hubiese entrado de la manera habitual. Pero ahora que ese visitante se apoya en la ventana —que le queda a la altura del pecho— y los mira desde la oscuridad, se sienten de lo más violentos. Sobre todo el señor Venus: se quita la pipa de la boca, echa la cabeza hacia atrás, y mira al que lo mira, como si el bebé hindú que tiene en un frasco se hubiese presentado para llevarlo a casa.

—Buenas noches, señor Wegg. Debería revisar el cerrojo de la puerta del patio, si no le molesta; no engancha.

—¿Es el señor Rokesmith? —balbucea Wegg.

—Soy el señor Rokesmith. No quiero molestarle. No voy a entrar. Solo le traigo un recado, que prometí traerle de camino a mi alojamiento. No me decidía a traspasar la verja sin llamar: no sabía si habría un perro por aquí.

—Ojalá lo tuviera —murmura Wegg, dándole la espalda mientras se levanta de la silla—. ¡Chitón! ¡Silencio! Es el desconocido engatusador, señor Venus.

—¿Se trata de alguien que yo conozca? —pregunta el secretario sin dejar de mirar.

—No, señor Rokesmith. Es un amigo mío. Ha venido a pasar la velada conmigo.

—¡Oh! Le ruego me perdone. El señor Boffin desea que sepa que no espera que usted se quede en casa ninguna noche, solo por si viene. Ha dado en pensar que a lo mejor, sin pretenderlo, le tiene aquí esperándolo. En el futuro, si se le ocurre venir sin avisar, se arriesgará a no encontrarlo, y no le importará si está usted ausente. Le prometí que se lo diría de camino. Eso es todo.

Con eso y un «Buenas noches», el secretario baja la ventana y desaparece. Escuchan y oyen cómo las pisadas regresan a la verja, y cómo esta se cierra tras él.

—¡Y ese es el individuo, señor Venus —observa Wegg, cuando se ha ido del todo—, que me ha pasado por encima! Deje que le pregunte qué le parece.

Parece ser que el señor Venus no sabe qué pensar de él, pues hace diversos esfuerzos por contestar, sin llegar a pronunciar otra frase que la de que tiene «una cara singular».

—Dos caras, querrá decir, señor —replica Wegg, jugando amargamente con la palabra—. Esa es su cara. ¡Puedo tolerar una cara singular, pero no a los que tienen dos caras! Es gente que siempre va con segundas, señor.

—¿Dice que hay algo contra él? —pregunta Venus.

—¿Algo contra él? —repite Wegg—. ¿Algo? ¡Cómo aliviaría mis sentimientos (como semejante) no ser esclavo de la verdad y no verme obligado a responder: todo!

¡Fijaos en qué refugios maravillosamente ebrios esconden sus cabezas los avestruces sin plumas! ¡Qué compensación moral tan indecible para Wegg estar totalmente convencido de que el señor Rokesmith es alguien que siempre va con segundas!

—En esta noche estrellada, señor Venus —observa cuando acompaña a través del patio a su cómplice en el movimiento amistoso, y los dos ya se sienten algo peor de tanto servirse una bebida tras otra—, ¡y pensar, en esta noche estrellada, señor Venus, que los desconocidos embaucadores, y los que van con segundas, pueden volver a casa bajo este cielo, como si fueran honestos!

—El espectáculo de estas esferas —dice el señor Venus, levantando la mirada mientras se le cae el sombrero— me entristece con el recuerdo de las apabullantes palabras que ella me dedicó cuando me dijo que no deseaba considerarse ni que la consideraran…

—¡Lo sé! ¡Lo sé! No hace falta que me lo repita —dice Wegg apretándole la mano—. Pero piense en cómo esas estrellas me mantienen firme en la causa de lo que es justo en contra de alguien a quien no quiero nombrar. No es que le guarde rencor. ¡Pero vea cómo brillan con los viejos recuerdos! ¿Y de qué son esos viejos recuerdos, señor?

El señor Venus comienza a contestar tristemente:

—De las palabras de ella, de su letra, al decirme que no desea considerarse ni que la…

Pero Silas le corta en seco con dignidad.

—¡No, señor! ¡Los recuerdos de Nuestra Casa, del señorito George, de tía Jane, de tío Parker, todo arrasado! ¡Todos los sacrificios ofrecidos al favorito de la fortuna y al gusano del momento!