Capítulo V


Mercurio y sus apuntadores

Fledgeby merecía el encomio del señor Alfred Lammle. Era el perro más mezquino que había sobre la tierra, y con un solo par de patas. Y como el instinto (una palabra que todos entendemos con claridad) va sobre todo a cuatro patas, y la razón siempre sobre dos, la mezquindad a cuatro patas nunca alcanza la perfección de la mezquindad sobre dos.

El padre de este joven caballero había sido prestamista, y había tenido tratos profesionales con la madre mientras el susodicho joven caballero esperaba en la vasta y oscura antecámara de este mundo para nacer. La dama, una viuda que no podía pagarle al prestamista, se casó con él; cuando llegó el momento, Fledgeby fue llamado para salir de la vasta y oscura antecámara para presentarse ante el Registro de Nacimientos. Curiosa especulación la de qué habría hecho Fledgeby con su tiempo libre hasta el día del Juicio Final de no haber salido.

La madre de Fledgeby ofendió a su familia al casarse con el padre de este. Uno de los logros más sencillos de la vida consiste en ofender a tu familia cuando esta quiere librarse de ti. La familia de la madre de Fledgeby había estado muy ofendida con ella porque era pobre, y rompió con ella cuando se volvió relativamente rica. La familia de la madre de Fledgeby eran los Snigsworth, parientes tan lejanísimos que el noble conde no habría tenido empacho en alejarlos aún más y dejarlos completamente fuera del primazgo; pero, a pesar de todo, eran primos.

Entre las transacciones prematrimoniales con el padre de Fledgeby, la madre de este le había pedido dinero de manera muy desventajosa con derecho de reversión. La reversión tuvo lugar poco después de que se casaran, y el padre de Fledgeby se hizo con el efectivo para su uso y beneficio personal. Esto condujo a diferencias subjetivas de opinión, por no decir a un intercambio de sacabotas, tableros de backgammon y otros misiles domésticos, entre el padre y la madre de Fledgeby, lo que llevó a que la madre gastara todo el dinero que pudo, y a que el padre hiciera todo lo que pudo para impedirlo. En consecuencia, la infancia de Fledgeby fue tormentosa; pero los vientos y las olas se hundieron en el sepulcro, y Fledgeby floreció solo.

Vivía en unas habitaciones del Albany, y siempre iba bien arreglado. Pero su fuego juvenil estaba totalmente compuesto de chispas de piedra de moler; y mientras las chispas volaban, desaparecían, y nunca calentaban nada, podéis estar seguros de que Fledgeby estaba con sus herramientas en la piedra, girándola con ojo avizor.

El señor Alfred Lammle se acercó al Albany para desayunar con Fledgeby. En la mesa había una tetera escasa, una hogaza escasa, dos porciones escasas de mantequilla, dos lonchas escasas de bacon, dos huevos lamentables, y abundancia de una bonita porcelana comprada de segunda mano.

—¿Qué le pareció Georgiana? —preguntó el señor Lammle.

—Bueno, se lo diré —dijo Fledgeby, reflexivo.

—Hágalo, muchacho.

—Me malinterpreta —dijo Fledgeby—. No tengo intención de decirle eso. Lo que le voy a decir es otra cosa.

—¡Diga lo que sea, hombre!

—Ah, pero me vuelve a malinterpretar —dijo Fledgeby—. Lo que pretendo decirle es que no le diré nada.

El señor Lammle lo miró chispeante, pero también ceñudo.

—Mire —dijo Fledgeby—, usted es profundo y rápido. Si yo soy profundo o no, da igual. No soy rápido. Pero sé hacer una cosa, Lammle, y es tener la boca cerrada. Y siempre es mi intención hacerlo.

—Es usted muy astuto, Fledgeby.

—Puede que sí, o puede que no. Pero soy hombre de pocas palabras, lo que podría ser lo mismo. Y ahora, Lammle, no pienso contestar a ninguna pregunta.

—Mi querido amigo, si era la pregunta más sencilla del mundo.

—Tanto da. Lo parecía, pero las cosas no siempre son lo que parecen. Vi interrogar a un hombre como testigo en Westminster Hall. Las preguntas que le formularon eran las más sencillas del mundo, pero en cuanto las hubo contestado, resultaron ser todo menos eso. Muy bien. Entonces debería haberse callado. Si hubiese tenido la boca cerrada, no se habría metido en el lío en el que se metió.

—Si hubiera tenido la boca cerrada, nunca habría visto al objeto de mi pregunta —observó Lammle, irritándose.

—Es inútil, Lammle —dijo Fascinación Fledgeby, palpándose tranquilamente la patilla—. No voy a ponerme a discutir. No sé llevar una discusión. Pero sé tener la boca cerrada.

—¿Sabe? —El señor Lammle prefirió regresar a su tono conciliador—. ¡Ya lo veo que sabe! Bueno, cuando esos sujetos que conocemos beben y usted bebe con ellos, cuanto más locuaces están ellos, más callado está usted. Cuanto más largan ellos, más se guarda usted.

—No me opongo a que me comprendan —replicó Fledgeby, soltando una risita por dentro—, pero me opongo a que me interroguen. Desde luego, así es como yo actúo.

—Y cuando todos los demás comentamos nuestras empresas, ¡ninguno de nosotros sabe cuál es la suya!

—Y ninguno de ustedes lo sabrá nunca de mí, Lammle —replicó Fledgeby con otra risita en su fuero interno—, pues así es como yo actúo.

—¡Ya sé que así es como actúa! —replicó Lammle, con una ostentación de franqueza, y una carcajada, y extendiendo las manos como si quisiera enseñarle al universo qué hombre tan extraordinario era Fledgeby—. De no haber sabido eso de mi Fledgeby, ¿le habría propuesto nuestro ventajoso acuerdo?

—¡Ah! —observó Fascinación, sacudiendo maliciosamente la cabeza—. Pero por ahí no me va a pillar. No soy vanidoso. Ese tipo de vanidad no lleva a nada, Lammle. No, no, no. Los cumplidos solo me hacen tener la boca más cerrada.

Alfred Lammle apartó su plato (lo que no fue tan gran sacrificio, teniendo en cuenta lo poco que había en él), se metió las manos en los bolsillos, se recostó en la silla y contempló a Fledgeby en silencio. A continuación sacó lentamente la mano izquierda del bolsillo, y se revolvió la maleza del bigote, aún contemplándole en silencio. A continuación rompió lentamente el silencio, y lentamente dijo:

—¿Qué demonios le pasa a este tipo esta mañana?

—Bueno, mire, Lammle —dijo Fascinación Fledgeby, con el más mezquino de los centelleos en sus mezquinos ojos: que tenía demasiado juntos, por cierto—, mire, sé perfectamente que ayer por la noche no hice muy bien mi papel, y que usted y su mujer (a la que considero una mujer muy inteligente y agradable) sí. No es mi propósito salir airoso en circunstancias como esa. Sé perfectamente que ustedes dos hicieron muy bien su papel y se las arreglaron de primera. Pero no por eso venga aquí a hablarme como si yo fuera su muñeco o su marioneta, porque no lo soy.

—Y todo esto —exclamó Alfred, tras estudiar con una mirada esa mezquindad tan necesitada de la más mezquina ayuda, y sin embargo tan mezquina como para volverse en contra de esa ayuda—, ¡y todo esto por una pregunta sencilla y natural!

—Debería haber esperado a que me pareciera oportuno decir algo por mí mismo. No me gusta que me venga con sus Georgianas, como su fuera su propietario y el mío.

—Bueno —replicó Lammle—, cuando tenga usted la bondad de decir algo del asunto por iniciativa propia, hágamelo saber.

—Lo he hecho. Le he dicho que se las arreglaron de primera. Usted y su esposa. Si se las siguen arreglando de primera, yo seguiré con mi parte. Pero no presuma.

—¡Que yo presumo! —exclamó Lammle, encogiéndose de hombros.

—Ni se le meta en la cabeza —añadió el otro— que los demás son sus marionetas porque no saben hacer un buen papel en los momentos en que usted sí sabe, con la ayuda de su inteligente y simpática esposa. Todo lo demás lo puede seguir haciendo, y deje que la señora Lammle lo siga haciendo. Ahora bien, he cerrado la boca cuando me ha parecido oportuno, y he hablado cuando me ha parecido oportuno, y punto final. Y ahora la pregunta es —prosiguió Fledgeby, con la máxima renuencia—: ¿quiere otro huevo?

—No, no quiero —dijo lacónico Lammle.

—Quizá tenga razón y le siente mejor no tomarlo —replicó Fascinación, de mucho mejor humor—. Preguntarle si quiere otra loncha de beicon sería adulación absurda, pues le daría sed todo el día. ¿Quiere un poco más de pan con mantequilla?

—No, no quiero —repitió Lammle.

—Entonces me lo comeré yo —dijo Fascinación.

No fue una mera réplica hecha solo por hablar, sino una consecuencia alegre y contundente de la negativa; pues si Lammle hubiera vuelto a atacar la hogaza, habría quedado tan gravemente menguada, en opinión de Fladgeby, que él se habría visto obligado a abstenerse de tomar pan, al menos por lo que le quedaba de esa comida, y quién sabe si para la totalidad de la siguiente.

Si ese joven caballero (solo tenía veintitrés años) sumaba a la avaricia más propia de un anciano alguno de los generosos vicios de los jóvenes, es algo discutible; pues se atenía de manera honorable a su propio consejo. Era consciente del valor de las apariencias como inversión, y le gustaba vestir bien; pero todo cuanto le rodeaba había sido objeto de regateo, desde la levita que lo cubría hasta la porcelana con que desayunaba; y todo regateo, por cuanto representaba la ruina o una pérdida para alguien, adquiría a sus ojos una cualidad fascinante. Era parte de su avaricia hacer apuestas con mucha ventaja, dentro de estrechos márgenes, en las carreras; si ganaba, regateaba aún más; si perdía, se medio mataba de hambre hasta la próxima vez. No se sabe muy bien por qué el dinero era algo tan preciado para un Asno cuya sosería y mezquindad le impedían intercambiarlo por cualquier otra satisfacción; pero si existe un animal que seguro que carga con él es el Asno, y es también el único que en la faz de la tierra y el cielo solo ve escritas las tres letras L. S. D. No Lujo, Sensualidad y Disipación, a los que a menudo simbolizan, sino las tres letras peladas de Libra, Chelín y Penique.[20] El Zorro concentrado apenas se puede comparar al Asno concentrado en hacer dinero.

Fascinación Fledgeby fingía ser un joven caballero que se ganaba la vida, pero se sabía en secreto que era una especie de fuera de la ley en la compra y venta de letras de cambio, y que invertía dinero a altos intereses de diversas maneras. Su círculo de conocidos, del círculo del señor Lammle, estaban todos más o menos fuera de la ley, a causa de sus correrías por el alegre bosque del Chanchullo, que queda en las afueras del mercado de acciones y la Bolsa de valores.

—Supongo que usted, Lammle —dijo Fledgeby, al tiempo que se comía su pan con mantequilla—, siempre buscó la compañía femenina.

—Siempre —replicó Lammle, entristeciéndose considerablemente al pensar en su último galanteo.

—Le vino de manera natural, ¿eh? —dijo Fledgeby.

—Al otro sexo siempre le caí en gracia —dijo Lammle, mohíno, pero con el aire de alguien que no ha podido evitarlo.

—Su matrimonio le fue muy bien, ¿no? —preguntó Fledgeby.

El otro sonrió (una fea sonrisa) y se dio un golpecito en la nariz.

—El de mi difunto tutor fue un desastre —dijo Fledgeby—. Pero Geor… ¿Cómo se llama, Georgina o Georgiana?

—Georgiana.

—Ayer estaba pensando que no sabía que ese nombre existiera. Pensaba que acababa en ina.

—¿Por qué?

—Bueno, uno toca… si sabe… la concertina —replicó Fledgeby, meditando muy lentamente—. Y tiene… si la coge… la escarlatina. Y de un globo te puedes bajar en paraca… no, eso no es. Bueno, digamos, Georgidas… quiero decir, Georgiana.

—¿Iba a comentar algo de Georgiana, señor? —apuntó Lammle malhumorado, tras esperar en vano.

—Iba a comentar de Georgiana, señor —dijo Fledgeby, en absoluto complacido de que le recordaran su olvido—, que no parece una mujer violenta. No parece de las agresivas.

—Tiene la gentileza de una paloma, señor Fledgeby.

—Naturalmente, eso es lo que usted dice —replicó Fledgeby, afilando el entendimiento, ahora que se tocaba algo de su interés—. Pero ya sabe, el punto de vista es este: lo que yo digo, no lo que usted dice. Y lo que yo digo, teniendo como ejemplo a mi difunto tutor y a mi difunta madre, es que Georgiana no parece de las agresivas.

El respetado señor Lammle era un camorrista, por naturaleza y por práctica habitual. Comprendiendo, a medida que Fledgeby acumulaba afrentas, que mostrarse conciliador no iba a llevarle a nada, dirigió una mirada ceñuda a los ojillos de Fledgeby para conseguir el efecto opuesto. Satisfecho con lo que vio en ellos, prorrumpió en un ataque de furia y dio un manotazo sobre la mesa, haciendo tintinear y bailar la porcelana.

—Es usted un sujeto muy ofensivo —gritó Lammle, levantándose—. Es usted un bribón de lo más ofensivo. ¿Qué pretende con esta actitud?

—¡Caramba! —protestó Fledgeby—. No se ponga así.

—Es usted un sujeto muy ofensivo, señor —repitió el señor Lammle—. ¡Un bribón de lo más ofensivo!

—¡Cálmese! —le instó Fledgeby, horrorizado.

—¡Hay que ver, grosero y vulgar vagabundo! —dijo el señor Lammle, mirando furioso a su alrededor—. Si su criado estuviera aquí para darme seis peniques de su dinero y eso acabase con mis botas lustradas, le daría de patadas, pues usted no merece hacer ese desembolso.

—No, no lo haría —suplicó Fledgeby—. Estoy seguro de que se lo pensaría dos veces.

—Le diré una cosa, señor Fledgeby —dijo Lammle acercándosele—. Ya que se atreve a contradecirme, me reafirmo en lo dicho. ¡Deme su nariz!

Fledgeby se la tapó con la mano y dijo, apartándose:

—¡Le suplico que no lo haga!

—Deme su nariz, señor —repitió Lammle.

Aún cubriéndose el apéndice y apartándose, el señor Fledgeby reiteró (como si sufriera un fuerte catarro):

—Se lo suplico, se lo suplico, no lo haga.

—Y este sujeto —exclamó Lammle, deteniéndose e hinchando el pecho—, ¡este sujeto que abusa de que lo haya seleccionado de entre todos los jóvenes que conozco para ofrecerle una ventajosa oportunidad! ¡Este sujeto abusa de que tenga en mi escritorio, a la vuelta de la esquina, una sucia nota de su puño y letra para pagar una miserable suma en el caso de que ocurra cierto suceso, que solo puede ocurrir si mi esposa y yo lo deseamos! ¡Este sujeto, Fledgeby, se atreve a ponerse impertinente conmigo, Lammle. ¡Deme su nariz, señor!

—¡No! ¡Basta! Le pido perdón —le contestó Fledgeby con humildad.

—¿Qué ha dicho, señor? —preguntó Lammle, aparentando estar demasiado furioso para comprenderle.

—Le ruego que me perdone —repitió Fledgeby.

—Repita más alto sus palabras, señor. Mi justa indignación de caballero me hace hervir la sangre de la cabeza. No le oigo.

—Digo —repitió Fledgeby, con esforzada cortesía explicativa— que le pido perdón.

El señor Lammle se detuvo.

—Como hombre de honor —dijo dejándose caer en una silla—, estoy desarmado.

El señor Fledgeby también cogió una silla, aunque menos ostentosamente, y lentamente apartó la mano de la nariz. Le asaltó cierto recelo en lo tocante a sonársela, tan poco después de que la nariz hubiera asumido un carácter personal y delicado, por no decir, público; pero paulatinamente superó sus escrúpulos, y tímidamente se tomó esa libertad con una protesta implícita.

—Lammle —dijo miserablemente, tras haberse sonado—. Espero que volvamos a ser amigos.

—Señor Fledgeby —replicó Lammle—, no diga más.

—Creo que he ido demasiado lejos haciéndome el antipático —dijo Fledgeby—, pero no fue mi intención.

—¡No diga más, no diga más! —repitió el señor Lammle en tono altanero—. Deme su —Fledgeby sufrió un sobresalto— mano.

Se estrecharon la mano, y el señor Lammle, sobre todo, estuvo muy simpático. Pues era tan cobarde como el otro, y había corrido el mismo peligro de quedar derrotado, aunque se había rehecho a tiempo, y actuado según la información proporcionada por los ojos de Fledgeby.

El desayuno acabó en perfecto entendimiento. El señor y la señora Lammle se traían entre manos incesantes maquinaciones; había que cortejar en nombre de Fledgeby, y asegurarle la conquista; él, por su parte, admitía humildemente sus defectos por lo que hacía a las artes sociales más amables, y suplicaba que sus dos competentes coadjutores le apoyaran al máximo.

Poco recelaba el señor Podsnap de las trampas y redes que acechaban a la Joven. La consideraba de lo más segura dentro del Templo del podsnaperismo, a la espera de la plenitud de los tiempos en que ella, Georgiana, se desposara con un nuevo miembro de la estirpe que aportaría todos sus bienes terrenales a la familia. A esa Joven le subirían los colores a la cara si tuviera otra relación con tales asuntos que no fuera hacer lo que le ordenaran y limitarse a aceptar los bienes terrenales estipulados. ¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre? Yo, Podsnap. ¡Muera el atrevido pensamiento de que cualquier otra criatura de menos importancia puede mediar entre ambos!

Era día de fiesta, y Fledgeby no recuperó su humor ni la temperatura habitual de su nariz hasta la tarde. Entró en la City la tarde de ese día de fiesta, y se cruzó con un gran flujo de gente que salía; y así, cuando penetró en los límites de Saint Mary Axe, encontró el reposo y el silencio que siempre reinaban allí. Se detuvo ante una casa de fachada enlucida, amarilla y con el tejado en saledizo, que también estaba en silencio. Las persianas estaban bajadas, y la inscripción «Pubsey and Co». parecía dormitar en el escaparate de la contaduría de la planta baja que daba a la calle soñolienta.

Fledgeby llamó con el puño y tiró de la campanilla, pero nadie acudió. Fledgeby cruzó la estrecha calle y levantó la vista hacia las ventanas, pero nadie le dirigió la mirada a Fledgeby. Fuera de sus casillas, volvió a cruzar la calle y tiró de la campanilla como si fuera la nariz de la casa y le lanzara una indirecta acerca de su reciente experiencia. Al final puso el oído en la cerradura, y eso pareció darle la seguridad de que algo se movía allí dentro. Cuando puso el ojo en la cerradura quedó confirmado su oído, pues volvió a tirar furiosamente de la nariz de la casa, y tiró y tiró y siguió tirando, hasta que una nariz humana apareció en la sombría entrada.

—¡Vamos, señor! —gritó Fledgeby—. ¡Qué juegos son estos!

Se dirigía a un viejo judío ataviado con una vieja levita, larga de faldón y ancha de bolsillos. Un hombre venerable, calvo y de coronilla reluciente, con el pelo largo y gris bajándole por los hombros, y mezclándose con el de la barba. Un hombre que inclinó la cabeza con una elegante acción de oriental homenaje, y extendió las manos con las palmas hacia abajo, como para aplacar la cólera de un superior.

—¿Qué hacías? —dijo Fledgeby, vociferando.

—Generoso amo cristiano —le instó el judío—. Como es fiesta, no esperaba a nadie.

—¡Al cuerno con las fiestas! —dijo Fledgeby, entrando—. ¿Qué más te dan a ti las fiestas? Cierra la puerta.

El anciano obedeció con la inclinación de cabeza de antes. En la entrada colgaba su descolorido sombrero de copa baja y ala ancha, tan pasado de moda como su levita; en el rincón más cercano estaba su báculo… no un bastón de paseo, sino un báculo de verdad. Fledgeby se metió en la contaduría, se colocó sobre un taburete y se ladeó el sombrero. En los estantes había unas cajas de poco peso y sartas de cuentas falsas colgando. Había muestras de relojes baratos y de jarrones de flores también baratos. Todo ello, baratijas extranjeras.

Encaramado en su taburete, con el sombrero ladeado y una de las piernas colgando, la juventud de Fledgeby apenas ganaba algo al contrastarla con la edad del judío, de pie con la cabeza descubierta e inclinada, y la vista (que solo levantaba al hablar) humillada. Su ropa estaba tan descolorida como el sombrero de la entrada, pero, aunque iba mal vestido, no parecía mezquino. Fledgeby, en cambio, aunque no iba mal vestido, sí parecía mezquino.

—No me has dicho lo que hacías —dijo Fledgeby, rascándose la cabeza con el ala de su sombrero.

—Respiraba el aire, señor.

—¿En el sótano, y por eso no me has oído?

—En la azotea, señor.

—¡Por mi alma! Menuda manera de hacer negocios.

—Señor —el hombre ponía una expresión grave y paciente—, para que haya negocio debe haber dos partes, y al ser día de fiesta, estoy yo solo.

—¡Ah! No se puede ser vendedor y comprador a la vez. Es lo que dicen los judíos, ¿no?

—Si eso decimos, decimos una verdad —contestó el anciano con una sonrisa.

—Tu pueblo necesita decir la verdad alguna vez, pues miente bastante.

—Señor —replicó el anciano con sereno énfasis—, hay demasiada falsedad entre todas las creencias.

Bastante confuso, Fascinación Fledgeby se rascó de nuevo su cabeza intelectual con el sombrero, para ganar tiempo y poder rehacerse.

—Por ejemplo —añadió, como si hubiera hablado él el último—, ¿quién, aparte de tú y yo, ha oído hablar de un judío pobre?

—Los judíos —dijo el anciano, levantando los ojos del suelo con la sonrisa de antes—. Oímos hablar a menudo de judíos pobres, y nos portamos muy bien con ellos.

—¡Al cuerno con eso! —replicó Fledgeby—. Ya sabes a lo que me refiero. Si pudiera me convencería de que eres un judío pobre. Me gustaría que me confesaras cuánto le sacaste en realidad a mi difunto tutor. Tendría mejor opinión de ti.

El anciano tan solo inclinó la cabeza y extendió las manos como antes.

—No me hagas posturitas como si esto fuera una escuela de sordomudos —dijo el noble Fledgeby—, y exprésate como un cristiano… o al menos en la medida que puedas.

—Estuve enfermo, sufrí desgracias y fui pobre —dijo el anciano—, tanto que le debía a su padre el capital y los intereses. El hijo, al heredar, fue tan misericordioso que me perdonó ambos y me colocó aquí.

Hizo un gesto como si besara el dobladillo de una prenda imaginaria llevada por el noble joven que tenía delante. Lo hizo con humildad, aunque de manera pintoresca, y no humillante para él.

—Ya veo que no dirás más —dijo Fledgeby, mirándolo como si deseara probar el efecto de arrancarle un par de muelas—, por lo que no sirve de nada preguntártelo. Pero confiesa, Riah, ¿quién se va a creer que ahora eres pobre?

—Nadie —dijo el anciano.

—En eso tienes razón —asintió Fledgeby.

—Nadie —repitió el anciano moviendo la cabeza en un gesto lento y grave—. Todos lo tachan de fabulación. Si yo dijera «Este pequeño negocio no es mío —y, con un ágil barrido, su mano abarcó los diversos objetos de los estantes que le rodeaban—, es el negocio de un joven caballero cristiano que me otorga su confianza como criado, y me ha puesto a cargo de todo, y ante quien soy responsable de cada abalorio», todos se reirían. Cuando, en el mundo de las transacciones monetarias, les digo a los prestamistas…

—¡Hay que ver, viejo! —le interrumpió Fledgeby—. ¡Espero que vayas con ojo con lo que les dices!

—Señor, no les digo más que lo que voy a repetirle. Cuando les digo «No puedo prometerle esto, no puedo responder por el otro, debo ver a mi jefe, no tengo dinero, soy un hombre pobre y eso no depende de mí», se muestran tan incrédulos e irritados que a veces me maldicen en el nombre de Jehová.

—¡Esto sí que tiene gracia! —dijo Fascinación Fledgeby.

—Y otras veces dicen: «¿Es que no podemos prescindir de estos trucos, señor Riah? Vamos, vamos, señor Riah, ya conocemos las artimañas de su pueblo». ¡Mi pueblo! «Si va a prestarnos el dinero, tráigalo, tráigalo; y si no va a prestarlo, guárdeselo y dígalo». Nunca me creen.

—Eso está bien —dijo Fascinación Fledgeby.

—Dicen: «Lo sabemos, señor Riah, lo sabemos. Solo tenemos que mirarle para saberlo».

«¡Oh, eres el más acertado para el puesto —se dijo Fledgeby—. ¡Y yo también acerté al elegirte! Puede que sea lento, pero siempre seguro».

Ni una sílaba de estas reflexiones salió por boca del señor Fledgeby, por temor a que sirviera para aumentar el salario de su criado. Pero al contemplar al anciano mientras este estaba ahí de pie, con la cabeza gacha y la vista humillada, le pareció que renunciar a una pulgada de su cabeza calva, a una pulgada de su pelo gris, a una pulgada del faldón de su levita, a una pulgada del ala de su sombrero, a una pulgada de su báculo, supondría renunciar a miles de libras.

—Mira, Riah —dijo Fledgeby, apaciguado por esas consideraciones en las que se elogiaba a sí mismo—. Quiero entrar un poco más en la compra de deudas impagadas. Investiga por ahí.

—Así se hará, señor.

—Mientras le echaba un vistazo a la contabilidad, me he dado cuenta de que esa rama del negocio va bastante bien, y estoy dispuesto a ampliarla. También deseo estar al corriente de los asuntos de la gente. Así que abre los ojos.

—Lo haré sin demora, señor.

—Que corra por los barrios adecuados la voz de que comprarás deudas impagadas a bulto, a peso si hace falta, suponiendo que veas una buena oportunidad al examinar el paquete. Y una cosa más. Ven a verme con los libros para la inspección periódica el lunes por la mañana a las ocho.

Riah sacó un cuaderno plegado de la pechera y lo anotó.

—Esto es todo lo que quería decirte por el momento —continuó Fledgeby en su vena miserable, mientras se bajaba del taburete—, aparte de que me gustaría que tomaras el aire donde puedas oír la campanilla, o la aldaba, una de las dos o las dos. Por cierto, ¿cómo tomas el aire en la azotea? ¡Sacas la cabeza por la chimenea?

—Señor, hay zonas planas cubiertas de plomo, y he hecho allí un pequeño jardín.

—¿Para enterrar el dinero, viejo estafador?

—Con un jardín del tamaño de una uña tendría suficiente para enterrar mi tesoro, amo —dijo Riah—. Doce chelines a la semana, incluso cuando son el salario de un anciano, se entierran solos.

—Querría saber cuánto tienes en realidad —replicó Fledgeby, para quien era una ficción muy conveniente la idea de que el anciano se enriquecía a base de su estipendio y gratitud—. ¡Pero vamos! ¡Veamos tu jardín sobre las tejas antes de que me vaya!

El anciano dio un paso atrás, y vaciló.

—La verdad, señor, es que tengo compañía.

—¡Por san Jorge, tienes compañía! —exclamó Fledgeby—. ¿Supongo que sabes de quién es este edificio?

—Es suyo, señor, y yo soy su criado en él.

—¡Oh! Creía que lo habías olvidado —replicó Fledgeby, con la mirada puesta en la barba de Riah mientras se palpaba la suya—, al haber traído gente a mi casa.

—Suba y vea a los invitados, señor. Espero que admita que son inofensivos.

Pasando ante él con una cortés reverencia, una acción que probablemente el señor Fledgeby no habría podido llevar a cabo con su cabeza o con sus manos ni aunque le fuera la vida, el anciano comenzó a subir las escaleras. Mientras iba delante, con la palma de la mano abarcando el pasamanos, y el largo faldón de la levita, más bien un tabardo, resbalando por encima de cada escalón, parecía el guía de algún devoto peregrinaje a la tumba de un profeta. Sin que la menor imaginación turbara la mente de Fascinación Fledgeby, este simplemente especuló en qué momento de la vida había empezado a crecerle la barba, y se dijo de nuevo que era idóneo para ese trabajo.

Llegaron al tejado de la casa por unos últimos peldaños de madera, agachándose en un ático de poca altura. Riah se quedó inmóvil, y, volviéndose hacia su amo, señaló a los invitados.

Lizzie Hexam y Jenny Wren. Para quienes, quizá por un viejo instinto de su raza, el amable judío había extendido una alfombra. Sentadas en ella, contra el fondo escasamente romántico de una chimenea ennegrecida sobre la que se había hecho trepar una enredadera, las dos estaban concentradas en un libro; las dos con la cara atenta; Jenny la más concentrada; Lizzie, más perpleja. A su lado tenían otro librito, y un cesto corriente de frutas corrientes, y otro cesto con cuentas de abalorios y trozos de espumillón. Unas cajas de humildes flores y plantas de hoja perenne completaban el jardín; y las rodeaba una jungla de viejas chimeneas que hacían girar sus sombreretes y volar el humo, como dignas señoras que levantaran la cabeza con orgullo y se abanicaran, al tiempo que lo observaban todo en un estado de displicente sorpresa.

Apartando los ojos del libro, como para comprobar si había memorizado algo, Lizzie fue la primera en verse observada. Cuando se levantaba, la señorita Wren también se dio cuenta, y dijo, dirigiéndose de manera irreverente al gran jefe del edificio:

—Quienquiera que sea, no puedo levantarme, porque me duele la espalda y no me sostienen las piernas.

—Este es mi amo —dijo Riah, dando un paso al frente.

(«No parece el amo de nadie», se dijo para sus adentros la señorita Wren, levantando los ojos y la barbilla).

—Esta muchacha, señor —añadió el anciano—, es modista de personas pequeñas. Explícaselo al amo, Jenny.

—Son muñecas, eso es todo —dijo Jenny, lacónica—. Son difíciles de vestir, porque no está claro qué tipo tienen. Nunca sabes dónde vas a encontrar el talle.

—Su amiga —añadió el anciano, señalando a Lisa—, una muchacha tan trabajadora como virtuosa. Aunque eso lo son las dos. Trabajan de sol a sol, señor, de sol a sol; y de vez en cuando, como cuando es fiesta, vienen a aprender de los libros.

—Poco provecho se saca de eso —observó Fledgeby.

—¡Depende de la persona! —exclamó bruscamente la señorita Wren.

—Conocí a mis invitadas, señor —prosiguió el judío, con el evidente propósito de tirarle de la lengua a la modista—, porque vienen por aquí a comprar retales y sobras para los sombreros de la señorita Jenny. Estas sobras van a parar a la mejor compañía, señor, a sus pequeños clientes de mejillas sonrosadas. Lo llevan en el pelo, y en sus vestidos de baile, e incluso (eso me dice) se presentan en la corte con él.

—¡Ah! —dijo Fledgeby, cuya imaginación se veía superada por aquella fantasía de muñecas—. Supongo que hoy ha comprado ese cesto, ¿no?

—Supongo que sí —le interrumpió la señorita Jenny—, ¡y probablemente también lo ha pagado!

—Echemos un vistazo —dijo el suspicaz jefe. Riah se la entregó—. ¿Cuánto has pagado por esto?

—Dos valiosos chelines de plata —dijo la señorita Wren.

Riah confirmó sus palabras con dos asentimientos, mientras Fledgeby lo miraba. Un asentimiento por cada chelín.

—Bueno —dijo Fledgeby, hurgando en el contenido del cesto con el índice—, el precio no está mal. Os han puesto en abundancia, señorita Comosellame.

—Pruebe con Jenny —sugirió la joven con mucha calma.

—Os han puesto en abundancia, señorita Jenny, pero el precio no está mal. Y usted —dijo Fledgeby, volviéndose hacia su visitante—, ¿también compra aquí, señorita?

—No, señor.

—¿Tampoco vende, señorita?

—No, señor.

Mirando de soslayo al interrogador, Jenny cogió furtivamente la mano de su amiga y tiró de ella para que bajara, de manera que quedó a su lado sobre una rodilla.

—Agradecemos poder venir a descansar aquí, señor —dijo Jenny—. No sabe qué descanso supone para nosotras este lugar, ¿verdad, Lizzie? La tranquilidad, el aire…

—¡La tranquilidad! —repitió Fledgeby desdeñoso, con la cabeza hacia el tumulto de la City—. ¡Y el aire! —Con un «¡Puaj!» al humo.

—¡Ah! —dijo Jenny—. Está muy alto. Y ves las nubes pasando por encima de las callejuelas, sin prestarles atención, y ves las flechas doradas que apuntan a las montañas desde donde viene el viento, y te sientes como si estuvieras muerta.

La criaturita miró por encima de su cabeza, manteniendo en alto su mano pequeña y traslúcida.

—¿Y cómo te sientes cuando estás muerta? —preguntó Fledgeby, enormemente perplejo.

—¡Oh, tan tranquila…! —exclamó la criatura, sonriendo—. ¡Con tanta paz… y tan agradecida…! ¡Y oyes a los vivos gritando, y trabajando, y llamándose entre ellos por las calles angostas y oscuras, y los compadeces tanto…! ¡Y es como si te hubieras librado de una cadena, y una felicidad extraña, benéfica y triste hubiera caído sobre ti!

Su mirada cayó sobre el anciano, el cual, con las manos entrelazadas, la observaba en silencio.

—¡Bueno, hace apenas un momento —dijo la criaturita, señalándolo— he tenido la impresión de que salía usted de la tumba! ¡Ha aparecido por esa puerta baja tan encorvado y ajado, y luego ha inspirado y se ha erguido, y ha mirado en torno al cielo, y el viento soplaba sobre él, y su vida en la oscuridad de allá abajo había acabado! Hasta que lo han devuelto a la vida —añadió, volviéndose hacia Fledgeby con una mirada de censura—. ¿Por qué lo ha llamado?

—De todos modos, ha tardado bastante en acudir —gruñó Fledgeby.

—Pero usted no está muerto —dijo Jenny Wren—. ¡Baje a la vida!

Al señor Fledgeby debió de parecerle una buena sugerencia, pues tras saludar con la cabeza dio media vuelta. Mientras Riah le seguía para acompañarlo escaleras abajo, la criatura llamó al judío con una voz argentina:

—No tarde en volver. ¡Vuelva y sea un muerto más! —Y mientras bajaban seguían oyendo aquella voz, cada vez más débilmente, que medio cantaba y medio llamaba—: ¡Vuelva y sea un muerto más! ¡Vuelva y sea un muerto más!

Cuando llegaron al vestíbulo, Fledgeby, deteniéndose bajo la sombra del ancho y viejo sombrero, colocó mecánicamente el bastón y le dijo al anciano:

—Es guapa esa chica, la que está en su sano juicio.

—Y tan buena como guapa —replicó Riah.

—En todo caso —observó Fledgeby, con un seco silbido—, espero que no sea lo bastante mala como para instigar a ningún tipo a forzar cerrojos y entrar en la casa. Vigila. Mantén los ojos abiertos y no hagas más amistades, por guapas que sean. Naturalmente, no les has dicho mi nombre, ¿verdad?

—Se lo aseguro, señor.

—Si te preguntan, dices que es Pubsey, o Co, o lo que quieras, menos el de verdad.

Su agradecido criado —en cuya raza la gratitud es profunda, intensa y duradera— inclinó la cabeza, y en ese momento se llevó de verdad el dobladillo de la levita de Fledgeby a los labios: aunque tan levemente que el portador ni se dio cuenta.

Y Fascinación Fledgeby se marchó, exultante ante la astuta manera con que había dominado a un judío, y el anciano subió su propio camino escalera arriba. Mientras subía, la llamada o canción volvió a sonar en sus oídos, y, mirando hacia lo alto, vio la cara de la criaturita observando desde la Gloria de sus cabellos largos y radiantes, repitiéndole musicalmente, como una visión:

—¡Vuelva y sea un muerto más! ¡Vuelva y sea un muerto más!