Capítulo IV


Cupido y sus apuntadores

Por utilizar el frío lenguaje del mundo, la señora de Alfred Lammle rápidamente fortaleció su amistad con la señorita Podsnap. Por utilizar el cálido lenguaje de la señora Lammle, ella y la dulce Georgiana pronto fueron inseparables; en su corazón, en su mente, en su sentimiento, en su alma.

Cada vez que Georgiana conseguía escaparse de la tiranía del podsnaperismo; cuando conseguía apartar las mantas del faetón color natillas y levantarse; cuando conseguía escurrirse de la esfera del balanceo de su madre, y (por así decir) rescatar sus piececitos congelados de ese mundo del balanceo; cada vez que eso ocurría se iba a ver a su amiga, la señora de Alfred Lammle. La señora Podsnap no ponía ninguna objeción. Como era consciente de ser una «mujer espléndida» —pues oía que así la calificaban los ancianos osteólogos que proseguían sus estudios en las cenas de sociedad—, la señora Podsnap podía prescindir de su hija. El señor Podsnap, por su parte, al ser informado de dónde estaba Georgiana, se enorgullecía de que los Lammle estuvieran bajo su protección. Le parecía natural, conveniente y decoroso que ellos, en los momentos en que no podían servirse de él, se agarraran respetuosamente a la orla de su manto; que cuando no podían regodearse en el esplendor de él, el sol, se conformaran con la pálida luz reflejada de la joven y vaporosa luna, su hija. Se formó una mejor opinión de la discreción de los Lammle que la que tenía antes, ahora que apreciaban el valor de esa relación. Así, mientras Georgiana se dirigía a casa de su amiga, el señor Podsnap se iba a una cena, y a otra, y aún a otra, del brazo de la señora Podsnap, aposentando su obstinada cabeza dentro de su corbata y cuello duro, como si fuera a tocar la marcha triunfal en la flauta de Pan y en su propio honor: ¡Ya llega Podsnap el conquistador, que suenen las trompetas y redoblen los tambores!

Uno de los rasgos del carácter del señor Podsnap (y que, de una u otra manera, se podía ver cómo impregnaba las anchuras y profundidades del podsnaperismo) consistía en que no soportaba ni un atisbo de menosprecio hacia ninguno de sus amigos o conocidos. «¿Cómo se atreve?», parecía decir, en ese caso. «¿A qué se refiere? Esta persona tiene mi licencia. Esta persona ha pedido y obtenido mi certificado. A través de esta persona usted me ataca a mí, Podsnap el Grande. Y no es que me importe especialmente la dignidad de esa persona, pero sí me importa especialmente la de Podsnap». De ahí que si alguien, en su presencia, se hubiera atrevido a dudar de la formalidad de los Lammle, se hubiera puesto hecho una furia. Tampoco es que ocurriera nunca, pues el diputado Veneering fue siempre la autoridad que respondió de su riqueza, y quizá incluso creía en ella. Y podía hacerlo, si lo deseaba, teniendo en cuenta lo poco que sabía del asunto.

La casa del señor y la señora Lammle, en Sackville Street, Piccadilly, no era más que una residencia temporal. Informaban a sus amigos de que le había resultado cómoda al señor Lammle cuando era soltero, pero que ahora ya no les servía. De manera que siempre estaban buscando una residencia palaciega en los mejores barrios, y siempre estaban a punto de alquilarla o comprarla, aunque nunca acababan de rematar el negocio. Así fue como se crearon una magnífica reputación, y muy peculiar. Cada vez que alguien veía una residencia palaciega vacía exclamaba «¡Justo lo que buscan los Lammle!» y les escribía para contarles lo que había visto, y estos siempre iban a verla, pero, por desgracia, nunca acababa de responder a sus necesidades. En resumen, tantas decepciones sufrieron que comenzaron a pensar en que sería necesario construirse una residencia palaciega. Y así fue como se crearon otra magnífica reputación; muchos de sus conocidos, previendo cómo sería la futura casa de los Lammle, y ya envidiándola, comenzaron a sentirse insatisfechos con la suya propia.

El magnífico mobiliario y la decoración de la casa de Sackville Street se apilaban en un gran montón sobre el esqueleto del piso de arriba, y si alguna vez este susurraba desde debajo de su carga de tapicería «¡Estoy en el armario!»[19] era a muy pocos oídos, y desde luego nunca a los de la señorita Podsnap. A la señorita Podsnap, aparte de la simpatía de su amiga, lo que más encantaba de esta era la felicidad de su vida de casada. A menudo era su tema de conversación.

—Estoy segura —dijo la señorita Podsnap— de que el señor Lammle es como un enamorado. Al menos… eso es lo que yo pensaría.

—¡Georgiana, querida! —exclamó la señora Lammle, levantando el índice—. ¡Ándate con ojo!

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señorita Podsnap, sonrojándose—. ¿Qué he dicho ahora?

—Alfred, querida —le apuntó la señora Lammle, sacudiendo la cabeza con aire juguetón—. Ya no has de seguir llamándolo señor Lammle.

—¡Ah! Bueno, pues Alfred. Me alegra que no sea algo peor. Me daba miedo haber dicho una inconveniencia. Siempre digo alguna inconveniencia cuando estoy con mamá.

—¿Conmigo, Georgiana?

—No, no contigo; tú no eres mamá. Ojalá lo fueras.

La señora Lammle le prodigó a su amiga una sonrisa dulce y encantadora, que la señorita Podsnap devolvió lo mejor que pudo. Almorzaban en el boudoir de la señora Lammle.

—Así pues, querida Georgiana, ¿Alfred es la idea que tienes de un enamorado?

—No digo eso, Sophronia —replicó Georgiana, comenzando a replegar los codos—. No me hago ninguna idea de lo que es un enamorado. Esos desdichados que mamá trae para atormentarme no son enamorados. Solo me refería a que el señor…

—¿Otra vez, Georgiana querida?

—A que Alfred…

—Eso suena mucho mejor, querida.

—… te quiere tanto… Siempre te colma de galanterías y atenciones. ¿No es verdad?

—Sin duda, querida —dijo la señora Lammle, con una singular expresión cruzándole la cara—. Creo que me ama tanto como yo a él.

—¡Oh, qué felicidad! —exclamó la señorita Podsnap.

—Pero ¿sabes, Georgiana mía —añadió de inmediato la señora Lammle—, que hay algo sospechoso en tu entusiasta simpatía hacia la actitud cariñosa de Alfred?

—¡Dios santo, espero que no!

—¿No parece sugerir —dijo con malicia la señora Lammle— que el corazoncito de mi Georgiana está…?

—¡Oh no! —le imploró la señorita Podsnap, sonrojándose—. ¡No, por favor! Te aseguro, Sophronia, que solo alabo a Alfred porque es tu marido y te quiere tanto.

La mirada de Sophronia delató como si una nueva luz hubiera irrumpido en su mente. Pasó a una fría sonrisa cuando dijo, con los ojos en el almuerzo y las cejas enarcadas:

—Te equivocas, querida, al interpretar lo que quería decir. Lo que insinuaba era que el corazoncito de mi Georgiana estaba comenzando a sentir un vacío.

—No, no, no —dijo Georgiana—. No permitiría que nadie me dijera algo así ni por muchísimos miles de libras.

—¿Algo como qué, Georgiana? —preguntó la señora Lammle, aún sonriendo fríamente con los ojos en el almuerzo, las cejas en el mismo arco.

—Ya sabes —replicó la señorita Podsnap—. Creo que me volvería loca de irritación, vergüenza y odio, Sophronia, si alguien dijera algo así. A mí me basta ver lo cariñosos que sois tú y tu marido. Es algo distinto. No soportaría que nada parecido me ocurriera. Imploraría y rezaría… para que esa persona se alejara de mí y la pisotearan.

¡Ah, ahí estaba Alfred! Había entrado a hurtadillas, y traviesamente se había quedado apoyado en el respaldo de la butaca de Sophronia, y, cuando, la señorita Podsnap lo vio, él se llevó a los labios uno de los rizos sueltos de Sophronia, y de ahí lanzó un beso a la señorita Podsnap.

—¿Qué es todo esto de odios y maridos? —preguntó el cautivador Alfred.

—Bueno —replicó su mujer—, dicen que el que escucha a escondidas, de él nada bueno oye. Aunque… dime, ¿cuánto hace que estás ahí?

—He llegado ahora mismo, querida.

—Entonces podemos continuar… aunque solo con que hubieses llegado un poco antes, habrías oído cómo Georgiana cantaba tus alabanzas.

—Aunque no sé si se les debe llamar alabanzas —explicó la señorita Podsnap un tanto aturullada—, pues expresar lo mucho que quiere a Sophronia tampoco creo que lo sean.

—¡Sophronia! —farfulló Alfred—. ¡Vida mía!

Y le besó la mano. Y, para corresponderle, ella le besó la cadena del reloj.

—Aunque espero no ser yo el que había que alejar y pisotear —dijo Alfred, acercando una silla y sentándose entre ambas.

—Pregúntale a Georgiana, vida mía —replicó su esposa.

Alfred apeló a Georgiana en un tono enternecedor.

—Oh, no me refería a nadie en particular —replicó la señorita Podsnap—. Tonterías.

—Pero si de verdad quieres saberlo, don Metomentodo, como supongo que quieres —dijo la feliz y cariñosa Sophronia, sonriendo—, se trataba de cualquiera que se atreviera a pretender a Georgiana.

—Sophronia, amor mío —protestó el señor Lammle en tono severo—, ¿no lo dirás en serio?

—Alfred, amor mío —replicó su esposa—, yo creo que Georgiana no lo decía en serio, pero yo sí.

—¡Desde luego —dijo el señor Lammle—, esto demuestra las accidentales combinaciones que adquieren los hechos! ¿Podrías creerte, querida mía, que he venido con el nombre de un pretendiente de Georgiana en los labios?

—Sin duda que me creo, Alfred —dijo la señora Lammle—, cualquier cosa que me digas.

—¡Querida! Y yo cualquiera que tú me digas.

¡Qué encantadores esos diálogos, y las miradas que los acompañaban! Ahora bien, no sé qué hubiera pasado si el esqueleto que había arriba hubiera aprovechado esa oportunidad, por ejemplo, para gritar: «¡Aquí estoy, asfixiándome en el armario!».

—Te doy mi palabra, querida Sophronia…

—Y yo sé lo que es eso, amor —decía ella.

—Desde luego, querida… de que he entrado en esta sala a punto de pronunciar el nombre del joven Fledgeby. Háblale a Georgiana, querida, del joven Fledgeby.

—¡Oh no, no! ¡Por favor, no! —exclamó la señorita Podnsap, tapándose los oídos—. Preferiría que no.

La señora Lammle rió con gran alegría, y, apartando las manos de Georgiana de sus oídos sin que esta se resistiera, y sujetándolas de manera juguetona con sus brazos extendidos, a veces acercándolas, a veces separándolas, prosiguió:

—Debes saber, mi queridísimo y amado patito feo, que existió una vez alguien llamado el joven Fledgeby. Y que este joven Fledgeby, que era de una familia rica y excelente, era amigo de otras dos personas que se querían mucho y se llamaban señor y señora Lammle. Y que este joven Fledgeby, estando una noche en el teatro, ve, en compañía del señor y la señora Lammle, a una heroína llamada…

—¡No, no digas Georgiana Podsnap! —suplicó la joven casi llorando—. Por favor, no ¡Oh, di, di, di cualquier otro nombre! No Georgiana Podsnap. ¡Oh no, no, no!

—Que no es otra —dijo la señora Lammle, riendo con despreocupación y rebosante de afectuosas lisonjas, al tiempo que abría y cerraba los brazos de Georgiana como si fueran un compás— que mi querida Georgiana Podsnap. Así pues, este joven Fledgeby se acerca a ese tal Alfred Lammle y le dice…

—¡Oh, por favooooor, no! —gritó Georgiana, como si le extrajeran la súplica mediante una intensa compresión—. ¡Le odio tanto por haberlo dicho…!

—¿El qué, querida? —dijo riendo la señora Lammle.

—Oh, no sé lo que dijo —exclamó Georgiana desesperada—, pero lo odio de todos modos por decirlo.

—Querida —dijo la señora Lammle, siempre con su risa más cautivadora—, el pobre muchacho solo dice que se ha quedado sin habla.

—¡Oh, qué voy a hacer! —interrumpió Georgiana—. ¡Dios mío, qué bobo debe de ser!

—… E implora que se le invite a cenar, y que la próxima vez que vayamos al teatro seamos cuatro. Así que mañana cena y va a la ópera con nosotros. Eso es todo. Solo que, querida Georgiana… ¡y a ver qué te parece esto!… es infinitamente más tímido que tú, ¡y te tiene más miedo que el que tú le has tenido a cualquiera en todos los días de tu vida!

Turbada, la señorita Podsnap aún echaba chispas y se tironeaba las manos, aunque no pudo evitar reírse ante la idea de que alguien tuviera miedo de ella. Con esa ventaja, Sophronia la halagó y la animó con más éxito, y el insinuante Alfred la halagó y la animó, y le prometió que en cualquier momento que ella se lo solicitase, se llevaría al joven Fledgeby y lo pisotearía. Así, quedó amistosamente acordado que el joven Fledgeby acudiría a admirar, y que Georgiana se presentaría para que la admiraran; y Georgiana, con la sensación totalmente nueva en su pecho de contar con esa oportunidad, y en posesión momentánea de muchos besos de la querida Sophronia, caminó hasta la residencia de su padre seguida, a una distancia de seis pies, por un descontento lacayo (la cosa que siempre la acompañaba cuando volvía a casa).

Cuando la feliz pareja quedó a solas, la señora Lammle le dijo a su marido:

—O no entiendo a esta chica, o tus prodigiosas dotes de fascinación le han hecho mella. Te menciono ahora tu conquista porque creo que, más que tu vanidad, te importa que los planes te salgan como esperas.

En la pared de delante de ellos había un espejo, y los ojos de ella captaron la mueca burlona de Alfred. Le lanzó a la imagen refleja una mirada del más intenso desprecio, y la imagen la recibió en el espejo. Al momento siguiente se observaron mutuamente como si ellos, los protagonistas, nada hubiesen tenido que ver en ese expresivo intercambio.

Es posible que, de alguna manera, la señora Lammle intentara excusarse ante sí misma por desdeñar a esa pobre víctima, de la que siempre hablaba con cáustico menosprecio. Y también es posible que no acabara de lograrlo, pues es difícil resistirse a la confianza ajena, y sabía que tenía la de Georgiana.

Nada más dijo la feliz pareja. Quizá los conspiradores, una vez han llegado a un acuerdo, no sean muy dados a repetir los términos y los objetivos de su conspiración. Llegó el día siguiente; llegó Georgiana; llegó Fledgeby.

En aquella época, Georgiana conocía ya bien aquella casa y a quienes la frecuentaban. Había en ella una bonita habitación con una mesa de billar —en la planta baja, invadiendo el espacio del patio trasero—, que podría haber sido el despacho del señor Lammle, o la biblioteca, pero a la que no se le daba ninguno de esos dos nombres, sino simplemente el de la habitación del señor Lammle, de manera que a mujeres de intelecto más poderoso que el de Georgiana les habría resultado difícil determinar si los hombres que la frecuentaban iban por placer o por negocios. Entre la habitación y los hombres se daban notables parecidos. Los dos eran demasiado vulgares y ostentosos, olían demasiado a puro y eran demasiado aficionados a los caballos; esta última característica quedaba ejemplificada en la habitación, por cuanto la decoraba, y en los hombres por su conversación. A todos los amigos del señor Lammle les parecían necesarios los caballos que levantan mucho las patas, tan necesarios como sus transacciones a lo gitano a horas intempestivas de la mañana y de la tarde, con prisas y apuros. Había amigos que parecía que siempre estaban cruzando el canal en uno y otro sentido, haciendo encargos para la Bolsa de París, con inversiones en Grecia, España, la India y México, a la par y con prima y con descuento a tres cuartos y a siete octavos. Había otros amigos que parecía que siempre deambulaban por la City, por asuntos de la Bolsa de París, con inversiones en Grecia, España, la India y México, a la par y con prima y con descuento a tres cuartos y a siete octavos. Todos eran febriles, jactanciosos e indefiniblemente disolutos; y comían y bebían mucho, y hacían apuestas mientras bebían y comían. Todos hablaban de sumas de dinero, y solo mencionaban las sumas y dejaban que el dinero quedara sobreentendido; como cuando decían «Tom el de cuarenta y cinco mil», o «doscientas veintidós en cada acción individual en el lote Joe». Parecían dividir el mundo en dos clases de personas; la gente que amasaba enormes fortunas y la gente que quedaba enormemente arruinada. Siempre tenían prisa, y sin embargo no parecían tener nada tangible que hacer; a excepción de unos cuantos (casi todos asmáticos, de labios gruesos) que constantemente pretendían demostrar a los demás, con unos lapiceros de oro que apenas podían sujetar a causa de los anillos de oro que llevaban en el índice, cómo se gana el dinero. Por último, todos insultaban a sus criados, y los criados no eran tan respetuosos ni competentes como los criados de otros; parecían no acabar de dar la talla profesional como criados, al igual que sus amos tampoco acababan de dar la talla como caballeros.

El joven Fledgeby no era de esos. El joven Fledgeby tenía las mejillas de melocotón, o de una mezcla de color melocotón y de la tapia roja roja roja en la que crece, y era un joven desgarbado, con el pelo color pajizo y ojos pequeños, exageradamente flaco (sus enemigos habrían dicho un fideo) y propenso a examinarse los bigotes y las patillas. Mientras se palpaba la patilla que ansiosamente esperaba encontrar, Fledgeby sufría extraordinarias fluctuaciones de ánimo, que abarcaban toda la escala entre la seguridad en sí mismo y la desesperación. Había veces en que se sobresaltaba, como si exclamara: «¡Por Júpiter, aquí está por fin!». Había otras en que, igualmente deprimido, se le veía negar con la cabeza y abandonar toda esperanza. Apenaba verle en esos momentos, apoyado en la chimenea, como si esta fuera una urna que contuviera las cenizas de su ambición, con la mejilla que se negaba a echar pelo sobre la mano a la que esa mejilla había llegado a convencer.

Aunque en esa ocasión Fledgeby tenían un aspecto muy diferente. Ataviado con un magnífico traje, con el sombrero de ir a la ópera bajo el brazo, concluyó de manera satisfactoria la inspección de sí mismo, aguardó la llegada de la señorita Podsnap y charló de naderías con la señora Lammle. Como burlón homenaje a la nada de su charla, y a la naturaleza espasmódica de su carácter, los familiares de Fledgeby le habían conferido (a sus espaldas) el título honorario de Fascinación Fledgeby.

—Hace calor, señora Lammle —dijo Fascinación Fledgeby. La señora Lammle opinó que no tanto como ayer—. Puede que no —dijo Fascinación Fledgeby, avivando el diálogo—, pero espero que mañana no haga un calor horroroso.

Siguió con su chispeante conversación:

—¿Hoy ha salido, señora Lammle?

La señora Lammle respondió que había dado un breve paseo en coche.

—Hay gente —dijo Fascinación Fledgeby— que tiene la costumbre de dar largos paseos en coche; pero, por lo general, a mí me parece que si los alargan demasiado, exageran.

Ya lanzado, iba a superarse en su siguiente ocurrencia de no haberse anunciado la llegada de la señorita Podsnap. La señora Lammle corrió a abrazar a su pequeña Georgy, y después de los primeros éxtasis, se la presentó al señor Fledgeby. El señor Lammle llegó el último a la escena, pues siempre llegaba el último, y también los habituales llegaron tarde; y era lógico que todos ellos llegaran tarde, en virtud de la información privada acerca de la Bolsa de París, con inversiones en Grecia, España, la India y México, a la par y con prima y con descuento a tres cuartos y a siete octavos.

De inmediato se sirvió una opípara cena, y el señor Lammle se sentó a una punta de la mesa, chispeante, con un criado detrás de su silla, este con sus permanentes dudas de si cobraría el salario también a su espalda. Aquel día el señor Lammle iba a necesitar la versión más chispeante de sí mismo, pues Fascinación Fledgeby y Georgiana no solo se habían quedado sin habla, sino que se causaban mutuamente una gran incomodidad; Georgiana, sentada delante de Fledgeby, hacía tales esfuerzos por ocultar los codos que resultaban totalmente incompatibles con el uso del cuchillo y el tenedor; y Fledgeby, sentado delante de Georgiana, evitaba su semblante por todos los medios posibles, y delataba la zozobra de su ánimo el que se palpara las patillas con la cuchara, el vaso de vino y el pan.

Así pues, el señor y la señora Lammle tuvieron que hacer de apuntadores, y así fue como apuntaron.

—Georgiana —dijo el señor Lammle, en voz baja y sonriendo, y tan chispeante como un arlequín—, hoy no estás de tu humor habitual. ¿Por qué no estás de tu humor habitual, Georgiana?

Georgiana farfulló que su humor era el de siempre; no le parecía que estuviera diferente.

—¡Que no te parece que estás diferente! —replicó el señor Alfred Lammle—. ¡Querida Georgiana, tú que siempre estás tan natural y desinhibida con nosotros! ¡Que tan diferente eres de esa multitud, toda idéntica! ¡Que eres la personificación de la amabilidad, la sencillez y la sinceridad!

La señorita Podsnap miró hacia la puerta, como si albergara confusos pensamientos de huir para poder refugiarse de esos cumplidos.

—Y ahora —dijo el señor Lammle, alzando la voz—, que mi amigo Fledgeby diga si tengo razón o no.

—¡Oh, no! —exclamó débilmente la señorita Podsnap: entonces la señora Lammle se hizo cargo del libro del apuntador.

—Te ruego que me perdones, Alfred, querido, pero todavía no puedo dejarte al señor Fledgeby; debes esperar un momento. El señor Fledgeby y yo estamos manteniendo una conversación personal.

Fledgeby debía de llevar su parte con inmensa pericia, pues no parecía haber pronunciado ni una sílaba.

—¿Una conversación personal, Sophronia, querida? ¿Qué conversación? Fledgeby, me estoy poniendo celoso. ¿Qué discusión, Fledgeby?

—¿Se la contamos, señor Fledgeby? —preguntó la señora Lammle.

Procurando aparentar que no sabía de qué le hablaban, Fascinación replicó:

—Sí, cuéntesela.

—Bueno, pues si tanto quieres saberlo, Alfred —dijo la señora Lammle—, hablábamos de si el señor Fledgeby estaba hoy de su humor habitual.

—¡Vaya, Sophronia, pues eso es lo mismo que Georgiana y yo hablábamos, en relación a su humor! ¿Y qué ha dicho Fledgeby?

—¡Oh, no creas que te lo voy a contar todo sin que tú me cuentes nada! ¿Qué ha dicho Georgiana?

—Georgiana ha dicho que le parecía que era la misma de siempre, y yo le he dicho que no.

—Justamente —exclamó la señora Lammle—, eso es lo que le he dicho a Fledgeby.

Pero aquello tampoco llevaba a nada. Seguían sin mirarse. No, ni siquiera cuando el chispeante anfitrión propuso que el cuarteto tomara un vaso de vino apropiadamente chispeante. Georgiana miró al señor y la señora Lammle desde su vaso de vino; pero ni podía, ni quería, ni debía ni pensaba mirar al señor Fledgeby. Fascinación llevó la mirada de su vaso de vino al señor y la señora Lammle; pero ni podía, ni quería, ni debía ni pensaba mirar a Georgiana.

Había que seguir apuntando. Había que llevar a Cupido a su marca en el escenario. El director lo había puesto en el programa, y debía interpretarlo.

—Sophronia, querida —dijo el señor Lammle—, no me gusta el color de tu vestido.

—Apelo al señor Fledgeby —dijo la señora Lammle.

—Y yo a Georgiana —dijo el señor Lammle.

—Georgy, mi amor —le comentó la señora Lammle a su querida muchacha en un aparte—, confío en que no te pases a la oposición. Y ahora veamos, señor Fledgeby.

Fascinación quiso saber si ese color no era el que llamaban rosa. Sí, dijo el señor Lammle; y es que Fledgeby lo sabía todo; realmente era el color rosa. Fascinación asumió que el color rosa significaba el color de las rosas. (En lo que fue calurosamente apoyado por el señor y la señora Lammle). Fascinación había oído aplicar a la Rosa el nombre de Reina de las Flores. De manera parecida, podría decirse que ese vestido era el Rey de los Vestidos. («¡Bien traído, Fledgeby!», exclamó el señor Lammle). No obstante, la opinión de Fascinación era que todos teníamos ojos… o al menos la inmensa mayoría… y que… y… y su opinión se quedó en varios «y» más, y no pasó de ahí.

—¡Oh, señor Fledgeby —dijo la señora Lammle—, abandonarme de ese modo! ¡Oh, señor Fledgeby, abandonar mi pobre y ofendido rosa y ponerse de parte del azul!

—¡Victoria, victoria! —exclamó el señor Lammle—. Tu vestido queda condenado, querida.

—Pero ¿qué dice Georgy? —preguntó la señora Lammle, deslizando su afectuosa mano hacia la de su querida muchacha.

—Dice —replicó el señor Lammle haciendo de intérprete de Georgiana— que a sus ojos estás bien con cualquier color, Sophronia, y que si hubiera esperado verse azorada por un cumplido tan bonito como el que ha recibido, habría llevado otro color. Aunque yo le digo, en respuesta, que eso no la habría salvado, pues cualquier color que se pusiera habría sido el color preferido de Fledgeby. Pero ¿qué dice Fledgeby?

—Dice —replicó la señora Lammle, haciendo de intérprete de Fascinación, y dando unas palmaditas en el dorso de la mano de su querida muchacha, como si fuera Fledgeby quien se las diera— que no era un cumplido, sino un acto natural de homenaje al que no ha podido resistirse. Y —expresando ahora más sentimiento, como si fuera Fledgeby quien lo pusiera— ¡tiene razón, tiene razón!

Pero no, ni siquiera entonces se miraron. El señor Lammle pareció rechinar sus centelleantes dientes, gemelos, ojos y botones a la vez, al tiempo que les dirigía a los dos un sombrío ceño que expresaba el intenso deseo de unirlos haciendo chocar sus cabezas.

—¿Has oído alguna vez la ópera de esta noche, Fledgeby? —preguntó, callando en seco para impedir que se le escapara un «de las narices».

—Bueno, no, no exactamente —dijo Fledgeby—. De hecho, no conozco ni una nota.

—¿Ni tú tampoco, Georgy? —dijo la señora Lammle.

—N-no —replicó Georgina en un hilo de voz, a causa de aquella simpática coincidencia.

—Vaya —dijo la señora Lammle, encantada del descubrimiento que surgía de lo antedicho—, ¡ninguno de los dos la conoce! ¡¿No es encantador?!

Hasta el medroso Fledgeby se dio cuenta de que había llegado el momento de asestar el golpe. Y lo asestó diciendo, en parte a la señora Lammle y en parte al aire que la rodeaba:

—Me considera muy afortunado al ver lo que me ha reservado el…

Como se paró en seco, el señor Lammle, haciendo asomar la maleza pelirroja de sus bigotes, le propuso la palabra «Destino».

—No, no iba a decir eso —dijo Fledgeby—. Iba a decir «Hado». Me considero muy afortunado de que el Hado haya escrito en su libro, en ese libro que es de su exclusiva propiedad, que vaya a oír por primera vez esa ópera en las memorables circunstancias de estar acompañado por la señorita Podsnap.

A lo que Georgina replicó, enganchando los dos meñiques y dirigiéndose al mantel:

—Gracias, pero por lo general solo voy contigo, Sophronia, y es algo que me agrada mucho.

Satisfechos a la fuerza por ese éxito momentáneo, el señor Lammle dejó salir a la señorita Podsnap de la habitación, como si le abriera la puerta de la jaula, y la señora Lammle la siguió. Al poco sirvieron arriba el café, y el señor Lammle no perdió de vista a Fledgeby hasta que la señorita Podsnap no hubo vaciado su taza, y entonces le hizo seña con el dedo (como si ese caballerete fuera un perro cobrador un poco tardo) de que fuera a recogérsela. Fledgeby realizó esa hazaña no solo sin equivocarse, sino incluso adornándola con la información, impartida a la señorita Podsnap, de que el té verde se consideraba malo para los nervios. Aunque ahí la señorita Podsnap, sin querer, lo dejó sin habla al preguntar en su balbuceo habitual:

—Ah, ¿sí? ¿Y cómo actúa?

Cosa que Fledgeby no estaba preparado para aclarar.

Cuando anunciaron el carruaje, la señora Lammle dijo:

—No se preocupe por mí, Fledgeby, tengo las manos ocupadas con las faldas y la capa, dele el brazo a la señorita Podsnap.

Y se lo dio, y la señora Lammle los siguió, y el señor Lammle fue en último lugar, siguiendo inexorable esa pequeña grey, como un arriero.

Pero en el palco de la ópera todo fue centelleo y relumbrón, y él y su querida esposa mantuvieron una conversación entre Fledgeby y Georgiana de una manera hábil e ingeniosa. Estaban sentados en este orden: la señora Lammle, Fascinación Fledgeby, Georgiana y el señor Lammle. La señora Lammle le daba las frases de entrada a Fledgeby, y solo precisaba respuestas en monosílabos. El señor Lammle hacía lo propio con Georgiana. A veces la señora Lammle se inclinaba hacia delante y se dirigía al señor Lammle de esta guisa:

—Alfred, querido, el señor Fledgeby afirma muy acertadamente, a propósito de la última escena, que la verdadera fidelidad no necesita estimulantes como los que se juzgan necesarios en el escenario.

A lo que el señor Lemmle contestaba:

—Ay, Sophronia, mi amor, pero, como me ha observado Georgiana, la dama no tenía manera de estar al corriente de los afectos del caballero.

A lo que la señora Lammle replicaba:

—Muy cierto, Alfred; pero el señor Fledgeby señala… —lo que fuera.

A lo que Alfred objetaba:

—Sin duda, Sophronia, pero Georgiana observa agudamente… —otra cosa.

Mediante ese recurso, los dos jóvenes conversaron largo y tendido y se entregaron a un variedad de delicados sentimientos sin tener que abrir los labios ni una sola vez, excepto para decir sí o no, y eso ni siquiera el uno al otro.

Fledgeby se despidió de la señorita Podsnap en la puerta del carruaje, y los Lammle dejaron a Georgiana en la puerta de su casa. Por el camino, la señora Lammle le prestó su apoyo, a su manera cariñosa y protectora, diciendo de vez en cuando: «¡Oh, pequeña Georgiana, pequeña Georgiana!». Lo que no es gran cosa; aunque el tono añadía: «Tienes a Fledgeby a tus pies».

Y así fue como los Lammle llegaron por fin a su casa, y la señora se sentó enfurruñada y agotada, observando a su sombrío señor inmerso en una violenta gestión con una botella de soda, como si le retorciera el cuello a alguna desdichada criatura y se bebiera su sangre. Mientras se limpiaba los goteantes bigotes como si fuera un ogro, se encontró con la mirada de ella, y dejando de beber dijo, sin el menor afecto en la voz:

—¿Y bien?

—¿Ese bobo era totalmente necesario para nuestros fines?

—Sé lo que hago. No es tan imbécil como crees.

—A lo mejor es un genio.

—A lo mejor lo desprecias, y tú te das muchos aires. Pero te digo una cosa: cuando se trata de sus intereses, ese individuo se agarra con la misma fuerza que una sanguijuela. Cuando hay dinero en juego, ese tipo está a la altura del Diablo.

—¿Está a tu altura?

—Lo está. Casi como cuando pensaste que yo estaba a tu altura. En él no hay más de juvenil que lo que has visto hoy. Háblale de dinero, y su supuesta imbecilidad desaparece. Supongo que en otros aspectos es un idiota; pero responde muy bien a nuestro propósito.

—En cualquier caso, ¿ella cuenta con dinero propio?

—¡Sí! Cuenta con dinero propio. Hoy lo has hecho tan bien, Sophronia, que respondo a tu pregunta, aunque ya sabes que me opongo a esas preguntas. Lo has hecho tan bien, Sophronia, que debes de estar cansada. Vete a dormir.