Capítulo II


El hombre de alguna parte

El señor y la señora Veneering eran gente flamante en una casa flamante de un barrio flamante de Londres. Todo lo que rodeaba a los Veneering era nuevo e impecable. Todo el mobiliario era nuevo, todos los amigos eran nuevos, todos los criados eran nuevos, la vajilla era nueva, el carruaje era nuevo, los arneses eran nuevos, los caballos eran nuevos, los cuadros eran nuevos, ellos mismos eran nuevos, eran todo lo recién casados que resulta legalmente compatible con tener un bebé nuevecito, y si hubieran exhibido un bisabuelo, habría llegado con un paspartú del bazar de Pantechnicon, sin un arañazo, lustrado hasta la coronilla.

Pues, en la casa de los Veneering, desde las sillas del vestíbulo con el nuevo escudo de armas, hasta el pianoforte con el nuevo mecanismo, y en el piso de arriba, también, hasta el nuevo mecanismo contra incendios, todo estaba de lo más lustroso o barnizado. Y lo que resultaba observable en los muebles, también lo era en los Veneering: la superficie olía un poco demasiado a taller de restauración y era un pelín pegajosa.

Había un inocente mueble de comedor que iba sobre ruedecitas, y que cuando no se utilizaba se guardaba en una caballeriza de Duke Street, en Saint James, para quien los Veneering eran una fuente de total confusión. El nombre de este artículo era Twemlow. Al ser primo carnal de lord Snigsworth, se le requería con frecuencia, y en muchas casas se podía decir que representaba una mesa de comedor en estado normal. El señor y la señora Veneering, por ejemplo, cuando organizaban una cena, habitualmente comenzaban con Twemlow, y a continuación le iban colocando alas a la mesa, o por decirlo de otro modo, le añadían invitados. A veces la mesa consistía en Twemlow y media docena de alas; a veces en Twemlow y una docena de alas; a veces a Twemlow se le sacaba el máximo partido, alcanzando las veinte alas. El señor y la señor Veneering, en ocasiones ceremoniosas, se colocaban el uno frente al otro en el centro de la mesa, con lo que el paralelo seguía manteniéndose; pues siempre ocurría que, cuanto más se alargaba Twemlow, más lejos se encontraba del centro, y más cerca del aparador que había a un extremo del comedor, o de las cortinas de la ventana del otro.

Pero no era esto lo que llenaba de confusión la cándida alma de Twemlow. A esto se había acostumbrado, y podía valorarlo. El abismo al que no encontraba fondo, y del que surgía la fascinante y siempre creciente dificultad de su vida, era la insoluble cuestión de si él era el amigo más antiguo de Veneering, o el más reciente. A dilucidar este problema el inofensivo caballero había dedicado muchas horas de inquietud, tanto en sus aposentos sobre las caballerizas como en la fresca penumbra, favorable a la meditación, de Saint James Square. Veamos. Twemlow había conocido a Veneering en su club, donde Veneering entonces no conocía a nadie más que a la persona que los había presentado, que parecía ser el amigo más íntimo que hubiera tenido en el mundo, y al que apenas conocía de un par de días; y el vínculo de unión entre sus almas, la nefanda conducta del comité en relación a cómo había que preparar un solomillo de ternera, había sido accidentalmente consolidado en esa fecha. Inmediatamente después, Twemlow recibió una invitación a cenar con Veneering, y cenó: la persona que los había presentado estaba en el grupo. Inmediatamente después recibió una invitación a cenar con esa persona, y cenó: Veneering formaba parte del grupo. En la casa de esa persona había un Diputado, un Ingeniero, un Pagador de la Deuda Nacional, un Poema conmemorando el Tricentenario de Shakespeare, una Queja, y un Funcionario, y ninguno de ellos parecía conocer en lo más mínimo a Veneering. E, inmediatamente después de eso, Twemlow recibió una invitación a cenar en casa de Veneering expresamente para conocer al Diputado, al Ingeniero, al Pagador de la Deuda Nacional, al Poema conmemorando el Tricentenario de Shakespeare, a la Queja, y al Funcionario, y, mientras cenaba, descubrió que se trataba de los amigos más íntimos que Veneering tenía en el mundo, y que las esposas de todos ellos (que también estaban presentes), eran objeto del más devoto afecto y de la mayor confianza de la señora Veneering.

Y de este modo ocurrió que el señor Twemlow se dijo a sí mismo, estando en sus habitaciones con la mano en la frente: «No debo pensar en ello. Esto ya bastaría para reblandecerle el cerebro a cualquiera…». Y sin embargo no podía dejar de pensar en ello, y no alcanzaba ninguna conclusión.

Esa noche, los Veneering ofrecían un banquete. Once alas en la mesa Twemlow; catorce personas en total. Cuatro criados de pecho hundido y vestidos de paisano se alineaban en el vestíbulo. Un quinto sube la escalera con un aire afligido —como si fuera a decir: «Aquí hay otra infortunada criatura que viene a cenar; ¡así es la vida!»— y anuncia:

—¡El señor Twemlow!

La señora Veneering da la bienvenida a su queridísimo señor Twemlow. El señor Veneering da la bienvenida a su queridísimo señor Twemlow. La señora Veneering no cree que al señor Twemlow, de natural, pueda interesarle mucho algo tan insípido como un bebé, pero a un viejo amigo debe complacerle mirar a un bebé.

—¡Ah! Conocerás mejor al amigo de tu familia, Pichurrín —dice la señora Veneering, asintiendo emocionada a ese nuevo artículo—, cuando empieces a darte cuenta de las cosas.

Entonces le pide que le permita presentarle a dos de sus amigos, el señor Boots y el señor Brewer, y está claro que no tiene ni idea de cuál es cada uno.

Pero entonces tiene lugar una espantosa circunstancia.

—¡El señor y la señora Podsnap!

—Querida, los Podsnap —le dice el señor Veneering a la señora Veneering, con un aire de amistosísimo interés, mientras la puerta permanece abierta.

Un hombre grande y demasiado, demasiado sonriente, rodeado de una fatídica espontaneidad, aparece con su esposa, al instante abandona a su esposa y se lanza hacia Twemlow diciendo:

—¿Cómo está? Me alegra mucho conocerle. Tiene una casa encantadora. Espero que no lleguemos tarde. ¡No sabe cuánto me alegra tener esta oportunidad!

Cuando la primera acometida cayó sobre él, Twemlow retrocedió dentro de sus pulcros zapatitos y sus pulcras medias de seda de una moda fenecida, como si se viera impelido a saltar sobre el sofá que había a su espalda; pero el hombre grande llegó hasta él y resultó ser demasiado fuerte.

—Permítame —dijo el hombretón, intentando llamar la atención de su mujer a lo lejos— tener el placer de presentarle a la señora Podsnap a su anfitrión. Estará encantada —en su fatídica espontaneidad, parece encontrar perpetua frescura y eterna juventud en la frase—, estará encantada de tener la oportunidad, ¡estoy seguro!

Mientras tanto, la señora Podsnap, incapaz de originar un error por voluntad propia, pues la señora Veneering es la única señora que hay allí aparte de ella, hace lo que puede para apoyar el de su marido, mirando en dirección al señor Twemlow con un semblante quejumbroso y comentándole a la señora Veneering de manera sentida que, en primer lugar, teme haber estado un tanto descompuesta últimamente; y, en segundo, que el bebé ya se le parece mucho.

Es dudoso que a ningún hombre le guste que lo confundan con otro; pero como el señor Veneering esta noche se ha puesto la pechera del joven Antínoo (en una nueva batista que acaba de llegar al país), no le halaga nada que lo confundan con Twemlow, que es un sujeto seco y arrugado unos treinta años mayor. Al señor Veneering también le contraría que tomen a su mujer por la de Twemlow. En cuanto a este, es tan consciente de proceder de mucha mejor cuna que Veneering, que considera al hombretón un ofensivo zopenco.

En tan complicada tesitura, el señor Veneering se acerca al hombretón con la mano tendida, y sonriendo le asegura a ese incorregible personaje que está encantado de verlo, y este, en su fatídica espontaneidad, le replica:

—Gracias. Me avergüenza decir que en este momento no puedo recordar dónde nos conocimos, pero me alegra tener esta oportunidad de saludarlo, ¡desde luego!

Abalanzándose entonces sobre Twemlow, que le contiene con su escasa fuerza, lo arrastra con él para presentárselo, creyendo aún que es Veneering, a la señora Podsnap, cuando la llegada de más invitados deshace el error. Momento en el cual, tras haber vuelto a estrechar la mano de Veneering como Veneering, vuelve a estrechar la mano de Twemlow como Twemlow, y lo remata todo a su perfecta satisfacción diciéndole al último:

—Un momento ridículo… pero ¡no le quepa duda de que me alegro!

Ahora bien, Twemlow, tras haber pasado por esta terrorífica experiencia, tras haber observado, de manera parecida, la fusión de Boots en Brewer y de Brewer en Boots, y tras haberse fijado en que, de los otros siete invitados, cuatro personajes discretos entran paseando la mirada de un lado a otro y sin querer aventurarse a adivinar quién pueda ser Veneering hasta que Veneering los coge por banda, se da cuenta de que esos estudios le traen el provecho de endurecerle de nuevo el cerebro a medida que alcanza la conclusión de que él es, realmente, el amigo más antiguo de Veneering, cuando de pronto el cerebro se le vuelve a reblandecer y todo se va al garete, pues su mirada se encuentra con Veneering y el hombretón unidos como gemelos al fondo de la sala, cerca de la puerta del invernadero, y los oídos le informan, tras oír hablar a la señora Veneering, de que ese mismo hombretón va a ser el padrino del bebé.

—¡La cena está en la mesa!

De nuevo es el criado melancólico, como si dijera: «¡Bajad y envenenaos, infelices hijos de los hombres!».

Twemlow, al no tener ninguna dama asignada, se queda al final, con la mano en la frente. Boots y Brewer, creyéndolo indispuesto, susurran: «Ese hombre va a desmayarse. No ha comido». Pero solo está atónito por la insuperable dificultad de su existencia.

Revivido por la sopa, Twemlow comenta sin gran entusiasmo con Boots y Brewer las últimas noticias de la familia real. En la primera fase del banquete, Veneering apela a él acerca de la cuestión en disputa de si su primo lord Snigsworth está o no en la ciudad. Concede que su primo está fuera de la ciudad.

—¿En Snigsworthy Park? —pregunta Veneering.

—En Snigsworthy —replica Twemlow.

Boots y Brewer consideran a ese hombre una amistad que hay que cultivar; y Veneering deja claro que se trata de un artículo provechoso. Mientras tanto, el criado da vueltas, como un sombrío Analista Químico, siempre con aspecto de decir, después de «¿Chablis, señor?»: «No lo tomaría si supiera de qué está hecho».

El gran espejo que hay sobre el aparador refleja la mesa y la compañía. Refleja el nuevo blasón de los Veneering, en oro y también en plata, escarchado y luego deshelado, un camello, ni más ni menos. El Colegio de Heráldica descubrió que un ancestro de los Veneering que estuvo en las cruzadas llevaba un camello en su escudo (o lo hubiera llevado, de habérsele ocurrido), y que una caravana de camellos se encargaba de las frutas, las flores y las velas, y se arrodillaba para que la cargaran de sal. Refleja a Veneering: cuarentón, pelo ondulado, oscuro, propende a la corpulencia, taimado, misterioso, vaporoso; una especie de profeta bastante bien parecido y envuelto en velos que no profetiza. Refleja a la señora Veneering: rubia, de nariz y dedos aquilinos, no con tanto pelo como podría haber tenido, espléndida de vestimenta y joyas, entusiasta, obsequiosa, consciente de que una punta del velo de su marido la cubre a ella. Refleja a Podsnap: próspera alimentación, una alita de color claro y peluda a cada lado de la cabeza calva, que tanto podrían ser su cepillo como su pelo, unas perlillas rojas de sudor que se le disuelven sobre la frente, y por detrás se ve una gran cantidad de cuello de camisa arrugado. Refleja a la señora Podsnap: una muestra magnífica para un anatomista, con mucho hueso, cuello y fosas nasales como un caballito de cartón, rasgos duros, tocado majestuoso en el que Podsnap ha colgado ofrendas de oro. Refleja a Twemlow: gris, seco, cortés, sensible al viento del este, cuello y corbata estilo Jorge IV, mejillas hundidas como si hubiera hecho un gran esfuerzo para recluirse en sí mismo unos años atrás, y hubiera llegado hasta allí y ya no hubiera de continuar. Refleja a la joven madura: rizos azabache, y una tez que se ilumina cuando va bien empolvada —como ahora— y que consigue con bastante fortuna cautivar al joven maduro: que tiene demasiada nariz en la cara, demasiado rojo en las patillas, demasiado torso en el chaleco, demasiado centelleo en las botas, los ojos, los botones, la conversación y los dientes. Refleja a la encantadora lady Tippins, a la derecha de Veneering: tiene una cara inmensa y oblonga, obtusa e insulsa, como la cara que se refleja en una cuchara, y un largo camino de cabellos teñidos en lo alto de la cabeza que se constituye en conveniente acceso público al racimo de cabellos postizos que lleva detrás; está encantada de tratar con condescendencia a la señora Veneering, a la que tiene delante, y a esta le encanta que la traten con condescendencia. Refleja a un tal «Mortimer», otro de los amigos más antiguos de Veneering: este nunca ha estado antes en la casa, y no parece que vaya a volver; se sienta desconsolado a la izquierda de la señora Veneering, y ha sido lady Tippins (una amiga de su juventud) quien lo ha camelado para acudir a casa de esas personas y charlar; no dirá palabra. Refleja a Eugene, el amigo de Mortimer: enterrado vivo en el respaldo de la silla, tras un hombro —con una charretera de polvos encima— de la joven dama, recurriendo apesadumbrado al cáliz de champán cada vez que se lo ofrece el Analista Químico. Por último, el espejo refleja a Boots y Brewer, y otros dos atiborrados Parachoques interpuestos entre el resto de la compañía y posibles accidentes.

Las cenas de los Veneering son excelentes —o no acudiría gente nueva— y todo va bien. En particular, lady Tippins ha llevado a cabo una serie de experimentos sobre sus funciones digestivas, tan en extremo complicadas y audaces que, de poder publicarse, sus resultados beneficiarían a la raza humana. Tras haber tomado provisiones en todas las partes del mundo, ese crucero viejo y resistente ha alcanzado por fin el Polo Norte cuando, mientras retiran los platos del helado, las siguientes palabras brotan de ella:

—Le aseguro, mi querido Veneering…

(El pobre Twemlow se lleva la mano a la frente, pues ahora parecería que lady Tippins va a convertirse en su más antigua amiga).

—¡Le aseguro, mi querido Veneering, que es una cosa rarísima! Como dice la gente de la publicidad, no le pido que me crea sin ofrecerle una referencia respetable. Mortimer, aquí presente, puede dar fe, y está al corriente de todo.

Mortimer levanta sus párpados caídos y abre un poco la boca. Pero una leve sonrisa, que expresa «¡Qué más da!», le cruza la cara, y baja los párpados y cierra la boca.

—Y ahora, Mortimer —dice lady Tipping, golpeando con las varillas de su abanico verde y cerrado los nudillos de la mano izquierda, particularmente rica en nudillos—, insisto en que me cuente todo lo que haya que contar sobre el hombre de Jamaica.

—Le doy mi palabra de que nunca he oído hablar de ningún hombre de Jamaica, como no sea el lema de la Sociedad Antiesclavista de «¿Acaso no soy un hombre y un hermano?».

—Del hombre de Tobago, entonces.

—Tampoco he oído hablar de ningún hombre de Tobago.

—Si exceptuamos —interviene Eugene, de manera tan inesperada que la dama joven y madura, que se ha olvidado completamente de él, con un sobresalto le quita de en medio las charreteras de polvos—, si exceptuamos a nuestro amigo que vivió tanto tiempo a base de budín de arroz y cola de pescado, hasta que, para su gran felicidad, el médico le dijo esta verdad: de cordero se puede zampar un buen asado.[1]

Recorre la mesa la estimulante impresión de que Eugene va a contar todo lo que sabe. Una impresión frustrada, pues no dice más.

—Y ahora, mi querida señora Veneering —afirma lady Tippins—, le pregunto si no le parece la conducta más vil de este mundo. Paseo a mis enamorados, dos o tres a la vez, siempre que se muestren devotos y obedientes; ¡y aquí está mi comandante de enamorados, el jefe de todos mis esclavos, tirando por la borda su lealtad en público! ¡Y aquí está otro de mis enamorados, desde luego un tosco Cimón en la actualidad, pero en el que tengo depositadas fundadas esperanzas de que con el tiempo acabe enderezándose, que finge que ya no se acuerda de las nanas que le cantaba su niñera! ¡Lo hace a propósito para enojarme, pues sabe cuánto me encantan!

Lady Tippins siempre se está inventado espeluznantes historias acerca de sus enamorados. Siempre la escoltan uno o dos, y tiene una lista de enamorados, y siempre está inscribiendo alguno nuevo, o borrando alguno antiguo, o anotando alguno en su lista negra, o ascendiendo alguno a su lista azul, o añadiendo nuevos enamorados, o anotando algo en su libro. La señora Veneering está encantada con su humor, y también el señor Veneering. Quizá este se ve incrementado por un no se sabe qué amarillo en el cuello de lady Tippins, como las patas de un ave que arañara.

—Desde este momento proscribo a ese falso individuo, y le expulso de mi Cupidón (es como llamo a mi libro mayor, querida), esta misma noche. Pero estoy decidida a que me cuenten la historia del hombre de Alguna Parte, y le suplico que se la sonsaque en mi nombre, querida —esto se lo dice a la señora Veneering—, pues yo ya he perdido mi influencia. ¡Oh, perjuro! —Esto se lo dice a Mortimer, con unos golpecitos de abanico.

—Todos estamos muy interesados en el hombre de Alguna Parte —observa Veneering.

Entonces los cuatro Parachoques, haciendo acopio de valor los cuatro al mismo tiempo, dicen:

—¡Qué interesante!

—¡Qué emocionante!

—¡Qué dramático!

—¡El hombre de Ninguna Parte, quizá!

Y entonces la señora Veneering —pues las engatusadoras tretas de lady Tippins son contagiosas— junta las manos a la manera de un niño suplicante, se vuelve hacia el vecino de su izquierda, y dice:

—¡No se haga de rogar! ¡Hable! ¡Hombre de Donde Sea!

A lo cual, los cuatro Parachoques, misteriosamente impulsados de nuevo al mismo tiempo, exclaman:

—¡No puede negarse!

—A fe mía —dice Mortimer de manera lánguida—, me parece tremendamente embarazoso que todos los ojos de Europa se fijen sobre mí de este modo, y mi único consuelo es que todos ustedes, en el fondo de su corazón, deplorarán, de manera inevitable, la petición de lady Tippins, cuando descubran que el hombre de Alguna Parte es un pelmazo. Siento destruir sus fantasías románticas con algo vulgar, pero viene de un lugar concreto, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que a todos les sugerirá ese donde fabrican el vino.

Eugene sugiere:

—Day and Martin’s.

—No, ese no —replica el impertérrito Mortimer—, ahí es donde fabrican el oporto. El hombre del que hablo procede del país donde fabrican el vino de Ciudad del Cabo. Pero fíjese, mi querido amigo, no es algo estadístico, y sí bastante raro.

Siempre es de observar en la mesa de los Veneering que nadie se preocupa demasiado de ellos, y que cualquiera que tiene algo que decir se lo dice preferentemente a cualquier otra persona.

—El hombre —prosigue Mortimer, dirigiéndose a Eugene—, cuyo nombre es Harmon, era hijo único de ese bribón rematado que hizo fortuna recogiendo la basura de las calles.

—¿Esos que visten de pana roja y llevan una campana? —inquiere el sombrío Eugene.

—Y una escalera y un cesto, si quiere. Y mediante esos medios, u otros, se enriqueció encargándose de quitar la basura de las calles, y vivió en la hondonada de una accidentada zona rural compuesta enteramente de desperdicios. En su pequeña propiedad, el gruñón vagabundo levantó su propia cordillera, como un viejo volcán, y su formación geológica estuvo compuesta de polvo. Polvo de carbón, polvo vegetal, polvo de huesos, polvo de loza, polvo tosco y polvo pasado por el tamiz… todo tipo de polvo.

El fugaz recuerdo de la presencia de la señora Veneering induce a Mortimer a dirigirle la siguiente media docena de palabras; tras lo cual vuelve a apartarle la cara, lo intenta con Twemlow y descubre que este no responde, y en última instancia manda sus palabras a los Parachoques, que lo reciben de manera entusiasta.

—El ser moral (creo que esta es la expresión adecuada) de esta persona ejemplar derivaba su mayor satisfacción de anatemizar a sus parientes más directos y expulsarlos de casa. Habiendo comenzado (como era natural) dedicándole esas atenciones a su esposa del alma, luego se tomó la libertad de ofrecerle un reconocimiento similar a las peticiones de su hija. Eligió para ella el marido que él quiso, no el que a ella le gustaba, y procedió a asignarle, como dote matrimonial, no sé qué cantidad de basura, aunque realmente era inmensa. En ese momento, la pobre chica insinuó con todo el respeto que estaba prometida en secreto con ese popular personaje al que los novelistas y versificadores denominan el Otro, y que ese matrimonio convertiría en basura su corazón y su vida; en resumen, la colocaría en un lugar de honor, a muy amplia escala, en el negocio de su padre. De inmediato, su venerable padre (se cuenta que en una fría noche de invierno) la anatemizó y la echó de casa.

En este punto, el Analista (que evidentemente se ha formado una muy pobre opinión del relato de Mortimer) les concede un poco de clarete a los Parachoques; estos, de nuevo misteriosamente impulsados a la vez, se lo atornillan entre pecho y espalda lentamente con un peculiar giro de satisfacción, al tiempo que claman a coro:

—Prosiga, por favor.

—Los recursos pecuniarios del Otro eran, como suele ocurrir, de naturaleza muy limitada. No creo utilizar una expresión demasiado fuerte si digo que el Otro estaba sin blanca. No obstante se casó con la joven y residieron en una humilde morada, probablemente provista de un porche con madreselva y alguna otra enredadera, hasta que ella murió. Debo remitirles al Registro de nacimientos y defunciones del distrito en el que la humilde morada se ubicaba si quieren conocer la causa certificada de la muerte; pero es posible que el pesar y la ansiedad anteriores tuvieran que ver con ella, aunque puede que eso no aparezca en las páginas regladas ni en los impresos. No hay duda que lo mismo le ocurrió al Otro, pues quedó tan mermado por la pérdida de su joven esposa que si la sobrevivió un año ya fue mucho.

El indolente Mortimer siempre parece insinuar que, si la buena sociedad pudiera, en algún caso, dejarse impresionar, él, que forma parte de esa buena sociedad, cedería quizá a la debilidad de dejarse impresionar por lo que ahora está relatando. Es una característica que se esfuerza por ocultar, pero que está en él. Algo parecido le pasa también al sombrío Eugene; pues cuando la espantosa lady Tippins declara que si el Otro hubiera sobrevivido lo habría puesto a la cabeza de su lista de enamorados —y también cuando la dama joven y madura encoge sus charreteras empolvadas, y ríe ante el comentario privado y confidencial del caballero joven y maduro—, su tristeza se ahonda hasta el punto de que se pone a enredar ferozmente con su cuchillo de postre.

Mortimer prosigue.

—Ahora debemos regresar, como dicen los novelistas, y como todos deseamos que no dijeran, al hombre de Alguna Parte. Cuando acaeció la expulsión de su hermana, era un muchacho de catorce años que recibía una educación barata en Bruselas, y pasó cierto tiempo antes de que se enterara: probablemente se lo contó ella misma, pues la madre estaba muerta; aunque eso no lo sé. Al instante se fugó de la escuela y regresó a su casa. Debía de ser un chaval de temple y recursos, pues consiguió llegar con una asignación interrumpida de cinco sueldos a la semana; pero lo consiguió, y se presentó delante de su padre para defender la causa de su hermana. El venerable padre enseguida recurre a la anatemización, y lo echa. Aterrado y muy afectado, el muchacho se marcha, hace fortuna, se embarca, finalmente aparece en tierra firme entre las tierras vinícolas de Ciudad del Cabo: pequeño propietario, granjero, plantador, como quieran llamarlo.

En esa coyuntura se oye un arrastrarse de pasos en el vestíbulo, unos golpes en la puerta del comedor. El Analista Químico se dirige hacia la puerta, dialoga airadamente con quien acaba de llamar, que queda invisible, parece aplacarse al encontrar razones para que hayan golpeado la puerta, y sale.

—Y así lo descubrieron, apenas el otro día, tras haber estado expatriado durante catorce años.

Un Parachoques asombra de repente a los otros tres al separarse del unísono y afirmar su individualidad preguntando:

—¿Cómo fue descubierto, y por qué?

—¡Ah! Claro. Gracias por recordármelo. El venerable padre muere.

El mismo Parachoques, envalentonado por el éxito, dice:

—¿Cuándo?

—El otro día. Hace diez o doce meses.

El mismo Parachoques inquiere con inteligencia:

—¿De qué?

Pero aquí perece ese triste ejemplar, pues los otros tres Parachoques lo contemplan con una mirada pétrea, y ningún mortal le presta ya atención.

—El venerable padre muere —repite Mortimer con el fugaz recuerdo de que hay un Veneering presente en la mesa, dirigiéndose a él por primera vez.

El gratificado Veneering repite con gravedad «muere», y cruza los brazos, y pone un ceño de escucha judicial, cuando de pronto se encuentra de nuevo abandonado en un mundo inhóspito.

—Encuentran su testamento —dice Mortimer, captando los ojos de caballo de cartón de la señora Podsnap—. Está fechado muy poco después de la huida de su hijo. Le deja la más baja de las montañas de basura, con una especie de vivienda al pie, a un viejo criado que es el único albacea, y todo el resto de sus bienes, que son bastante considerables, al hijo. Ordena que lo entierren con ciertas ceremonias y precauciones excéntricas para evitar que vuelva a la vida, con las que no quiero fatigarlos, y eso es todo… exceptuando que…

Y esto acaba el relato.

El Analista Químico regresa, todos lo miran. No porque nadie desee verlo, sino a causa de esa sutil influencia de la naturaleza que insta a la humanidad a abrazar la menor oportunidad de mirar cualquier cosa, en lugar de a la persona que habla.

—… Exceptuando que el hijo heredará solo con la condición de que se case con una chica que en la fecha del testamento tenía cuatro o cinco años de edad, y que ahora es ya una joven casadera. Anuncios e indagaciones descubrieron que el hijo era el hombre de Alguna Parte, y en el momento presente está regresando de allí (sin duda en un estado de gran asombro) para ser el heredero de una enorme fortuna y para tomar esposa.

La señora Podsnap pregunta si esa joven cuenta con encantos personales. Mortimer no tiene respuesta.

El señor Podsnap pregunta qué sería de esa enorme fortuna en el caso de que no se cumpliera la estipulada condición del matrimonio. Mortimer replica que, mediante una cláusula testamentaria especial, todo iría a parar al criado mencionado anteriormente, dejando al hijo sin nada; además, de no haber vivido el hijo, el mismo viejo criado habría sido el único legatario.

La señora Veneering acaba de conseguir despertar a lady Tippins de sus ronquidos, moviendo diestramente una reata de platos y platitos hacia sus nudillos desde el otro lado de la mesa; entonces todos, excepto el propio Mortimer, se dan cuenta de que el Analista Químico le está ofreciendo, como si fuera un fantasma, un papel doblado. La curiosidad detiene unos momentos a la señora Veneering.

Mortimer, a pesar de todas las argucias del químico, se recupera plácidamente con una copa de Madeira, y sigue sin apercibirse del documento que absorbe la atención de todos, hasta que lady Tippins (que posee la costumbre de despertarse totalmente insensible), tras recordar dónde se encuentra, y recuperando la percepción de los objetos que la rodean, dice:

—Falsario don Juan, ¿por qué no coge la nota del Comendador?

A lo cual, el Analista se la pone a Mortimer en las narices, y este mira a su alrededor y dice:

—¿Qué es?

El Analista Químico se inclina y susurra.

—¿Quién? —dice Mortimer.

El Analista Químico se inclina y susurra otra vez.

Mortimer se lo queda mirando y desdobla el papel. Lo lee una vez, lo lee dos veces, le da la vuelta y ve el dorso en blanco, lo lee una tercera vez.

—Esto llega en un momento extraordinariamente oportuno —dice Mortimer a continuación, mirando en torno a la mesa con la faz alterada—: esta es la conclusión de la historia del hombre del que estábamos hablando.

—¿Ya se ha casado? —conjetura uno.

—¿Se niega a casarse? —conjetura otro.

—¿Hay un codicilo entre el polvo? —conjetura un tercero.

—De ninguna manera —dice Mortimer—. Es extraordinario. Todos se equivocan. La historia es más completa y apasionante de lo que imaginaba. ¡El hombre se ha ahogado!