Capítulo II


A vueltas aún con la docencia

La persona de la casa, modista de muñecas y fabricante de acericos y limpiaplumas ornamentales, estaba sentada en su curiosa butaca baja, cantando en la oscuridad, cuando llegó Lizzie. La persona de la casa había alcanzado esa dignidad, a pesar de sus pocos años, por ser la única persona digna de fiar de la casa.

—Bueno, Lizzie-Mizzie-Wizzie —dijo, interrumpiendo su canturreo—. ¿Qué se cuenta en la calle?

—¿Qué se cuenta en casa? —replicó Lizzie, alisando juguetona la luminosa cabellera rubia que brotaba exuberante y hermosa de la cabeza de la modista de muñecas.

—Veamos, como dijo el ciego. Bueno, las últimas noticias son que no pienso casarme con tu hermano.

—¿No?

—Nooo —dijo sacudiendo la cabeza y la barbilla—. No me gusta el muchacho.

—¿Y qué me dices de su maestro?

—Digo que me parece que ya está encargado.

Lizzie acabó de colocarle cuidadosamente el pelo sobre sus hombros deformes, y a continuación encendió una vela, que iluminó una salita sombría, pero ordenada y limpia. La colocó en la repisa de la chimenea, lejos de los ojos de la modista, y a continuación dejó abierta la puerta de la habitación, y la puerta de la casa, y volvió la butaquita baja y su ocupante hacia el aire exterior. Era una noche bochornosa, y allí se colocaban cuando hacía buen tiempo, al acabar su jornada laboral. Lizzie se sentó en una silla junto a la butaquita, y con aire protector colocó bajo su brazo la manita que asomaba hacia ella.

—Esto es lo que nuestra querida Jenny Wren llama la mejor hora del día y de la noche —dijo la persona de la casa. Su verdadero nombre era Fanny Cleaver; pero hacía tiempo había elegido aplicarse el nombre de señorita Jenny Wren.[14]

—Mientras estaba sentada trabajando —dijo Jenny— he estado pensando que sería estupendo poder disfrutar de tu compañía hasta que me case, o al menos hasta que me cortejen. Porque, cuando alguien me corteje, le haré hacer algunas cosas que tú haces por mí. Será incapaz de cepillarme el pelo como tú, o de ayudarme a subir y bajar las escaleras como tú, ni de hacer nada como tú; pero será capaz de traerme el trabajo a casa e ir en busca de pedidos, a su manera torpe. Y también lo hará. ¡Lo tendré en danza, te lo aseguro!

Jenny Wren tenía sus vanidades personales —felizmente para ella—, y no había propósito más poderoso en su ánimo que las diversas pruebas y tormentos que le infligiría, a su debido tiempo, a «él».

—Esté donde esté en este momento, o quienquiera que sea —dijo la señorita Wren—, me sé sus trucos y cómo es, y le advierto que se vaya con ojo.

—¿No crees que eres muy dura con él? —preguntó su amiga, sonriendo y alisándole el pelo.

—Ni un ápice —replicó la sabia señorita Wren, con un aire de inmensa experiencia—. Querida, esos tipos ni se fijan en ti si no te pones dura con ellos. Pero estaba hablando de si podría seguir viéndote. ¡Ah! ¡Qué «si» tan grande! ¿No te parece?

—No tengo intención de separarme de ti, Jenny.

—No digas eso, o te irás enseguida.

—¿Tan poco de fiar soy?

—Me fío más de ti que de la plata y el oro. —Mientras lo decía, la señorita Wren se repente se separó de Lizzie, levantó los ojos y la barbilla, y puso cara de quien lo sabe todo—. ¡Ajá!

¿Quién viene?

Un granadero.

¿A qué viene?

Cerveza es lo que quiero.

»¡Y nada más que eso, querida!

La figura de un hombre se detuvo en la acera de delante de la casa.

—El señor Eugene Wrayburn, ¿verdad? —dijo la señorita Wren.

—Así me llaman —fue la respuesta.

—Puede entrar, si es bueno.

—No soy bueno —dijo Eugene—, pero entraré.

Le dio la mano a Jenny Wren, le dio la mano a Lizzie, y se quedó apoyado en la puerta en el lado de Lizzie. Dijo que había salido a caminar y a fumar (en ese momento se había acabado el puro), y que había dado media vuelta para regresar en esa dirección para poder echar un vistazo al pasar. ¿No había visto a su hermano esa tarde?

—Sí —dijo Lizzie, un tanto turbada.

¡Qué amable condescendencia por parte de nuestro hermano! El señor Eugene Wrayburn creía haberse cruzado con el joven caballero en el puente que había un poco más allá. ¿Quién era el amigo que iba con él?

—El maestro.

—Claro. Ya lo parecía.

Lizzie seguía tan quieta que no se podía decir que expresara su turbación, aunque tampoco nadie hubiera podido dudar de ella. Eugene estaba tan tranquilo como siempre; aunque quizá, mientras Lizzie permanecía sentada con la vista humillada, pudo percibirse que su atención se centró en ella durante unos instantes, más de lo que lo había estado en cualquier otra cosa y en cualquier otro momento.

—No traigo noticias, Lizzie —dijo Eugene—. Pero, tras haberle prometido que no le quitaría el ojo de encima al señor Riderhood a través de mi amigo Lightwood, me gusta de vez en cuando garantizar que mantengo mi promesa, y que mi amigo da la talla.

—No lo habría dudado, señor.

—Por lo general, confieso que soy un hombre del que hay que dudar —replicó fríamente Eugene—, a pesar de lo dicho antes.

—¿Y por qué? —preguntó la perspicaz señorita Wren.

—Porque, querida —dijo el displicente Eugene—, soy un perro malo y ocioso.

—Entonces, ¿por qué no se reforma y se vuelve un buen perro? —preguntó la señorita Wren.

—Porque, querida —replicó Eugene—, no tengo a nadie que me anime a hacerlo. ¿Ha considerado mi ofrecimiento, Lizzie?

Esto lo dijo en voz más baja, pero solo como si fuera un asunto más serio, y no para excluir a la persona de la casa.

—He pensado en ello, señor Wrayburn, pero no he conseguido decidirme a aceptar.

—¡Falso orgullo! —dijo Eugene.

—No lo creo, señor Wrayburn. Espero que no.

—¡Falso orgullo! —repitió Eugene—. Bueno, ¿qué si no? La cosa, en sí misma, no tiene importancia. La cosa, para mí, no tiene importancia. ¿Qué importancia puede tener para mí? Ya sabe qué opino de ello. Me propongo ser de alguna utilidad para alguien (algo que no ha ocurrido aún en este mundo, y no volverá a ocurrir en otra ocasión) pagando a una persona cualificada de su sexo y edad, tantos (o tan pocos) despreciables chelines para que venga aquí, unas cuantas noches por semana, para darle una instrucción de la que no carecería de no haber sido una hija y una hermana abnegada. Sabe que es bueno tenerla, o jamás se habría tomado tanto interés por que su hermano la tuviera. Entonces, ¿por qué no tenerla: sobre todo cuando nuestra amiga, la señorita Jenny, también la aprovecharía? Si le propusiera ser yo el profesor, o asistir a las clases (¡una evidente incongruencia!)… Pero en cuanto a eso, será como si estuviera en la otra punta de la tierra, o como si ni siquiera estuviera en la tierra. Falso orgullo, Lizzie. Porque, si fuera verdadero orgullo, su desagradecido hermano no se avergonzaría, ni la avergonzaría a usted. El verdadero orgullo no habría hecho venir hasta aquí a un maestro, como si fuera un médico que visita un caso grave. El verdadero orgullo sería ponerse manos a la obra e instruirse. Y lo sabe perfectamente, pues sabe que su verdadero orgullo lo haría mañana mismo, si tuviera los medios que su falso orgullo no me permite proporcionarle. Muy bien. No diré más. Su falso orgullo la perjudica a usted y a su difunto padre.

—¿A mi difunto padre? ¿Cómo es eso, señor Wrayburn? —dijo ella con cara de ansiedad.

—¿Que cómo perjudica a su padre? ¡Y me lo pregunta! Pues perpetuando las consecuencias de su ignorante y ciega obstinación. No decidiéndose a enderezar el mal que él le hizo. Resolviendo que la privación a la que la condenó, y que le impuso, se mantenga en usted.

Ocurrió que eso hizo vibrar una cuerda sutil en Lizzie, que le había hablado a su hermano del mismo modo no hacía ni una hora. Sonó mucho más convincente, debido al cambio que había sufrido en ese momento su interlocutor; por Eugene había pasado un fugaz aire de seriedad, de total convicción, de ofensa de que se sospechara de él, de interés generoso y desprendido. Todas estas cualidades, en alguien generalmente tan frívolo y despreocupado, le parecían a ella inseparables de una pizca de las opuestas en su propio pecho. Pensó en si ella, tan por debajo de él y tan distinta, rechazaba ese desinterés a causa de algún vanidoso recelo de que él pudiera irle detrás, o atendiera algún atractivo que pudiera haber descubierto en ella. La pobre chica, pura de corazón e intenciones, no soportaba imaginarlo. Humillándose ante sí misma por el solo hecho de sospecharlo, inclinó la cabeza como si hubiera cometido hacia él una ofensa perversa y grave, y rompió a llorar en silencio.

—No se aflija —dijo Eugene con una inmensa amabilidad—. Espero no ser yo quien la ha afligido. Mi única intención era exponerle fielmente la cuestión; aunque reconozco que lo he hecho de manera muy egoísta, pues estoy frustrado.

Frustrado por no poder hacerle un favor. ¿Por qué otro motivo iba a estar él frustrado?

—Eso no me romperá el corazón —dijo riendo Eugene—. No me durará ni cuarenta y ocho horas; pero estoy realmente frustrado. Me había creado la ilusión de hacerle este pequeño favor, a usted y a nuestra amiga la señorita Jenny. La novedad de hacer algo mínimamente útil tenía su encanto. Ahora veo que podría haber tenido más tacto. Podría haber fingido que lo hacía totalmente por nuestra amiga la señorita Jenny. Podría haberme elevado moralmente en el papel de sir Eugene el Generoso. Pero a fe mía que no soy hombre de florituras, y preferiría quedar frustrado que intentarlo.

Si lo que pretendía era penetrar en los pensamientos de Lizzie, había sido hábil. Si había hablado así por mera coincidencia, más le habría valido callarse.

—La cosa se me presentó de manera tan natural… —dijo Eugene—. ¡La pelota me vino a las manos por accidente! Quiso la casualidad que entrara en contacto con usted, Lizzie, en dos ocasiones que usted recordará. Quiso la casualidad que pudiera prometerle que no le quitaría ojo a ese falso acusador suyo, Riderhood. Quiso la casualidad que pudiera consolarle en las horas más tristes de su desconsuelo, asegurándole que no creía en las palabras de ese hombre. En la misma ocasión le digo que soy el último y el más haragán de los abogados, pero que no hay ninguno mejor que yo si se trata de un caso que he vivido de primera mano, y que siempre puede confiar en mi ayuda, y de manera incidental en la de Lightwood, en sus esfuerzos por limpiar la reputación de su padre. Y así poco a poco se me mete en la cabeza que puedo ayudarla (¡tan fácilmente!) a limpiar la reputación de su padre de esa otra culpa que he mencionado hace unos minutos, y que, esa sí, es merecida y real. Espero haberme explicado, pues lamento de verdad haberla afligido. Detesto reivindicar la bondad de mis intenciones, pero la verdad es que estas eran honestas y sencillamente buenas, y quiero que lo sepa.

—Nunca lo he dudado, señor Wrayburn —dijo Lizzie, más arrepentida cuanto menos reclamaba él.

—Me alegra mucho oírlo. Aunque si al principio hubiera comprendido del todo lo que quería decirle, creo que no se habría negado. ¿No le parece?

—Pues yo… no lo sé, señor Wrayburn.

—¡Bueno! Pues, ¿por qué negarse ahora a entenderlo?

—Para mí no es fácil hablar con usted —replicó Lizzie, un tanto confundida—, pues ya ve usted las consecuencias de lo que digo, en cuanto las digo.

—Asuma todas las consecuencias —dijo riendo Eugene— y borre mi frustración. Lizzie Hexam, la respeto de verdad, y, como amigo y un pobre diablo de caballero que soy, afirmo que ni siquiera ahora entiendo por qué vacila.

Sus palabras y actitud tenían una apariencia de sinceridad, confianza y generosidad carente de toda sospecha que conquistaron a la pobre chica; y no solo la conquistaron, sino que de nuevo la hicieron sentirse como si hubiera estado influida por cualidades opuestas, con la vanidad a la cabeza.

—Ya no vacilaré más, señor Wrayburn. Espero que no piense mal de mí por haber vacilado antes. Le respondo por mí y por Jenny… ¿Me dejas responder por ti, querida Jenny?

La criatura había permanecido recostada, atenta, con los codos apoyados en los brazos de la butaca, la barbilla sobre las manos. Sin cambiar de actitud, respondió «¡Sí!» de manera tan repentina que pareció que había cortado el monosílabo más que pronunciarlo.

—Por mí y por Jenny, acepto agradecida su amable ofrecimiento.

—¡Aprobado! ¡Sobreseído! —dijo Eugene, dándole la mano a Lizzie antes de hacer un ademán, como si con él dejara ya atrás el asunto—. ¡Ojalá que pocas veces se dé tanta importancia a un asunto tan nimio!

Entonces se puso a charlar en tono de broma con Jenny Wren.

—Estoy pensando en vestir una muñeca, señorita Jenny —dijo.

—Mejor que no lo haga —replicó la modista.

—¿Por qué no?

—Seguro que la rompe. Todos los niños lo hacen.

—Pero eso es bueno para el negocio, señorita Wren —replicó Eugene—. Igual que cuando la gente rompe una promesa, un contrato o un acuerdo, es bueno para mi negocio.

—Yo no entiendo de eso —fue la réplica de la señorita Wren—, aunque creo que le convendría mucho más encargar un limpiaplumas, y ser más trabajador y utilizarlo.

—Bueno, si todos fuéramos tan trabajadores como usted, doña Entrometida, tendríamos que empezar a trabajar cuando gateamos, ¡y eso sería malo!

—¿Quiere decir —contestó la pequeña criatura, con un sonrojo subiéndole a la cara— malo para la espalda y las piernas?

—No, no, no —dijo Eugene; horrorizado (seamos justos con él) ante la idea de mofarse de su enfermedad—. Malo para el negocio, malo para el negocio. Si todos nos pusiéramos a trabajar en cuanto podemos utilizar las manos, se acabarían las modistas de muñecas.

—Algo de razón tiene —replicó la señorita Wren—, a veces hay ideas en su mollera. —A continuación, en un tono distinto—: Hablando de ideas, Lizzie —estaban sentadas la una junto a la otra, igual que al principio—, me pregunto cómo es que cuando trabajo, cuando trabajo aquí, sola todo el verano, me llega un olor a flores.

—Como persona vulgar y corriente, yo diría —sugirió lánguidamente Eugene (pues se estaba hartando de la persona de la casa)— que le llega olor a flores porque hay flores cerca y le llega el olor.

—No —dijo la criaturita, apoyando un brazo en el de la butaca y reposando la barbilla en esa mano; le quedó la mirada perdida—, este no es un barrio con flores. Lo que quiera menos eso. Y, no obstante, me siento a trabajar y huelo miles de flores. Huelo rosas, hasta creo que veo hojas de rosas a montones, en el suelo. Me llega el olor a hojas caídas, hasta que bajo la mano… así… con la esperanza de hacer que susurren. Huelo el blanco y el rosa del espino en los setos, y todo tipo de flores que nunca he visto. Pues la verdad es que en mi vida he visto muy pocas flores.

—¡Qué agradables fantasías, querida Jenny! —dijo su amiga: con una mirada hacia Eugene, como con ganas de preguntarle si aquellas visiones no serían una compensación a sus carencias.

—Lo mismo pienso, Lizzie, cuando me vienen. ¡Y los pájaros que oigo! ¡Oh! —gritó la criaturita, extendiendo la mano y mirando hacia arriba—, ¡cómo cantan!

Por un momento hubo algo inspirado y hermoso en su cara y en su gesto. A continuación, la barbilla volvió a caer meditabunda sobre la mano.

—Yo diría que mis pájaros cantan mejor que los demás pájaros, y que mis flores huelen mejor que las demás flores. Pues cuando era niña —por el tono que utilizó parecían haber pasado siglos—, los niños que solía ver a primera hora de la mañana eran muy distintos de los otros que he visto en mi vida. No eran como yo; no estaban helados, ni preocupados, ni iban harapientos, ni les pegaban; nunca sentían dolor. No eran como los niños del barrio; nunca me hacían temblar de pies a cabeza, con sus ruidos estridentes, y nunca se burlaban de mí. ¡Y eran tantos…! Todos iban de blanco, y había algo brillante en el borde de su cuerpo, y sobre su cabeza, algo que nunca he conseguido imitar en mi trabajo, y eso que lo conozco muy bien. Bajaban en largas hileras brillantes, inclinadas, y decían juntos: «¡¿Quién siente dolor?! ¡¿Quién siente dolor?!». Cuando les decía que era yo, me contestaban: «¡Ven a jugar con nosotros!». Cuando les decía «¡Nunca juego! ¡No sé jugar!», me llevaban de allí y me elevaban hacia el cielo, y yo era ligera. Había una calma y un descanso deliciosos hasta que me volvían a poner en el suelo y decían, todos juntos: «Ten paciencia, y volveremos». Cada vez que volvían, sabía que venían antes de ver las hileras largas y brillantes porque les oía preguntar, a todos juntos, desde muy lejos: «¡¿Quién siente dolor?! ¡¿Quién siente dolor?!». Y yo les gritaba: «Oh, benditos niños, soy yo, pobre de mí. Tened piedad de mí. ¡Elevadme al cielo y volvedme ligera!».

Poco a poco, mientras relataba su evocación, iba levantando la mano, regresaba su expresión extática, y se volvía muy hermosa. Tras quedarse callada un momento, inmóvil, con una sonrisa de atención en la cara, miró a su alrededor y regresó a la realidad.

—Qué poco divertida debe de encontrarme, ¿verdad, señor Wrayburn? Puede que ya esté harto de mí. Pero es sábado por la noche, y no le retendré.

—Es decir, señorita Wren —observó Eugene, muy dispuesto a aprovechar aquella insinuación—, ¿desea que me vaya?

—Bueno, es sábado por la noche —replicó ella—, y mi niño vuelve a casa. Y es un niño malo y difícil, y me paso la vida riñéndolo. Preferiría que no vieran a mi niño.

—¿Es una muñeca? —dijo Eugene sin comprender, buscando una explicación.

Pero cuando Lizzie, solo con los labios, formó dos palabras, «Su padre», Eugene no se demoró más. Se marchó de inmediato. En la esquina de la calle se detuvo a encender otro cigarro, y posiblemente a preguntarse qué diantre estaba haciendo. De ser así, la respuesta fue vaga e inconcreta. ¡Quién sabe lo que está haciendo, y a quién le importa!

Un hombre tropezó con él al proseguir su camino, y farfulló una disculpa ebria y llorona. Eugene se quedó mirando a ese hombre, y le vio entrar por la puerta por la que él acababa de salir.

Cuando el hombre entró dando tumbos en la salita, Lizzie se levantó para marcharse.

—No se vaya, señorita Hexam —dijo el hombre en tono sumiso, hablando con la voz pastosa y con dificultad—. No huya de un hombre desdichado que tiene la salud destrozada. Concédale a un pobre inválido el honor de su compañía. No es… no es contagioso.

Lizzie murmuró que tenía cosas que hacer en su habitación y subió.

—¿Cómo está mi Jenny? —dijo el hombre tímidamente—. ¿Cómo está mi Jenny Wren, la mejor de las hijas, el objeto de los afectos de este inválido desconsolado?

A lo cual la persona de la casa, extendiendo los brazos en actitud autoritaria, replicó con insensible aspereza:

—¡Vete de aquí! ¡Vete a tu rincón! ¡Vete a tu rincón inmediatamente!

El pobre desdichado hizo como si fuera a contestarle; pero no se atrevió a resistirse a la persona de la casa, se lo pensó mejor, y se sentó en la silla especial de la deshonra.

—¡Ooooh! —exclamó la persona de la casa, señalando con su dedito—. ¡Qué chico más malo! ¡Oooh, criatura traviesa y perversa! ¿Qué pretendes con esto?

La temblorosa figura, turbada y descoyuntada de pies a cabeza, extendió un poco las dos manos, como ofreciendo un gesto de paz y reconciliación. Lágrimas de humillación le llenaban los ojos y le manchaban las mejillas rojas y manchadas. Tenía el labio inferior hinchado, de color plomizo, y le temblaba en un gimoteo bochornoso. Aquella ruina indecorosa y deshilachada, desde los zapatos rotos hasta el pelo ralo y prematuramente gris, se humillaba. Sin ni siquiera tener conciencia digna de tal nombre de esa lamentable inversión de los papeles de padre e hija, sino protestando patéticamente para que ella no le riñese.

—Me sé tus trucos y cómo eres —exclamó la señorita Wren—. ¡Sé dónde has estado! —(Tampoco hacía falta un gran discernimiento para descubrirlo)—. ¡Debería darte vergüenza!

La mismísima respiración de esa figura era digna de lástima, de tan sonora y esforzada, como un reloj que no consigue avanzar con regularidad.

—¡Como una esclava, una esclava, una esclava, de la mañana a la noche —prosiguió la persona de la casa—, y para esto! ¿Qué pretendes con ello?

Hubo algo en el énfasis de ese «Qué» que asustó absurdamente a aquel hombre. Cada vez que la persona de la casa insistía en ello —en cuanto él lo veía venir—, él se derrumbaba un poco más.

—Ojalá te hubieran arrestado y encerrado —dijo la persona de la casa—. Ojalá te hubieran metido en celdas y agujeros negros, y te corrieran por encima ratas, arañas y escarabajos. Me sé sus trucos y cómo son, y te habrían hecho unas buenas cosquillas. ¿Es que no te avergüenzas de ti mismo?

—Sí, querida —tartamudeó el padre.

—Entonces —dijo la persona de la casa, aterrorizándolo al hacer gran acopio de todas sus fuerzas y espíritu antes de recurrir a la palabra enfática—, ¿qué pretendes con ello?

—Son circunstancias sobre las que no he tenido control —fue la excusa que puso la desdichada criatura.

—Ya te daré yo circunstancias y control —replicó la persona de la casa, hablando con vehemente brusquedad—, si me hablas así. Te entregaré a la policía, y te pondrán una multa de cinco chelines que no podrás pagar, y, como yo no pagaré, te deportarán de por vida. ¿Qué te parecería que te deportaran de por vida?

—No me gustaría. Soy un pobre inválido destrozado. No molestaré mucho tiempo —exclamó la miserable criatura.

—Venga, venga —dijo la persona de la casa, dando unos golpecitos en la mesa que tenía al lado como para ir al grano, y negando con la cabeza y la barbilla—, ya sabes lo que tienes que hacer. Pon el dinero aquí encima enseguida.

La obediente figura comenzó a rebuscar en los bolsillos.

—¡Apuesto a que te has gastado una fortuna de la paga! —dijo la persona de la casa—. ¡Ponlo aquí! ¡Todo lo que te queda! ¡Hasta el último penique!

¡Menudo ajetreo el de aquel hombre recogiendo monedas de sus doblados y redoblados bolsillos, de esperar palparlas en un bolsillo y no encontrarlas; de no esperarlas en uno y pasar a otro; de no encontrar bolsillo donde debería haber uno!

—¿Eso es todo? —preguntó la persona de la casa, cuando hubo sobre la mesa un confuso montón de peniques y chelines.

—No tengo más —fue la compungida respuesta, acompañada de una negación con la cabeza.

—Deja que me asegure. Ya sabes lo que tienes que hacer. Vuélvete los bolsillos del revés, ¡y déjalos así! —gritó la persona de la casa.

El hombre obedeció. Y si algo podía haberle hecho parecer más humillado y patéticamente ridículo que antes, era aquella manera de ponerse en evidencia.

—¡Aquí no hay más que siete chelines y ocho peniques y medio! —profirió la señorita Wren tras poner orden en el montón—. ¡Oh, hijo pródigo! Ahora pasarás hambre.

—No, no me hagas pasar hambre —la instó en un gimoteo.

—Si te tratara como te mereces —dijo la señorita Wren—, te comerías solo los asadores de la carne de los gatos. Solo los asadores, después de que los gatos se acabaran la carne. Y, por lo que has hecho, vete a la cama.

Cuando el hombre salió dando tumbos del rincón para obedecer, volvió a tender las dos manos:

—Son circunstancias sobre las que no he tenido control…

—¡Vete a la cama! —gritó la señorita Wren, callándolo en seco—. No me hables. No voy a perdonarte. ¡Vete a la cama ahora mismo!

El hombre, intuyendo la llegada de otro «Qué» enfático, se escabulló para obedecer, y se le oyó arrastrar los pies escaleras arriba, y cerrar la puerta, y tirarse en la cama. Un ratito después, bajó Lizzie.

—¿Cenamos, querida Jenny?

—¡Ah! Bendícenos y sálvanos, hemos de comer algo que nos permita seguir adelante —replicó la señorita Jenny, encogiéndose de hombros.

Lizzie tendió un mantel sobre el banquito de trabajo (más práctico para que trabajara la persona de la casa que como mesa ordinaria), puso encima el sencillo menú que acostumbraban a tomar, y sacó un taburete para ella.

—¡Y ahora a cenar! ¿En qué piensas, querida Jenny?

—Pensaba —replicó, saliendo de una profunda meditación—, en lo que le haría a Él, si me saliera un borracho.

—Oh, pero no lo será —dijo Lizzie—. Ya te encargarás tú de eso de antemano.

—Intentaré encargarme de ello de antemano, pero podría engañarme. ¡Oh, querida, todos esos tipos tienen sus trucos y argucias para engañarte! —Su puñito estaba en plena actividad—. Y, si fuera así, te digo lo que creo que haría. Cuando durmiera, pondría al rojo una cuchara, y tendría un licor hirviendo y borboteando en un cazo, lo llenaría cuando siseara en el hervor, le abriría la boca con la otra mano (quién sabe si dormiría con la boca abierta), y se lo metería en la garganta, para que se la abrasara y lo ahogara.

—Estoy segura de que no harías algo tan horrible —dijo Lizzie.

—¿No debería? Bueno, quizá no debería. ¡Pero me gustaría!

—Estoy igualmente segura de que no.

—¿Que ni siquiera me gustaría? Bueno, por lo general, sabes más que yo. Solo que no has vivido siempre con eso, como yo… y no te duele la espalda, y las piernas te sostienen.

Mientras cenaban, Lizzie intentaba devolverla a su estado de ánimo mejor y más amable. Pero el encanto se había roto. La persona de la casa era la persona de una casa llena de sórdidas vergüenzas y preocupaciones, en cuya habitación de arriba una criatura humillada infectaba incluso el sueño inocente de sensual brutalidad y degradación. La modista de muñecas se había convertido en una curiosa arpía; del mundo, mundana; de la tierra, terrena.

¡Pobre modista de muñecas! ¡Cuántas veces arrastrada por manos que deberían haberla elevado; cuántas veces desencaminada cuando se perdía en el camino eterno y pedía guía! ¡Pobre, pobre modistilla de muñecas!