De un docente
La escuela en la que Charley Hexam aprendió por primera vez de un libro —las calles eran, para alumnos de su clase, el gran instituto preparatorio donde se aprenden muchas cosas que jamás se desaprenden sin y antes de ver libro alguno— se hallaba en el desván miserable de un patio maloliente. Su atmósfera era opresiva y desagradable; era un lugar abarrotado, ruidoso y agobiante; la mitad de los alumnos dormitaban o caían en un estado de consciente estupefacción; la otra mitad mantenía a la primera mitad en uno de esos dos estados mediante un monótono zumbido, como si tocaran, sin llevar el compás ni el tono, una especie de tosca gaita. Los maestros, animados solo con buenas intenciones, ignoraban por completo cómo ponerlas en práctica, y el resultado de sus esfuerzos era una lamentable confusión.
Era una escuela para todas las edades y para los dos sexos. Estos estaban separados, y las edades se clasificaban en cuatro grupos. Pero en el establecimiento reinaba la ficción lamentable y ridícula de que todos los alumnos eran niños inocentes. Esta ficción, favorecida en gran parte por las señoras que visitaban la escuela, conducía a espantosos absurdos. Se esperaba que chicas jóvenes, aunque viejas en los vicios de la vida más ruin y vulgar, se mostraran entusiasmadas con el libro de una buena niña, las Aventuras de la pequeña Margie, que residía en una casita del pueblo, junto al molino; ella tenía cinco años y el molinero cincuenta, pero la niña lo reprendía severamente y le daba lecciones morales; dividía sus gachas con los pajarillos cantores; se negaba a que le compraran un sombrero de nanquín, afirmando que los nabos no los llevaban, ni tampoco las ovejas que se comían los nabos; trenzaba la paja y recitaba los discursos más pesados a todos los que se presentaban y en los momentos más inoportunos. De igual modo, muchachos que dragaban el río o hurgaban en el barro de las orillas, difíciles de manejar y robustos, eran aleccionados con las experiencias de Thomas Dospeniques, quien, tras haber resuelto no robarle dieciocho peniques (en circunstancias singularmente atroces) a su amigo y benefactor especial, acaba poseyendo finalmente tres chelines y seis peniques y vive una vida maravillosa para siempre jamás. (Obsérvese que para el benefactor no hay recompensa). Varios pecadores insolentes habían escrito sus biografías en el mismo estilo; siempre parecía, a partir de las lecciones de tan jactanciosas personas, que tenías que hacer el bien no porque fuera el bien, sino por el provecho que le ibas a sacar. Por el contrario, a los alumnos ya adultos se les enseñaba a leer (si eran capaces de aprender) con el Nuevo Testamento; y a fuerza de tropezar con las sílabas y de mantener sus ojos perplejos sobre las sílabas concretas que iban apareciendo ante sus ojos, ignoraban completamente aquella sublime historia, como si jamás la hubiesen visto ni leído. Era, de hecho, un caos de escuela, extraordinaria y asombrosamente desconcertante, donde los espíritus negros, blancos, grises y rojos se mezclaban, mezclaban mezclaban mezclaban y mezclaban cada noche. Y sobre todo los domingos por la noche. Pues entonces se entregaba un grupo de niños desdichados de diversas edades al peor y más pedestre de todos los maestros con buenas intenciones, a quien ninguno de los mayores podía soportar. Este maestro, asumiendo el papel de verdugo principal, era ayudado por un voluntario convencional como asistente del verdugo. Cuándo y dónde pasó a ser por primera vez convencional el sistema de que un niño cansado o poco atento de una clase viera su cara alisada por una mano caliente, o cuándo y dónde el muchacho voluntario convencional contempló por primera vez ese sistema en funcionamiento, y se vio inflamado por un celo sagrado para aplicarlo, es algo que no viene a cuento. La función del verdugo principal era arengar, la función del acólito era lanzarse a por los niños que dormían, o bostezaban, o estaban inquietos, o gimoteaban, y alisarles sus desdichadas caras; a veces con una mano, como untándoles para que les salieran las patillas; a veces con las dos manos, aplicadas como si fueran anteojeras. Y así la confusión estaba vigente en aquel departamento durante una hora mortal; el ponente hablándole a Mi Queeriiidooo Niiiiñoooo arrastrando las sílabas, por ejemplo, acerca de la hermosa llegada al Santo Sepulcro; y repitiendo la palabra Sepulcro (de común uso entre los niños) quinientas veces, sin insinuar una sola vez lo que significaba; el muchacho convencional alisando a derecha e izquierda, como un infalible comentario; y aquel semillero de niños enrojecidos y agotados pasándose el sarampión, sarpullidos, la tos ferina, fiebres y trastornos estomacales, como si se hubieran reunido para ese propósito en el mercado a la hora de más concurrencia.
Incluso en ese templo de buenas intenciones, un muchacho excepcionalmente despierto y excepcionalmente decidido a aprender podría aprender algo, y, tras haberlo aprendido, impartirlo mucho mejor que los profesores; al saber mejor con quién se las veía, y no tener la desventaja en la que se encontraban los maestros ante los alumnos más astutos. Así había sido cómo Charley Hexam había surgido de la confusión, había enseñado en la confusión y había pasado de la confusión a una escuela estatal.
—Así que quieres ir a ver a tu hermana, Hexam.
—Si es tan amable, señor Headstone.
—Casi estoy pensando en acompañarte. ¿Dónde vive tu hermana?
—Bueno, aún no se ha instalado, señor Headstone. Preferiría que no la viera hasta que no tenga una dirección, si no le importa.
—Mira, Hexam —dijo el señor Bradley Headstone, maestro estipendiario de excelentes cualificaciones, tras lo cual introdujo el dedo índice en uno de los ojales de la chaqueta del muchacho y lo miró atentamente—. Espero que tu hermana sea para ti una buena compañía.
—¿Por qué lo duda, señor Headstone?
—No he dicho que lo dudara.
—No, señor, no lo ha dicho.
Bradley Headstone volvió a mirarse el dedo, lo sacó del ojal y lo miró más de cerca, se mordió el lado y lo miró de nuevo.
—Verás, Hexam, serás uno de los nuestros. No hay duda de que con el tiempo pasarás el examen que te acreditará y serás uno de los nuestros. La cuestión es…
Tanto esperó el muchacho a que llegara la pregunta, mientras el maestro volvía a mirarse el lateral del dedo, lo mordía y volvía a mirárselo, que al final repitió:
—¿La cuestión es, señor…?
—Si no sería mejor para ti vivir solo.
—¿Le parece bien abandonar a mi hermana, señor Headstone?
—No lo digo, porque no lo sé. Te lo planteo. Te pido que lo pienses. Quiero que lo consideres. Ya sabes que aquí te va muy bien.
—Después de todo, fue ella la que me trajo aquí —dijo el muchacho, con cierta indecisión.
—Se dio cuenta de que era necesario —asintió el maestro— y decidió que era indispensable esta separación. Sí.
El muchacho, experimentando la renuencia o la indecisión anterior, o lo que fuera, parecía discutir consigo mismo. Al final dijo, levantando la mirada hacia el maestro:
—Me gustaría que viniera conmigo y la conociera, señor Headstone, aunque aún no tenga domicilio. Me gustaría que viniese conmigo, que la viera tal como es, y la juzgara por usted mismo.
—¿Estás seguro —preguntó el maestro— que no te gustaría prepararla para la visita?
—Mi hermana Lizzie —dijo el muchacho, orgulloso— no necesita preparación, señor Headstone. Es lo que es, y no lo oculta. En mi hermana no hay fingimiento.
Esa confianza en ella surgía en él de manera más natural que la indecisión a la que se había enfrentado por dos veces. En lo mejor de sí mismo, era leal a ella, aun cuando en lo peor de su carácter fuera totalmente egoísta. Y sin embargo quien dominaba era su parte mejor.
—Bueno, puedo tomarme la tarde libre —dijo el maestro—. Estoy dispuesto a acompañarte.
—Gracias, señor Headstone, estoy preparado para ir.
Bradley Headstone, con su presentable levita negra y chaleco, su presentable camisa blanca y su presentable y formal corbata negra, y unos presentables pantalones de mezclilla, con su respetable reloj de plata en el bolsillo y su presentable relicario con cabellos colgando del cuello, parecía un joven totalmente presentable de veintiséis años. Nunca se le había visto ataviado de otra manera, y había cierta rigidez en su forma de llevar esas ropas, como si atavío y ataviado no acabaran de encajar, que recordaba a algunos mecánicos vestidos de domingo. Había adquirido de manera mecánica una gran cantidad de conocimientos de maestro. Era capaz de hacer aritmética mental mecánicamente, de repentizar de manera mecánica, de tocar varios instrumentos de viento de manera mecánica e incluso de tocar el gran órgano de la iglesia de manera mecánica. Desde que era pequeño, su mente había sido un lugar de almacenamiento mecánico. La preocupación por mantener ordenado ese almacén al por mayor, de manera que siempre estuviera preparado para satisfacer las demandas de los vendedores al por menor —la historia aquí, allí la geografía, a la derecha la astronomía, la economía política a la izquierda, la historia natural, las ciencias físicas, las cifras, la música y las matemáticas elementales y no sé qué más, todo en su sitio—, le había dado a su semblante un aire de preocupación; mientras que su hábito de preguntar y que le preguntaran le había dado un aire suspicaz, o una actitud que como mejor se podía describir era como la de un hombre que está a la expectativa. Su cara tenía una expresión de arraigada turbación. Era la cara de alguien que tiene un intelecto naturalmente tan lento o poco atento que ha debido de esforzarse mucho para conseguir lo obtenido, y que ahora que lo tiene ha de mantenerlo. Siempre parecía alguien inquieto por miedo a echar algo en falta en su almacén mental, y que para salir de dudas hace inventario.
Además, la supresión de esto y lo otro para dejar sitio a esto y lo otro le había dado una actitud carente de espontaneidad. No obstante, era visible en él una suficiente cualidad animal, y feroz (aunque latente), que sugería que si al joven Bradley Headstone, cuando aún era un mozo pobre, lo hubiesen embarcado para ganarse la vida, no habría sido el último de la tripulación. En relación a ese origen, Bradley era orgulloso, huraño y melancólico, y deseaba que se olvidara. Y poca gente lo conocía.
Durante algunas visitas a la Escuela de la Confusión, aquel muchacho, Hexam, le había llamado la atención. Aquel muchacho tenía madera de maestro; aquel muchacho, sin duda, honraría al maestro que le ayudara a abrirse camino. Se combinaba con esa consideración el recuerdo de ese mozo pobre que ahora nunca se mencionaba. Fuese como fuese, había conseguido meter gradualmente al muchacho en su propia escuela, procurándole algunas tareas que desempeñar, con las que se pagaba la comida y el alojamiento. Esas eran las circunstancias que habían unido a Bradley Headstone y a Charley Hexam aquella tarde de otoño. Otoño, porque había transcurrido medio año desde que sacaran aquella ave de presa, muerta, a la orilla del río.
Las escuelas —pues eran dos, igual que los sexos— estaban situadas en esa zona de terreno llano que se aproxima al Támesis, donde Kent y Surrey se encuentran, y donde el ferrocarril cruza aún las huertas que pronto han de morir debajo de él. Las escuelas eran de construcción reciente, y por todo el país había tantas como esas que podría pensarse que constituían un solo edificio inquieto con el don de la locomoción del palacio de Aladino. Se hallaban en un vecindario que parecía un barrio de juguete extraído en bloques de una caja por un niño con una mente especialmente incoherente, que los había colocado de cualquier manera; aquí, un lado de la calle; allí, una taberna grande y solitaria que no daba a parte alguna; aquí, otra calle sin acabar ya en ruinas; allí una iglesia; aquí, un almacén nuevo e inmenso; allá, una antigua casa de campo destartalada; a continuación, un popurrí de cuneta negra, un reluciente invernadero portátil con pepinos, un campo invadido de maleza, una huerta espléndidamente cultivada, un viaducto de ladrillo, un canal debajo de un arco, y un caos de suciedad y niebla. Como si el niño le hubiera pegado una patada a la mesa y se hubiese ido a dormir.
Pero incluso entre los edificios de la escuela, los maestros de la escuela y los alumnos de la escuela, todos siguiendo el mismo patrón y todos engendrados a la luz del reciente Evangelio según santa Monotonía, asomaba el patrón anterior sobre el que tanta gente ha salido adelante, para bien o para mal. Asomaba en la señorita Peecher, la maestra, que regaba las flores cuando el señor Bradley Headstone apareció. Asomaba en la señorita Peecher, la maestra, que regaba las flores en el jardincillo polvoriento adosado a su pequeña residencia oficial, con ventanitas que parecían ojos de aguja y puertecitas que recordaban las tapas de los libros escolares.
La señorita Peecher era menuda, radiante, pulcra, metódica y pechugona; de mejillas color cereza y voz melodiosa. Un poco acerico, un poco costurero, un poco libro, un poco juego de tablas, pesas y medidas, y un poco mujer, todo en uno. Era capaz de escribir una pequeña redacción sobre cualquier tema, de exactamente una pizarra de extensión, comenzando por la parte superior izquierda de un lado y acabando en la parte inferior derecha del otro, y la redacción no se saldría ni un ápice de lo establecido. Si el señor Bradley Headstone le hubiera dirigido una propuesta escrita de matrimonio, ella probablemente le habría contestado con una pequeña redacción sobre el tema de exactamente una pizarra de extensión, aunque sin duda le habría contestado que Sí. Pues ella lo amaba. El respetable relicario con unos cabellos que rodeaba el cuello de él y cuidaba de su respetable reloj de plata era un objeto que despertaba la envidia de la señorita Peecher. Igual que ese objeto, ella se le habría colgado del cuello y habría cuidado de él. De él, tan insensible. Pues él no amaba a la señorita Peecher.
La alumna preferida de la señorita Peecher, que la ayudaba en los quehaceres de su pequeña residencia, estaba a su lado con una lata de agua para rellenar la pequeña regadera, y adivinaba lo bastante el estado de los sentimientos de la señorita Peecher como para considerar necesario enamorarse ella misma del joven Charley Hexam. Así pues, cuando maestro y aprendiz aparecieron por la pequeña verja, hubo una doble palpitación entre la doble hilera de plantas y las dobles hileras de alhelíes.
—Una hermosa tarde, señorita Peecher —dijo el maestro.
—Una tarde espléndida, señor Headstone —dijo la señorita Peecher—. ¿Está dando un paseo?
—Hexam y yo vamos a dar un largo paseo.
—Un tiempo delicioso —observó la señorita Peecher— para dar un largo paseo.
—Nuestro paseo es más por negocios que por placer —dijo el maestro.
La señorita Peecher invirtió la regadera, de manera muy concienzuda sacudió las últimas gotitas sobre una flor, como si estas poseyeran una virtud especial que permitiera a las plantas crecer mágicamente hasta el cielo antes del alba, y llamó a su alumna, que había estado hablando con el muchacho, para que le rellenara la regadera.
—Buenas noches, señorita Peecher —dijo el maestro.
—Buenas noches, señor Headstone —dijo la maestra.
La alumna estaba tan acostumbrada, en su situación de alumna, a levantar el brazo, como si quisiera parar un coche de punto o un ómnibus, cada vez que quería comentarle algo a la señorita Peecher, que a menudo lo hacía también en su trato doméstico; y lo hizo en ese momento.
—Dime, Mary Anne —dijo la señorita Peecher.
—Si me permite, señora, Hexam ha dicho que iban a ver a su hermana.
—Pero eso no es posible, creo —replicó la señorita Peecher—, pues no creo que el señor Headstone tenga nada que tratar con ella.
Mary Anne volvió a levantar la mano.
—¿Y bien, Mary Anne?
—Si me permite, señora, a lo mejor se trata de algo relacionado con Hexam.
—Es posible —dijo la señorita Peecher—. No lo había pensado. Tampoco es que importe.
Mary Anne levantó de nuevo la mano.
—¿Y bien, Mary Anne?
—Ellos dicen que es muy guapa.
—¡Oh, Mary Anne, Mary Anne! —replicó la señorita Peecher, sonrojándose levemente y negando con la cabeza, un poco malhumorada—. ¿Cuántas veces te he dicho que no hay que usar esa vaga expresión, por no hablar de manera general? ¿Cuándo dices «ellos dicen», a qué te refieres? ¿Qué parte de la oración es Ellos?
Mary Anne se colocó el brazo derecho a la espalda y lo enganchó con la mano izquierda, como si estuviese en un examen, y replicó:
—Pronombre personal.
—¿Qué persona es Ellos?
—Tercera persona.
—¿Número?
—Plural.
—Entonces, ¿a cuántos te refieres, Mary Anne? ¿A dos o más?
—Le ruego me perdone, señora —dijo Mary Anne, desconcertada ahora que lo pensaba—, pero creo que solo me refería a su hermano. —Cuando lo dijo, se soltó el brazo.
—Estaba convencida de ello —replicó la señorita Peecher, volviendo a sonreír—. Y ahora, por favor, Mary Anne, otra vez ten cuidado. «Él dice» es muy diferente de «Ellos dicen», acuérdate. ¿Cuál es la diferencia entre «dice» y «dicen»? Dímela.
Mary Anne de inmediato se enganchó el brazo derecho detrás con la mano izquierda —una actitud absolutamente inseparable de esa situación— y contestó:
—Uno es presente de indicativo, tercera persona del singular, verbo «decir» en activa. El otro es presente de indicativo, tercera persona del plural, verbo «decir» en activa.
—¿Por qué el verbo está en activa, Mary Anne?
—Porque en el acusativo le sigue un pronombre, señorita Peecher.
—Muy bien —observó la señorita Peecher, para animarla—. De hecho, no podría estar mejor. La próxima vez, no se te olvide aplicarlo, Mary Anne.
Dicho esto, la señorita Peecher acabó de regar las flores y entró en su pequeña residencia oficial, se puso al día en los principales ríos y montañas del mundo, en su anchura, profundidad y altura, antes de ponerse a tomar las medidas del corpiño de un vestido para su uso personal.
Bradley Headstone y Charley Hexam llegaron a la orilla de Surrey del puente de Westminster, lo cruzaron, y siguieron por la ribera de Middlesex hacia Millbank. En esta región hay una callecilla llamada Church Street, y una plazuela sin salida llamada Smith Square, y en el centro de este último lugar se alza una horrorosa iglesia con cuatro torres, una en cada esquina, cuyo aspecto general es el de un monstruo petrificado, temible y gigantesco, de espaldas y con las cuatro patas al aire. Cerca de una esquina encontraron un árbol, y la forja de un herrero, y un almacén de madera y una chatarrería. Qué significaban un trozo oxidado de caldera y una gran rueda de hierro medio enterradas en el patio del chatarrero era algo que nadie parecía ni quería saber. Al igual que el molinero de discutible alegría de la canción, todo el mundo les daba igual, claro que sí, y ellos le daban igual al mundo.
Tras dar una vuelta por la plaza y observar que reinaba una calma sepulcral, más como si hubiese tomado láudano que caído en un reposo natural, se detuvieron en el lugar en que calle y plaza se juntaban, y donde se alineaban unas pocas casitas silenciosas. Finalmente, Charley Hexam se encaminó hacia ellas, y se detuvo en una.
—Debe de ser aquí donde vive mi hermana, señor. Vino a alojarse aquí temporalmente tras la muerte de mi padre.
—¿Cuántas veces la has visto desde entonces?
—Bueno, solo dos veces, señor —replicó el muchacho, con su reserva anterior—, pero eso es tan culpa de ella como mía.
—¿Cómo se gana la vida?
—Siempre fue una buena costurera, y lleva el almacén de un sastre de marineros.
—¿Siempre trabaja en su alojamiento?
—A veces; pero su horario y ocupación regulares están en la tienda, según creo, señor. Este es el número.
El muchacho llamó a la puerta, y esta se abrió rápidamente con un brinco y un chasquido. Se veía, dentro de un pequeño vestíbulo, la puerta abierta de una sala, y apareció un niño… o un enano… o una niña… un algo, sentado sobre una butaca baja y anticuada, que tenía delante una especie de banco de trabajo pequeño.
—No puedo levantarme —dijo el niño— porque me duele la espalda y las piernas no me sostienen. Pero soy quien vive en la casa.
—¿Hay alguien más? —preguntó Charley Hexam, con los ojos muy abiertos.
—No hay nadie en casa —replicó el niño, afirmando locuazmente su dignidad—, tan solo la persona que vive en la casa. ¿Qué quiere, joven?
—Quiero ver a mi hermana.
—Muchos jóvenes tienen hermanas —replicó el niño—. Deme su nombre, joven.
Aquella extraña figura, y aquella cara extraña, aunque no fea, con sus ojos vivos y grises, era de formas tan agudas que parecía inevitable que su carácter fuera cortante. Como si, al haber sido extraído de ese molde, no le quedara más remedio que serlo.
—Me llamo Hexam.
—Ah, ¿sí? —dijo la persona de la casa—. Ya me lo imaginaba. Su hermana volverá dentro de un cuarto de hora. Le tengo mucho cariño a su hermana. Es una amiga muy especial. Tome asiento. ¿Y cómo se llama este caballero?
—Es el señor Headstone, mi maestro.
—Tome asiento. ¿Le importaría cerrar la puerta de la calle? Yo no puedo hacerlo, porque me duele mucho la espalda y las piernas no me sostienen.
Obedecieron en silencio, y aquella pequeña criatura siguió con su labor de pegar o encolar con un pincel de pelo de camello unos trozos de cartón y madera delgada, recortados ya en formas diversas. Las tijeras y los cuchillos que había sobre el banco les demostraron que aquella niña los había recortado; y los brillantes recortes de terciopelo, seda y cinta que se desperdigaban sobre el banco les mostraron que cuando las hubiera rellenado debidamente (y también había relleno), las cubriría con elegancia. La destreza de sus hábiles dedos era extraordinaria, y, cuando juntó con precisión dos finos bordes dándoles un mordisquito, observó a los dos visitantes por el rabillo de sus ojos grises con una mirada que superó en agudeza todas sus demás agudezas.
—Estoy segura de que no son capaces de adivinar a qué me dedico —dijo tras varias observaciones como la anterior.
—Fabrica acericos —dijo Charley.
—¿Qué más hago?
—Limpiaplumas —replicó Bradley Headstone.
—¡Ja, ja! ¿Y qué más? Es usted maestro de escuela, pero no sabe decirlo.
—Fabrica algo con paja —replicó, señalando una esquina del banco—, pero no sé el qué.
—¡Bien dicho! —gritó la señora de la casa—. Solo fabrico acericos y limpiaplumas para aprovechar los restos. Pero mi ocupación auténtica tiene que ver con la paja. Vuelva a intentarlo. ¿Qué hago con paja?
—¿Salvamanteles?
—¡Un maestro de escuela, y dice «salvamanteles»! Le daré una pista de mi oficio, en un juego de prendas. Quiero a mi amor con B porque es Bella; odio a mi amor con B porque es Bruta; la llevé hasta el mesón del Buen Burro y la obsequié con un Bombín; se llama Bravía y vive en Bedlam. Y ahora, dígame, ¿qué hago con la paja?
—¿Capotas de señora?
—De señoras muy guapas —dijo la persona de la casa, asintiendo—. De muñecas. Hago vestidos de muñecas.
—Espero que sea un buen negocio.
La persona de la casa se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—No. Está mal pagado. ¡Y a menudo trabajo con prisas! La semana pasada tuve que vestir a una muñeca novia, y me vi obligada a trabajar toda la noche. Y eso no es bueno para mí, por culpa del dolor de espalda y de que las piernas no me sostienen.
Miraron a la pequeña criatura con un asombro que no menguaba, y el maestro dijo:
—Siento que sus guapas señoras sean tan poco consideradas.
—Siempre son así —dijo la persona de la casa, con un nuevo encogimiento de hombros—. Y no cuidan la ropa, y cada mes cambia la moda. Trabajo para una muñeca con tres hijas. ¡Caramba, se basta para arruinar al marido!
La persona de la casa soltó una risita extraña y les lanzó otra mirada por el rabillo del ojo. Tenía una barbilla de elfo que podía ser muy expresiva; y, siempre que lanzaba esa mirada, levantaba la barbilla. Como si los ojos y la barbilla funcionaran juntos, movidos por los mismos hilos.
—¿Está siempre tan ocupada como ahora?
—Y más. Ahora hay poco movimiento. Anteayer acabé un gran pedido de ropa de luto. La muñeca para la que trabajo perdió a su canario. —La persona de la casa soltó otra risita, y a continuación asintió varias veces, como quien extrae una moraleja—. ¡Oh, qué mundo, qué mundo!
—¿Está sola todo el día? —preguntó Bradley Headstone—. ¿Ninguno de los niños del barrio…?
—¡Oh, señor! —gritó la persona de la casa, con un gritito, como si la palabra le hubiera escocido—. No me hable de niños. No soporto a los niños. Me sé sus trucos y cómo son. —Lo dijo irritada, sacudiendo el puño derecho delante de los ojos.
Quizá no hacía falta pensar como un maestro para comprender que la modista de muñecas se mostraba muy virulenta a la hora de diferenciar entre ella y los demás niños. Pero así lo entendieron maestro y discípulo.
—¡Siempre corriendo y chillando, siempre jugando y peleando, siempre saltando por la acera y pintándola con tiza para sus juegos! ¡Oh, me sé sus trucos y cómo son! —Sacudió el puñito como antes—. Y eso no es todo. Muchas veces te insultan a través del ojo de la cerradura e imitan tu espalda y tus piernas. ¡Oh, me sé sus trucos y cómo son! Y le diré lo que haría para castigarlos. Hay unas puertas bajo la iglesia de la plaza… unas puertas negras que llevan a unas bóvedas negras. ¡Bueno, pues abriría una de esas puertas y los metería dentro a todos, y luego cerraría con llave y echaría pimienta por la cerradura!
—¿Y de qué serviría meter pimienta por la cerradura? —preguntó Charley Hexam.
—Se pondrían a estornudar —dijo la persona de la casa—, y les llorarían los ojos. Y cuando todos estuvieran estornudando y con los ojos inflamados, me burlaría de ellos a través del ojo de la cerradura. ¡Al igual que ellos, con sus trucos y su manera de ser, se burlan de la gente a través de la cerradura!
Una agitación del puñito delante de los ojos, singularmente enfática, pareció aliviar la mente de la persona de la casa, pues añadió recobrando la compostura:
—No, no, no. No quiero saber nada de niños. Yo prefiero los adultos.
Era difícil adivinar la edad de esa extraña criatura, pues su triste figura no ofrecía ninguna pista, y su cara era al mismo tiempo muy joven y muy vieja. No sería desencaminado decir que tenía doce, o trece años.
—Siempre me han gustado los adultos —prosiguió—, y siempre he frecuentado su compañía. Son tan sensatos… Y tan modositos… ¡No van por ahí brincando y haciendo piruetas! Y pienso relacionarme solo con adultos hasta que me case. Supongo que uno de estos días tendré que decidirme a casarme.
Escuchó unos pasos que llegaban de la calle, y llamaron suavemente a la puerta. La persona de la casa tiró de una manilla que quedaba a su alcance y dijo, con una risa de satisfacción:
—¡Por ejemplo, ahora llega un adulto con el que tengo una amistad muy especial!
Y Lizzie Hexam, vestida de negro, entró en la habitación.
—¡Charley! ¡Tú!
Lo abrazó como había hecho siempre (cosa que a él le avergonzó un poco), sin ver a la otra persona.
—Vamos, vamos, vamos, Liz, muy bien, querida. ¡Mira! Me acompaña el señor Headstone.
Su mirada se cruzó con la del maestro, que, evidentemente, esperaba encontrarse con una persona muy distinta, e intercambiaron unas farfulladas palabras de saludo. Liz estaba un poco aturullada por la inesperada visita, y el maestro estaba un poco incómodo. Aunque la verdad es que siempre estaba un poco incómodo.
—Le he dicho al señor Headstone que aún no estabas del todo instalada, Liz, pero ha sido tan amable de interesarse por venir, que lo he traído. ¡Tienes buen aspecto!
Bradley parecía pensar lo mismo.
—¿A que sí, a que sí? —gritó la persona de la casa, reanudando su ocupación, aunque el crepúsculo caía rápidamente—. ¡Ya lo creo que lo tiene! Pero sigan charlando, todos ustedes:
Que no cese la conversación
de los que forman esta reunión.
Y puntuó la rima improvisada con tres golpes de su delgado índice.
—No esperaba que vinieras a visitarme, Charley —dijo su hermana—. Suponía que si querías verme mandarías a buscarme y quedaríamos en algún lugar cerca de la escuela, como hicimos la última vez. Vi a mi hermano cerca de la escuela, señor —a Bradley Headstone—, porque a mí me es más fácil ir allí que a él venir aquí. Trabajo a mitad de camino entre los dos lugares.
—No se ven mucho —dijo Bradley, todavía igual de incómodo.
—No. —Liz negó tristemente con la cabeza—. ¿A Charley le van bien los estudios, señor Headstone?
—No le podrían ir mejor. No creo que se le presente ningún obstáculo.
—Eso era lo que yo esperaba. Estoy tan agradecida… ¡Bien hecho, querido Charley! Creo que es mejor que no me interponga (excepto cuando él quiera) entre él y su futuro. ¿Opina usted igual, señor Headstone?
Consciente de que su discípulo estaba esperando su respuesta, y que él mismo había sugerido que el muchacho se mantuviera distanciado de su hermana, a la que ahora veía por primera vez cara a cara, Bradley Headstone tartamudeó:
—Ya sabe que su hermano está muy ocupado. Tiene que trabajar duro. Lo único que puedo decir es que, cuanto menos se desvíe su atención del trabajo, mejor para su futuro. Cuando ya tenga un empleo, bueno, eso… será otra cosa.
Lizzie negó con la cabeza y replicó, con una serena sonrisa:
—Siempre le he aconsejado lo mismo que usted. ¿No es cierto, Charley?
—Bueno, ahora no te preocupes por eso —dijo el muchacho—. ¿Cómo te va?
—Muy bien, Charley. No me falta nada.
—¿Tienes tu propia habitación?
—Oh, sí. Arriba. Es tranquila, agradable y ventilada.
—Y siempre puede disponer de esta salita para recibir a las visitas —dijo la persona de la casa, cerrando uno de sus puñitos huesudos y mirando a través de él, como si fueran unos anteojos de ópera, con los ojos y la barbilla en esa curiosa concordancia—. Siempre esta habitación para las visitas, ¿no es así, querida Lizzie?
Ocurrió que Bradley Headstone observó un levísimo gesto de la mano de Lizzie Hexam, como si quisiese hacer callar a la modista de muñecas. Y ocurrió que en el mismo instante la persona de la casa observó que él lo había observado, pues formó un doble anteojo con las dos manos y lo miró a través de él, y gritó, sacudiendo burlonamente la cabeza:
—¡Ajá! Le he pillado espiando, ¿verdad?
A lo mejor fue algo casual, pero Bradley Headstone también observó que, inmediatamente después de eso, Lizzie, que no se había quitado la capota, propuso, con bastantes prisas, que salieran a tomar el aire ahora que la salita quedaba a oscuras. Salieron; los visitantes se despidieron de la modista de muñecas, a la que dejaron recostada en su silla con los brazos cruzados, canturreando con una vocecita dulce y ausente.
—Yo me daré una vuelta por el río —dijo Bradley—. Querréis hablar a solas.
Mientras su incómoda figura se alejaba delante de ellos entre las sombras de la tarde, el muchacho le dijo a su hermana con insolencia:
—¿Cuándo vas a instalarte en un lugar respetable, Liz? Pensaba que ya lo habrías hecho.
—Estoy muy bien donde estoy, Charley.
—¡Que estás muy bien donde estás! Me avergüenza haber traído conmigo al señor Headstone. ¿Cómo acabaste con esa pequeña bruja?
—Al principio fue casualidad, Charley. Pero creo que ahora se debe a algo más que la casualidad, pues esa niña… ¿Recuerdas los carteles que había en las paredes de nuestra casa?
—¡Malditos sean los carteles que había en nuestra casa! Quiero olvidarme de esos carteles, y a ti más te valdría que hicieras lo mismo —gruñó el muchacho—. Bueno, ¿qué es lo que pasa con esos carteles?
—Esta niña es la nieta del viejo.
—¿Qué viejo?
—Ese terrible viejo borracho, el de las zapatillas con un ribete y el gorro de dormir.
El muchacho, frotándose la nariz de una manera que expresaba irritación por haber oído tanto y también curiosidad de oír todavía algo más, preguntó:
—¿Cómo lo averiguaste? ¡Menuda chica eres!
—El padre de la chica trabaja en la empresa donde yo trabajo; así es como me enteré, Charley. El padre es como su propio padre, una criatura desdichada y pobre de espíritu, temblorosa, hecha pedazos, que nunca está sobria. Pero es un buen trabajador en lo que hace. La madre murió. Esta pobre criatura enferma ha llegado a ser lo que es… rodeada de borrachos desde la cuna… si alguna vez tuvo una, Charley.
—A pesar de todo, no entiendo qué tienes que ver con ella —insistió el muchacho.
—¿No lo ves, Charley?
El muchacho miró el río con gesto huraño. Estaban en Millbank, y el río discurría a la izquierda. Su hermana le tocó suavemente el hombro, y señaló el agua con el dedo.
—Es una compensación… una restitución… da igual la palabra, ya sabes a qué me refiero. La tumba del padre.
Pero él no le respondió con cariño. Tras un silencio malhumorado, le soltó en un tono ofendido:
—Es muy duro, Liz, que cuando intento llegar a algo en la vida, me pongas obstáculos.
—¿Yo, Charley?
—Sí, tú, Liz. ¿Por qué no puedes olvidar el pasado? ¿Por qué no puedes, como me decía el señor Headstone acerca de otro asunto, dejar de removerlo? Lo que tenemos que hacer es mirar en una nueva dirección, y seguir rectos sin desviarnos.
—¿Y nunca mirar atrás? ¿Ni siquiera para intentar enmendar algo?
—Eres una soñadora —dijo el muchacho, con la insolencia de antes—. Todo esto estaba muy bien cuando nos sentábamos delante del fuego. Cuando mirábamos el hueco que había junto a la llama. Pero ahora estamos mirando el mundo real.
—¡Ah, entonces también mirábamos el mundo real, Charley!
—Entiendo a qué te refieres con eso, pero no tienes razón. Yo no quiero mejorar en la vida para librarme de ti, Liz. Quiero que mejores conmigo. Eso es lo que quiero, y lo que me propongo. Sé que te lo debo. Se lo he dicho al señor Headstone esta misma tarde: «Después de todo, fue ella la que me trajo aquí». Bueno, pues, no me pongas obstáculos, no me retengas. Es todo lo que pido, y desde luego no me parece una insensatez.
Lizzie no había apartado la mirada de él, y le respondió sin alterarse:
—No estoy aquí por egoísmo, Charley. Nunca podré alejarme lo bastante del río como para vivir en paz.
—Ni tampoco podrás alejarte lo bastante como para que yo viva en paz. Olvidémonos los dos del río por igual. ¿Por qué debes seguir rondándolo? Yo he puesto tierra de por medio.
—Creo que yo no puedo alejarme de él —dijo Lizzie, pasándose la mano por la frente—. Y no es a propósito que sigo viviendo cerca de él.
—¡Ahí lo tienes, Liz! ¡Vuelves a soñar! Te vas a vivir por voluntad propia a casa de un borracho… supongo que un sastre… o algo parecido, y con una niña, o una vieja, o lo que sea, deforme y grotesca, y luego me hablas como si algo te hubiera atraído o impulsado hasta allí. Vamos, sé más práctica.
Lizzie había sido bastante práctica con él, sufriendo y luchando por él; pero en ese momento apenas le puso una mano en el hombro —no a modo de reproche— y le dio unos golpecitos. Era lo que solía hacer para consolarlo cuando lo llevaba en brazos y pesaba casi tanto como ella. Las lágrimas asomaron a los ojos de Charley.
—Te doy mi palabra, Liz —dijo pasándose el dorso de la mano por los ojos—, de que quiero ser un buen hermano, y demostrarte que sé cuánto te debo. Todo lo que digo es que espero que controles un poco tus fantasías; hazlo por mí. Me darán una escuela, y entonces vendrás a vivir conmigo, y tendrás que controlar tus fantasías. ¿Por qué no ahora, entonces? Vamos, dime que no te he hecho enfadar.
—No me has hecho enfadar, Charley, de verdad.
—Y dime que no te he ofendido.
—No me has ofendido, Charley. —Pero esas palabras tardaron más en salirle.
—Dime que sabes que no pretendía ofenderte. ¡Vamos! El señor Headstone se ha parado, y contempla la marea por encima del pretil para indicarme que es hora de irnos. Bésame y dime que sabes que no pretendía ofenderte.
Ella se lo dijo, y se abrazaron y se acercaron hasta donde estaba el maestro.
—Pero si llevamos el mismo camino que tu hermana —observó el maestro cuando el muchacho le dijo que estaba listo.
Y con sus maneras torpes e inseguras, le ofreció el brazo a Lizzie con un gesto rígido. En cuanto la mano de Lizzie tocó el brazo de él, la retiró. El maestro se volvió hacia ella sobresaltado, como si ella, en el tacto momentáneo, hubiera detectado en él algo que la repelía.
—Aún no voy a volver —dijo Lizzie—. Y tenéis una buena distancia que recorrer. Iréis más deprisa sin mí.
Como en ese momento ya estaban cerca de Vauxhall Bridge, decidieron, en consecuencia, cruzar el Támesis por allí, y se alejaron de ella; Bradley Headstone le dio la mano al despedirse, y ella, las gracias por cuidar de su hermano.
El maestro y el discípulo caminaron a paso rápido, en silencio. Casi habían acabado de cruzar el puente cuando un caballero se les acercó caminando tranquilamente, con un cigarro en la boca, la chaqueta abierta y las manos a la espalda. Llamó la atención del muchacho su aire despreocupado, un cierto aspecto arrogante e indolente, que le hacía ocupar el doble de acera que hubiera utilizado cualquier otro. Cuando se cruzaron con el caballero, el muchacho lo miró apretando los ojos, y a continuación se quedó quieto, mirando cómo se alejaba.
—¿Quién es ese hombre que miras? —preguntó Bradley.
—¡Vaya! —dijo el muchacho, con un ceño perplejo y reflexivo—. ¡Pero si es Wrayburn!
Bradley Headstone escrutó al muchacho tan atentamente como este había escrutado al caballero.
—Le ruego me perdone, señor Headstone, pero no he podido evitar preguntarme qué diantre lo puede haber traído hasta aquí.
Aunque lo dijo como si ya no se lo preguntara —al tiempo que reemprendía su camino—, a su maestro no se le pasó por alto que miraba a su espalda después de hablar, y que ese mismo ceño confuso y reflexivo seguía grabado en su cara.
—No pareces apreciar a tu amigo, Hexam.
—NO le tengo el menor aprecio —dijo el muchacho.
—¿Por qué no?
—Porque la primera vez que lo vi me agarró de la barbilla de una manera de lo más impertinente —dijo el muchacho.
—De nuevo te pregunto por qué.
—Por nada. O, y da lo mismo, porque dije algo de mi hermana que no le gustó.
—Entonces, ¿conoce a tu hermana?
—En aquel momento no la conocía —dijo el muchacho, aún taciturno y reflexivo.
—¿Y ahora?
El muchacho se había ensimismado hasta tal punto que miró al señor Bradley Headstone, mientras caminaban el uno junto al otro, sin intención de contestar hasta que no le repitieran la pregunta; entonces asintió y respondió:
—Sí, señor.
—Yo diría que va a verla.
—¡No es posible! —dijo el muchacho rápidamente—. No la conoce lo bastante. ¡Me gustaría sorprenderlo visitándola!
Cuando llevaban un rato caminando, más rápidamente que antes, el maestro dijo, agarrando el brazo de su discípulo entre el codo y el hombro:
—Vas a decirme una cosa de esa persona. ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Wrayburn. Señor Eugene Wrayburn. Es lo que llaman un abogado, y no tiene nada que hacer. La primera vez que vino a nuestra antigua casa fue cuando mi padre vivía. Vino por negocios; no es que fuera un negocio suyo, él no tenía ninguno, sino que lo llevó un amigo.
—¿Y las otras veces?
—Que yo sepa, solo hubo otra vez. Cuando mi padre murió por accidente, fue uno de los que lo encontraron. Supongo que merodeaba por allí, tocando las narices; pero, fuera como fuese, allí estaba. Le llevó la noticia a mi hermana a primera hora de la mañana, y lo acompañaba la señorita Abbey Potterson, una vecina, para ayudarle en ese menester. Merodeaba por la casa cuando me llevaron allí por la tarde (no supieron dónde encontrarme hasta que mi hermana no se recuperó lo suficiente para decírselo), y luego se fue con el mismo aire embobado.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo, señor.
Bradley Headstone liberó lentamente el brazo del muchacho, como si se hubiera quedado pensativo, y siguieron caminando el uno junto al otro. Tras un largo silencio, Bradley reanudó la conversación.
—Supongo que… tu hermana… —lo dijo con una curiosa pausa antes y después de esas palabras— no ha recibido ninguna educación, ¿verdad, Hexam?
—Prácticamente ninguna, señor.
—Se sacrificó, sin duda, a las objeciones de tu padre. En tu caso, recuerdo cuáles fueron. No obstante… tu hermana… no parece una persona ignorante, ni habla como tal.
—Lizzie es tan lista como el que más, señor Headstone. Demasiado, quizá, para no haber recibido instrucción. En casa yo siempre decía que el fuego era su biblioteca, pues cuando se sentaba a mirarlo su cabeza se llenaba de fantasías… fantasías con mucha sabiduría, si te paras a pensarlo.
—Esto no me gusta —dijo Bradley Headstone.
Su pupilo se quedó un tanto sorprendido de que interpusiera una objeción tan repentina, decidida y emocional, pero lo tomó como una prueba de lo mucho que el maestro se interesaba por él. Le dio valor para decir:
—Hasta ahora no me había atrevido a mencionárselo directamente, señor Headstone, y usted es testigo de que ni siquiera me había decidido a ocultárselo antes de salir esta tarde; pero se me hace doloroso pensar que si todo me va tan bien como usted cree, pueda quedar… no diré deshonrado, porque no es lo que quiero decir… sino, bueno, un poco abochornado por tener una hermana como ella, que tan buena ha sido conmigo.
—Sí —dijo Bradley Headstone obviando sus palabras, pues su mente apenas había tocado ese punto, pasando a otro de inmediato—, y hay que considerar otra posibilidad. Podría ocurrir que algún hombre que se ha abierto camino en la vida llegara a admirar a… tu hermana… y con el tiempo incluso pensara en casarse con… tu hermana… y sería un triste inconveniente y un duro castigo para él, tras haber superado en su pensamiento otras desigualdades de posición social y otras consideraciones en contra de ese matrimonio, que esa desigualdad y esa consideración persistieran en su pensamiento con toda su fuerza.
—Eso es lo que yo quería decir, señor.
—Sí, sí —dijo Bradley Headstone—, pero tú hablabas como simple hermano. No, lo que yo imagino sería algo mucho menos admisible; porque un admirador, un marido, formaría un vínculo de manera voluntaria, aparte de que se vería obligado a proclamarlo: cosa que no ocurre con un hermano. Después de todo, ya sabes, de ti se puede decir que no pudiste evitarlo; mientras que de él, con igual razón, se puede decir que pudo.
—Es cierto, señor. A veces, desde que Lizzie quedó libre por la muerte de padre, he pensado que una joven así podría aprender lo suficiente como para ser aceptada. Y a veces me he dicho que quizá la señorita Peecher…
—Para ese propósito, NO le aconsejaría a la señorita Peecher —intervino Bradley Headstone con tanta decisión como antes.
—¿Sería usted tan amable de pensarlo por mí, señor Headstone?
—Sí, Hexam, sí. Lo pensaré. Lo pensaré con calma. Me lo pensaré bien.
A continuación caminaron casi en silencio, hasta que llegaron a la escuela. Allí una de las pulcras ventanitas de la señorita Peecher, parecidas a los ojos de una aguja, estaba iluminada, y en un rincón se hallaba sentada Mary Ann, observando, mientras la señorita Peecher, en la mesa, se estaba cosiendo el pulcro y pequeño corpiño de acuerdo con un patrón de papel de estraza. N. B. El gobierno no alentaba demasiado el nada académico arte de la aguja en la señorita Peecher ni en sus alumnas.
Mary Anne, con la cara pegada a la ventana, levantó el brazo.
—¿Dime, Mary Anne?
—El señor Headstone ha vuelto, señora.
Al cabo de más o menos un minuto, Mary Anne volvió a levantar el brazo.
—¿Sí, Mary Anne?
—Ha entrado en su casa y ha cerrado con llave, señora.
La señorita Peecher reprimió un suspiro mientras recogía su labor para irse a la cama, y con una aguja afilada, bien afilada, había traspasado esa parte del vestido que debería cubrirle el corazón, de haberlo llevado puesto.