Una ciénaga deprimente
¡Y ahora, en los radiantes días de verano, contemplemos al señor y a la señora Boffin instalados en la mansión familiar eminentemente aristocrática, y contemplemos cómo pululan todo tipo de criaturas reptantes, gateantes, aleteantes y zumbantes, atraídas por el polvo de oro del Basurero de Oro!
Entre los primeros que depositan su tarjeta de visita en la puerta eminentemente aristocrática antes de que esté pintada del todo están los Veneering, sin resuello, se podría imaginar, por la impetuosidad con que han corrido hacia esa escalinata eminentemente aristocrática. Una tarjeta grabada en plancha de cobre de la señora Veneering, una segunda tarjeta grabada en plancha de cobre del señor Veneering, y una tarjeta conjunta grabada en plancha de cobre del señor y la señora Veneering, solicitando el honor de que el señor y la señora Boffin los acompañen a una cena del Analista con las máximas solemnidades. La cautivadora lady Tippins deja una tarjeta. Twemlow deja tarjetas. Un faetón alto y color natillas que se desplaza con gran solemnidad deja cuatro tarjetas, a saber: un par del señor Podsnap, una de la señora Podsnap, y otra de la señorita Podsnap. Todo el mundo y su esposa y su hija dejan tarjetas. A veces la esposa del mundo tiene muchas hijas, y su tarjeta es como un lote misceláneo en una subasta; comprende a la señora Tapkins, a la señorita Tapkins, a la señorita Frederica Tapkins, a la señorita Antonina Tapkins, a la señorita Malvina Tapkins, a la señorita Euphemia Tapkins; al mismo tiempo, la susodicha dama deja la tarjeta de la señora de Henry George Alfred Swoshle, de soltera Tapkins; y también una tarjeta de la señora Tapkins informando que recibe los miércoles, con velada musical, en Portland Place.
La señorita Bella Wilfer pasa a ser residente por un tiempo indeterminado de la residencia eminentemente aristocrática. La señora Boffin lleva a la señorita Bella a su sombrerero y a su modista, y sale maravillosamente vestida. Los Veneering descubren con inmediato remordimiento que han olvidado invitar a la señorita Bella Wilfer. Una petición de la señora Veneering y otra del señor y la señora Veneering solicitan ese honor adicional y hacen penitencia al instante, en cartulina blanca, sobre la mesa del vestíbulo. Del mismo modo, la señora Tapkins descubre su omisión, y la repara con prontitud; en su nombre y en el de la señorita Tapkins, la señorita Frederica Tapkins, la señorita Antonina Tapkins, la señorita Malvina Tapkins y la señorita Euphemia Tapkins. También en nombre de la señora de Henry George Alfred Swoshle, de soltera Tapkins. Y de la señora Tapkins, informando que recibe los miércoles, con velada musical, en Portland Place.
El oro en polvo del Basurero de Oro despierta la avidez de los libros de los comerciantes y hace la boca agua a esos comerciantes. Cada vez que la señora Boffin y la señorita Wilfer salen, o cada vez que el señor Boffin pisa la calle con su andar a saltitos, el pescadero se quita el sombrero con un aire de reverencia basada en la convicción. Sus empleados se limpian los dedos en el mandil de lana antes de atreverse a llevárselos a la frente para saludar al señor Boffin y señora. El boquiabierto salmón y el dorado salmonete que yacen sobre la tabla levantan su mirada ladeada, al igual que levantarían las manos, si pudieran, con rendida admiración. El carnicero, a pesar de ser un hombre corpulento y próspero, no sabe qué hacer de su cuerpo, tan ansioso está por expresar humildad al ser descubierto por los Boffin tomando el aire en una arboleda de corderos. Los regalos se entregan a los criados de los Boffin, y unos anodinos desconocidos con tarjetas comerciales, al encontrarse por la calle con los mencionados criados, les ofrecen promesas de corrupción. Como «Suponiendo que me viera favorecido con un pedido del señor Boffin, querido amigo, estaría encantado…» de hacer ciertas cosas que espero que no le resulten del todo desagradables.
Pero nadie sabe tan bien como el secretario, que es quien abre y lee las cartas, la de propuestas que se le hacen a un hombre marcado por la notoriedad. ¡Oh, qué variedad de basura para uso ocular, ofrecida a cambio del polvo de oro del Basurero de Oro! Cincuenta y siete iglesias se podrían construir con medias coronas, cuarenta y dos casas parroquiales se podrían reparar a base de chelines, veintisiete órganos se construirían con medios peniques, mil doscientos niños podrían criarse con sellos de correos. Tampoco es que media corona, un chelín, un penique o un sello fueran lo que se esperaba del señor Boffin, pero es evidente que él es el hombre que va a cubrir el déficit. ¡Y luego están las obras de beneficencia, mi hermano en Cristo! Y la mayoría pasaban apuros económicos, pero qué pródigos en caros artículos de escritorio. Grandes y gruesas cartas de dos páginas, selladas con la corona ducal: «Señor don Nicodemus Boffin: Mi querido señor. Habiendo accedido a presidir la inminente Cena Anual del Fondo del Partido de la Familia, y sintiéndome profundamente impresionado por la inmensa utilidad de esa noble institución y la gran importancia que tiene que se vea apoyada por una lista de patrocinadores que le muestre al público el interés que sienten por ella los hombres más populares y distinguidos, me he decidido a solicitarle que forme parte de los patrocinadores de dicho evento. Solicitando su respuesta favorable antes del 14 del presente, queda, su leal servidor, LINSEED. P.D.: La aportación de los patrocinadores se limita a tres guineas». Amistosa misiva, por parte del duque de Linseed (y muy atenta la postdata), solo litografiada a centenares, y cuyo único rasgo distintivo es que va dirigida al señor don Nicodemus Boffin, con la dirección en una letra distinta. Hacen falta dos nobles condes y un vizconde combinados para informar al señor don Nicodemus Boffin, de manera igualmente lisonjera, de que una estimable dama del oeste de Inglaterra ha ofrecido entregar una bolsa que contiene veinte libras a la Sociedad que Otorga Rentas a los Miembros sin Pretensiones de las Clases Medias, si veinte individuos aportan previamente bolsas con cien libras cada una. Y estos benévolos nobles señalan muy amablemente que si el señor don Nicodemus Boffin desea aportar dos o más bolsas, no se apartará de la idea de la estimable dama del oeste de Inglaterra, siempre y cuando en cada bolsa aparezca el nombre de un miembro de su honrada y respetada familia.
Estos son los mendigos colegiados. Pero además están los mendigos individuales; ¡y cómo desfallece el corazón del secretario cuando tiene que tratar con ellos! Y hasta cierto punto hay que tratar con ellos, pues todos mandan documentos adjuntos (los llaman recortes; pero en cuanto que documentos son lo que la carne picada es a la ternera), y si estos no se devuelven significaría la ruina. Es decir, ahora están totalmente arruinados, pero entonces quedarían más totalmente arruinados. Entre estos corresponsales hay varias hijas de generales, acostumbradas desde siempre a todos los lujos de la vida (menos el de la ortografía), que poco imaginaban cuando sus gallardos padres se fueron a combatir a la península ibérica que tendrían que apelar a aquellos a quienes la Providencia, en su inescrutable sabiduría, ha bendecido con fabulosas cantidades de oro, y de entre estos han seleccionado el nombre de Nicodemus Boffin para su primera intentona en este campo, sabiendo que tiene un corazón como no hay otro. El secretario también aprende que la confianza entre marido y mujer rara vez impera cuando surgen apuros monetarios, tan numerosas son las esposas que toman la pluma para pedirle dinero al señor Boffin sin que lo sepan sus devotos maridos, que jamás lo permitirían; mientras que, por otra parte, igual de numerosos son los maridos que toman la pluma para pedirle dinero al señor Boffin sin que sus devotas esposas lo sepan, pues estas perderían el juicio si sospecharan en lo más mínimo esa circunstancia. También hay mendigos inspirados. Estos, ayer mismo por la noche, estaban sentados meditando a la luz de un fragmento de vela que pronto había de apagarse y dejarlos en la oscuridad por el resto de la noche cuando probablemente algún ángel susurró a sus espíritus el nombre del señor don Nicodemus Boffin, impartiéndoles rayos de una esperanza, o mejor dicho, de una seguridad en sí mismos a la que hasta entonces habían sido ajenos. Similares a estos son los mendigos a quienes un amigo les ha sugerido la idea. Estaban compartiendo una patata fría y agua junto a la luz escasa y parpadeante de una yesca, en sus habitaciones (van bastante atrasados con el alquiler, y una patrona despiadada amenaza con echarlos «como a perros» a la calle), cuando un amigo bien informado asomó la cabeza y dijo: «Escriba de inmediato al señor don Nicodemus Boffin». También hay mendigos noblemente independientes. Estos, en días de abundancia, siempre consideraron el oro como algo indigno, y todavía no han superado ese único impedimento a la hora de amasar riqueza; pero no quieren algo tan despreciable del señor don Nicodemus Boffin. No, señor Boffin; el mundo puede decir que es orgullo, un orgullo mezquino, si quieres, pero no lo aceptarían si se lo ofrecieran; un préstamo, señor: para catorce semanas, ni un día más, a un interés del cinco por ciento anual, entregado a cualquier institución de caridad que usted señale: es todo lo que quieren, y si es tan mezquino como para negarse, cuente con el desprecio de los espíritus generosos. También hay mendigos de puntuales hábitos comerciales. Son los que pondrán fin a su vida a la una menos cuarto del mediodía del martes si no han recibido un giro postal del señor don Nicodemus Boffin; si no va a llegar antes de la una menos cuarto del mediodía del martes, no hace falta que lo envíe, pues ya serán (tras haber escrito un memorándum exacto de tan despiadadas circunstancia) «fríos cadáveres». También hay mendigos a caballo, pero que no están dispuestos a cabalgar hasta el infierno,[13] como dice el refrán. Estos ya están sobre la montura y dispuestos a partir por el camino de la riqueza. Tienen la meta delante, el camino real está en un estado inmejorable, las espuelas a punto, el corcel dispuesto, pero en el último momento, a falta de algo especial —un reloj, un violín, un telescopio astronómico, una máquina de electricidad— han de desmontar hasta que reciban su equivalente en dinero del señor don Nicodemus Boffin. Menos atentos al detalle son los mendigos que se dedican a empresas lupanarias. Estos, a quienes hay que responder enviando una carta a unas iniciales en una oficina de correos de provincias, preguntan por medio de manos femeninas: ¿se atrevería una mujer que no puede revelar su nombre al señor don Nicodemus Boffin, pues ese nombre le asombraría si lo conociera, a solicitar el adelanto inmediato de doscientas libras de esas inesperadas riquezas que ejercen su más noble privilegio cuando pasan a manos de la gente corriente?
En esa Ciénaga Deprimente se alza la nueva casa, y a través de ella se abre paso diariamente el secretario, hasta el pecho de fango. Por no hablar de todos los que han hecho inventos que no funcionarán, de todos los negociantes que negocian en negocios negociados; aunque estos pueden considerarse los caimanes de la Ciénaga Deprimente, y están siempre al acecho para llevarse al fondo al Basurero de Oro.
Y en la vieja casa, ¿no se trama allí nada contra el Basurero de Oro? ¿No hay peces de la familia de los tiburones en las aguas de La Enramada? Puede que no. No obstante, Wegg se ha instalado allí, y, a juzgar por sus clandestinos manejos, parece albergar la idea de llevar a cabo un descubrimiento. Pues cuando un hombre con una pata de palo yace boca abajo para husmear bajo las camas, y se encarama a las escaleras, como un pájaro ya extinguido, para investigar en lo alto de armarios y aparadores; y se provee de una vara de hierro con la que siempre está hurgando y revolviendo en los montículos de polvo, existe la probabilidad de que espere encontrar algo.