Recogidos y recordados
El secretario no perdió tiempo en ponerse a trabajar, y su atención y método pronto dejaron su impronta en los asuntos del Basurero de Oro. Su seriedad a la hora de comprender la longitud, anchura y profundidad de todas las tareas que le transmitía su patrón era tan destacable como su celeridad en llevarlas a cabo. No aceptaba informaciones ni explicaciones de segunda mano, y se hacía responsable de todo cuanto se le confiaba.
Había algo en la conducta del secretario, que estaba en la base de su actitud en general, que podría haber despertado los recelos de una persona con más conocimiento de los hombres que el que tenía el Basurero de Oro. El secretario estaba lejos de ser inquisitivo y entrometido como pueden ser algunos secretarios, pero solo le contentaba una comprensión absoluta de la totalidad de los asuntos que tenía entre manos. Pronto quedó claro (a partir de los conocimientos que desplegaba) que debía de haber estado en la oficina donde el testamento de Harmon había quedado registrado, y que debía de haber leído el testamento. Se adelantaba a las consideraciones del señor Boffin acerca de si debía ser aconsejado en esta o esa cuestión, demostrando que ya estaba al corriente y que la entendía. Todo ello lo hacía sin el menor disimulo, y parecía satisfecho de que formara parte de su deber haberse preparado para todas las eventualidades posibles sabiendo afrontarlas con la máxima eficacia.
Esto —permítaseme repetirlo— podría haber despertado ciertas suspicacias en un hombre con más mundo que el Basurero de Oro. Por otro lado, el secretario era inteligente, discreto y reservado, y ponía tanto celo en su labor como si los negocios fueran suyos. No mostraba afán de superioridad ni de control sobre el dinero, sino que de manera clara cedía ambas cosas al señor Boffin. Si, en su limitada esfera, buscaba el poder, era el poder del conocimiento; el que deriva de una perfecta comprensión de sus negocios.
Al igual que en la cara del secretario había una nube inconcreta, también en su comportamiento se observaba una sombra igualmente indefinible. No es que se mostrara vergonzoso, como la primera noche que estuvo con la familia Wilfer; habitualmente, actuaba con naturalidad, y, sin embargo, seguía habiendo ese algo. No es que no supiera comportarse, como en aquella ocasión; ahora obraba con modestia, simpatía y desenvoltura. No obstante, había algo que nunca lo abandonaba. Se cuenta que hay hombres que han sufrido un cruel cautiverio, o que han pasado por una terrible prueba, o que para salvar la vida han matado a un semejante indefenso, y que ese hecho les ha quedado grabado en la cara hasta su muerte. ¿Era eso lo que había en la cara del secretario?
Instaló en la casa nueva una oficina temporal para él, y todo iba bien bajo su supervisión, con una sola excepción. Era patente que se negaba a tratar con el procurador del señor Boffin. Dos o tres veces en que asomó la posibilidad de tratar con él, transfirió su tarea al señor Boffin; y el hecho de que eludiera ese trato fue enseguida tan evidente que el señor Boffin se refirió al objeto de su reticencia.
—Simplemente preferiría no hacerlo —admitió el secretario.
¿Tenía algo personal en contra del señor Lightwood?
—No lo conozco.
¿Había sufrido algún pleito?
—No más que otros hombres —fue la lacónica respuesta.
¿Tenía prejuicios contra la raza de los abogados?
—No. Pero mientras esté a su servicio, señor, pediría que se me excusara de hacer de intermediario entre abogado y cliente. Naturalmente, señor Boffin, si insiste, le obedeceré. Pero consideraría un gran favor que no insistiera en ello a no ser en un caso de gran urgencia.
Ahora bien, no se podía decir que hubiera ningún caso de gran urgencia, pues los únicos asuntos que Lightwood tenía entre manos —y entre las que languidecían— tenían que ver con el criminal aún por descubrir y con los que surgían de la compra de la casa. Muchos otros asuntos que podían haberle llegado se detenían al llegar al secretario, bajo cuya administración se abordaban de manera mucho más expeditiva y satisfactoria que si hubieran ido a parar a los dominios del joven Blight. Eso era algo que el Basurero de Oro comprendía perfectamente. Incluso la cuestión que se planteaba en esos momentos era de tan poca importancia que no requería la presencia del secretario, pues no era más que lo siguiente: como la muerte de Hexam había provocado que el hombre honesto no pudiera sacarle provecho al sudor de su frente, el hombre honesto se había negado a humedecerse la frente por nada, con ese intenso ejercicio que en los círculos legales se conoce como jurar y perjurar. En consecuencia, la nueva luz se había ido apagando. Pero el que se airearan viejos hechos había llevado a una persona interesada a sugerir que sería buena idea que, antes de que el caso regresara a su triste estante —ahora probablemente para siempre—, se indujera u obligara al señor Julius Handford a reaparecer para ser interrogado. Y como nadie tenía la menor pista del señor Julius Handford, Lightwood le pidió autorización a su cliente para buscarle a través de algunos anuncios públicos.
—¿Tiene algún inconveniente en escribirle a Lightwood, Rokesmith?
—En absoluto, señor.
—Pues entonces podría escribirle unas líneas, y dígale que es libre de hacer lo que se le antoje. No creo que consigamos nada.
—Yo tampoco creo que consigamos nada —dijo el secretario.
—No, obstante, que haga lo que quiera.
—Le escribiré inmediatamente. Deje que le dé las gracias por ser tan tolerante con mi aversión. Puede que le parezca más justificada si le digo que, aunque no conozco al señor Lightwood, me trae a la memoria un suceso desagradable. No es culpa suya; no hay que culparle por ello, y ni siquiera conoce mi nombre.
El señor Boffin concluyó el asunto con un par de inclinaciones de cabeza. Se escribió la carta, y al día siguiente apareció el anuncio en el que se solicitaba al señor Julius Handford que se pusiera en comunicación con Mortimer Lightwood, a fin de favorecer la acción de la justicia, ofreciéndose una recompensa a cualquiera que, conociendo su paradero, se lo comunicara al mencionado señor Mortimer Lightwood, en su oficina de Temple. El anuncio apareció cada día, durante seis semanas, en la primera página de todos los periódicos, y cada día, durante seis semanas, el secretario, cuando lo veía, decía para sí, en el mismo tono en que se lo dijera a su patrón: «Yo tampoco creo que consigamos nada».
Entre sus primeras tareas, ocupó un lugar preferente la búsqueda del huérfano anhelado por la señora Boffin. Desde que entró a trabajar en esa casa, mostró un deseo especial de complacerla, y, sabiendo que eso era lo que más ansiaba, se tomó ese empeño con infatigable presteza e interés.
El señor y la señora Milvey habían descubierto que era una búsqueda difícil. O el huérfano idóneo era del sexo erróneo (cosa que casi siempre sucedía) o era demasiado mayor, o demasiado joven, o estaba demasiado enfermo, o demasiado sucio, o demasiado acostumbrado a las calles, o era demasiado propenso a escaparse; o se hacía imposible completar la filantrópica transacción sin comprar al huérfano. Pues, en cuanto se hacía público que alguien quería un huérfano, aparecía un pariente afectuoso que ponía precio a la cabeza del huérfano. El alza repentina del precio de los huérfanos en el mercado no tenía parangón en los descabellados anales de la Bolsa. A las nueve de la mañana estaba en casa de la nodriza, jugando con barro, a cinco mil por ciento por debajo del valor nominal, y en cuanto se preguntaba por él el precio subía a cinco mil por ciento por encima de ese valor antes de mediodía. El mercado se «amañaba» de maneras ingeniosas. Circulaba mercancía falsa. Los padres se hacían pasar por muertos y llevaban a los huérfanos con ellos. Los auténticos huérfanos se retiraban furtivamente del mercado. Cuando los emisarios apostados a ese fin anunciaban la llegada del señor y la señora Milvey al parque, se ocultaban de inmediato las acciones de huérfanos, y se negaban a enseñarlos, a no ser que se cumpliera la condición requerida por los corredores de Bolsa de pagar «un galón de cerveza». Del mismo modo, había fluctuaciones propias de épocas de crisis, y los titulares de huérfanos los mantenían fuera del mercado y luego lo inundaban con docenas de ellos. Pero el principio invariable que estaba en la raíz de todas esas operaciones era la compraventa, un principio que el señor y la señora Milvey no podían aceptar.
Al fin llegó a oídos del reverendo Frank la noticia de que habían encontrado un huérfano encantador en Brentford. Los difuntos padres habían pertenecido a la parroquia, y uno de ellos tenía una abuela viuda en esa agradable población, y ella, la señora Betty Higden, se había hecho cargo del niño con afecto maternal, pero ya no podía seguir manteniéndolo.
El secretario le propuso a la señora Boffin o bien ir él mismo a esa población a echarle un vistazo preliminar al huérfano o acompañarla para que ella se formara ya su propia opinión. La señora Boffin prefirió esto último, y una mañana se pusieron en marcha en un faetón alquilado, con el joven de cabeza como un martillo detrás de ellos.
La residencia de la señora Betty Higden no fue fácil de encontrar, y se hallaba en una zona tan complicada y retirada del Brentford más enfangado que dejaron su equipaje junto al cartel del Tres Urracas y siguieron el camino a pie. Tras mucho preguntar y equivocarse, les señalaron una calleja que conducía a una pequeña casita que cubría la entrada abierta con una tabla cruzada. Apoyándose por las axilas en esa tabla había un caballerete de corta edad que pescaba en el barro con un caballito de madera descabezado y un sedal. El secretario señaló que ese joven deportista era el huérfano, pues se le distinguía por un cabellera rojiza de pelo crespo y rizado y una cara ancha.
La desgracia quiso que, mientras aceleraban el paso, el huérfano, sin tener en cuenta consideraciones de seguridad personal en el ardor del momento, perdiera el equilibrio y cayera de cabeza a la calle. Al ser un huérfano rollizo siguió rodando, y rodó hasta el arroyo antes de que los recién llegados lo alcanzaran. De allí lo sacó John Rokesmith, por lo que el primer encuentro con la señora Higden comenzó con la embarazosa circunstancia de que se hallaran en posesión —y, a primera vista, diríase que ilegal— del huérfano, boca abajo y con la cara amoratada. La tabla que cruzaba la puerta también actuó de trampa para los pies de la señora Higden cuando esta salió y para los de la señora Boffin y de John Roskesmith cuando entraron, aumentando enormemente lo incómodo de la situación: a la cual los berridos del huérfano impartían un carácter lúgubre e inhumano.
Al principio fue imposible que los adultos se explicaran, pues el huérfano «se había quedado sin respiración»: algo de lo más terrorífico que produjo en el huérfano una rigidez de color plomizo y un silencio mortal, en comparación con el cual sus gritos eran una música que causaba gran contento. Pero, mientras se iba recuperando, la señora Boffin se presentó, y la paz volvió a sonreír lentamente en la casa de la señora Betty Higden.
Entonces se dieron cuenta de que se trataba de una vivienda pequeña con una gran máquina de planchar en medio, accionada por un muchacho muy alto, con la cabeza muy pequeña y una boca abierta de volumen desproporcionado que parecía contribuir a que se quedara mirando a los visitantes con unos ojos como platos. En un rincón, debajo de la máquina de planchar, en un par de taburetes, había dos niños muy pequeños: un chico y una chica; y cuando el muchacho alto, dejando de poner sus ojos como platos, hizo girar la manivela, resultó alarmante ver cómo se abalanzaba hacia esos dos inocentes, como una catapulta destinada a destruirlos, retrocediendo sin causar daño cuando estaba solo a un centímetro de sus cabezas. La habitación estaba limpia y ordenada. Tenía el suelo de ladrillo, y una ventana con cristales en forma de rombo, y unos flecos colgando de la repisa de la chimenea, y unas cuerdas clavadas de abajo arriba en la parte exterior de las ventanas, en las que unas judías escarlata treparían en la próxima estación si los Hados eran propicios. Por propicios que hubieran sido para Betty Higden en cuestión de judías en las estaciones transcurridas, no habían sido muy favorables en cuestión de monedas, pues era fácil comprender que era pobre.
La señora Betty Higden era una de esas ancianas que en virtud de una indómita determinación y una fuerte constitución luchan durante muchos años, aunque cada año llega con golpes nuevos y demoledores que acaban socavándola. Era una anciana activa, de ojos negros y luminosos y cara resuelta, aunque también una criatura cariñosa; no una mujer de razonamientos lógicos, pero Dios es bueno, y en el cielo puede que el corazón cuente tanto como la cabeza.
—¡Oh, naturalmente! —dijo cuando quedó claro a qué venían—. La señora Milvey tuvo la gentileza de escribirme, señora, e hice que Fangoso me leyera la carta, que era muy bonita. Y es que se trata de una señora muy amable.
Los visitantes observaron al muchacho alto, cuya boca y ojos aún más abiertos parecían indicar que lo de Fangoso[11] era cierto.
—Pues han de saber —dijo Betty— que no se me da muy bien leer lo escrito a mano, aunque soy capaz de leer la Biblia y casi todo lo que está impreso. Y me encantan los periódicos. No lo creerían, pero Fangoso lee muy bien los periódicos. Lee los diálogos de la policía poniendo voces diferentes.
A los visitantes volvió a parecerles una muestra de cortesía mirar a Fangoso, el cual, mirándolos a su vez, echó la cabeza para atrás, abrió la boca a su máxima anchura, y rió fuerte y prolongadamente. En ese momento los dos inocentes, con los sesos en ese aparente peligro, rieron, y la señora Higden rió, y el huérfano rió, y a continuación los visitantes rieron. Cosa que fue más alegre que inteligible.
Entonces una industriosa manía o furia pareció apoderarse de Fangoso, giró la palanca de la máquina, y la impulsó hacia la cabeza de los inocentes con un crujido y un estrépito tales que la señora Higden lo detuvo.
—Estos señores no oyen lo que dicen, Fangoso. ¡Para un poco, para un poco!
—¿Es el niño que tiene en el regazo? —le preguntó la señora Boffin.
—Sí, señora, este es Johnny.
—¡Y se llama Johnny! —exclamó la señora Boffin volviéndose hacia el secretario—. ¡Ya se llama Johnny! ¡Solo nos queda uno de los dos nombres que ponerle! Qué guapo es.
El pequeño, la barbilla encogida con timidez infantil, miraba furtivamente a la señora Boffin con sus ojos azules, y acercó su mano gordezuela y con hoyuelos a la cara de la anciana, que la besó varias veces.
—Sí, señora, es un chico muy guapo, y es un encanto de niño, y es el hijo de la hija de la última hija que me quedaba. Pero ella se ha ido, como los demás.
—¿Todos estos no son hermanos? —dijo la señora Boffin.
—Oh, no, señora. Son recogidos.
—¿Recogidos? —repitió el secretario.
—Los recojo para cuidarlos, señor. Tengo una escuela de niños recogidos. Solo puedo aceptar a tres por culpa de la máquina de planchar. Pero me encantan los niños, y cuatro peniques a la semana son cuatro peniques. Venid aquí, Mocosín, Mocosina.
Mocosín era el apodo del niño; Mocosina, el de la niña. Con sus pasitos vacilantes, de la mano, cruzaron el cuarto, como si atravesaran un camino extremadamente difícil cruzado por arroyos, y cuando la señora Betty Higden les hubo dado unas palmaditas en la cabeza, los dos niños hicieron como si acometieran al huérfano, representando de manera dramática el intento de llevárselo cautivo y esclavo entre gritos de alegría. Los tres niños disfrutaron de lo lindo, y el simpático Fangoso también rió de manera sonora y prolongada. Cuando pareció prudente interrumpir el juego, Betty Higden dijo «Mocosín y Mocosina, a vuestros asientos», y los dos regresaron de la mano a campo traviesa, como si las últimas lluvias hubiesen hecho crecer los arroyos.
—¿Y el señor… o señorito… Fangoso? —dijo el secretario, sin saber muy bien si era un joven, un muchacho, o qué.
—Es hijo natural —replicó Betty Higden, bajando la voz—. De padres desconocidos. Lo encontraron en la calle. Fue criado —con un estremecimiento de repugnancia—… en el asilo.
—¿El asilo de pobres? —dijo el secretario.
La señora Higden puso su decidida expresión habitual, y asintió de manera sombría.
—Le desagrada mencionarlo.
—¿Que me desagrada mencionarlo? —contestó la anciana—. Prefiero que me maten a que me lleven allí. Arroje a este pequeño bajo las pezuñas de unos caballos que arrastran un vagón cargado antes que llevarlo allí. ¡Que vengan a nuestra casa y nos encuentren agonizando, y nos prendan fuego donde estemos tendidos, y que ardamos con la casa hasta no ser más que un montón de cenizas antes de que lleven nuestro cadáver allí!
¡Sorprendente espíritu el de esta mujer solitaria tras tantos años de duro trabajo, de dura vida, señores y caballeros e ilustres juntas directivas! ¿Cómo lo llamaríamos en nuestros grandilocuentes discursos? ¿Independencia británica, bastante pervertida? ¿Es esa jerga, o se le parece?
—¿Acaso no lo leo en los periódicos? —dijo la señora, acariciando al niño—. ¡Dios me asista, y a los que son como yo! ¡La de gente rendida que va a parar allí, y cómo los llevan de la Ceca a la Meca, para acabar matándolos de agotamiento! ¿Es que no leo cómo les dan largas y más largas, cómo les escamotean y escamotean el cobijo, el médico, una gota de medicina o un pedazo de pan? ¿Es que no leo cómo se deprimen y abandonan, después de haber caído tan bajo, y cómo todos mueren al final por falta de ayuda? Por eso digo que espero morir como cualquier otro, y que pienso morir sin ese oprobio.
¿Es totalmente imposible, señores, caballeros e ilustres juntas directivas, conseguir que el saber legislativo arrebate la lógica de las palabras de estas gentes perversas?
—Johnny, bonito —añadió la anciana Betty, acariciando al niño y lamentándose por él más que hablándole—, tu abuelita Betty está ya más cerca de los ochenta que de los setenta. Y nunca pidió limosna, ni un penique a la beneficencia en toda su vida. Pagó todas sus deudas cuando tuvo dinero; trabajó cuando pudo y pasó hambre cuando no le quedó más remedio. Reza para que tu abuelita tenga fuerzas suficientes hasta el final (es fuerte para ser tan vieja, Johnny), para levantarse de la cama, y huir y ocultarse, y dejarse caer en un agujero para morir antes que caer en manos de esos crueles sujetos que, leemos, traen y llevan, molestan y agotan, burlan y avergüenzan a la gente decente.
¡Un gran éxito, señores y caballeros e ilustres juntas directivas, haber conseguido que los mejores de nuestros pobres se hayan dado cuenta de esto! ¿No valdría la pena dedicarle algún pensamiento de vez en cuando?
El miedo y el aborrecimiento que la señora Betty Higden borró de su cara al acabar esa digresión demostró lo seriamente que había hablado.
—¿Y trabaja para usted? —preguntó el secretario, desviando de nuevo la atención hacia el señor o señorito Fangoso.
—Sí —dijo Betty con una sonrisa afable y asintiendo con la cabeza—. Y muy bien.
—¿Vive aquí?
—Vive más aquí que en otro sitio. Me lo trajeron pensando que era retrasado, y primero vino como recogido. Le insistí mucho al señor Blogg, el pertiguero, para poder tenerlo como recogido, tras verlo por casualidad en la iglesia y pensando que podría hacer algo con él. Pues entonces era una criatura débil y frágil.
—¿Alguna vez lo llaman por su nombre?
—Bueno, a decir verdad, no tiene nombre. Siempre entendí que le pusieron ese nombre porque lo encontraron una noche de mucho fango.
—Parece un sujeto simpático.
—Dios le bendiga, señor, pues de eso, nada —replicó Betty—, no es nada simpático. Si quiere ver lo simpático que es, mírelo de arriba abajo.
Muy desgarbado era Fangoso. Le sobraba de largo lo que le faltaba de ancho, y mostraba demasiados ángulos agudos en su angulosidad constitucional. Era una de esas criaturas masculinas desmadejadas, nacidas para ser indiscretamente ingenuos en la revelación de sus botones, y cada uno de sus botones miraba ostentosamente al público en un punto extraordinario. Fangoso contaba con un buen capital de rodillas y codos, muñecas y tobillos, pero no sabía sacarles provecho, y siempre lo invertía en valores fallidos y acababa en circunstancias embarazosas. Era el soldado raso número uno en el Pelotón de los Torpes, y sin embargo tenía sus luminosas ideas de lo que significaba permanecer leal a la bandera.
—Y ahora —dijo la señora Boffin—, hablemos de Johnny.
Mientras Johnny, con la barbilla apretada contra el pecho y los labios en un puchero, reclinado en el regazo de Betty, concentraba su mirada en los visitantes y se protegía de la observación de estos con un brazo con hoyuelos, la anciana Betty cogió uno de sus gordezuelas y lozanas manos con su reseca mano derecha y con ella dio cariñosas palmaditas sobre su reseca mano izquierda.
—Sí, señora. Hablemos de Johnny. Si me confía a este niño —dijo la señora Boffin, con una expresión que invitaba a la confianza—, tendrá el mejor de los hogares, la mejor de las atenciones, la mejor educación, y los mejores amigos. ¡Quiera Dios que yo sea una buena madre para él!
—Le doy las gracias, señora, y el niño le estaría agradecido si tuviera bastante edad para comprender las cosas. —Seguía dando golpecitos con la manita del niño sobre la suya—. Jamás impediría que el niño tenga lo mejor, ni aunque me quedara mucha vida por delante en lugar de muy poca. Pero espero que no se tome a mal que le tenga al niño más apego del que puedo expresar en palabras, pues es lo único que me queda.
—¿Tomármelo a mal, querida señora? ¡Hasta qué punto ha de quererlo que se lo ha traído a casa!
—He visto a muchos en mi regazo —dijo Betty, aún dándose esos golpecitos de mano infantil en su propia mano—. ¡Y los he perdido a todos menos a este! Me da vergüenza parecer tan egoísta, pero la verdad es que no es mi intención. Hará fortuna, y cuando yo muera él será un caballero. Yo… no sé qué me pasa. Me… me resisto. ¡No me mire! —Paró aquellos golpecitos, el gesto decidido de su boca desapareció, y aquella cara hermosa, enérgica y anciana fue todo lágrimas y debilidad.
En ese momento, y para gran alivio de los visitantes, el emotivo Fangoso, en cuanto observó el estado de su benefactora, echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca en un tremendo bramido. Esa alarmante señal de que algo malo ocurría al instante aterró a Mocosín y a Mocosina, que lanzaron a su vez un rugido que causó que Johnny, presa de la desesperación, se retorciera y pataleara en dirección a la señora Boffin con unos zapatos que no entendían de quién estaba delante. Lo absurdo de la situación le quitó todo su patetismo. La señora Betty Higden recobró enseguida el dominio de sí e impuso orden entre los críos con tal celeridad que Fangoso, parándose en seco en un polisilábico bramido, transfirió su energía a la máquina de planchar, dando varios giros de penitencia antes de que lo pararan.
—¡Vamos, vamos, vamos! —dijo la señora Boffin, viéndose casi como la mujer más despiadada del mundo—. No va a pasar nada. Nadie tiene por qué asustarse. Todos estamos tranquilos, ¿verdad, señora Higden?
—Ya lo creo que sí —replicó Betty.
—Y la verdad es que el asunto no corre prisa, ¿sabe? —dijo la señora Boffin en voz más baja—. ¡Piénselo el tiempo que quiera, mi buena señora!
—No tema nada de mí, señora —dijo Betty—. Ayer pensé todo lo que tenía que pensar. No sé qué me ha dado ahora, pero no volverá a pasar.
—Bueno, pues que Johnny se tome más tiempo para pensarlo —contestó la señora Boffin—. El niño tendrá tiempo para acostumbrarse. Y usted tendrá más tiempo para acostumbrarse, si le parece bien, ¿no cree?
Betty lo aceptó alegre y de buena gana.
—Señor —exclamó la señora Boffin, mirando radiante a su alrededor—, queremos que todo el mundo sea feliz, no que esté triste. Y, si no le importa, puede irme informando de si ya se va acostumbrando a ello, y cómo va todo.
—Le mandaré a Fangoso —dijo la señora Higden.
—Y este caballero que ha venido conmigo le pagará por las molestias —dijo la señora Boffin—. Y señor Fangoso, cada vez que venga a mi casa, asegúrese de no dar media vuelta sin haber tomado una buena comida de carne, cerveza, verduras y budín.
Eso contribuyó aún más a animar el ambiente; pues el simpatiquísimo Fangoso primero abrió mucho los ojos y puso una gran sonrisa, y luego comenzó a bramar y reír, y Mocosín y Mocosina pronto le siguieron, y Johnny puso el remate. Mocosín y Mocosina consideraron que las circunstancias eran favorables para reemprender su dramático asalto a Johnny, de nuevo de la mano y a campo traviesa en una expedición de bucaneros; y tras luchar con gran valor por ambas partes en el rincón de la chimenea que quedaba detrás de la silla de la señora Higden, aquellos peligrosísimos piratas regresaron de la mano a sus taburetes, cruzando el lecho seco de un torrente de montaña.
—Dígame qué puedo hacer por usted, Betty, amiga mía —dijo la señora Boffin confidencialmente—, si no hoy, la próxima vez.
—Gracias de todos modos, señora, pero no quiero nada para mí. Puedo trabajar. Soy fuerte. Soy capaz de andar veinte millas si me lo propongo.
La vieja Betty era orgullosa, y lo dijo con un brillo en sus ojos vivos.
—Sí, pero no le irían mal algunas pequeñas comodidades —replicó la señora Boffin—. Bendita sea, yo no nací más señora que usted.
—Pues a mí me parece —dijo Betty, sonriendo— que nació usted siendo toda una señora, y una de verdad, o no ha existido ninguna sobre la tierra. Pero no pienso aceptar nada de usted, querida mía. Nunca he aceptado nada de nadie. Y no es que no sea agradecida, pero prefiero ganarme lo que tengo.
—¡Bien, bien! —replicó la señora Boffin—. Me refería solo a cosas pequeñas, o no me habría tomado la libertad.
Betty se llevó a los labios la mano de su visitante agradeciendo aquella delicada respuesta. Maravillosamente erguida, con una expresión maravillosamente segura de sí misma, de cara a su visitante, explicó sus razones.
—De haberme podido quedar con este niño sin el temor constante que ya le he manifestado, no me habría separado de él, ni para dárselo a usted. ¡Pues le quiero, le quiero, le quiero! En él quiero a mi marido, que murió hace mucho tiempo; en él amo a mis hijos; en él amo mis días jóvenes y llenos de esperanza, también ya muertos. No podría vender ese amor y mirarla a la cara. Es un regalo. No necesito nada. Cuando me fallen las fuerzas, si puedo morir de manera rápida y serena, estaré contenta. Me interpuse entre mis muertos y el oprobio del que le he hablado, y a todos los he librado de él. Cosido a mi vestido —se puso la mano en el pecho— llevo lo suficiente para pagarme la sepultura. Solo le pido que procure que se gaste bien, de manera que pueda verme libre hasta el final de esa deshonra y crueldad, y entonces habrá hecho no poco por mí, y todo esto es lo que en este mundo ambiciono.
La visitante de la señora Betty Higden le estrechó la mano. Aquella cara anciana y fuerte ya no volvió a derrumbarse. Señores y caballeros e ilustres juntas directivas, su cara era tan serena como las nuestras, y casi tan digna.
Engatusaron a Johnny para que ocupara de manera temporal el regazo de la señora Boffin. No se le convenció para abandonar las faldas de la señora Betty Higden hasta no haber entrado en competencia con los dos diminutos recogidos, y ver que eran sucesivamente elevados a esa posición sin perjuicio alguno; y mostró una intensa añoranza de esas faldas, espiritual y física, incluso mientras la señora Boffin lo abrazaba; la espiritual lo expresó con un semblante muy apesadumbrado, y la física extendiendo los brazos. No obstante, una descripción general de los maravillosos juguetes que habitaban la casa de la señora Boffin le hizo ganarse la amistad de ese huérfano materialista: primero el niño se la quedó mirando con el entrecejo fruncido y un puño en la boca, y al final acabó soltando una risita cuando se mencionó un caballito sobre ruedas ricamente engualdrapado que poseía el milagroso don de galopar hacia las pastelerías. Los recogidos imitaron esa risita, formando al final un dichoso trío que dio general satisfacción.
Así pues, la entrevista se consideró muy fructífera, la señora Boffin quedó complacida y todos estuvieron satisfechos. Y Fangoso no fue el que menos, pues acompañó a los visitantes al Tres Urracas por el mejor camino, a pesar del desprecio que le manifestó el joven de cabeza de martillo.
Encarrilado ya ese asunto, el secretario condujo a la señora Boffin de vuelta a La Enramada, y estuvo trabajando hasta la noche en cuestiones relacionadas con la nueva casa. Si, al atardecer, se encaminó hacia sus habitaciones cruzando los campos con vistas a encontrarse con la señorita Bella Wilfer en esos campos, es algo que no es seguro, aunque sí lo sea que ella solía pasear por allí a esa hora.
Lo que sí es seguro es que ella estaba allí esa tarde.
La señorita Bella había abandonado el luto, y vestía todos los bonitos colores que había podido reunir. No se puede negar que ella era tan bonita como esos colores, que además le sentaban muy bien. Leía al tiempo que caminaba, y desde luego tenemos que deducir, al no dar señal de que se apercibiera de la llegada del señor Roskesmith, que desconocía esa circunstancia.
—¿Eh? —dijo la señorita Bella, levantando los ojos del libro cuando él se paró delante de ella—. ¡Oh! Es usted.
—Solo soy yo. Qué bonita tarde.
—¿Eso cree? —dijo Bella, mirando fríamente a su alrededor—. Supongo que sí, ahora que lo menciona. No estaba pensando en la tarde.
—¿Tan concentrada estaba en su libro?
—Sssííí —replicó Bella, arrastrando la sílaba con indiferencia.
—¿Se trata de una historia de amor, señorita Wilfer?
—Dios mío, no, yo no leo esas cosas. Trata más de dinero que de otra cosa.
—¿Y dice que el dinero es mejor que todo lo demás?
—A fe mía —replicó Bella— que se me olvida lo que dice, pero si quiere puede averiguarlo por usted mismo, señor Rokesmith. No quiero seguir leyéndolo.
El secretario cogió el libro —Bella había hecho aletear las hojas como si fuera un abanico— y caminó junto a ella.
—Tengo un mensaje para usted, señorita Wilfer.
—¡Creo que eso es imposible! —dijo Bella con la misma indolencia que antes.
—De la señora Boffin. Me ha encargado que le transmita que estará en condiciones de recibirla, y encantada de hacerlo, dentro de una semana o dos a lo máximo.
Bella se volvió hacia él levantando sus cejas hermosas e insolentes y entornando los párpados, como diciendo: «Pero bueno, ¿cómo es que me trae usted este mensaje?».
—Estaba esperando tener la oportunidad de decirle que soy el secretario del señor Boffin.
—Pues no me aclara nada —dijo altiva la señorita Bella—, ya que no sé lo que es un secretario. Tampoco es que tenga demasiada importancia.
—En absoluto.
Una mirada furtiva a la cara de la señorita Bella, mientras caminaba a su lado, le indicó que ella no esperaba que él aceptara su opinión de buenas a primeras.
—¿Va a quedarse allí para siempre, señor Rokesmith? —preguntó ella como si eso fuese un obstáculo.
—¿Siempre? No. ¿Mucho tiempo? Sí.
—¡Por favor! —dijo Bella en su tono arrastrado, con un deje de mortificación.
—Pero mi posición de secretario en esa casa será muy distinta de la suya, en cuanto que invitada. Me verá poco o nada. Yo me dedicaré a los negocios; usted, a disfrutar. Yo tendré que ganarme el salario; usted no tendrá otra cosa que hacer que disfrutar y atraer.
—¿Atraer, señor? —dijo Bella, de nuevo levantando las cejas y entornando los párpados—. No le entiendo.
Sin responder a esa pregunta, el señor Rokesmith prosiguió:
—Perdone, pero la primera vez que la vi vestida de luto…
(«¡Bueno! —fue la exclamación mental de la señorita Bella—. ¿Qué les decía yo en casa? Todo el mundo se fijaba en ese ridículo luto»).
—La primera vez que la vi vestida de luto, no conseguía explicarme por qué usted lo llevaba y su familia no. Espero que no considere una impertinencia mis elucubraciones.
—Yo también espero que no —dijo la señorita Bella, altanera—. Pero nadie mejor que usted sabrá cuáles fueron.
El señor Rokesmith inclinó la cabeza en un gesto de desaprobación y continuó.
—Puesto que el señor Boffin me ha confiado sus asuntos, he acabado comprendiendo ese pequeño misterio. Me aventuro a observar que gran parte de su pérdida será reparada. Hablo solo de riqueza material, señorita Wilfer. La pérdida de un perfecto desconocido, cuya dignidad o indignidad no puedo juzgar (ni tampoco usted), es algo que queda al margen. Pero esa dama y ese caballero, dos personas excelentes y tan sencillas, tan generosas, que tanto la aprecian, están tan deseosos de… ¿cómo lo diría?… de compartir su buena suerte que lo único que tiene usted que hacer es corresponderles.
Mientras Rokesmith le lanzaba otra mirada furtiva, vio una cierta expresión de ambición y triunfo en su cara que ninguna fingida frialdad pudo ocultar.
—Ya que coincidimos bajo el mismo techo por una combinación accidental de circunstancias, que por una extraña eventualidad se extienden a las personas con las que en breve vamos a relacionarnos, me he tomado la libertad de decirle esas palabras. Espero que no me considere un entrometido —dijo el secretario con deferencia.
—La verdad, señor Rokesmith, es que no sé cómo considerarle —replicó la joven—. Lo que me ha dicho me resulta del todo ajeno, y puede que no nazca más que de su propia imaginación.
—Ya lo verá.
Esos campos quedaban justo enfrente de la residencia de los Wilfer. La discreta señora Wilfer había estado asomada a la ventana y presenciado el diálogo de su hija y su inquilino, y al momento se plantó un sombrero y salió a dar un paseo sin rumbo fijo.
—Le estaba diciendo a la señorita Wilfer —dijo John Rokesmith cuando apareció la majestuosa mujer—, que, por una extraña casualidad, he acabado de secretario del señor Boffin, o administrador.
—No tengo el honor de conocer estrechamente al señor Boffin —replicó la señora Wilfer, sacudiendo los guantes con su crónico estado de dignidad y esa vaga sensación de verse maltratada—, y no me corresponde felicitar a ese caballero por la adquisición que ha hecho.
—Una adquisición bastante pobre —dijo Rokesmith.
—Perdone que le diga —replicó la señora Wilfer— que puede que el señor Boffin sea una persona de gran mérito, puede que más distinguida de lo que se colige del semblante de la señora Boffin, pero sería el colmo de la humildad considerarlo digno de un ayudante mejor.
—Es usted muy amable. Le estaba diciendo a la señorita Wilfer que se la espera en breve en la nueva residencia que tienen en la ciudad.
—Tras haber consentido de manera tácita —dijo la señora Wilfer con un supremo encogimiento de hombros y otra agitación de sus guantes— que mi hija aceptara la atención que le ofrecía la señora Boffin, no tengo nada que objetar.
En ese momento, la señorita Bella la reconvino:
—No digas tonterías, mamá, por favor.
—¡Paz! —dijo la señora Wilfer.
—No, mamá. No quiero quedar en ridículo. ¡Que no tienes nada que objetar!
—Lo que digo —repitió la señora Wilfer, con un imponente acceso de grandeza— es que no voy a poner ninguna objeción. Si la señora Boffin (cuyo semblante probablemente no aprobaría ningún discípulo de Lavater)[12] —ahí se estremeció— pretende iluminar su nueva residencia en la ciudad con el atractivo de una hija mía, me alegro de que se vea honrada con la presencia de una hija mía.
—Señora, ha utilizado la misma palabra que he utilizado yo —dijo Rokesmith mirando a Bella—, al referirse a los atractivos de la señorita Wilfer.
—Perdóneme —contestó la señora Wilfer con temible solemnidad—, pero no había acabado.
—Le presento mis excusas.
—Estaba a punto de decir —añadió la señora Wilfer, que evidentemente no tenía ni idea de qué más decir— que cuando utilizo el término «atractivo» lo hago sin dar a entender que mi hija lo posea.
La excelente señora pronunció esa luminosa elucidación de sus opiniones con el aire de hacer un gran favor a quienes la escuchaban y de colocarse muy por encima de ellos. A lo que la señorita Bella soltó una risita desdeñosa y dijo:
—Ya está bien, y lo digo por todos. Tenga la bondad, señor Rokesmith, de transmitirle mis respetos a la señora Boffin…
—¡Perdona! —exclamó la señora Wilfer—. Saludos.
—¡Mis respetos! —repitió Bella dando una patadita en el suelo.
—¡No! —dijo la señora Wilfer sin cambiar de tono—. Saludos.
—Diré los respetos de la señorita Wilfer y los saludos de la señora Wilfer —propuso el secretario para llegar a un compromiso.
—Y que me alegrará ir cuando todo esté a punto. Cuanto antes, mejor.
—Una última cosa, Bella —dijo la señora Wilfer— antes de que bajemos a casa. Confío en que, como hija mía, te darás cuenta de que será de buena nota que, al tratar al señor y a la señora Boffin de igual a igual, recuerdes que el secretario, el señor Rokesmith, como inquilino de tu padre, tiene derecho a que lo trates con deferencia.
La condescendencia con que la señora Wilfer proclamó su patrocinio fue tan maravillosa como la presteza con que el inquilino quedó rebajado a la categoría de secretario. Rokesmith sonrió cuando la madre se retiró escaleras abajo; pero quedó cariacontecido cuando la hija la siguió.
—¡Qué insolente, qué trivial, qué caprichosa, qué interesada, qué despreocupada, qué difícil de conmover y de cambiar! —Y añadió mientras subía las escaleras—: ¡Y sin embargo qué guapa, qué guapa! —Y añadió al poco, ya caminando arriba y abajo de su cuarto—: ¡Y si supiera…!
Ella sabía que Rokesmith estaba haciendo temblar la casa con sus pisadas; y declaró que otra de las desgracias de ser pobre consistía en que no podías librarte de un secretario que siempre caminaba arriba y abajo, pam, pam, pam, sobre tu cabeza, en la oscuridad, como un fantasma.