Capítulo XV


Dos nuevos criados

El señor y la señora Boffin, después de desayunar, estaban sentados en La Enramada, en las garras de la prosperidad. La cara del señor Boffin denotaba Preocupación y Complicaciones. Delante de él había muchos papeles desordenados, y los observaba con el mismo desamparo con el que un inocente civil podría observar una nutrida tropa a la que tiene que pasar revista y hacer maniobrar al cabo de cinco minutos. Había intentado varias veces escribir algunas notas a esos documentos; pero al ser atormentado (como ocurre con los hombres de su carácter) por un pulgar excesivamente desconfiado y corrector, dicho insistente dedo se había interpuesto tantas veces para manchar sus notas que estas eran poco más ilegibles que las diversas huellas que se le habían impreso en la nariz y en la frente. Resulta curioso considerar, en un caso como el del señor Boffin, lo barata que resulta la tinta, y los confines que puede alcanzar. Al igual que un grano de almizcle puede perfumar un cajón durante años sin perder de manera apreciable ni un ápice de su peso original, ese medio penique de tinta bastaría para manchar al señor Boffin hasta las raíces del pelo y las pantorrillas, y eso sin anotar ni una línea en el papel que tenía delante ni semejar que disminuía en el tintero.

Tan graves eran las dificultades literarias del señor Boffin que tenía los ojos desorbitados y fijos, y la respiración estertórea. En ese momento, para enorme alivio de la señora Boffin, que observaba esos síntomas con alarma, sonó la campanilla del patio.

—¡Me pregunto quién será! —exclamó la señora Boffin.

El señor Boffin respiró profundamente, dejó su pluma, miró sus notas como dudando de haber tenido el placer de conocerlas, y parecía confirmarse, tras observarles por segunda vez el semblante, su impresión de que en verdad no las había conocido cuando el joven de cabeza en forma de martillo anunció:

—El señor Rokesmith.

—¡Oh! —dijo el señor Boffin—. ¡Por supuesto! Nuestro Amigo Común y el de los Wilfer, querida. Sí. Dile que entre.

Apareció el señor Rokesmith.

—Siéntese, señor —dijo el señor Boffin, estrechándole la mano—. Ya conoce a la señora Boffin. Bueno, señor, su visita me coge por sorpresa, pues, a decir verdad, he estado tan ocupado entre una cosa y otra que no he tenido tiempo para considerar su oferta.

—Tómelo como una disculpa doble: por parte del señor Boffin y también por la mía —dijo la sonriente señora Boffin—. ¡Pero bueno! Podemos hablar de ello ahora, ¿no?

El señor Rokesmith hizo una inclinación de cabeza, le dio las gracias y manifestó que ese era su deseo.

—Vamos a ver —continuó el señor Boffin, con la mano en la barbilla—. Habló usted de ser mi secretario, ¿no?

—Sí, dije secretario —asintió el señor Rokesmith.

—En aquel momento me dejó bastante desconcertado —dijo el señor Boffin—, y nos siguió desconcertando a mí y a la señora Boffin cuando hablamos de ello posteriormente, ya que (para no andarnos con misterios) siempre habíamos creído que un secretario era un mueble, normalmente de caoba, forrado de paño verde o cuero, provisto de muchos cajones. No quiero que piense que me tomo muchas confianzas si menciono que, desde luego, usted no es eso.

Desde luego que no, dijo el señor Rokesmith. Aunque él había utilizado la palabra en el sentido de administrador.

—Bueno, en cuanto a lo de administrador —replicó el señor Boffin, aún con la mano en la barbilla—, existen muy pocas posibilidades de que la señora Boffin y yo nos embarquemos.[10] Como los dos nos mareamos con facilidad, si lo hiciésemos sí que necesitaríamos un administrador; pero normalmente ya suele haber uno en el barco.

El señor Rokesmith volvió a explicarlo, y definió los deberes que pretendía desempeñar: superintendente, administrador, supervisor o gerente.

—¡Pero bueno… pongamos un ejemplo! —dijo el señor Boffin, en su hablar como a saltos—. Si estuviera usted a mi servicio, ¿qué haría?

—Llevaría una meticulosa contabilidad de todos los gastos que usted aprobara, señor Boffin. Le escribiría las cartas, según sus indicaciones. Me encargaría de negociar con las personas a las que paga o tiene empleadas. Me —con una mirada y una medio sonrisa dirigida a la mesa— encargaría de sus papeles…

El señor Boffin se frotó el oído manchado de tinta y miró a su mujer.

—… Y los tendría siempre en orden para que pudiera consultarlos de inmediato, adjuntando una nota en la que se resumiera su contenido.

—Le diré lo que haremos —dijo el señor Boffin, arrugando lentamente la nota emborronada que tenía en la mano—, si me repasa ahora estos documentos, y me dice qué puede hacer con ellos, yo sabré lo que puedo hacer con usted.

Dicho y hecho. El señor Rokesmith se quitó el sombrero y los guantes y se sentó en silencio a la mesa, amontonó los papeles de manera ordenada, los fue examinando uno por uno, los dobló, resumió su contenido en la parte de fuera, los colocó en un segundo montón, y cuando todos los papeles del primer montón pasaron al segundo, sacó del bolsillo un trozo de cordel y los ató con extraordinaria destreza, con dos vueltas y un lazo.

—¡Bien! —dijo el señor Boffin—. ¡Muy bien! Y ahora díganos de qué tratan, si es tan amable.

John Rokesmith leyó sus resúmenes en voz alta. Todos se referían a la nueva casa. Presupuesto del decorador, tanto. Presupuesto de los muebles, tanto. Presupuesto de los muebles para las habitaciones de servicio, tanto. Presupuesto del fabricante de coches, tanto. Presupuesto del tratante de caballos, tanto. Presupuesto del guarnicionero, tanto. Presupuesto del orfebre, tanto. Total, tanto. Luego vino la correspondencia. Aceptación de la propuesta del señor Boffin para tal fecha y a tal efecto. Rechazo de la propuesta del señor Boffin para tal fecha y a tal efecto. Propuesta del señor Boffin de tal fecha a tal otro efecto. Todo conciso y metódico.

—¡Esto está de perlas! —dijo el señor Boffin, tras comprobar cada inscripción con la mano, como si llevara el ritmo—. Y ni se me ocurre lo que será capaz de hacer con su tinta, pues es usted limpísimo. Y ahora, una carta —dijo el señor Boffin, frotándose las manos con una admiración agradablemente infantil—. Vamos a probar de escribir una carta.

—¿A quién va dirigida, señor Boffin?

—A cualquiera. A usted mismo.

El señor Rokesmith escribió deprisa, y a continuación leyó en voz alta:

—«El señor Boffin presenta sus saludos al señor John Rokesmith, y se permite informarle de que ha decidido aceptar a prueba al señor Rokesmith en el cargo que ha solicitado. El señor Boffin le toma la palabra al señor Rokesmith y pospone durante un periodo indefinido la consideración de su salario. Queda entendido que el señor Boffin no se compromete a nada en este punto. Al señor Boffin solo le resta añadir que confía en la garantía del señor Rokesmith de que será fiel y servicial. El señor Rokesmith asumirá sus deberes, si no le importa, de manera inmediata».

—¡Bien! ¡Vaya, Noddy! —exclamó la señora Boffin, dando palmas—. ¡Esta ha sido buena!

El señor Boffin no estaba menos encantado; de hecho, en su fuero interno, consideraba el escrito en sí mismo y la argucia que lo había originado como un extraordinario monumento al ingenio humano.

—Y ahora te digo, querido —afirmó la señora Boffin—, que si no cierras tu trato con el señor Rokesmith en este mismo instante, y vuelves a meterte en berenjenales para los que no estás preparado, sufrirás una apoplejía… por no hablar de que te llenarás las camisas de tinta… y me darás un disgusto.

El señor Boffin abrazó a su esposa por haber dicho esas sabias palabras, y a continuación, tras felicitar al señor Rokesmith por su brillante talento, le tendió la mano en prueba de sus nuevas relaciones. Lo mismo hizo la señora Boffin.

—Y ahora —dijo el señor Boffin, quien, en su franqueza, consideraba que no era propio de él tener un caballero a su servicio desde hacía cinco minutos sin comunicarle alguna confidencia—, debo ponerle un poco al corriente de nuestros asuntos, Rokesmith. Le mencioné, cuando le conocí, o mejor dicho, cuando usted me conoció a mí, las inclinaciones de la señora Boffin hacia la Moda, pero que no sabía hasta dónde podíamos llegar por ese camino. ¡Bueno! Pues la señora Boffin se ha salido con la suya, y estamos de lleno metidos en la Moda.

—Lo he deducido, señor —replicó John Rokesmith—, por cómo está aprovisionando su nueva residencia.

—Sí —dijo el señor Boffin—, va a dar la campanada. El hecho es que mi amigo el hombre de letras me nombró una casa con la que, podríamos decir, tiene cierta relación… en la que tiene cierto interés…

—¿Es el propietario? —preguntó John Rokesmith.

—Bueno, la verdad es que no —dijo el señor Boffin—, no es exactamente eso. Más bien le une una especie de vínculo familiar.

—¿Un parentesco? —sugirió el secretario.

—¡Ah! —dijo el señor Boffin—. Quizá. Sea como sea, me mencionó que en la casa hay un cartel que dice: «Esta mansión eminentemente aristocrática se alquila o se vende». La señora Boffin y yo le echamos un vistazo, y la encontramos, sin la menor duda, «eminentemente aristocrática» (aunque un poco alta y oscura, cosas que, después de todo, quizá no puedan separarse), con lo que nos la quedamos. Mi amigo el hombre de letras se mostró tan simpático que hasta entró en el terreno de la poesía y nos recitó una para tal ocasión, en la que felicitaba a la señora Boffin por haber entrado en posesión de… ¿Cómo era, querida?

La señora Boffin replicó:

Qué alegre y festiva escena,

vestíbulos y vestíbulos de luz deslumbrante.

—¡Eso es! Y aún venía más a cuento porque había dos vestíbulos, uno en la parte de delante y otro en la de atrás, aparte del de los criados. Del mismo modo nos ofreció otra hermosa poesía, sin duda, referente a lo dispuesto que estaría a dejar todo cuando tuviera entre manos para alegrar a la señora Boffin en caso que, una vez en esa casa, se sintiera algo abatida. La señora Boffin posee una memoria prodigiosa. ¿Podrías repetir la poesía, querida?

La señora Boffin accedió, recitando los versos en que se había hecho tan amable ofrecimiento exactamente tal como ella los había oído:

Le diré cómo lloraba la niña, señora Boffin,

cuando mataron a su verdadero amor,

y cómo sucumbió al sueño su alma rota, señora Boffin,

y jamás volvió a despertar.

Le contaré (si no se opone el señor Boffin)

cómo se acercó el corcel que a su señor lejos dejó.

Y si mi relato (que me excuse el señor Boffin)

hondos suspiros le arrancó

mi guitarra con más alegría ha de sonar.

—¡Al pie de la letra! —dijo el señor Boffin—. Creo que la poesía hace referencia a los dos de una manera hermosa.

Como el efecto que tuvo el poema sobre el secretario fue de asombro, el señor Boffin confirmó la alta opinión que tenía de él, y quedó enormemente complacido.

—Ahora que caigo, señor Rokesmith —prosiguió—, un hombre de letras, que además tiene una pata de palo, es probable que sea celoso. Así que buscaré una manera delicada de no despertar los celos de Wegg, limitándolo a usted a su terreno y a él al suyo.

—¡Dios santo! —exclamó la señora Boffin—. ¡Digo yo que el mundo es lo bastante grande para que quepamos todos!

—Y lo es, querida —dijo el señor Boffin—, cuando no se trata de hombres de letras. Cuando se trata de estos, no lo es. Y debo tener en cuenta que contraté a Wegg en un momento en que no tenía ni idea de que iba a ser elegante o a dejar La Enramada. Desairarle ahora me haría sentirme mezquino, y sería actuar como si la cabeza me diera vueltas por culpa de los vestíbulos de luz deslumbrante. ¡Dios no lo quiera! Rokesmith, ¿qué le parecería vivir en la casa?

—¿En esta casa?

—No, no. Tengo otros planes para esta casa. En la nueva casa.

—Como usted guste, señor Boffin. Estoy totalmente a su disposición. Ya sabe dónde vivo en la actualidad.

—¡Bueno! —dijo el señor Boffin tras considerar la cuestión—. Suponga que se queda igual que está por el momento y lo decidimos más adelante. Empezará a hacerse cargo de todo lo referente a la nueva casa, ¿verdad?

—Con mucho gusto. Comenzaré hoy mismo. ¿Le importaría darme la dirección?

El señor Boffin la repitió, y el secretario la anotó en su libreta. La señora Boffin aprovechó que estaba ocupado para observar la cara de aquel joven con más detenimiento. La impresionó favorablemente, asintiéndole privadamente al señor Boffin en el sentido de «Me gusta».

—Procuraré ponerlo todo el marcha, señor Boffin.

—Gracias. Ya que está aquí, ¿le gustaría echarle un vistazo a La Enramada?

—Me encantaría. He oído hablar mucho de su historia.

—¡Vamos! —dijo el señor Boffin.

Y él y su esposa fueron delante.

La Enramada era una casa sombría, con sórdidas señales de haber sido, durante su larga existencia como Cárcel de Harmony, propiedad de un avaro. Sin pintura en las paredes, ni papel pintado, ni muebles, ni experiencia de la vida humana. Todo lo que el hombre construye para ocupación del hombre debe, al igual que las creaciones naturales, cumplir con los fines de su existencia, o no tarda en perecer. La vieja casa había sufrido más por veinte años de desuso que por uno de uso.

Las casas insuficientemente imbuidas de vida (como si esta las nutriera) acaban quedando como enjutas, cosa muy perceptible en esta. La escalera, las balaustradas y los pasamanos tenían todos un aspecto cenceño —el aire de haberse quedado en los huesos—, también perceptible en las jambas de las puertas y en las ventanas. Los escasos muebles compartían esa apariencia; de no haber sido por la limpieza del lugar, el polvo en el que todos se resolvían habría formado una espesa capa en el suelo; y esos muebles, tanto en color como en grano, se veían ajados como viejas caras que han permanecido solas mucho tiempo.

El dormitorio en el que el anciano había soltado la vida estaba tal como él lo había dejado. Se veía la cama con dosel, vieja y fantasmal, sin colgaduras, y con un borde superior de hierro y púas que parecía más propio de una cárcel; y se veía el viejo cubrecama remendado. Estaba el viejo secreter, apretado como un puño, estrechándose en lo alto como una frente malvada y desconfiada; estaba la vieja y voluminosa mesa de patas retorcidas al lado de la cama, y encima estaba la caja que había contenido el testamento. Se arrimaban a la pared unas cuantas sillas viejas con fundas de remiendo, bajo las cuales los materiales más preciosos que habían pretendido conservar habían perdido lentamente su color sin proporcionar placer a ningún ojo. Todas esas cosas tenían un poderoso parecido familiar.

—Se mantuvo la habitación así, Rokesmith —dijo el señor Boffin—, a la espera del regreso de su hijo. En pocas palabras, todo lo que hay en la casa se mantuvo exactamente igual que nos llegó, para que él lo viera y lo aprobara. Incluso ahora, lo único que ha cambiado es nuestra habitación de abajo, que acaba de abandonar. Cuando el hijo entró en la casa por última vez en su vida, y vio a su padre por última vez, esta fue la habitación donde probablemente se encontraron.

Mientras el secretario miraba a su alrededor, sus ojos se posaron en una puerta lateral que había en un rincón.

—Otra escalera que va al patio —dijo el señor Boffin, quitando el cerrojo de la puerta—. Bajaremos por aquí para que pueda ver el patio, y nos queda todo de camino. Cuando el hijo era pequeño, era por estas escaleras que venía a ver a su padre. Su padre le daba mucho miedo. Le he visto muchas veces sentado en estas escaleras al pobrecillo, asustado. La señora Boffin y yo lo consolábamos mientras estaba aquí sentado con su librito.

—¡Ah! Y también estaba su pobre hermana —dijo la señora Boffin—. Y este es el soleado lugar de la pared blanca donde una vez se midieron el uno al otro. Sus manitas escribieron sus nombres, solo con un lápiz, aquí. Pero los nombres siguen aquí, y los pobrecillos se han ido para siempre.

—Debemos cuidar de estos nombres, querida —dijo el señor Boffin—. Debemos cuidar de estos nombres. Mientras vivamos, no permitiremos que se borren, ni tampoco, si es posible, cuando ya no estemos. ¡Pobres niños!

—¡Ah, pobres niños! —exclamó la señora Boffin.

Habían abierto la puerta que, al pie de las escaleras, daba al patio, y mientras les daba el sol contemplaron el garabato que dos temblorosas manos infantiles habían dibujado a la altura del segundo o tercer escalón. Hubo algo en ese recuerdo de una infancia destrozada, y en la ternura de la señora Boffin, que conmovió al secretario.

Entonces el señor Boffin le mostró los montículos a su nuevo administrador, y el montículo que le había sido legado por el testamento antes de que toda la finca pasara a sus manos.

—Para nosotros habría sido suficiente —dijo el señor Boffin—, de haber impedido Dios que el último de esos niños sufriera una muerte tan triste, y siendo tan joven. No queríamos el resto.

El secretario observó con interés los tesoros del patio, y el exterior de la casa, y el edificio aparte que el señor Boffin señaló como su residencia y la de su mujer durante sus muchos años de servicio. Hasta que el señor Boffin no le hubo enseñado por dos veces las maravillas de La Enramada, no recordó que tenía cosas que hacer en otra parte.

—¿No tiene ninguna instrucción que darme, señor Boffin, en referencia a este lugar?

—Ninguna, Rokesmith. Ninguna.

—¿Podría preguntarle, sin parecer impertinente, si tiene alguna intención de venderlo?

—Desde luego que no. En recuerdo de nuestro antiguo amo, de sus hijos, y de los años que estuvimos a su servicio, la señora Boffin y yo tenemos intención de mantenerlo como está.

El secretario lanzó una mirada tan expresiva a los montículos que el señor Boffin dijo, como si respondiera a un comentario de aquel:

—Ah, sí, eso es otra cosa. Esos sí los venderé, aunque lamentaría que el vecindario se viera privado de ellos. Quedaría un terreno muy plano. No obstante, tampoco digo que vaya a mantenerlos siempre aquí por la belleza del paisaje. Es una cuestión que no corre prisa; es todo lo que digo de momento. No sé mucho de casi nada, Rokesmith, pero en cuestión de polvo sí sé bastante. Puedo tasar los montículos al penique, y sé cómo sacarles el mejor partido, y también que no les va a perjudicar quedarse donde están. ¿Será tan amable de venir mañana?

—Todos los días. Supongo que cuanto antes vaya a vivir a su nueva casa y esta quede completa, mejor para usted, ¿no?

—Bueno, tampoco hay tanta prisa —dijo el señor Boffin—. Solo que, cuando pagas a la gente para que parezca activa, es bueno saber que está activa. ¿No comparte esa opinión?

—¡Ya lo creo! —replicó el secretario, y se retiró.

«Bueno —se dijo el señor Boffin, emprendiendo la serie habitual de vueltas que daba por el patio—, si ahora consigo arreglar las cosas con Wegg, todos mis asuntos estarán en orden».

El hombre de vil astucia, naturalmente, había llegado a dominar al hombre de honesta simplicidad. El hombre mezquino, naturalmente, se había apoderado del hombre generoso. Cuánto duran esas conquistas es otro asunto; que se alcanzan nos lo enseña la experiencia cotidiana, y eso ni siquiera la gesticulación del mismísimo podsnaperismo puede eliminarlo. El nada calculador Boffin había quedado tan atrapado en las redes del artero Wegg que su mente le hacía creer que él era el hombre calculador en su pretensión de hacer más por Wegg. Le parecía (tan astuto era Wegg) que se entregaba a oscuras maquinaciones, cuando simplemente hacía lo que Wegg maquinaba que hiciera. Y así, mientras aquella mañana le ponía a Wegg la más amable de sus amables caras, no estaba seguro de no merecer la acusación de haberle dado la espalda.

Debido a estas razones, el señor Boffin pasó horas de gran ansiedad hasta la llegada de la noche, y con ella el señor Wegg, que apareció golpeando con paso tranquilo su pata de palo rumbo al Imperio romano. Por esa época, el señor Boffin estaba muy interesado en la suerte de un gran líder militar que él conocía con el nombre de Belly Saryo, aunque quizá la fama y los estudiantes del mundo clásico identificaban más fácilmente por el nombre menos británico de Belisario. Hasta la carrera de este general había perdido interés para el señor Boffin, tan obsesionado estaba con descargar su conciencia ante Wegg; y así, cuando ese caballero de las letras, según era su costumbre, hubo comido y bebido hasta quedar con las mejillas bien encarnadas, y cuando hubo cogido el libro con su muletilla cantarina de «¡Y ahora, señor Boffin, vamos a por nuestra decadencia y caída!», el señor Boffin lo interrumpió.

—¿Recuerda, Wegg, la primera vez que le dije que quería hacerle una especie de propuesta?

—Déjeme reflexionar un momento, señor —replicó el caballero, poniendo el libro abierto boca abajo—. ¿Se refiere a cuando me dijo por primera vez que quería hacerme una especie de propuesta? Déjeme pensar. —(Como si tuviese la menor necesidad de pensar)—. Sí, claro que me acuerdo, señor Boffin. Fue en mi esquina. ¡Ya lo creo que lo fue! Primero me preguntó si me gustaba su nombre, y la franqueza me obligó a darle una respuesta negativa. ¡Poco pensaba entonces, señor, cuánto había de acabar familiarizándome con ese nombre!

—Y espero que aún se le haga más familiar, Wegg.

—¿De verdad, señor Boffin? Desde luego, le estoy muy agradecido. ¿Desea, señor, que comencemos con la decadencia y la caída? —Hizo amago de coger el libro.

—Todavía no, Wegg. De hecho, tengo otra propuesta que hacerle.

El señor Wegg (que no había pensado en otra cosa desde hacía varias noches) se quitó los lentes con un aire de afable sorpresa.

—Y espero que sea de su agrado, Wegg.

—Gracias, señor —replicó ese reservado individuo—. Espero que así sea. No me cabe duda de que lo será. —(Esto lo dijo como aspiración filantrópica).

—¿Qué le parecería dejar su puesto callejero? —dijo el señor Boffin.

—¡Creo, señor —replicó Wegg—, que me gustaría que me enseñaran al caballero dispuesto a hacer que eso me mereciera la pena!

—Aquí lo tiene —dijo el señor Boffin.

El señor Wegg iba a decir «Mi benefactor», y había dicho ya «Mi bene», cuando sufrió un cambio grandilocuente.

—No, señor Boffin, usted no, señor. Cualquiera menos usted. No tema, señor Boffin, que contamine la residencia que vuestro oro ha comprado con mis modestas ocupaciones. Soy consciente, señor, de que no estaría bien que continuase con mis pequeñas transacciones bajo las ventanas de su mansión. Ya he pensado en ello y tomado mis medidas. No tendrá que pagarme para que me vaya, señor. ¿Sería una intrusión que me instalara en Stepney Fields? Si no le parece lo bastante lejos, puedo alejarme aún más. En palabras de la canción del poeta, que no recuerdo con exactitud:

Arrojado al ancho mundo y condenado a vagar,

sin padres y sin hogar,

de la dicha solo sabe de oídas,

ved al pequeño Edmundo, pobre campesino, en sus idas y venidas.

»Y del mismo modo —dijo el señor Wegg, reparando en la falta de aplicación del último verso—, véame a mí en una situación parecida.

—Vamos, Wegg, Wegg, Wegg —le reprendió el excelente Boffin—. Es usted demasiado sensible.

—Sí, ya lo sé, señor —replicó Wegg con obstinada magnanimidad—. Conozco mis defectos. Desde niño siempre fui demasiado sensible.

—Pero escúcheme —dijo el Basurero de Oro—, oiga lo que he de decirle, Wegg. Se le ha metido en la cabeza que quiero jubilarlo.

—Cierto, señor —replicó Wegg, aún con obstinada magnanimidad—. Conozco mis defectos. Lejos de mí negarlos. Se me ha metido en la cabeza.

—Pero no es esa mi intención.

Esa seguridad no pareció consolar al señor Wegg tanto como había pretendido el señor Boffin. De hecho, se pudo apreciar cómo se le alargaba la cara de modo apreciable al responder:

—Ah, ¿no, señor?

—No —prosiguió el señor Boffin—, pues eso expresaría, tal como yo lo entiendo, que no iba a hacer nada para merecer ese dinero. Pero va a hacerlo, ya lo creo.

—Eso ya es otro cantar —contestó el señor Wegg, animándose visiblemente—. Ahora mi independencia como hombre recobra su dignidad. Y ahora

Ya no lloro por la hora

en que en La Enramada de los Boffin aparezca

el Señor del valle con su propuesta;

que la luna no huya ahora

de los cielos de esta noche,

ni tras las nubes llore con reproche

por ninguno de los que aquí moran.

»Por favor, prosiga, señor Boffin.

—Gracias, Wegg, por su confianza en mí y por entrar tan a menudo en el terreno de la poesía; ambas cosas, muy amables. Pues mi idea es que abandone su tenderete y viva a La Enramada para vigilar la propiedad. Es un lugar agradable; y un hombre provisto de carbón y velas, y una libra a la semana, viviría aquí como un rey.

—¡Ejem! Y ese hombre, ¿diríamos que ese hombre, por un suponer —en ese punto el señor Wegg hizo una sonriente demostración de gran perspicacia—, se esperaría de él que desempeñe alguna otra labor, o cualquier otro cometido se consideraría un extra? Digamos (por un suponer) que ese hombre fuera contratado como lector: digamos (por su suponer) que eso fuera por la noche. ¿Se le pagaría a ese hombre por leer por la noche, añadiendo ese importe al otro, que, adoptando su manera de hablar, consideraremos adecuado para vivir como un rey, o ya quedaría incluido en ese mencionado vivir como un rey?

—Bueno —dijo el señor Boffin—, supongo que se añadiría.

—Yo también lo supongo, señor. Tiene razón, señor. Esa es exactamente mi opinión, señor Boffin. —En ese momento Wegg se levantó, y, balanceándose sobre la pierna de madera, revoloteó sobre su presa con una mano extendida—. Señor Boffin, considérelo hecho. No diga más, señor, ni una palabra más. Mi tenderete y yo nos separaremos para siempre. Mi colección de baladas quedará reservada en el futuro para el estudio privado, al objeto de componer poemas dedicatorios. —Wegg estaba tan satisfecho de haber encontrado esa palabra que la repitió con mayúsculas—: Dedicatorios a la amistad. Señor Boffin, no se sienta incómodo por el dolor que me causa separarme de mi tenderete y mis mercancías. Una emoción parecida la experimentó mi propio padre cuando, debido a sus méritos, pasó de hacer de barquero a trabajar para el Estado. Su nombre de pila era Thomas. Sus palabras, en aquel momento (yo era un niño, pero tanto me impresionaron que las guardé en la memoria), fueron:

¡Adiós, mi esbelto bote,

de remos, chaqueta y chapa me despido!

¡Lejos del ferry de Chelsea me habré ido,

yo, Thomas, cuando abandone todo el lote!

»Mi padre lo superó, señor Boffin, y yo haré lo mismo.

Mientras pronunciaba todas estas observaciones de despedida, Wegg no paraba de mover la mano en el aire, por lo que el señor Boffin no conseguía estrechársela. Entonces la lanzó hacia su patrón, quien la tomó y sintió que su mente se liberaba de un gran peso: tras observar que habían solucionado sus asuntos comunes de manera tan satisfactoria, afirmó que ahora estaba dispuesto a continuar con los de Belly Saryo. El cual, por cierto, había quedado la noche anterior en una posición poco halagüeña, por no hablar de que el tiempo se había mostrado muy poco favorable a su inminente expedición contra los persas.

Así pues, el señor Wegg se volvió a colocar los lentes. Pero Saryo no iba a reunirse con ellos aquella noche, pues, antes de que Wegg hubiera encontrado dónde se habían quedado la noche anterior, se oyeron los pasos de la señora Boffin en las escaleras, tan inusualmente pesados y presurosos que el señor Boffin se habría sobresaltado solo de oírlos, previendo algún suceso muy fuera de lo común, aun cuando ella no le hubiese llamado en un tono agitado.

El señor Boffin salió apresuradamente y la encontró en la oscura escalera, jadeando y con una vela encendida en la mano.

—¿Qué ocurre, querida?

—No lo sé, no lo sé, pero me gustaría que subieras.

Muy sorprendido, el señor Boffin subió las escaleras y acompañó a la señora Boffin al dormitorio de ambos: una segunda habitación espaciosa en la misma planta en la que había fallecido el antiguo propietario. El señor Boffin miró a su alrededor y no vio nada más inusual que ropa de cama doblada sobre una cómoda grande, que la señora Boffin había estado ordenando.

—¿Qué ocurre, querida? ¡Pero bueno, si estás asustada! ¿De verdad estás asustada?

—Desde luego, no soy de esa clase de personas —dijo la señora Boffin, sentándose en una silla para recuperarse y agarrando el brazo de su marido—. ¡Pero es muy raro!

—¿El qué, querida?

—Noddy, esta noche la cara del anciano y de los dos niños están por toda la casa.

—¿Perdón, querida? —exclamó el señor Boffin. Aunque no sin sentir un desasosiego bajándole por la espalda.

—Sé que parece bobo, pero las he visto.

—¿Y dónde las has visto?

—No creo haberlas visto en ninguna parte. Las siento.

—¿Las has tocado?

—No, las he sentido en el aire. Estaba ordenando estas cosas en la cómoda, y no pensaba en el viejo ni en los niños, sino que canturreaba, y de repente me ha parecido que una cara brotaba de la oscuridad.

—¿Qué cara? —preguntó su marido, mirando a su alrededor.

—Primero ha sido la del viejo, y luego se ha vuelto más joven. Por un momento ha sido la de los dos niños, y luego se ha hecho mayor. Por un momento ha sido una cara desconocida, y luego todas las caras.

—¿Y luego ha desaparecido?

—Sí, luego ha desaparecido.

—¿Dónde estabas, querida?

—Aquí, junto a la cómoda. Bueno, he conseguido dominarme y he seguido con la ropa, y canturreando. «¡Señor!», digo, «pensaré en otra cosa… algo agradable… y me lo sacaré de la cabeza». De modo que me he puesto a pensar en la casa nueva y en la señorita Bella Wilfer, y estaba pensando a gran velocidad con esa sábana en la mano cuando, de repente, las caras han parecido surgir de entre los pliegues y la he dejado caer.

Como la sábana aún estaba en el suelo, el señor Boffin la recogió y la colocó en la cómoda.

—¿Y luego has bajado corriendo las escaleras?

—No. Se me ha ocurrido probar en otra habitación para quitármelas de encima. Me digo: «Me iré al cuarto del viejo y lo recorreré tres veces de arriba abajo, y así lo habré superado». He entrado con la vela en la mano; pero, en cuanto me he acercado a la cama, estaban por todas partes.

—¿Las caras?

—Sí, e incluso me ha parecido que estaban en la oscuridad, detrás de la puerta lateral, y en la escalera estrecha, y que se alejaban flotando hacia el patio. Entonces te he llamado.

El señor Boffin, totalmente atónito, miró a la señora Boffin. Y la señora Boffin, dominada por la aprensión y totalmente incapaz de sacarse eso de la cabeza, miró al señor Boffin.

—Creo, querida —dijo el Basurero de Oro—, que por esta noche voy a librarme de Wegg, porque vendrá a vivir a La Enramada, y, si se entera de esto y corre la voz, se le podría meter en la cabeza, a él o a quien fuese, que la casa está encantada. Y nosotros sabemos que no es cierto. ¿Verdad?

—Esta casa nunca me había producido una sensación como la de hoy —dijo la señora Boffin—, y he estado en ella a solas a todas horas de la noche. He estado en esta casa cuando la muerte la visitaba, y cuando el asesinato pasó a formar parte de sus aventuras, y nunca había tenido miedo.

—Y no volverás a tenerlo, querida —dijo el señor Boffin—. Confía en mí: todo viene de pensar y vivir en este lugar oscuro.

—Sí, pero ¿por qué no había ocurrido antes? —preguntó la señora Boffin.

La filosofía del señor Boffin solo pudo responder a esa cuestión con el comentario de que todo lo que existe debe comenzar en algún momento. A continuación cogió a su mujer por el brazo, para que no volviera a asustarse, y bajó a despedir a Wegg. Este, que se había amodorrado un poco tras su abundante banquete, y de naturaleza más bien haragana, estuvo encantado de marcharse sin hacer lo que había ido a hacer, y cobrando por ello.

A continuación, el señor Boffin se puso su sombrero, y la señora Boffin su chal; y la pareja, provista de un manojo de llaves y una linterna encendida, recorrieron la lúgubre casa —lúgubre toda ella, menos sus dos habitaciones— desde el sótano hasta la buhardilla. No satisfechos con haber perseguido así las fantasías de la señora Boffin, buscaron en el patio, en los edificios anexos y en los montículos. Y cuando acabaron dejaron la linterna al pie de uno de los montículos y dieron un tranquilo paseo vespertino, a fin de disipar las turbias telarañas tejidas en la mente de la señora Boffin.

—¡Ya ves, querida! —dijo el señor Boffin cuando entraron para cenar—. Ese era el tratamiento adecuado. Ya se te ha pasado del todo, ¿verdad?

—Sí, querido —dijo la señora Boffin, quitándose el chal—. Ya no estoy nerviosa. Ni siquiera un poco inquieta. Iría a cualquier lugar de la casa igual que siempre. Solo que…

—¿Qué? —dijo el señor Boffin.

—Solo que basta con que cierre los ojos y…

—¿Y qué?

—¡Pues que ahí están! —dijo la señora Boffin con los ojos cerrados y con la mano izquierda tocándose la frente pensativa—. La cara del viejo, y se vuelve joven. Las caras de los niños, y se hacen mayores. Una cara que no conozco. ¡Y luego todas las caras!

Cuando la señora Boffin volvió a abrir los ojos y vio a su marido al otro lado de la mesa, se inclinó para darle una palmadita en la mejilla y se puso a cenar, declarando que la suya era la mejor cara del mundo.