El ave de presa abatida
Los tres vigilantes, fríos en la orilla, en el crudo frío de esa soporífera crisis que se da cada veinticuatro horas, cuando la fuerza vital de las cosas más nobles y hermosas alcanza su mínimo, se miraron entre sí las caras inexpresivas, y luego la cara inexpresiva de Riderhood en su bote.
—¡La lancha del Jefe, el Jefe otra vez con suerte, y sin embargo no está el Jefe! —Eso dijo Riderhood, mirando desconsolado.
Como de común acuerdo, todos volvieron la vista hacia la luz del fuego que brillaba a través de la ventana. Era más tenue, más débil. Quizá el fuego, como la vida animal y vegetal superior que contribuye a mantener, posee una tendencia más poderosa a morir cuando la noche agoniza y el día aún no ha nacido.
—Si fuera yo el encargado de mantener la ley —gruñó Riderhood con una amenazante sacudida de cabeza—, ¡que me aspen si no la hubiera prendido a ella, al menos!
—Sí, pero no lo es —dijo Eugene.
Y lo dijo en un tono tan repentinamente feroz que el informador replicó sumiso:
—Bueno, bueno, bueno, otro señor, no he dicho que lo fuese. Un hombre puede dar su opinión.
—¡Y una alimaña tiene que callar la boca! —dijo Eugene—. ¡Calla la boca, rata de río!
Atónito ante la inusual vehemencia de su amigo, Lightwood también se lo quedó mirando, y enseguida dijo:
—¿Qué habrá sido de ese hombre?
—No me lo imagino. A menos que haya saltado por la borda.
El informador se secó la frente con aspecto apenado al decirlo, sentado en su lancha y sin abandonar su expresión desconsolada.
—¿Ha asegurado bien la lancha?
—Está bien asegurada hasta que vuelva la marea. No he podido asegurarla mejor de lo que está. Suban a la mía y véanlo con sus propios ojos.
Los tres se mostraron un tanto reacios a obedecer, pues el peso parecía excesivo para la lancha; pero como Riderhood afirmara «que había llevado a media docena, vivas y muertas, antes que ahora, y que no había calado mucho ni se había hundido de popa de manera digna de mención», ocuparon lentamente sus sitios, distribuyendo la carga en aquel absurdo navío. Riderhood seguía con su expresión desconsolada.
—Muy bien. ¡Vamos! —dijo Lightwood.
—¡Vamos, por san Jorge! —repitió Riderhood, antes de desatracar—. Si se ha ido y sea como sea se ha escapado, abogado Lightwood, es para perder los estribos. ¡Pero siempre ha sido un artero, maldito sea! Siempre fue un artero de mil demonios, ese Jefe. Nunca ha ido de cara, nunca de frente. Tan miserable, siempre con artimañas. ¡Nunca llevaba nada hasta el fin, nunca acababa nada como un hombre!
—¡Ojo! ¡Con cuidado! —gritó Eugene (se había despertado del todo nada más embarcar) mientras chocaban con fuerza contra un pilote; y a continuación, en voz baja, invertía su último apóstrofe observando—: (Ojalá que el bote de mi honorable y valeroso amigo poseyera la suficiente filantropía para volcar y poner fin a nuestra vida). ¡Con cuidado! Acércate a mí, Mortimer. Ya vuelve el granizo. ¡Mira cómo se lanza, como una manada de gatos salvajes, hacia los ojos del señor Riderhood!
Lo cierto es que le alcanzaba de pleno, y con tanta fuerza le acometía, por mucho que Riderhood mantuviera la cabeza gacha e intentara plantarle tan solo el sarnoso gorro, que se colocó al abrigo de una fila de embarcaciones hasta que pasó. La borrasca había llegado como un rencoroso mensajero de la mañana; a su estela apareció un recortado desgarrón de luz que abrió las nubes oscuras hasta que mostraron el agujero gris del día.
Todos temblaban, y a su alrededor todo parecía temblar; el río mismo, las embarcaciones, las jarcias, las velas y el primer humo que aparecía ya en la orilla. Los apiñados edificios, negros de humedad y deformados a la vista por blancas manchas de granizo y aguanieve, parecían más bajos de lo habitual, como si se encogieran y hubieran menguado con el frío. Muy poca vida se distinguía en las dos orillas. Ventanas y puertas estaban cerradas, y las llamativas letras en blanco y negro sobre los muelles y almacenes «parecían», le dijo Eugene a Mortimer, «inscripciones sobre las tumbas de negocios finiquitados».
Mientras avanzaban lentamente, sin apartarse de la orilla y deslizándose entre las embarcaciones por callejones de agua, de una manera furtiva que parecía ser la manera normal de avanzar del que guiaba el bote, todo cuanto les rodeaba semejaba tan grande en comparación con esa triste lancha que daba la impresión de amenazar con aplastarlos. No había casco de barco, con sus eslabones de hierro oxidados saliendo de los agujeros del escobén, descoloridos desde hacía mucho tiempo por las lágrimas herrumbrosas del hierro, que no semejara tener una pérfida intención. No había mascarón de proa que no tuviera aspecto de lanzarse hacia ellos para hundirlos. Ni una compuerta ni una escala pintada sobre un poste o pared para mostrar la profundidad de las aguas que no pareciera insinuar, como el Lobo terriblemente burlón en casa de la abuelita: «¡Es para ahogarte mejor!». Ni una de esas voluminosas barcazas de madera, con sus costados agrietados y llenos de ampollas cerniéndose sobre ellos, parecía querer sorber el río como no fuera para engullirlos hacia el fondo. Y todo se jactaba tanto de las influencias erosionadoras del agua —cobre descolorido, madera podrida, piedra ahuecada, depósitos de humedad verdosa— que las consecuencias posteriores al hecho de ser aplastados, engullidos y arrastrados parecían tan indeseables como el hecho en sí mismo.
Media hora después de esos esfuerzos, Riderhood soltó los remos, se agarró a una barcaza, y con las manos se deslizó a lo largo del costado de la barcaza, rebasó la proa y llevó la lancha a un secreto rincón en el que el agua formaba espuma. Y empotrado en ese rincón, «asegurado», tal como había descrito Riderhood, estaba el bote del Jefe; ese bote que aún tenía una mancha que guardaba cierta semejanza con una forma humana embozada.
—¡Y ahora díganme que soy un mentiroso! —dijo el hombre honesto.
(—Con la morbosa esperanza —murmuró Eugene a Lightwood— de que alguien vaya a decirle la verdad).
—Esta es la lancha de Hexam —dijo el inspector—. La conozco bien.
—Miren el remo roto. Fíjense en que el otro ha desaparecido. ¡Y ahora llámenme mentiroso! —dijo el hombre honesto.
El inspector se subió al bote. Eugene y Mortimer se quedaron mirando.
—¡Y vean ahora! —añadió Riderhood, arrastrándose hacia popa y mostrando una maroma tensa que aseguraba la embarcación y parecía remolcar algo—. ¿No les he dicho que había vuelto a tener suerte?
—Halen —dijo el inspector.
—Eso de «halen» es muy fácil de decir —respondió Riderhood—. No es fácil hacerlo. Su suerte se ha enredado bajo las quillas de las barcazas. La última vez intenté halarla, pero no pude. ¡Mire qué tensa está la cuerda!
—Pues hay que subirlo —dijo el inspector—. Voy a llevar la lancha a la orilla, y lo que esta arrastre. Pruebe ahora despacio.
Ahora lo intentó despacio; pero aquella suerte se resistía; no cedía.
—Voy a llevar eso a la orilla, y también la lancha —dijo el inspector, forcejeando con la cuerda.
Pero la pieza se resistía; no cedía.
—Vaya con cuidado —dijo Riderhood—. Lo estropeará. Si no lo parte en dos.
—No ocurrirá ninguna de las dos cosas, ni aunque fuese su abuela —dijo el inspector—, pero voy a halarlo. ¡Vamos! —añadió, al tiempo con convicción y con una autoridad dirigida al objeto oculto en el agua, mientras seguía manipulando la cuerda—. Con esto no vas a conseguir nada. Vas a subir. Voy a cogerte.
Esta declaración tan clara y decidida de intenciones fue tan eficaz que, mientras seguía manipulando la cuerda, esta cedió un poco.
—Ya se lo he dicho —expresó el inspector, quitándose el gabán e inclinándose mucho sobre la proa con determinación—. ¡Vamos!
Era un tipo de pesca espantoso, pero eso no afectaba al inspector más que si estuviese pescando en una batea en una tarde de verano, junto a una presa tranquila, aguas arriba del pacífico río. Al cabo de unos minutos, y de unas cuantas órdenes a los demás de «déjenla ir un poco hacia delante» y «déjenla ir un poco hacia atrás», dijo, con mucha tranquilidad, «Ya está», y la cuerda y la lancha quedaron libres.
El inspector aceptó la mano que Lightwood le ofrecía para ponerse en pie y se colocó el gabán. Le dijo a Riderhood:
—Deme esos remos de repuesto y empujaremos la lancha al embarcadero más próximo. Vaya delante, y manténgase lejos de las demás embarcaciones, que no quiero volver a enredarme.
Sus órdenes fueron obedecidas, y se dirigieron directamente hacia la orilla; dos en una lancha, dos en otra.
—Y ahora —le dijo el inspector a Riderhood cuando estuvieron de nuevo sobre las resbaladizas losas—, usted tiene más práctica que yo en esto, y debería hacerlo mejor. Deshaga el nudo de la cuerda de remolque, y le ayudaremos a halarlo.
Riderhood se subió al bote. Dio la impresión de que apenas había tenido un momento para tocar la cuerda o mirar por la popa, pero enseguida regresó a su bote a cuatro patas, pálido como la mañana y dijo jadeando:
—¡Dios mío, me la ha jugado!
—¿A qué se refiere? —preguntaron todos.
Señaló el bote, a su espalda, y tanto jadeaba que se dejó caer sobre las losas para recobrar el aliento.
—El Jefe me la ha jugado. ¡Es el Jefe!
Se fueron los tres hacia la cuerda y lo dejaron jadeando. Enseguida vieron la forma del ave de presa, que llevaba ya algunas horas muerta, tendida sobre la orilla, en el momento en que caía una nueva ráfaga y el granizo cuajaba sobre sus cabellos húmedos.
Padre, ¿ha sido usted quien me ha llamado? ¡Padre! ¡Me ha parecido que le oía llamarme dos veces! Esas palabras ya no serían respondidas en el lado terrenal de la tumba. El viento pasa burlón por encima de padre, le azota con los extremos deshilachados de su vestimenta y el pelo enmarañado, intenta darle la vuelta desde la posición boca arriba en la que yace, volverle la cara hacia el sol naciente, para que pueda sentirse más avergonzado. Remite un poco la tormenta, y el viento se hace sigiloso y juguetea con él; levanta y deja caer un harapo; se oculta palpitante tras otro harapo; corre ágil a través de su pelo y su barba. De pronto, en un arrebato, lo hostiga cruelmente. Padre, ¿era usted quien me llamaba? ¿Era usted, el que no tiene voz, el muerto? ¿Era usted, abofeteado mientras yace ahí exánime? ¿Era usted, bautizado en la Muerte, con esas impurezas flotantes que se aferran a su cara? ¿Por qué no habla, padre? Es su propia figura, la que se empapa de este sucio suelo. ¿Nunca vio una figura como esta empapada dentro de su bote? Hable, padre. ¡Háblenos a nosotros, los vientos, los únicos que ahora pueden escucharle!
—Y ahora fíjense —dijo el inspector, y tras la debida deliberación, mientras todos miraban al ahogado, se colocó sobre una rodilla, como había hecho muchas veces con otros hombres— en cómo ha ido la cosa. Naturalmente, caballeros, no se les habrá pasado por alto que este hombre iba remolcado por el cuello y por los brazos.
Le habían ayudado a soltar la cuerda, y, naturalmente, eso no se les había pasado por alto.
—Y habrán observado antes, y observarán ahora, que este nudo, que tenía bien apretado alrededor del cuello por la fuerza de sus propios brazos, es un nudo corredizo.
Lo levantó para enseñarlo.
Clarísimo.
—De igual modo habrán observado que sujetó el otro extremo de esta cuerda al bote.
Aún tenía las curvas y mellas donde se había atado y enroscado.
—Vean —dijo el inspector—, vean cómo le rodea. Fue brutal y tempestuosa la noche en que este hombre salió con su lancha. —Se interrumpió y con una punta de la chaqueta del muerto le apartó el granizo del pelo—. ¡Fíjense! Ahora se parece más al de siempre, aunque muy magullado, cuando el hombre que era sale al río según su ocupación habitual. Lleva con él este rollo de cuerda. Siempre lleva con él este rollo de cuerda. Es algo que yo sé tanto como él. A veces queda en el fondo de la lancha. A veces la lleva colgando del cuello. Era un hombre que no se abrigaba mucho. ¿Lo ven? —Levanta el pañuelo flojo que le cae sobre el pecho y aprovecha la oportunidad para limpiar con él los labios del muerto—. Y cuando llovía, o helaba o soplaba el viento, se echaba el rollo de cuerda al cuello. Es lo que hace ayer por la noche. ¡Para su infortunio! El hombre va en su lancha hasta que se queda helado. Las manos —levanta una de ellas, que cae como un plomo— se le entumecen. Ve flotar un objeto de los que saca provecho en su negocio. Se prepara para asegurarse ese objeto. Desenrolla el extremo de la cuerda que pretende anudar en el bote, y da las vueltas suficientes para que no se le suelte. Pero ocurre que la asegura demasiado. Tarda más de lo habitual en hacerlo, pues tiene las manos entumecidas. El objeto se aleja de él antes de que esté preparado para cogerlo. Lo agarra, piensa que primero se hará, al menos, con los contenidos de sus bolsillos, por si se le acaba escapando, y se dobla por encima de la popa. Y en una de esas fortísimas ráfagas, o debido al oleaje cruzado de dos vapores, o porque está desprevenido, o por todas o algunas de estas causas, el bote sufre un bandazo, el hombre pierde el equilibrio y cae de cabeza por la borda. ¡Pero fíjense! El hombre sabe nadar, ya lo creo, y al momento mueve los brazos enérgicamente. Pero con las brazadas se le enreda la cuerda, tira sin querer del nudo corredizo, y este se cierra. El objeto que había pretendido remolcar se aleja flotando, y su propio bote le arrastra ahora a él, muerto, hasta donde lo hemos encontrado, enredado en su propia cuerda. ¿Quieren preguntarme cómo averigüé lo de los bolsillos? Primero les diré más aún: había plata en ellos. ¿Cómo lo he averiguado? De manera simple y satisfactoria. Porque la tiene aquí.
El profesor levantó la mano derecha del muerto, que formaba un puño apretado.
—¿Qué haremos con los restos? —preguntó Lightwood.
—Si no le molesta permanecer junto a él medio minuto, señor —fue la respuesta—, voy a buscar a nuestros hombres más cercanos para que se encarguen de él. Ya ven, aún digo él como si estuviera vivo —dijo el inspector, volviéndose tras unos pasos y recalcando con una sonrisa filosófica la fuerza de la costumbre.
—Eugene —dijo Lightwood, y estuvo a punto de añadir: «Esperemos a cierta distancia».
Pero al volver la cabeza no encontró a Eugene a su lado. Levantó la voz y llamó:
—¡Eugene! ¡Hola!
Pero ningún Eugene contestó.
Ahora era pleno día, y miró alrededor. Pero no había ningún Eugene a la vista.
El inspector regresó velozmente por las escaleras de madera acompañado de un agente de policía, y Lightwood le preguntó si había visto marcharse a su amigo. El inspector no podía decir exactamente que lo hubiera visto marcharse, pero se había fijado en que estaba inquieto.
—Su amigo es una mezcla singular y divertida, señor.
—Ojalá no hubiera formado parte de su combinación singular y divertida darme esquinazo en estas terribles circunstancias a esta hora de la mañana —dijo Lightwood—. ¿Podríamos beber algo caliente?
Podríamos, y lo hicimos. En la cocina de una taberna, delante de un gran fuego. Bebimos brandy caliente y agua, y nos revivió de maravilla. El inspector, tras anunciarle a Riderhood su intención oficial de «no quitarle ojo», lo tenía en un rincón de la chimenea, bajo un paraguas mojado, y no dio señal exterior ni visible de prestarle atención al hombre honesto, como no fuera para ordenar una ración de brandy y agua aparte para él, al parecer a cargo de los fondos públicos.
Mientras Mortimer Lightwood permanecía sentado delante del fuego abrasador, consciente de estar bebiendo brandy y agua allí y entonces, al mismo tiempo, en su sueño, bebía jerez caliente en los Seis Alegres Mozos, y estaba tendido bajo la lancha en la orilla del río, y sentado en el bote que Riderhood remaba, y escuchaba la clase que les había impartido el inspector, y tenía que cenar en Temple con un desconocido que se presentaba como M. R. P. Eugene Jefe Harmon, y que decía vivir en Granizada; y mientras pasaba por estas curiosas vicisitudes de la fatiga y la somnolencia, que habían durado doce horas y ahora se comprimían en un segundo, se dio cuenta de que contestaba en voz alta a una información de acuciante importancia que le acababan de impartir, y todo eso lo convirtió en un carraspeo al contemplar al inspector. Pues pensó, con cierta indignación natural, que ese funcionario podría haber imaginado, de otro modo, que tenía los ojos cerrados, o que no le estaba prestando atención.
—Ya lo ve, justo delante de nosotros —dijo el inspector.
—Lo veo —dijo Lightwood, con dignidad.
—Y también ha tomado brandy caliente y agua, ya ve —dijo el inspector—, y luego se ha ido a toda velocidad.
—¿Quién? —dijo Lightwood.
—Su amigo, ya sabe.
—Lo sé —contestó Lightwood, de nuevo con dignidad.
Tras oír, en una neblina a través de la cual el inspector asomaba grande y desdibujado, que el agente asumiría la responsabilidad de preparar a la hija del difunto para lo que había sucedido esa noche, y que, por lo general, él se encargaría de todo, Mortimer Lightwood fue trastabillando, aún dormido, hasta una parada de coches de punto, llamó a uno, y, antes de que la puerta se cerrara, había entrado en el ejército y cometido un delito militar capital, había sido juzgado por una corte marcial y declarado culpable y había puesto en orden todos sus asuntos antes de dirigirse al paredón.
¡Cómo le costó llevar remando el coche de punto desde la City a Temple, por una copa, de un valor de entre cinco a diez mil libras, que le había entregado el señor Boffin; cómo le costó cantarle las cuarenta a Eugene (cuando lo hubieron rescatado con una cuerda del pavimento que lo arrastraba) por haber ahuecado el ala de manera tan singular! Pero tantas disculpas le ofreció, y se mostró tan arrepentido, que cuando Lightwood se apeó del coche, le encargó al cochero que cuidara de su amigo. Ante lo cual el cochero (sabiendo que allí dentro no había nadie más) abrió los ojos de una manera prodigiosa.
En resumen, las actividades nocturnas le habían agotado y rendido hasta tal punto que se había convertido en un mero sonámbulo. Estaba demasiado cansado como para poder descansar en el sueño, hasta que al final estuvo cansado hasta de estar cansado, y se sumió en el olvido. Se despertó a una hora avanzada de la tarde, y con cierta preocupación envió a preguntar por Eugene al domicilio de este, para saber si ya se había levantado.
Oh, sí, estaba levantado. De hecho, aún no se había acostado. Acababa de llegar. Y ya estaba delante de Mortimer, tras seguir de cerca al recadero.
—¡Bueno, menudo espectáculo de ojos inyectados en sangre, pelo alborotado y ropa embarrada! —exclamó Mortimer.
—¿Tengo las plumas demasiado arrugadas? —dijo Eugene, mirándose fríamente en el espejo—. Desde luego, no hay manera de negarlo. Pero piénsalo. ¡Cambio esta noche por mi plumaje!
—¿Esta noche? —repitió Mortimer—. ¿Y qué ha sido de ti por la mañana?
—Mi querido amigo —dijo Eugene sentándose en la cama—, me parecía que nos habíamos aburrido el uno al otro demasiado tiempo, que esta relación ininterrumpida debía concluir de manera inevitable con los dos huyendo a confines opuestos de la tierra. También me parecía haber cometido todos los crímenes del Almanaque de Newgate. De manera que, por consideraciones en las que confluían la amistad y el delito, me fui a dar un paseo.