El sudor de la frente de un hombre honrado
El señor Mortimer Lightwood y el señor Eugene Wrayburn se hicieron llevar la cena de un mesón al despacho del primero. Acababan de tomar la decisión de establecerse juntos. Habían alquilado una casita de soltero cerca de Hampton, a la orilla del Támesis, que tenía césped, cobertizo para botes y todo lo necesario, y durante las largas vacaciones de verano se dedicarían a navegar por el río.
Todavía no era verano, sino primavera; y no la primavera benigna y etéreamente suave que pinta Thomson en su poema, sino la primavera de tiempo frío, con viento de oriente que pintan Johnson, Jackson, Dickson, Smith y Jones. El viento, de tan cortante, serraba más que soplaba, y mientras serraba arremolinaba el serrín en torno al aserradero. Todas las calles eran un aserradero, y en él nadie trabajaba en la parte de arriba, sino que todos los transeúntes estaban abajo, y el serrín los cegaba y asfixiaba.
Todo ese misterioso papel moneda que circula por Londres cuando sopla el viento gira aquí y allá, y en todas partes. ¿De dónde viene, adónde va?[9] Cuelga en todos los arbustos, aletea en cada árbol, queda prendido en los cables eléctricos, ronda todas las cercas, bebe en todos los surtidores, se encoge en las rejas, tiembla en cada césped, busca descanso en vano en la región de las verjas de hierro. Es algo que no existe en París, donde nada se desperdicia, ya que es una ciudad cara y lujosa, y las hormigas humanas salen de sus agujeros y recogen todas las migajas. Allí el viento solo lleva polvo. Allí unos ojos avizores y unos estómagos también avizores recogen incluso el viento del este y le sacan algún provecho.
El viento serraba, y el serrín se arremolinaba. Los arbustos retorcían sus muchas manos, se lamentaban de que el sol les hubiera dado la lata para que retoñasen; las hojas jóvenes languidecían; los gorriones se arrepentían de sus precipitados matrimonios, igual que hacen los hombres y las mujeres; los colores del arco iris eran perceptibles, no en las flores de primavera, sino en la cara de la gente a la que mordisqueaba y pellizcaba. Y el viento serraba sin parar, y el serrín se arremolinaba.
Cuando las tardes de primavera son demasiado largas y luminosas como para cerrarles los postigos, y el clima mencionado es el habitual, la ciudad que el señor Podsnap llama, de manera tan redundante, Londres, Londres, Londres, ofrece su peor cara. Qué ciudad tan negra y estridente, que combina las cualidades de una casa llena de humo y de una mujer siempre regañando; qué ciudad tan llena de tierra; qué ciudad tan desesperanzada, sin una rendija en el toldo plomizo que le hace de cielo; qué ciudad tan asediada por las fuerzas de las llanuras pantanosas de Essex y Kent. Eso era lo que pensaban los dos compañeros de colegio cuando, después de cenar, se dirigieron a la chimenea a fumar. El joven Blight ya no estaba, el camarero del mesón ya no estaba, los platos y fuentes ya no estaban, el vino ya no estaba: todos se habían ido, aunque en distintas direcciones.
—Aquí arriba el viento silba como si estuviésemos en un faro —afirmó Eugene, atizando el fuego—. Y ojalá estuviéramos viviendo en uno.
—¿No crees que nos aburriríamos? —preguntó Lightwood.
—No más que en cualquier otro sitio. Y no habría que hacer el recorrido diario. Aunque eso es una consideración egoísta y personal, en mi caso.
—Tampoco vendrían clientes —añadió Lightwood—. Tampoco es que eso sea para mí una consideración personal y egoísta.
—Si estuviésemos en una roca aislada en medio de un mar tempestuoso —dijo Eugene, fumando con la mirada en el fuego—, lady Tippins no podría venir a visitarnos, o mejor aún, podría venir y que se la tragara una ola. La gente no nos invitaría a desayunos de boda. No habría precedentes con los que devanarse los sesos, excepto el sencillísimo precedente de mantener la luz encendida. Sería excitante estar ojo avizor a los naufragios.
—Pero por otra parte —sugirió Lightwood—, habría un cierto grado de monotonía en esa vida.
—También he pensado en ello —dijo Eugene, como si hubiera estado considerando el tema desde diversas perspectivas con vistas a llevarlo a término—, pero sería una monotonía definida y limitada. No se extendería más allá de dos personas. Ahora, la cuestión que yo te planteo, Mortimer, es si una monotonía definida con esa precisión y limitada a ese grado no sería más soportable que la monotonía ilimitada de nuestros semejantes.
Cuando Lightwood se echó a reír y le pasó el vino, comentó:
—En nuestro veraneo en bote tendremos oportunidad de poner a prueba esa cuestión.
—De manera imperfecta, pero así será —asintió Eugene con un suspiro—. Espero que no nos cansemos demasiado el uno del otro.
—Y ahora, hablemos de tu respetado padre —dijo Lightwood, sacando el tema que habían acordado tratar: siempre la anguila más escurridiza de cuantos temas escurridizos tenían entre manos.
—Sí, hablemos de mi respetado padre —asintió Eugene, arrellanándose en su butaca—. Habría preferido hablar de mi respetado padre a la luz de las velas, pues el tema requiere un poco de iluminación artificial; pero lo trataremos al crepúsculo, avivado por el brillo del carbón de Wallsend.
Atizó el fuego al hablar, y, cuando lo tuvo llameando, prosiguió:
—Mi respetado padre ha encontrado, en su vecindad parental, una esposa para su, por lo general, poco respetado hijo.
—Tendrá dinero, por supuesto.
—Tiene dinero, por supuesto, o no la habría encontrado. Mi respetado padre… permíteme, a partir de ahora, abreviar esa debida tautología refiriéndome a él como M.R.P., que suena militar, y se parece al duque de Wellington.
—¡Qué hombre tan absurdo eres, Eugene!
—Te aseguro que no, en absoluto. Como M.R.P. siempre miró por el bienestar de sus hijos (como él lo llama) de la manera más franca, disponiendo desde el momento de su nacimiento, e incluso ya desde antes, cuál sería la vocación y rumbo en la vida de su pequeña víctima, dispuso para mí que fuera abogado, cosa que soy (con el leve añadido de que le habría gustado que tuviera muchos clientes, cosa que no se ha conseguido), y también que me casara, cosa que no ha sucedido.
—Lo primero me lo has contado a menudo.
—Lo primero te lo he contado a menudo. Como ya considero mi persona lo bastante incongruente con mi eminencia legal, hasta ahora he suprimido mi destino doméstico. Ya conoces a M.R.P., aunque no tanto como yo. Si le conocieras tan bien como yo, te divertiría.
—¡Hablas como un buen hijo, Eugene!
—Desde luego, puedes creerme; y con todo el sentimiento de afectuosa deferencia debido a M.R.P. Pero si me divierte, no puedo remediarlo. Cuando nació mi hermano mayor, todos los demás sabíamos, naturalmente (lo que quiero decir es que lo habríamos sabido de haber existido), que sería el heredero de los Bochornos Familiares… lo que delante de los demás llamamos las Propiedades Familiares. Pero, cuando mi hermano segundo estaba a punto de nacer, M.R.P. dice: «Este será uno de los pilares de la Iglesia». Nació y se convirtió en un pilar de la Iglesia, aunque no muy sólido. Apareció mi hermano tercero, adelantándose bastante a la fecha en que se le esperaba; pero M.R.P. no se dejó impresionar por la sorpresa, y al instante lo declaró circunnavegador. Lo metieron en la Marina, pero no ha circunnavegado. Yo anuncié mi llegada, y dispusieron de mí con los magníficos resultados que tienes a la vista. Cuando mi hermano menor tenía media hora de vida, M.R.P. decidió que sería un genio de la mecánica. Etcétera. Es por eso por lo que digo que M.R.P. me divierte.
—¿Y por lo que toca a la dama, Eugene?
—Ahí es donde M.R.P. deja de ser divertido, pues mis intenciones se oponen totalmente a tener nada que ver con esa dama.
—¿La conoces?
—En lo más mínimo.
—¿No sería mejor que la vieras?
—Mi querido Mortimer, has estudiado mi carácter. ¿Crees que puedo ir allí con el cartel de «SOLTERO Y DISPONIBLE» y conocer a esa dama, que lleva el mismo cartel? Haré cualquier cosa que ordene M.R.P., desde luego, con el mayor placer, excepto casarme. ¿Cómo iba a soportarlo? Yo, que me aburro enseguida, de manera constante y fatal.
—Tú no eres una persona constante, Eugene.
—En mi susceptibilidad al aburrimiento —replicó ese personaje—, te aseguro que soy el hombre más constante de la humanidad.
—Bueno, pues hace un momento te extendías sobre las ventajas de una vida de monotonía para ambos.
—En un faro. Sé justo y recuerda que esa era la condición. En un faro.
Mortimer volvió a reír, y Eugene, tras haber reído por primera vez, como si, tras reflexionarlo, se considerara bastante divertido, recayó en su habitual melancolía, y con aspecto amodorrado dijo, mientras disfrutaba de su cigarro:
—No, eso no tiene remedio; uno de los pronunciamientos proféticos de M.R.P. quedará sin cumplirse para siempre. A pesar de mi predisposición a complacerle, debe rendirse al fracaso.
Mientras hablaban había oscurecido, y el viento serraba y el serrín se arremolinaba más allá de la luz de las ventanas. El cementerio que tenían debajo se sumía en una oscuridad cada vez más profunda, y esa penumbra iba ascendiendo hacia los tejados entre los que estaban sentados.
—Como si se levantaran los fantasmas del cementerio —dijo Eugene.
Se había desplazado hacia la ventana con el cigarro en la boca, para saborearlo con más intensidad comparando el calor de la chimenea con el exterior, cuando, al regresar a su butaca, se detuvo a mitad de camino y dijo:
—Al parecer, uno de los fantasmas se ha perdido, y viene a que le indiquemos el camino. ¡Fíjate en ese fantasma!
Lightwood, que estaba de espaldas a la puerta, volvió la cabeza, y allí, en la oscuridad de la entrada, se alzaba algo que parecía un hombre, al que se dirigió con la pregunta no irrelevante:
—¿Quién demonios es usted?
—Les ruego me perdonen, señores —replicó el fantasma, en un ronco susurro dirigido a ambos—, pero ¿alguno de ustedes sería el abogado Lightwood?
—¿Qué es eso de no llamar a la puerta? —preguntó Mortimer.
—Les pido perdón, señores —replicó el fantasma, como antes—, pero a lo mejor no se han dado cuenta de que la puerta estaba abierta.
—¿Qué quiere?
A lo que el fantasma replicó, de nuevo con voz ronca y dirigiéndose a ambos:
—Les pido perdón, señores, pero ¿alguno de ustedes sería el abogado Lightwood?
—Uno de nosotros —dijo el que respondía por ese nombre.
—Muy bien, señores ambos —replicó el fantasma, cerrando cuidadosamente la puerta de la habitación—. Es un asunto complicado.
Mortimer encendió las velas. Mostraron a un visitante que tenía muy mala pinta y que bizqueaba, el cual, mientras hablaba, manoseaba una vieja gorra de piel empapada, informe y sarnosa, que parecía un animal peludo, un cachorro de gato o de perro ahogado y medio podrido.
—Muy bien —dijo Mortimer—. ¿De qué se trata?
—Señores ambos —replicó el hombre, en lo que pretendía ser un tono adulador—, ¿cuál de ustedes sería el abogado Lightwood?
—Soy yo.
—Abogado Lightwood —inclinándose ante él con aire servil—, soy un hombre que se gana la vida y que intenta ganarse la vida con el sudor de su frente. Y como de ninguna manera quiero correr el riesgo de verme privado del sudor de mi frente, deseo que, antes de nada, se me tome juramento.
—Yo no tomo juramento a la gente, hombre.
El visitante, que estaba claro que no se fiaba, murmuró con terquedad:
—Alfred David.
—¿Así es como se llama? —preguntó Lightwood.
—¿Mi nombre? —replicó el hombre—. No; quiero un Alfred David.
(Lo que Eugene, mientras fumaba y lo contemplaba, interpretó como un «affidávit»).
—Le digo, mi buen amigo —dijo Lightwood, con su indolente risa— que nada tengo que ver con juramentos.
—Si quiere, él puede soltarle unos cuantos juramentos —le explicó Eugene—, y yo también. Pero no podemos hacer más por usted.
Frustrado por esa información, el visitante siguió dándole vueltas y vueltas al cachorro de gato o de perro, y su mirada pasó de uno de los Señores Ambos al otro de los Señores Ambos, mientras reflexionaba profundamente en su fuero interno. Al final decidió:
—Entonces deben anotar lo que les diga.
—¿Dónde? —preguntó Lightwood.
—Aquí —dijo el hombre—. Con pluma y tinta.
—Primero, díganos de qué se trata.
—Se trata —dijo el hombre, dando un paso al frente, bajando su voz ronca y poniendo las manos a ambos lados de la boca—, se trata de una recompensa de entre cinco mil y diez mil libras. De eso se trata. Se trata de un asesinato. De eso se trata.
—Acérquese a la mesa. Siéntese. ¿Quiere un vaso de vino?
—Sí, gracias —dijo el hombre—, y no les engaño, señores.
Le dieron el vaso. El hombre, dejando tieso el brazo hasta el codo, se vertió el vino en la boca y lo guardó en el carrillo derecho, como diciendo: «¿Qué te parece?»; lo pasó en el carrillo izquierdo, como diciendo: «¿Qué te parece?»; lo lanzó hacia la barriga como diciendo: «¿Qué te parece?». Para concluir chasqueó los labios, como si los tres replicaran: «Nos gusta».
—¿Quiere otro?
—Sí —repitió—, y no les engaño, señores.
Y también repitió el mismo proceso.
—Y ahora —comenzó a decir Lightwood—, ¿cuál es su nombre?
—Bueno, ahora va usted muy deprisa, abogado Lightwood —replicó en tono de protesta—. ¿No se da cuenta, abogado Lightwood? Ahora ha querido ir un poco deprisa. Voy a ganarme de cinco mil a diez mil libras con el sudor de la frente; y en cuanto hombre pobre que le hace justicia al sudor de su frente, ¿voy a dar mi nombre sin que antes se ponga todo por escrito?
Lightwood, cediendo a la capacidad vinculante que aquel hombre atribuía a la pluma y la tinta, asintió a la propuesta de Eugene, expresada con un movimiento de cabeza, de coger aquellos objetos mágicos. Eugene los llevó a la mesa y se sentó, haciendo de escribiente o notario.
—Y ahora —dijo Lightwood—, ¿cuál es su nombre?
Pero aún había que tomar más precauciones en relación al sudor de la frente de un hombre honesto.
—Me gustaría, abogado Lightwood —estipuló— que el Otro Señor actuara de testigo de mis palabras. En consecuencia, ¿sería tan amable el Otro Señor de decirme su nombre y dónde vive?
Eugene, cigarro en boca y pluma en mano, le arrojó su tarjeta. El hombre, tras leerla lentamente, la enrolló y la ató en un extremo de su pañuelo con una lentitud aún mayor.
—Y ahora —dijo Lightwood por tercera vez—, si ya ha completado sus diversos preparativos, amigo mío, y se ha cerciorado cabalmente de que su ánimo está sereno y nada lo apresura, ¿cuál es su nombre?
—Roger Riderhood.
—¿Domicilio?
—Limehouse Hole.
—¿Profesión u ocupación?
No tan ligero con esa respuesta como con las otras dos, el señor Riderhood dio la siguiente definición:
—Ribereño.
—¿Hay algo contra usted? —intervino Eugene en tono tranquilo, mientras escribía.
Sin saber qué decir, el señor Riderhood hizo la observación, evasivamente y con un aire inocente, de que creía que el Otro Señor ya le había preguntado bastante.
—¿Ha tenido algún problema con la justicia? —dijo Eugene.
—Una vez. —(«Podría pasarle a cualquiera», añadió el señor Riderhood de manera casual).
—¿Sospechoso de…?
—De meterle la mano en el bolsillo a un marinero —dijo el señor Riderhood—. Cuando la realidad es que era el mejor amigo de ese hombre, y lo estaba ayudando.
—¿Con el sudor de su frente? —preguntó Eugene.
—Desbordante como si fuera lluvia —dijo Roger Riderhood.
Eugene se recostó en su silla y fumó con la mirada descuidadamente vuelta hacia su informador, la pluma dispuesta a reducirlo a más escritura. Lightwood también fumaba, con los ojos descuidadamente posados en el informador.
—Ahora vuelvan a tomar nota de lo que digo —afirmó Riderhood, después de darle unas cuantas vueltas a la gorra ahogada y de cepillarla a contrapelo (si es que eso significaba algo con aquellos pelos) con la manga—. Les informo de que el hombre que ha cometido el Asesinato Harmon es el Jefe Hexam, el hombre que encontró el cadáver. La mano de Jesse Hexam, a quien en el río y por sus orillas se conoce con el nombre de Jefe, es la mano que cometió el delito. Su mano, y no otra.
Los dos amigos se miraron con una cara más seria de la que habían puesto hasta entonces.
—Díganos en qué se basa para hacer esa acusación —dijo Mortimer Lightwood.
—Me baso en que fui socio del Jefe —respondió Riderhood, secándose la cara con la manga—, y llevo muchos largos días y muchas largas noches sospechando de él. Me baso en que sé cómo actúa. Me baso en que rompí nuestra sociedad porque me olí el peligro; y les advierto que es posible que su hija les cuente una historia distinta, de esto y de todo lo que yo les diga, pero ustedes sabrán a quién creer, pues ella les contará mentiras, grandes como el mundo de una punta a otra y como el cielo de principio a fin, para salvar a su padre. Me baso en que se comenta por los puentes y los embarcaderos que él lo hizo. Me baso en que la gente se aparta a su paso, porque lo ha hecho. Me baso en que juraré que lo ha hecho. Me baso en que pueden llevarme a donde quieran, y hacerme jurar. No quiero eludir las consecuencias. Estoy decidido. Llévenme a donde quieran.
—Todo esto no significa nada —dijo Lightwood.
—¿Nada? —repitió Riderhood, indignado y atónito.
—Nada de nada. Lo único que significa es que sospecha que ese hombre cometió el crimen. Puede hacerlo con razón o sin ella, pero no se le puede condenar por sus sospechas.
—¿No le he dicho, y apelo al Otro Señor como testigo, no le he dicho desde el primer momento en que he abierto la boca en esta silla y por siempre jamás —(era evidente que utilizaba esas palabras como una fórmula casi tan poderosa como «affidávit»)—, que estaba dispuesto a jurar que lo había hecho? ¿No he dicho: Háganmelo jurar? ¿No lo digo ahora? ¿Lo va a negar, abogado Lightwood?
—Desde luego que no; pero lo único que va a jurar son sus sospechas, y le digo que no basta con jurar que sospecha.
—¿Me está diciendo que no es suficiente, abogado Lightwood? —preguntó con recelo.
—Sin la menor duda, no.
—¿Es que he dicho que bastaba? Ahora apelo al Otro Señor. ¡Diga la verdad! ¿Lo he dicho?
—Desde luego no ha dicho que no tuviera más que decir —observó Eugene en voz baja, sin mirarlo—, sea lo que sea lo que quiera dar a entender con eso.
—¡Ajá! —exclamó el informador, intuyendo de manera triunfal que el comentario iba a su favor, aunque al parecer sin acabar de entenderlo—. ¡Suerte que tenía un testigo!
—Prosiga, entonces —dijo Lightwood—. Diga lo que tenga que decir. No se lo piense.
—¡Entonces tomen nota! —gritó el informador, ansioso e impaciente—. ¡Tomen nota, pues, por san Jorge y el Dragón que estoy llegando al asunto! ¡No hagan nada para impedir que un hombre honesto obtenga los frutos del sudor de su frente! Le informo, pues, de lo que él me dijo que había hecho. ¿Es eso suficiente?
—Vaya con cuidado con lo que dice, amigo —replicó Mortimer.
—¡Abogado Lightwood, usted ha de ir con cuidado con lo que digo, pues me parece que será usted el responsable de anotarlo! —A continuación, de manera lenta y enfática, marcando el ritmo de lo que decía con palmadas de la mano derecha sobre la palma de la izquierda—: Yo, Roger Riderhood, Limehouse Hole, ribereño, le digo a usted, abogado Lightwood, que Jesse Hexam, conocido en el río y por las orillas como el Jefe, me dijo que había cometido el crimen. Y es más, me dijo con sus propios labios que lo había hecho; y lo que es más, dijo que lo había hecho. ¡Y lo juraré!
—¿Dónde se lo contó?
—Delante de la puerta de los Seis Alegres Mozos —replicó Riderhood, siempre llevando el compás a palmadas, con la cabeza resueltamente ladeada y con los ojos, muy atentos, dividiendo su atención entre los dos oyentes—, a eso de las doce y cuarto a medianoche, aunque en conciencia no puedo jurar que no fueran cinco minutos más o menos, la noche que recogió el cuerpo. Los Seis Alegres Mozos sigue en el mismo sitio. Si resulta que él no estuvo en los Seis Alegres Mozos aquel día a medianoche, soy un mentiroso.
—¿Qué le dijo?
—Se lo diré (y anótelo, señor, no pido nada más). Él salió primero; yo salí después. Puede que un minuto después; puede que medio minuto o puede que un cuarto de minuto; no puedo jurarlo, así que no lo haré. En un Alfred David hay que poner lo que se sabe, ¿no es eso?
—Siga.
—Vi que me esperaba para hablarme. «Rogue Riderhood», me dice, pues ese es el nombre que casi todos me dan, y no porque rogue signifique «bribón», que no es eso, sino porque suena como Roger.
—Ni se preocupe por eso.
—Perdone, abogado Lightwood, pero eso forma parte de la verdad, y como tal me preocupa, debe preocuparme y me preocupará. «Rogue Riderhood», me dice, «la otra noche en el río intercambiamos algunas palabras». Cosa que es cierta; ¡pregúntele a su hija! «Te amenacé», dice, «con cortarte los dedos con el travesaño de mi lancha o con lanzarte el bichero a los sesos. Lo hice por cómo mirabas lo que remolcaba, como si sospecharas algo, y también porque te agarraste a la borda de mi barca». Y yo le digo: «Jefe, ya lo sé». Y él me dice: «Rogue Riderhood, no hay otro como tú entre cien…». Creo que dijo mil, pero de eso no estoy seguro, así que ponga la cifra más baja, pues la precisión es una de las obligaciones de un Alfred David. Y me dice: «Cuando se trata de tus semejantes, siempre estás tú muy atento, ya sea a sus vidas o sus relojes. ¿Sospechaste algo?». Yo le digo: «Sospeché, Jefe; y lo que es más, sospecho». Se echa a temblar y me dice: «¿De qué?». Y yo le digo: «De que hiciste algo malo». Tiembla aún más fuerte y me dice: «Ya lo creo que lo hice. Lo hice por su dinero. ¡No me traiciones!». Esas fueron las palabras que utilizó.
Hubo un silencio, roto solo por la caída de las cenizas en la rejilla. El informador aprovechó para frotarse el gorro ahogado por la cabeza, el cuello y la cara, lo que no mejoró en nada su aspecto.
—¿Y qué más? —preguntó Lightwood.
—¿Acerca del Jefe, abogado Lightwood?
—A cualquier cosa que haga al caso.
—Bueno, que me aspen si les entiendo, Señores Ambos —dijo el informante de manera servil, como para ganarse a los dos, aunque solo uno hubiera hablado—. ¿Qué? ¿No es eso suficiente?
—¿Le preguntó cómo lo hizo, dónde y cuándo?
—¡Ni mucho menos, abogado Lightwood! Tenía tal cargo de conciencia que no quise saber nada más, no, ni por la suma que espero conseguir de usted con el sudor de mi frente, ¡ni por el doble! Tuve que poner fin a nuestra asociación. Tuve que cortar nuestra relación. No podía deshacer lo que estaba hecho; y cuando él me ruega y me suplica: «¡Socio, te lo pido de rodillas, no te vayas de mi lado!», lo único que le contesto es: «¡Nunca vuelvas a dirigirle la palabra a Roger Riderhood, ni vuelvas a mirarlo a la cara!». Y me aparto de su lado.
Tras haber dado un impulso a esas palabras para que fueran lo más alto y lo más lejos posible, Rogue Riderhood se sirvió otro vaso de vino sin que le invitaran, y pareció masticarlo mientras, con el vaso medio vacío en la mano, se quedaba mirando las velas.
Mortimer le lanzó una mirada a Eugene, pero este contemplaba fijamente el papel, y no le devolvió la mirada. Mortimer se volvió de nuevo al informador y le dijo:
—¿Hace mucho que tiene ese cargo de conciencia?
El informador acabó de masticar el vino, se lo tragó y respondió con una sola palabra:
—¡Siglos!
—¡Con todo el revuelo que había entonces: el gobierno ofreciendo una recompensa, la policía en estado de alerta, la noticia del crimen corriendo por todo el país! —dijo Mortimer, impaciente.
—¡Ah! —intervino el señor Riderhood lentamente, con su voz ronca, con varios asentimientos de cabeza retrospectivos—: ¡No sabe qué cargo de conciencia tenía, entonces!
—¡Con todas las conjeturas que se hicieron entonces, con tantas extravagantes sospechas, y con la posibilidad de que se acabara arrestando a gente inocente! —dijo Mortimer, casi acalorándose.
—¡Ah! —exclamó el señor Riderhood, igual que antes—. ¡No sabe qué cargo de conciencia tuve en esa época!
—Solo que entonces —dijo Eugene, dibujando una cabeza de mujer sobre su papel de escribir y añadiéndole algún detalle de vez en cuando— no existía la oportunidad de ganar tanto dinero, ya ve.
—¡El Otro Señor ha dado en el clavo, abogado Lightwood! Eso fue lo que me decidió. No sabe cómo me esforcé por aliviarme de ese cargo de conciencia, pero no podía quitármelo de encima. En una ocasión casi se lo suelto a la señorita Abbey Potterson, que regenta los Seis Alegres Mozos… Allí sigue el establecimiento, no se irá… Allí vive esa señora, y no es probable que caiga muerta antes de que ustedes vayan. ¡Pregúntenle!… Pero no fui capaz. Y por fin aparece el anuncio con su nombre y título, abogado Lightwood, añadido, y entonces le pregunto a mis entenderas: ¿voy a tener para siempre este cargo de conciencia? ¿Nunca voy a librarme de él? ¿Siempre voy a pensar más en el Jefe que en mí? Si él tiene una hija, ¿no tengo yo también una hija?
—¿Y el eco le contestó…? —sugirió Eugene.
—«La tienes» —dijo el señor Riderhood, en tono firme.
—¿Y no mencionó también su edad? —preguntó Eugene.
—Sí, señor. En octubre cumplió los veintidós. Y entonces me dije: «Y por lo que se refiere al dinero, es un montón de dinero». Porque es un montón —dijo el señor Riderhood, con toda franqueza—, ¿por qué negarlo?
—¡Ahí lo tiene! —exclamó Eugene, retocando su dibujo.
—«Es un montón de dinero. ¿Y es un pecado que un hombre trabajador, que moja con sus lágrimas todos los mendrugos que se gana… o si no con las lágrimas, sí con los catarros que coge… es un pecado que ese hombre se lo gane? Di si hay algo en contra de que se lo gane». Eso fue lo que me dije, enérgicamente, como si fuera un deber: «Porque si hubiera algo malo en ello, ¿no habría que culpar también al abogado Lightwood por ofrecer el dinero? ¿E iba yo a culpar al abogado Lightwood? No».
—No —dijo Eugene.
—Desde luego que no, señor —asintió el señor Riderhood—. Así que me decidí a quitarme ese cargo de conciencia y a ganarme con el sudor de la frente lo que me ofrecían. Y lo que es más —añadió, de repente sediento de sangre—, ¡tengo intención de conseguirlo! Y ahora le digo, de una vez por todas, abogado Lightwood, que Jesse Hexam, llamado el Jefe, por su mano y no por otra, cometió el crimen, y que me lo confesó a mí. Y yo os lo entrego y quiero que lo prendan. ¡Esta noche!
Después de otro silencio, roto solo por la caída de las cenizas en la rejilla, que atrajo la atención del informador como si fuera el tintineo del dinero, Mortimer Lightwood se inclinó sobre su amigo y le dijo en un susurro:
—Supongo que debo acompañar a este sujeto a nuestro imperturbable amigo el policía.
—Supongo que no hay manera de evitarlo —dijo Eugene.
—¿Le crees?
—Le creo un redomado bribón. Pero puede que diga la verdad, para su propio beneficio y por una vez en la vida.
—No me lo parece.
—Él no lo parece —dijo Eugene—. Pero ese socio suyo, al que denuncia, tampoco parece un personaje recomendable. Al parecer, la empresa es de dos timadores y asesinos. Me gustaría preguntarle una cosa.
El objeto de esa conversación miraba de soslayo las cenizas, intentando con todas sus fuerzas entender lo que decían, aunque fingiendo estar distraído cuando los «Señores Ambos» lo miraron.
—Ha mencionado (creo que dos veces) que este Hexam tiene una hija —dijo Eugene, en voz alta, ahora—. ¿No querrá dar a entender que ella es culpable de estar al corriente del crimen?
El hombre honesto, tras pensárselo (considerando, quizá, cómo su respuesta podría afectar a los frutos del sudor de su frente), replicó, sin reservas:
—No, eso no.
—¿Y no implica a nadie más?
—No es lo que yo implico, es lo que el Jefe implicó —fue la terca y resuelta respuesta—. No pretendo saber más de lo que me dijeron sus palabras: «Yo lo hice». Esas fueron sus palabras.
—He de ver en qué acaba esto —susurró Eugene—. ¿Cómo vamos?
—Vayamos andando —susurró Lightwood—, y démosle tiempo a este tipo para que se lo piense.
Tras esas palabras, se prepararon para salir, y el señor Riderhood se puso en pie. Lightwood, mientras apagaba las velas, cogió, como la cosa más natural del mundo, el vaso del que había bebido el honesto caballero y fríamente lo arrojó debajo de la parrilla, donde cayó haciéndose añicos.
—Ahora, si quiere ir delante —dijo Lightwood—, el señor Wrayburn y yo le seguiremos. Sabe dónde hay que ir, ¿verdad?
—Creo que sí, abogado Lightwood.
—Entonces, vaya delante.
El ribereño se cubrió las orejas con su gorra ahogada, y con un andar hosco y encorvado que le hacía parecer más cargado de espaldas de lo que era, bajó las escaleras, dobló por Temple Church, cruzó Temple hasta Whitefriars y siguieron por las calles próximas a la ribera.
—Que me ahorquen si no es un tipo despreciable —dijo Lightwood, siguiéndole.
—Él es el que tiene ganas de ahorcar —replicó Eugene—. Y me parece que ya ha elegido a su víctima.
No dijeron mucho más por el camino. Él iba delante de ellos como si fuera un Destino aciago, y ellos no le perdían de vista, aunque les habría alegrado lo contrario. Pero él siguió delante de ellos, y siempre a la misma distancia, a la misma velocidad. Inclinado contra el tiempo hostil e implacable y el viento cortante, nada le haría retroceder ni apretar el paso, sino que seguía caminando como el avanzar del Destino.
Cuando estaban más o menos a mitad de camino, cayó una fuerte granizada, que en pocos minutos despejó las calles de transeúntes y las tiñó de blanco. Pero eso no le afectó. Ahora que iban a quitarle la vida a un hombre y él iba a cobrar el precio, mucho más grueso e intenso debería haber sido el granizo para impedir ese propósito. El hombre aplastaba las piedras del granizo, dejando unas huellas en aquel hielo fangoso que se derretía enseguida que eran simples agujeros sin esperanza; se podría haber pensado, siguiéndole, que la propia forma humana había abandonado aquellos pies.
Pasó la turbonada, y la luna compitió con las nubes veloces, y el frenético desorden que reinaba convirtió los pequeños y lamentables tumultos de las calles en algo insignificante. No es que el viento barriera a todos los buscarruidos de la calle y los hiciera cobijarse, como había hecho el granizo que aún pervivía en algunos montoncitos; sino que parecía que las calles fueran absorbidas por el cielo, y que la noche ocupara todo el aire.
—Si ha tenido tiempo de pensarlo —dijo Eugene—, no lo ha tenido para pensárselo mejor… o de manera diferente, si prefieres. No hay traza en él de que vaya a echarse atrás; y si no recuerdo mal este lugar, debemos de estar cerca de la esquina donde nos apeamos aquella noche.
De hecho, unos cuantos giros bruscos los llevaron al lugar de la orilla del río donde habían resbalado por entre las piedras, solo que ahora ya no resbalaron; el viento les acometía de soslayo y a ráfagas, por encima de la marea y de los meandros del río, de una manera furiosa. Con ese hábito de ponerse al abrigo de cualquier refugio que tienen los ribereños, el que en ese momento guiaba a los dos amigos los condujo al lado de sotavento de los Seis Alegres Mozos antes de hablarles.
—Mire esas cortinas rojas, abogado Lightwood. Es los Mozos, el establecimiento que le dije seguiría en su sitio. ¿Me dirá que no sigue en su sitio?
Lightwood, sin mostrarse demasiado impresionado por esa extraordinaria confirmación de la declaración del informador, preguntó qué habían ido a hacer allí.
—Deseaba que viera los Mozos por usted mismo, abogado Lightwood, para que pudiera juzgar si soy un mentiroso; y ahora voy a echar un vistazo a la ventana del Jefe, y así sabremos si está en casa.
Y dicho esto, desapareció.
—Supongo que volverá, ¿no? —farfulló Lightwood.
—Sí, y llegará hasta el final —farfulló Eugene.
Regresó tras un intervalo realmente breve.
—El Jefe no está, y su lancha tampoco. Su hija está en casa, sentada y mirando el fuego. Pero hay algo de cena al fuego, de manera que espera que vuelva el Jefe. Puedo averiguar fácilmente qué se trae ahora entre manos.
Entonces les hizo señas y volvió a guiarles, y llegaron a la comisaría, aún tan limpia, fría y tranquila como siempre, a excepción de la llama del farol —la cual, al no ser más que una llama de farol, solo estaba adscrita al Cuerpo como algo externo—, que parpadeaba en el viento.
En su interior, el inspector seguía con sus estudios de siempre. Reconoció a esos amigos en cuanto aparecieron, aunque eso no le hizo alterar su compostura. Ni siquiera el hecho de que Riderhood les guiara lo alteró, y apenas, al mojar la pluma en la tinta, afianzó la barbilla en el tronco y le planteó la siguiente pregunta a ese personaje, sin mirarlo:
—¿Qué tripa se te ha roto ahora?
Mortimer Lightwood le preguntó si tendría la amabilidad de echarle un vistazo a esas notas, y le entregó lo escrito por Eugene.
Tras leer las primeras líneas, el inspector exhibió lo que (para él) era una emoción extraordinaria y dijo:
—¿Alguno de ustedes, caballeros, tiene un pellizco de rapé que ofrecerme?
Al ver que no era así, pasó sin él y siguió leyendo.
—¿Le han leído lo que pone aquí? —le preguntó al hombre honesto.
—No —dijo Riderhood.
—Entonces es mejor que se lo lean.
Y se lo leyó en voz alta, de manera oficial.
—Y ahora, ¿son correctas estas notas en relación a la información que viene a traer y a las pruebas que quiere aportar? —preguntó al acabar de leer.
—Lo son. Son veraces —replicó el señor Riderhood—, al igual que yo. No puedo decir más que lo que hay escrito.
—Yo mismo prenderé a ese hombre —le dijo el inspector a Lightwood. Y a Riderhood le dijo—: ¿Está en casa ese hombre? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Sin duda, te has ocupado de saberlo todo de él.
Riderhood dijo que lo sabía, y prometió averiguar en unos minutos lo que no sabía.
—Espera —dijo el inspector—, no hasta que yo te lo diga. No ha de parecer que vamos por un asunto oficial. ¿Pondrían ustedes alguna objeción, caballeros, en fingir que toman un vaso de lo que quieran conmigo en los Mozos? Es un local bien regentado, y la patrona es una mujer de lo más respetable.
Contestaron que les alegraría que la simulación se hiciese realidad, lo que, en lo esencial, parecía ser una de las cosas que había querido decir el inspector.
—Muy bien —dijo este, cogiendo su sombrero del colgador y metiéndose en el bolsillo unas esposas, como si fueran sus guantes—. ¡Reserva! —Reserva saludó—. ¿Sabe dónde encontrarme? —Reserva volvió a saludar—. Riderhood, cuando sepa algo de su vuelta a casa, acérquese a la ventana del Reservado, dé dos golpecitos y espéreme fuera. Y ahora, caballeros.
Mientras los tres salían, y Riderhood se escabullía hacia su destino debajo del farol, Lightwood le preguntó al agente qué le parecía todo aquello.
El inspector replicó, sin entrar en detalles y con la debida reserva, que siempre había más probabilidades de que un hombre hubiera hecho algo malo que de que no. Que a él mismo en diversas ocasiones le había «dado en la nariz» que ese Jefe no era trigo limpio, pero que ese olor no se había materializado en un hecho criminal probado. Que, si aquella historia era cierta, solo era cierta en parte. Que los dos hombres, de muy mala reputación, habrían ido juntos y a medias «en aquello»; pero que ese tal Riderhood había «delatado» al otro para salvarse y cobrar el dinero.
—Y creo además —dijo para concluir el inspector— que, si todo le sale bien, tiene bastantes opciones de conseguirlo. Pero como eso de allí donde hay luz es los Mozos, caballeros, recomiendo que dejemos el tema. Limítense a hablar de los hornos de cal que hay por Northfleet, y de si parte de esa cal no acaba en malas compañías cuando la suben en las barcazas.
—¿Lo has oído, Eugene? —dijo Lightwood volviendo la cabeza—. Estás profundamente interesado en la cal.
—Sin la cal —replicó el impertérrito abogado—, en mi existencia no brillaría ni un rayo de esperanza.