Ojo avizor
En esta época nuestra, aunque no sea necesario precisar el año exacto, un bote de aspecto sucio y poco honorable, con dos figuras en él, flotaba sobre el Támesis, entre el Southwark Bridge, que es de hierro, y el London Bridge, que es de piedra, cuando una tarde de otoño tocaba a su fin.
Las figuras que se veían en el bote eran la de un hombre recio, de pelo desgreñado y entrecano y la cara bronceada por el sol, y la de una muchacha morena de diecinueve o veinte años, que se le parecía lo bastante como para poder identificarla como su hija. La chica remaba, manejando un par de espadillas con suma facilidad; el hombre, con las cuerdas del timón inertes en sus manos, y las manos abandonadas en la pretina, estaba ojo avizor. No llevaba red, ni anzuelo, ni sedal, y no podía ser un pescador; su bote no tenía cojín para pasajero, ni pintura, ni inscripción, ni más accesorio que un oxidado bichero y un rollo de cuerda, y él no podía ser un marinero; su bote era demasiado frágil y demasiado pequeño para dedicarse a labores de reparto, y no podía ser un transporte de mercancía ni de pasajeros; no había indicio de qué podía estar buscando, pero buscaba algo, pues su mirada era de lo más escrutadora. La marea, que había cambiado hacía una hora, ahora iba a la baja, y sus ojos observaban cada remolino y cada fuerte corriente de la amplia extensión de agua a medida que el bote avanzaba ligeramente de proa contra la marea, o le enfrentaba la popa, según él le indicara a su hija con un movimiento de cabeza. Ella observaba la cara del padre con tanta fijeza como él el río. Pero en la intensidad de la muchacha había una nota de temor u horror.
Era evidente que ese bote y las dos figuras que iban en él, más unidos al fondo del río que a la superficie en virtud del cieno y el lodo que lo recubría, y de lo empapados que estaban, hacían algo que tenían por costumbre, y que buscaban algo que buscaban a menudo. Aunque el hombre tenía un aspecto semisalvaje, sin nada que le cubriera el pelo enmarañado, con los brazos morenos y desnudos hasta la zona comprendida entre el codo y el hombro, con el nudo flojo de un pañuelo más flojo que le colgaba del cuello hasta el pecho desnudo en una maleza de barba y vello, con una vestimenta que parecía fabricada del mismo lodo que ensuciaba el bote, seguía habiendo en su mirada fija una utilidad comercial. Lo mismo ocurría con cada pequeña acción de la muchacha, cada pequeño giro de muñeca; quizá, sobre todo, con su mirada de temor u horror; todo aquello también tenía una utilidad.
—Manténlo alejado de corriente, Lizzie. Aquí la marea es fuerte. Aléjalo de la corriente para que no nos arrastre.
Confiándose a la habilidad de la muchacha y sin hacer uso del timón, escrutó la marea que surcaban con una atención absorta. De la misma manera la muchacha le escrutaba a él. Pero ocurrió en ese momento que un sesgo de luz del sol poniente dio en el fondo del bote, y, alcanzando una mancha oxidada que se parecía levemente al perfil de una forma humana cubierta por una tela, le dio un color como de sangre diluida. La chica lo vio, y se estremeció.
—¿Qué te ocurre? —dijo el hombre, de inmediato consciente de ello, aunque sin dejar de concentrarse en las aguas que surcaban—. No veo nada que flote.
La luz roja desapareció, el estremecimiento desapareció, y la mirada del hombre, que por un momento había regresado al bote, se alejó de nuevo de él. Cada vez que la fuerte marea topaba con un impedimento, su mirada se detenía allí un instante. Sus ojos relucientes lanzaban una mirada ávida a cada maroma y cadena de amarre, a cada bote o gabarra inmóviles que partieran la corriente en una amplia punta de flecha, a las corrientes secundarias procedentes de los embarcaderos del Southwark Bridge, a las paletas de los vapores cuando azotaban las aguas inmundas, a los troncos que flotaban amarrados a cierta distancia de algunos muelles. Más o menos una hora después de que oscureciera, de repente las cuerdas del timón se tensaron en su mano, y se encaminó directamente hacia la orilla de Surrey.
La muchacha, sin dejar de mirar nunca la cara del hombre, respondió al instante a la acción con los remos; enseguida el bote dio media vuelta, temblando como presa de una súbita sacudida, y la mitad superior del hombre se asomó del bote por la popa.
La chica se cubrió la cabeza y la cara con la capucha de la capa que llevaba, y, volviendo la vista hacia atrás de manera que los pliegues delanteros de la capucha apuntaran río abajo, mantuvo el bote en esa dirección, yendo a favor de la corriente. Hasta ese momento, el bote apenas se había desplazado, dando vueltas sobre la misma posición; pero ahora las orillas cambiaban rápidamente, y pasaban ante las sombras cada vez más tupidas y las luces que se iban encendiendo en el London Bridge, y a cada lado se veían hileras de embarcaciones amarradas.
Hasta ese momento la mitad superior del hombre no regresó al interior del bote. Tenía los brazos empapados y sucios, y se los limpió en el agua. En la mano derecha sostenía algo, que también lavó en el río. Era dinero. Lo hizo tintinear una vez, y lo sopló una vez, y escupió encima una vez —«Para dar suerte», dijo con voz ronca— antes de metérselo en el bolsillo.
—¡Lizzie!
La chica se volvió hacia él con un respingo y remó en silencio. Tenía la cara muy pálida. Él era un hombre de nariz ganchuda, y, entre los ojos brillantes y el pelo alborotado, guardaba cierta semejanza con un ave de presa que acabara de erizar las plumas.
—Quítate eso de la cara.
Lizzie se lo echó hacia atrás.
—¡Fíjate, y dame los remos! Yo los cogeré hasta que lleguemos.
—¡No, no, padre! ¡No! De verdad que no puedo. ¡Padre! ¡No puedo sentarme tan cerca de eso!
Él se movió para cambiar de sitio, pero la aterrada objeción de la muchacha lo frenó, y regresó a su lugar.
—¿Qué daño puede hacerte?
—Ninguno, ninguno, pero no puedo soportarlo.
—A fe mía que tú odias la sola visión del río.
—A mí… no me gusta, padre.
—¡Como si no te ganaras la vida con él! ¡Como si no fuera para ti el pan nuestro de cada día!
Con esas últimas palabras, la muchacha volvió a estremecerse, y por un momento dejó de remar, dando la impresión de que iba a marearse. Pero él no se dio cuenta, pues desde la proa se estaba fijando en algo que el bote llevaba a remolque.
—¿Cómo puedes ser tan desagradecida con tu mejor amigo, Lizzie? El mismísimo fuego que te calentaba cuando eras un bebé se recogía del río siguiendo a las gabarras que transportaban carbón. La mismísima cesta en la que dormías, la corriente la transportó a la orilla. Las mismísimas mecedoras que junté para fabricarte una cuna, las corté de un trozo de madera que el agua había arrastrado de algún barco.
Lizzie apartó la mano derecha del remo, se tocó el labio, y por un momento la tendió cariñosamente hacia él; a continuación, sin hablar, siguió remando, y justo en ese momento un bote de aspecto parecido, aunque en mucho mejor estado, salió de una zona oscura y se colocó lentamente a su lado.
—¿Has vuelto a tener suerte, Jefe? —dijo un hombre con una mirada bizca y torcida, que remaba e iba solo—. Por la estela de tu bote he sabido que habías vuelto a tener suerte.
—¡Ah! —replicó el otro de manera escueta—. Así que ya te han soltado, ¿no?
—Sí, amigo.
Sobre el río se derramaba ahora una luz de luna suave y amarilla, y el recién llegado, manteniendo la mitad de su bote a popa del otro, miró intensamente su estela.
—Y me digo —añadió—, nada más verte, ahí está el Jefe, y ha vuelto a tener suerte, ¡por san Jorge si no la ha tenido! Sigue remando, amigo. No temas. Yo no lo he tocado.
Eso fue en respuesta a un movimiento veloz e impaciente por parte del Jefe; y, al mismo tiempo, el que hablaba sacó el remo de su posición, colocando la mano sobre la regala del bote del Jefe y sujetándolo.
—¡Por lo que puedo ver, Jefe, a este tipo lo han zurrado hasta decir basta! Lo han sacudido bastantes mareas, ¿no te parece, amigo? ¡Ya ves qué mala suerte tengo! Debió de pasarme de largo la última vez que subió a la superficie, pues estuve rastreando por aquí, debajo del puente. Casi me parece que eres como los buitres, amigo, que los hueles.
Hablaba en voz baja, y lanzándole más de una mirada a Lizzie, que se había vuelto a poner la capucha. Entonces los dos hombres observaron con un extraño e impío interés la estela del bote del Jefe.
—Entre los dos es pan comido. ¿Quieres que lo suba a bordo, amigo?
—No —dijo el otro.
Lo dijo en un tono tan hosco que el hombre, después de mirarlo sin expresión, lo reflejó con la réplica siguiente:
—¿No habrás comido nada que te haya sentado mal, verdad, amigo?
—La verdad es que sí —dijo el Jefe—. He estado tragando demasiado esa palabra que dices, «amigo». No soy amigo tuyo.
—¿Desde cuándo no eres amigo mío, señor don Jefe Hexam?
—Desde que te acusaron de robar a un hombre. ¡Desde que te acusaron de robar a un hombre que estaba vivo! —dijo el Jefe, con gran indignación.
—¿Y si me hubieran acusado de robarle a un muerto, Jefe?
—Eso NO es posible.
—¿Que no es posible, Jefe?
—No. ¿De qué le sirve a un muerto el dinero? ¿Es posible que un muerto tenga dinero? ¿A qué mundo pertenece un muerto? Al otro mundo. ¿A qué mundo pertenece el dinero? A este mundo. ¿Cómo puede tener dinero un cadáver? ¿Puede un cadáver poseerlo, quererlo, gastarlo, reclamarlo, echarlo de menos? No intentes confundir de esta manera lo que está bien y lo que está mal. Pero el que le roba a un vivo tiene un espíritu miserable.
—Yo te diré lo que…
—No, tú no me dirás nada. Yo te diré lo que es. Te condenaron poco tiempo por meterle la mano en el bolsillo a un marinero, a un marinero vivo. Aprovecha y considérate afortunado, pero no te creas que después de eso me vas a venir a mí con eso de «amigo». En el pasado trabajamos juntos, pero ni ahora, ni en el futuro, volveremos a trabajar juntos. Lárgate. ¡Suelta amarras!
—¡Jefe! No te creas que te vas a librar así de mí.
—Si no me libro de ti así, lo intentaré de otra manera, te daré en los dedos con el travesaño, o te sacudiré la cabeza con el bichero. ¡Suelta amarras! Rema, Lizzie. A casa, ya que no le dejas remar a tu padre.
Lizzie se puso a remar a toda prisa, y el otro bote quedó atrás. El padre de Lizzie, acomodándose a la actitud de quien ha postulado una ética elevada y asumido una posición irrebatible, encendió lentamente una pipa, y fumó, y le echó una mirada a lo que llevaba a remolque. Lo que llevaba a remolque embestía contra el bote de mala manera cada vez que este se detenía, y a veces parecía intentar soltarse, aunque lo más habitual era que lo siguiera de manera sumisa. Un neófito podría haber fantaseado que las olas que pasaban por encima del bulto eran, de un modo espantoso, como leves cambios de expresión en una cara sin vida; pero el Jefe no era un neófito, y no tenía fantasías.