Bertrand Russell nació en 1872 en el seno de una de las más distinguidas familias aristocráticas de Inglaterra. La época victoriana estaba entonces en su punto más alto, cuando el Imperio británico se acercaba a su apogeo. La hipocresía estaba a la orden del día en medio de una extendida represión social y psicológica. No obstante, los padres de Russell mantenían puntos de vista liberales e ilustrados; su padre perdió su escaño en el Parlamento por sumarse a la causa del control de la natalidad.
La infancia del joven Bertrand estuvo ensombrecida por la muerte. Sus padres y su hermana murieron cuando tenía cinco años. Los padres habían dejado instrucciones para que sus dos hijos quedaran bajo la custodia de un amigo suyo ateo, pero esto fue impugnado en los tribunales por el poderoso abuelo de Bertrand, Lord Russell, que había sido dos veces primer ministro. Los tribunales anularon el testamento de los padres, de modo que Bertrand y su hermano mayor fueron a vivir con Lord y Lady Russell en su mansión de Pembroke Lodge, en Richmond Park, a las afueras de Londres. La propia reina Victoria escribió a Lady Russell para felicitarla, y añadió: «Confío en que vuestros nietos crezcan para colmar todos vuestros anhelos». (Mucho años después, Bertrand Russell comentaría burlón que ese deseo «le fue negado»). Lord Russell falleció antes de cumplirse un año. El pequeño Bertrand esperaba con pavor en su cama el momento en que moriría también Lady Russell, algo que suponía de modo infantil que había de suceder pronto. Se concentró mentalmente en sus amados padres, en una imagen luminosa y evanescente de certidumbre y dulzura.
La vida en Pembroke Lodge transcurría de manera muy diferente. Lady Russell era una puritana voluntariosa, aunque paradójicamente conservaba las opiniones políticas liberales de su esposo. Su «niño ángel», como llamaba a Bertrand, fue criado en un régimen de baños fríos antes del desayuno y bajo una moral estrecha. Asuntos tales como el sexo o el comercio, sencillamente, no se mencionaban. Lady Russell había decidido que su ángel no se contaminaría por el contacto con otros niños. Fue educado en casa por tutores, por las lecciones ocasionales de su afable hermano Frank, siete años mayor que él, y de quien evidentemente se pensaba que era un caso perdido, puesto que fue enviado a la escuela.
Frank fue quien introdujo a Bertrand en un mundo que habría de transformar su vida. Russell ha descrito cómo empezó a estudiar geometría a los once años instruido por su hermano. Comenzaron por abrirse camino a través de los Elementos de Euclides; en las reveladoras palabras de Russell: «No había imaginado que pudiera existir algo tan delicioso en el mundo». Ante la sorpresa de Frank, Russell no encontró ningún problema de comprensión incluso cuando llegaron a la difícil quinta proposición de Euclides. De nuevo en palabras del propio Russell, «ésa fue la primera vez que pensé que podría tener alguna inteligencia». En su aislamiento no había tenido nadie con quien compararse. Para el adolescente Bertrand esto fue algo más que el fascinante descubrimiento de una maravilla no imaginada antes. La manera como Russell se enfrentó a la matemática fue característicamente original desde el principio. Frank le explicó que Euclides fundó toda la geometría mediante pruebas, de modo que los teoremas resultaban del todo ciertos e incontestables; pero a Bertrand le decepcionó descubrir que Euclides hubiera basado en realidad la geometría en una serie de axiomas fundamentales. ¿Qué de las pruebas de éstos? Frank replicó que no había. Bertrand se negó tercamente a continuar hasta que Frank le presentara algunas. Éste le explicó que simplemente tenía que aceptar los axiomas, que de otro modo no podrían seguir adelante. Como Bertrand se moría por aprender más de la maravillosa geometría, aceptó a regañadientes. Su amor por la belleza formal y la certeza de la matemática, así como su ferviente deseo de que ésta se basara en un fundamento firme de verdad incuestionable, mantuvieron vivo a Bertrand durante los treinta años siguientes.
Esto no es una exageración caprichosa. La vida de Russell en Pembroke Lodge fue solitaria hasta extremos malsanos, y sus sentimientos acerca de los seres humanos fueron casi enteramente sublimados. Él mismo cuenta cómo iba a menudo al jardín a contemplar, por encima de Richmond Park, la lejana vista del valle del Támesis. Allí se quedaba, fija su mirada ante la puesta de sol, pensando en suicidarse. La única cosa que le impidió quitarse la vida fue su deseo de descubrir más acerca de la «deliciosa» belleza abstracta de las matemáticas. Cuenta que estaba buscando «algo más allá de lo que el mundo contiene, algo transfigurado e infinito […] es como un amor apasionado por un fantasma […] Siempre he deseado encontrar alguna justificación a las emociones que inspiran ciertas cosas que parecen quedar fuera de la vida humana y provocan sentimientos de reverencia».
Parecería que la psicología que estas palabras expresan es transparente, pero el deseo inconsciente de Russell de reunirse con sus padres no explica del todo su interés apasionado por las matemáticas. Desde sus más tempranos años demostró poseer una claridad excepcional de pensamiento, idealmente adecuada para las matemáticas. No obstante, esta claridad enmascaraba a menudo complejidades casi impenetrables, y no sólo en matemáticas. Russell sintió siempre la necesidad de dar expresión clara y franca a sus pensamientos, pero las cosas fueron rara vez tan diáfanas como él deseaba. Sus solitarias elucubraciones le llevaron pronto a rechazar toda noción confusa de Dios, especialmente del Dios personal tan querido por su abuela. A lo largo de toda su vida, Russell profesó, con una claridad racional y persuasiva, su creencia atea —su «vana búsqueda de Dios»—, a la vez que conservaba una actitud hacia las matemáticas que expresaba en términos de religiosidad mística. Creyó en el abstracto mundo de las matemáticas y se sintió impulsado a buscar en él la certeza que se había desvanecido en su vida durante su temprana infancia.
A la edad de dieciséis años fue enviado a un colegio de Londres donde estuvo interno durante casi dos años. Los alumnos —decididamente toscos e ignorantes, a juicio de Russell se preparaban sobre todo para los exámenes de ingreso en el ejército. Por desgracia, esta certera valoración de la mayoría de los futuros oficiales había de colorear la opinión que tuvo Russell de la humanidad hasta el final de sus días. A pesar de su preocupación, muy a menudo proclamada, por los apuros que padecían sus semejantes, a Russell le fue siempre difícil esconder una cierta reserva aristocrática, que se intensificaría hasta el desdén cuando hubo de enfrentarse a quienes eligieron dedicar sus vidas a tareas menos nobles, tales como militares, políticos y autoridades de todo tipo.
En 1890, a los dieciséis años, Russell obtuvo una beca para el Trinity College de Cambridge, donde había estudiado y enseñado Isaac Newton. Durante los primeros tres años, Russell se dedicó a la matemática, con el resultado de una amarga desilusión. La matemática británica había languidecido en su mayor parte durante los ciento cincuenta años transcurridos desde Newton, y en ningún sitio era esto más evidente que en su alma mater. Los famosos exámenes denominados wranglers, diseñados para descubrir a los mejores matemáticos de Cambridge, exigían poco más que un formidable aprendizaje maquinal y, cada vez más, ingeniosos trucos memorísticos —la negación de la abstracta belleza que tanto había ilusionado a Russell—, de modo que en su cuarto curso se dirigió disgustado hacia la filosofía.
Allí descubrió el mundo abstracto del final de todos los mundos abstractos, en la forma del sistema metafísico omnicomprensivo ideado por Hegel, el filósofo alemán de principios del siglo XIX. En Cambridge enseñaba J. M. E. McTaggart una variante moderna del Idealismo Absoluto de Hegel, según el cual tanto el tiempo como la materia son irreales. Sólo el Espíritu Absoluto, que abarca todo dentro de sí, tiene realidad. Esta realidad última es un todo cuyas partes están interrelacionadas. Russell lo asemejaría a una gelatina, en la que, si tocabas una parte, todo se estremecía, pero que, a diferencia de la gelatina, no podía cortarse en partes separadas. Según McTaggart, aunque esta realidad última existía en un mundo ideal más allá de la realidad que experimentamos, era posible deducir su naturaleza. Esto podía hacerse partiendo de ciertas verdades evidentes por sí mismas y de precisamente dos premisas empíricas, a saber, que algo existe, y que ese algo tiene partes. Es evidente que este Idealismo Absoluto no sólo se asemejaba misteriosamente al mundo de las matemáticas, sino que iba más allá y abarcaba dentro de sí lo meramente matemático dentro de un esquema más amplio de las cosas, en una filosofía global. Russell quedó extasiado. He ahí una filosofía que colmaba sus dos necesidades gemelas, la de la certeza de la geometría y la de lo místicamente sublime.
Russell descubrió también que tenía necesidades puramente humanas. Antes de ir a Cambridge había conocido a una cuáquera norteamericana, llamada Alys Pearsall Smith, de quien se había enamorado. Él sólo tenía diecisiete años, y ella veintidós, una diferencia de edad de cinco años que representaba una enorme brecha en sus desarrollos. Russell no declaró su amor de becerro, dejándolo madurar en secreto. Alys tenía opiniones sociales avanzadas, pero era una persona de religiosidad estricta que dedicaba parte de su tiempo a dar discursos en reuniones destinadas a promover la templanza. Russell no desveló sus sentimientos hasta pasados cuatro años, para descubrir, agradablemente sorprendido, que eran correspondidos. En una época de emociones reprimidas, cuando eran pocos los que tenían alguna experiencia en el manejo de sus sentimientos, hasta el amor platónico podía convertirse rápidamente en una pasión extrema. Al cabo de pocos meses, Bertie y Alys pensaron en casarse. La reacción de Lady Russell era fácil de predecir. Escandalizada ante esa norteamericana buscadora de oro, hizo todo lo que estuvo en su mano para poner fin al idilio. Bertie se mantuvo firme —en medio de lágrimas, insolencias, acusaciones de ingratitud y amenazas— en su promesa de casarse con Alys tan pronto cumpliera él los veintiún años. Entonces sería legalmente libre de tomar sus propias decisiones y heredaría además bienes suficientes para mantenerse los dos. Se casaron en 1894.
Russell se graduó con las calificaciones más altas en ciencia moral (filosofía) y fue elegido fellow del Trinity College. Este nombramiento no implicaba más deberes que el de investigar. El señor y la señora Russell emprendieron un viaje por Europa, y fijaron por un periodo largo de tiempo su residencia en Alemania. Allí se interesó Russell por la política, e incluso llegó a escribir un libro titulado La socialdemocracia alemana, que sería su primera obra publicada.
Al regresar finalmente a Cambridge, Russell fue presentado a G. E. Moore, considerado como la nueva joven estrella intelectual de la universidad. La actitud de Moore respecto de la filosofía era obstinadamente recia. Rechazaba el idealismo de McTaggart sobre la base de que simplemente desafiaba el sentido común. Moore persistía en su fe en el mundo físico de los sentidos. El pensamiento de Russell había experimentado un cambio, de tal modo que estableció pronto una buena relación con Moore. Russell se dio cuenta de que el mundo hegeliano del Idealismo Absoluto no guarda ninguna relación con las realidades de la experiencia física. La ciencia y la realidad material no podían sencillamente ser pasadas por alto, y Russell se descubrió a sí mismo adoptando una visión materialista y empirista del mundo. Lo real es la experiencia, y lo que experimentamos es el mundo material. Pero no fue capaz de abandonar su mística fe en las matemáticas. «Los más grandes filósofos han sentido tanto la necesidad de la ciencia como la del misticismo». El anhelo por reconciliar esta aparente disparidad ha hecho de la filosofía «un afán más grande que la ciencia y la religión». Russell intentó ahora hacer justamente eso al embarcarse en una investigación sobre los principios de las matemáticas. Su pensamiento había cerrado el círculo. A los veintiséis años se dispuso a atacar la cuestión suscitada por el muchacho de once años en su primer encuentro con Euclides. ¿Cómo descubrir los principios últimos sobre los que se basan las matemáticas? Como Russell dijo entonces: «Aunque el trabajo es casi por completo matemático, su interés es casi enteramente filosófico». Su búsqueda era de la certeza última.
Euclides empezó por los axiomas, que eran la base de la geometría. ¿Pero cuál era la base de estos axiomas? No fueron tomados al azar, con seguridad tenían que obedecer a algo. Russell pensó que este algo último sólo podía ser la lógica. Los axiomas básicos de la geometría, así como los conceptos fundamentales de las matemáticas en su conjunto tenían que ser lógicos. ¿Cuál era, por tanto, la base lógica de la que se derivaban las matemáticas?
Russell asistió en julio de 1900 al Congreso Internacional de Filosofía celebrado en París. Allí conoció al lógico y matemático italiano Giuseppe Peana, que llevaba varios años trabajando en los fundamentos de los números. El objetivo de Peana era ir más allá de la idea de número como simple intuición, y establecer en su lugar un método lógico sobre el cual fundar el concepto, y a partir del cual pudieran generarse los números. En el curso de su investigación desarrolló una serie de símbolos lógicos fundamentales que le permitían analizar conceptos y proposiciones hasta sus últimas partes constitutivas. Por ejemplo, introdujo símbolos separados para «Una clase de un solo miembro» y «el miembro de esa clase». Esta sutileza hizo posible superar la anterior confusión lógica entre los conceptos «es un miembro de», «está contenido en», y «es igual a». Russell quedó profundamente impresionado; nunca antes había visto un rigor lógico tan preciso. Había tropezado con dificultades muy grandes en sus intentos por desentrañar los principios básicos de las matemáticas, pero ahora: «Mis sensaciones se parecían a las que uno tiene después de escalar una montaña en la niebla; cuando ésta, al llegar a la cumbre, de pronto desaparece y el paisaje se hace visible cuarenta millas a la redonda».
Russell había visto antes el mundo como un tazón de gelatina; ahora se le antojaba un balde de perdigones. El todo había dejado paso a una miríada de partes discretas. Ahora se hacía necesario aplicar el análisis —que deriva de la palabra griega para desenmarañar—, en lugar de hacer la síntesis. El balde de perdigones consistía en partes separadas, cada una en contacto solamente con las de su alrededor. Toda comprensión de este nuevo universo discreto requería un análisis de las relaciones existentes entre las diferentes partes.
El énfasis caía ahora en la naturaleza atómica del universo, que podía someterse al análisis lógico. Russell no se estaba refiriendo con esto tanto a los átomos físicos como a la antigua idea griega que dio origen a la noción de átomo. Según Demócrito el filósofo del siglo V a. C., si se divide progresivamente la materia, se tiene que llegar finalmente a algo indivisible, a algo que no se puede cortar —en griego a-tomos—, de aquí la palabra átomo. Demócrito no llegó a esta idea a través de la experimentación, sino mediante el puro razonamiento lógico. Éste era también el objetivo de Russell ahora. Deseaba llegar a los átomos indivisibles de la lógica sobre los que se basaba la matemática. En un principio había llegado a los conceptos básicos de «número», «orden», y «el todo y la parte». Pero Peana le había indicado cómo ir más allá de la intuición inmediata del número al demostrar que podía ser generado a partir de ciertos postulados aún más fundamentales:
O es un número.
El sucesor de todo número es un número.
No hay dos números con el mismo sucesor.
O no es sucesor de ningún número.
Russell no se sintió enteramente convencido por esta lógica, pero admitió enseguida que este método era la clave. En lugar de su concepto previo de «el todo y la parte» decidió usar la idea de «clase» (como en «la clase de todas las manzanas», «la clase de todos los problemas no resueltos», etc.). La clase es una distinción lógica: se basa en la ley fundamental lógica de la identidad. Una cosa no puede ser a la vez ella misma y otra. (El mundo se divide en «manzanas» y «cosas que no son manzanas»). Russell pudo mostrar que la noción de clase es previa a la de número. Por ejemplo, podemos concebir la clase de las manzanas sin coleccionar todas las manzanas y colocarlas juntas. Aun sin contar el número de manzanas en esta clase podemos decir algunas cosas muy definidas. Por ejemplo: Esta clase no incluye ninguna pera; todos sus miembros son frutas; etc. De aquí se deduce que la noción de clase es previa a la de número. Con otras palabras, la noción lógica de clase es más fundamental que la de número.
Russell procedió entonces a emplear la noción de clase a fin de generar el concepto de número y, después, de todos los números particulares. Una versión simplificada del método de Russell es como sigue:
— La clase de todos los objetos que no son idénticos a sí mismos tiene 0 miembros.
— Pero todas las clases vacías tienen los mismos miembros. Son iguales entre sí; de hecho son idénticas. Son la misma clase.
— Hay sólo una clase vacía. De este modo, hemos generado la noción de 1 a partir del 0.
— La clase de las clases vacías contiene por tanto un miembro, de tal modo que la clase de las clases vacías y su miembro hacen 2. Y la clase de la clase de las clases vacías y su miembro nos permiten generar el número 3, y así sucesivamente.
— Todo el conjunto de las matemáticas podría generarse a partir de la noción lógica de clase, que a su vez se deriva de la noción lógica fundamental de identidad.
Russell estableció con ese método dos puntos vitales. Mostró que las verdades de las matemáticas podían traducirse en verdades de la lógica, y que las matemáticas no tenían en realidad una materia de estudio propia, tal como, los números. Todas las verdades matemáticas eran reducibles en última instancia a la forma lógica, lo que significaba que podían ser proba das mediante la lógica. (El deseo del muchacho de once años se había cumplido: ¡incluso los axiomas de la geometría podían ser probados!)
Russell publicó en 1903 Los principios de la matemática. Esta obra hizo de él un pensador filosófico importante, especialmente en Europa, donde este tópico se había convertido en tema de intensa especulación. Al empezar el nuevo siglo, la filosofía se fue alejando de las grandiosas especulaciones de la metafísica, ejemplificadas por Hegel, y había empezado a centrarse en problemas más precisos del conocimiento humano. ¿En qué se basa el conocimiento, y cómo podemos saber si es cierto? El primer paso consistió en hacer la pregunta al conocimiento más cierto e infalible, esto es, las matemáticas. Y la respuesta parecía radicar en el análisis lógico. Se estuvo en general de acuerdo en que Russell no había respondido enteramente a la pregunta; quedaba todavía el problema de formas menos rígidas de conocimiento, como la ciencia. Pero los pensadores estimaron que Russell había dado un paso importante hacia la solución de uno de los problemas que habían inquietado a los filósofos desde la época de los antiguos griegos.
Dado que el tema de Russell era esencialmente filosófico, Los principios de la matemática fueron escritos en un inglés claro (o tan cerca de esta entidad mítica como son capaces de llegar los filósofos). Pero, como había mostrado Peana, el lenguaje a menudo difumina cruciales distinciones lógicas. Russel se dispuso entonces a escribir un segundo volumen que expondría sus argumentos en la forma más precisa de los símbolos lógicos, evitando así posibles malas interpretaciones. Las inmensas dificultades que suscitaba el proyecto le condujeron a colaborar con el matemático de Cambridge, Alfred North Whitehead, que había sido profesor de Russell en sus estudios de licenciatura. Whitehead era el único matemático de Cambridge por el que Russell sentía admiración; además tenía profundos conocimientos de filosofía y de lógica. Sería ésta una asociación entre iguales. Juntos emprendieron la tarea de desarrollar una lógica simbólica que extendiera los conceptos originales de Peano. Éste fue el comienzo de Principia Mathematica, en una colaboración que habría de llevarles no menos de diez años. En palabras de Russell, pondrían de manifiesto que «la lógica es la juventud de las matemáticas, y las matemáticas la plenitud de la lógica». Comenzarían con un mínimo irreducible de conceptos lógicos representados de forma simbólica clara. Avanzarían entonces, paso a paso, para demostrar que el conjunto de la lógica primero, y de la matemática después, pueden derivarse a partir de sólo estos conceptos básicos. Sería un proyecto inmenso que a menudo requeriría un ingenio endiablado y muchos centenares de hojas llenas de símbolos lógicos. Pero valdría la pena. Lo que quedaría establecido sería absoluto e irrefutable. El rango del conocimiento humano sería transformado para siempre. Supondría el mayor adelanto desde el descubrimiento inicial de la lógica por Aristóteles más de dos mil años atrás.
El desastre golpeó a los tres años de comenzado el proyecto. Russell descubrió un error que afectaba al corazón de su argumentación lógica. Se trataba de una parado ja que parecía hacer entrar en contradicción consigo misma a la propia noción de clase. Se conoce hoy en día como la parado ja de Russell.
Imaginemos una biblioteca que junto a los estantes de libros incluye también dos catálogos. El primero consiste en una lista de todos los libros que se refieren a sí mismos; por ejemplo, «como se mencionó antes en el Capítulo 2.» El segundo catálogo contiene una lista de todos los libros de la biblioteca que no se refieren a sí mismos. ¿En qué catálogo se lista el segundo catálogo? Si en el segundo, se convierte inmediatamente en un libro que se refiere a sí mismo. Pero no puede listarse en el primer catálogo porque no se refiere a sí mismo. La paradoja parece insoluble.
Pero, ¿qué tiene esto que ver con las clases? Como lo expresa Russell, el argumento reza como sigue: En lugar de dos catálogos tenemos dos clases. Primero está la clase de todas las clases que son miembro de sí mismas. Por ejemplo, la clase de todas las clases es un miembro de sí misma, puesto que ella misma es una clase. Segundo, tenemos la clase de todas las clases que no son miembro de sí mismas. Entre éstas está la clase de todos los números, que en sí misma no es un número. Ahora bien, ¿es la clase de todas las clases que no son miembro de sí mismas un miembro de ella misma? Si lo es, no lo es. Si no lo es, lo es. La misma parado ja que la que se sigue de los catálogos de la biblioteca.
Esto podría parecer trivial, y así le pareció en un principio a Russell. Pero el problema es que destruye toda la noción de clase en cuanto que entidad lógica. Y era de las clases de donde se generaban los números. Sin el concepto de clase resultaba imposible progresar desde la lógica a las matemáticas de una manera lógicamente irrefutable. Después de todo, no era posible reducir las matemáticas a lógica. No eran lógicamente necesarias, sino contingentes. Es posible que los procedimientos dentro de sí misma sean rígidamente lógicos, pero, en última instancia y en cuanto sistema, se basaban en axiomas que no tenían justificación lógica. En un cierto sentido, los axiomas eran arbitrarios y no había ninguna razón para ellos. Había que aceptar estos axiomas sin otra justificación, como le había enseñado Euclides al chico de once años su hermano mayor.
Cuanto más se concentraba Russell en la paradoja, más insuperable le parecía. Escribió sobre su descubrimiento al gran matemático y lógico alemán Gottlob Frege, que se había ocupado durante muchos años de un proyecto semejante. Frege quedó anonadado, le parecía que su vida entera se hacía pedazos. En su respuesta a Russell exclamó: «La aritmética está acabada». Russell siguió en la lucha: «Todas las mañanas me sentaba delante de una hoja en blanco. Durante todo el día, con un breve intervalo para comer, permanecía con la mirada fija sobre la hoja de papel, que a menudo seguía vacía al llegar la noche». Russell escribió al gran matemático francés Henri Poincaré, quien respondió que la Paradoja de Russell era poco más que una versión de la antigua parado ja griega expuesta por Epiménides el Cretense al declarar: «Todos los cretenses son embusteros». Russell escribió en un trozo de papel: «“Todos los cretenses son embusteros”, dijo el cretense». Y la contempló fijamente durante días y días. Una de las más agudas mentes filosóficas de Europa, en la plenitud de sus facultades, quedó limitado a ponderar lo que parecía no ser más que un acertijo de una reunión de amigos. Su inteligencia permaneció en un estado de frustración día tras día. Y por si esto fuera poco: «Tomé la costumbre de deambular por el campo todas las noches, desde las once hasta la una, y así conocí los tres sonidos distintos producidos por los chotacabras. (La mayoría de las personas sólo conocen uno). Estaba intentando con todas mis fuerzas resolver las contradicciones mencionadas antes».
Russell encontró finalmente en 1906 una respuesta con su Teoría de Tipos, en la que distingue una jerarquía ascendente de clases, o tipos de clases. Hay una clase de gatos y una clase más elevada de animales. Lo que era verdad para un tipo de clase no era necesariamente así para el tipo superior. Lo que es verdad para clases de individuos (e.g., gatos) no siempre es cierto de las clases de clases (e.g., animales). Una clase puede ser miembro de ella misma (e.g., la clase de todas las clases), pero no puede referirse a sí misma. Las clases que se refieren a sí mismas no significan nada. Por ejemplo, hablar de «la clase de todos los gatos que son felinos» no tiene sentido. Esto se hace más evidente si se habla de «la clase de todos los gatos que no son felinos». Como dice Russell: «Todo lo que abarca el conjunto de un colectivo no puede ser un miembro de éste». Esto quiere decir que ni la «clase de todas las clases que son miembros de ellas mismas», ni la «clase de todas las clases que no son miembros de ellas mismas» pueden incluir ellas mismas. ¡La paradoja estaba resuelta!
Russell no cabía en sí de contento y declaró: «Después de esto sólo quedaba escribir el libro». Aun así, acabar Principia mathematica no era una empresa fácil. Whitehead no podía ayudar más a Russell debido a sus obligaciones de docente en Cambridge. A fin de completar la tarea, Russell estuvo trabajando de diez a doce horas diarias durante los ocho meses siguientes. Cuando estuvo finalmente terminado, Principia mathematica consistió en tres volúmenes de más de cuatro mil páginas de rigurosa lógica simbólica meticulosamente articulada. Cada paso tuvo que ser defendido desde los fundamentos, hasta tal extremo que la proposición «1+ 1= 2» no aparece sino ¡mediado el volumen segundo!
No es de extrañar que Russell declarara más tarde: «Mi intelecto no se recuperó del todo de este esfuerzo». Russell terminó Principia mathematica hacia 1909, pero la publicación de los tres volúmenes prosiguió durante los tres años siguientes. No era de esperar que semejante obra fuera un éxito de ventas, pero resultó ser formidablemente abstrusa incluso para filósofos y matemáticos. Russell dijo después que sólo había conocido a seis personas capaces de leer los tres volúmenes. No obstante, Principia mathematica marcó «una época en la historia del pensamiento especulativo». Con el tiempo había de ejercer una profunda influencia en la investigación matemática, científica y filosófica en toda Europa.
La Teoría de los Tipos de Russell allanó el camino para el positivismo lógico, la filosofía europea predominante en los años veinte y treinta del siglo XX. Su descubrimiento de que una proposición puede ser correcta sintáctica y lógicamente y, al mismo tiempo, no tener sentido, resultó ser seminal para el pensamiento positivista lógico. Para los positivistas lógicos, el significado de una proposición consiste en el método de su verificación. Esto les condujo a distinguir entre tres tipos de proposiciones.
Estiman que las proposiciones matemáticas y lógicas son tautológicas, esto es, una parte de la proposición es en última instancia la explicación de la otra parte. (Por ejemplo: 2 + 2 = 4, o incluso xn+ yn = zn).
El segundo tipo de proposición puede ser verificado por la experiencia. Esto incluye asertos tales como «Hoy es jueves». Incluye también todas las declaraciones científicas; por ejemplo, «El agua hierve a cien grados centígrados». Semejantes declaraciones pueden ser verificadas.
El tercer tipo se refiere a afirmaciones metafísicas tales como «Dios existe» o «El universo tiene una finalidad».
Puesto que son inverificables no tiene sentido hablar de ellas. Las proposiciones de este tipo son sinsentidos.
Esto conducía a dos dificultades. Todas las proposiciones éticas e históricas caen dentro de la tercera categoría. En lenguaje estricto, proposiciones tales como «Está mal comer personas» y «Colón cruzó el Atlántico en 1492» son inverificables. Una tercera objeción resultó aún más dañina. El aserto «el significado de una proposición es su método de verificación» cae también dentro de esta categoría. Esta paradoja, a diferencia de la de Russell, se negó a desaparecer.
Pero tampoco la Paradoja de Russell fue definitivamente desterrada. Pronto se descubrió que no todas las clases que se refieren a sí mismas son disparates o sinsentidos. En realidad, varias categorías bien establecidas de las matemáticas se fundan en clases que se refieren a sí mismas, de modo que éstas no podían ser desechadas. Por otra parte, no parecía haber manera lógica de distinguirlas de las clases sin sentido. El intento de probar que la matemática es lógica estaba conduciendo a aguas todavía más turbias. Esta última evolución parecía sugerir que la propia matemática contenía paradojas que iban más allá del alcance de la lógica, y esto era, naturalmente, del todo inaceptable. Sin embargo, todos los intentos por probar lo contrario se quedaron en nada. Esta situación no se resolvió por fin sino en 1931, cuando, para horror de todos los interesados en la materia, un austriaco de veinticinco años, Kurt Gödel, consiguió, poner de manifiesto que las matemáticas sí contienen una paradoja. Gödel presentó una prueba que demostraba esto de una vez por todas. Según la prueba de Gödel, todo sistema complejo, tal como las matemáticas, que trate de fundarse sobre axiomas está condenado a contener proposiciones aparentemente verdaderas cuya verdad o falsedad no puede ser probada dentro de él. Se tiene que introducir siempre otro axioma de fuera del sistema a fin de probar la verdad o la falsedad de tales proposiciones. Pero tan pronto como se introduce el nuevo axioma que las hace demostrables se generan nuevas proposiciones cuya verdad o falsedad no puede ser probada. En otras palabras, todo intento de basar las matemáticas en un conjunto de axiomas fundamentales está condenado al fracaso. Las matemáticas son «incompletas» por su propia naturaleza. Esto situó a filósofos y a lógicos ante un dilema. Sin embargo, las matemáticas no se detuvieron, y los matemáticos persistieron alegremente en su ilógica tarea. La situación no se ha resuelto al día de hoy, y los matemáticos siguen creyendo en su disciplina a pesar de la condenatoria acusación de Gödel; adoptan el punto de vista, propio del sentido común: aunque quizá no haya razones (filosóficas) para creer en las matemáticas, insisten ilógicamente en creer en ellas porque funcionan. Los puentes construidos siguiendo las especificaciones matemáticas no se derrumban, los aviones no se caen del cielo, y hasta los cohetes consiguen llegar a Marte. En ocasiones la teoría puede tener buenas razones, pero la práctica las tiene mejores.
Los años empleados en escribir Principia mathematica culminaron en ocho meses de esfuerzo mental solitario y angustioso. Los años anteriores, sin embargo, no habían transcurrido sin incidentes, debido, sobre todo, a la inmadurez emocional de Russell. Algo comprensible, teniendo en cuenta la época y la educación recibida. Era capaz de opinar con ligereza acomodaticia cuando se trataba de las emociones de sus compañeros de universidad, pero cuando lo que estaba en juego eran sus propias emoéiones su actitud era fervorosa y voluntariosa. Las cuestiones emocionales eran sometidas a un escrutinio intelectual inflexible e improcedente. Russell fue un hombre de principios firmes y un filósofo (que no son siempre lo mismo). Si el razonamiento intelectual le llevaba a apercibirse de una verdad, creía que era preciso revelarla y, si era necesario, actuar en consecuencia. El ejemplo más notable ocurrió en 1903. «Iba de paseo en bicicleta una tarde cuando, de pronto, según marchaba por una pequeña carretera campestre, me di cuenta de que ya no amaba a Alys. Hasta ese momento no había tenido la menor idea de que mi amor por ella estaba disminuyendo». ¿Estaba la madurez emocional de Russell tan poco desarrollada que sólo era capaz de comprender sus sentimientos en apercepciones tan «espontáneas»? ¿O era ésta una mentirilla conveniente? Evidentemente, igual que la paradoja que lleva su nombre y en la que Russell estaba pensando profundamente durante ese tiempo, se trataba de ambas cosas, y a la vez de ninguna de las dos.
Russell sintió que era su deber moral informar a Alys. El efecto, como era de prever, fue devastador. Sin embargo, uno no puede menos que pensar que Alys —un ser humano de más edad y más consciente de sí mismo— seguramente debió advertir que no todo iba bien entre los dos. El caso es que no quiso aceptar el rapto inspirado de autoconocimiento de Russell y se aferró a él, para el consiguiente fastidio de éste. El comportamiento intransigente de ambos hizo que durante los ocho años siguientes el matrimonio se hundiera más y más en la infelicidad. A pesar de algunos episodios de distanciamiento, no se separaron definitivamente hasta 1911. Durante ese tiempo, los dos sufrieron ocasionalmente de ataques de desesperación casi total; la de Russell fue a veces de carácter tanto intelectual como emocional. Cuando le abrumaban las dificultades de su inmensa labor intelectual, salía a pasear al bosque en la noche contemplando la idea del suicidio. Uno no puede por menos que imaginarse el sufrimiento de Alys sola en su dormitorio.
Fue para Russell una década cargada de emociones, en la que tan pronto se enamoraba como se desencantaba durante algún paseo en bicicleta. Estos affaires fueron intensos, en ocasiones unilaterales, en otras platónicos, y otras veces con mujeres infelizmente casadas. Eran las pocas mujeres que mostraban interés en esta pequeña y extraña figura aristocrática de mostacho raído y de gestos de pájaro. En una ocasión se enamoró incluso de la esposa inválida de su colaborador y amigo íntimo Whitehead. Russell sufrió de sentimientos de culpa a causa de estos affaires, pues a pesar de ser una veleta emocionalmente seguía siendo un hombre de principios y, en el fondo, una especie de puritano. Se curó finalmente de estas aflicciones en 1910, cuando, a la edad de treinta y ocho años, se enamoró de Lady Ottoline Morrell, la exótica esposa de treinta y siete años de un afable y complaciente diputado propietario de una fábrica de cerveza.
Ottoline era famosa por su pelambrera color de mermelada, su caballuno rostro muy empolvado y su vestimenta exótica de brillantes colores. Era a veces dominante, otras veces despreocupada, y aun otras desesperadamente insegura. Esta combinación parece que hizo de ella una personalidad sugestiva y muy atractiva. Y no sólo para Russell. El Grupo Bloomsbury disfrutó más tarde de fines de semana en Garsington, la casa de campo de los Morrell en Oxfordshire, aunque nunca aceptaron realmente a Ottoline y cotilleaban a sus espaldas. Tanto más cuanto que había cautivado a un gigante intelectual como Russell.
Se cartearon con regularidad durante los cinco años que duró su relación. En la medida de su capacidad, Russell le abrió tanto su corazón como su mente. Ella, a su manera, le «humanizó». Fue Ottoline, con su extravagante normalidad, quien enseñó a Russell que también él podría vivir una vida normal. Llegaron a amarse a su torpe modo, lo mejor que pudieron.
Pero no fue ésta la relación más intensa de Russell en esos años. Como era de prever, su encuentro más importante fue un asunto del intelecto. No tan predecible fue el hecho de que a Russell le tocara el papel más maduro en esta relación apasionada, combativa, aunque no sexual. Ludwig Wittgenstein apareció sin anunciarse en el aposento de Russell en Cambridge una tarde de octubre de 1911. Era llamativamente guapo, con maneras rígidas vienesas. Desde un comienzo insistió en hablar en un inglés vacilante, a pesar de que Russell hablaba alemán perfectamente. Wittgenstein era un vástago de la familia industrial más poderosa del Imperio Austro-Húngaro. Había recibido su primera educación en el palacio de la familia, donde a veces Brahms daba conciertos privados. Estudió más tarde ingeniería en Berlín y, después, aeronáutica en Mánchester, donde se despertó su interés por los fundamentos de las matemáticas. En un rasgo típico suyo, preguntó quiénes eran las personalidades más importantes en este campo y le contestaron que Russell y Frege. Sin más, el joven e inexperto estudiante de ingeniería se propuso discutir sus primeras ideas lógicas sobre los fundamentos de las matemáticas con las dos autoridades en la materia. Como el mismo Wittgenstein dijo, un Frege irritado «barrió el suelo» con él. Russell, por su parte, quedó intrigado. Se dio cuenta al instante de que había algo excepcional en Wittgenstein. Es posible que, consciente o inconscientemente, se reconociera en él cuando era más joven. Wittgenstein creía apasionadamente en su búsqueda filosófica; ésta era toda su vida. Cuando creía no estar a la altura de sus altos ideales, su primer pensamiento era el del suicidio.
Wittgenstein se convirtió enseguida en un asiduo visitante de Russell, en cuyas habitaciones se presentaba sin anunciarse. Se dejaba caer hacia medianoche para patear agitado la alfombra de un lado a otro sin decir palabra. Finalmente, interrogaba a Russell seriamente. ¿Debería suicidarse? ¿Debería hacerse filósofo o quizás mejor aviador? Russell se opuso al suicidio y a la idea de hacerse aviador (dos actividades no muy dispares en aquel tiempo). Wittgenstein se decidió por la filosofía, finalmente, y comenzó a bombardear a Russell con sus ideas sobre la lógica. Russell le guió pacientemente mediante razonamientos profundos, abriendo la mente de Wittgenstein a los problemas filosóficos implicados. Dados «el fuego, la penetración y la pureza intelectual» de Wittgenstein, en cuestión de meses se vio luchando a brazo partido con problemas fundamentales. Wittgenstein, que a sus veintidós años tenía una edad poco mayor que la mitad de la de Russell, era arrogante, persistente e inflexible. Para él, la lógica era el Santo Grial. Russell, que acababa de emplear diez años tratando de comprender los más profundos problemas y las limitaciones de la lógica, argumentaba gentilmente.
En el transcurso de una célebre discusión, Russell le pidió a Wittgenstein que considerara la proposición: «En esta habitación no hay ningún hipopótamo en este momento». Wittgenstein se negó a aceptar la verdad de la proposición sobre la base de que no era lógicamente necesaria. Russell se puso a continuación a mirar debajo del escritorio, preguntándose en voz alta dónde podría estar el hipopótamo. Pero Wittgenstein siguió resistiéndose a creer en la proposición de Russell. Era lógicamente posible que hubiera un hipopótamo en la habitación. Russell insistió en que esto no podía ser por razones empíricas. Ahí estaban las semillas de su divergencia futura. Wittgenstein había de fundar su filosofía en la lógica y el lenguaje. La filosofía de Russell se ocupaba más de la realidad científica.
Después de analizar las bases de las matemáticas en Principia mathematica, Russell amplió su investigación a la epistemología en general, esto es, los fundamentos de todo conocimiento. ¿Cuál es la conexión —si es que hay alguna entre «nuestro» conocimiento y el «mundo exterior»? Russell comenzó por examinar la experiencia. Es evidente que es posible que lo que experimentamos nos engañe, mediante sueños, espejismos, alucinaciones, etc. Por otro lado, sencillamente no es plausible dudar de toda nuestra experiencia sobre esta base. Pensó que «uno debe de proponerse dudar de las cosas y preservar sólo aquello de lo que no se puede dudar por cuanto que es claro y distinto». Esta claridad y distinción surge de lo más básico de la experiencia: «los datos de los sentidos»; éstos son las percepciones individuales que recibimos mediante la vista, el oído, el gusto y el tacto. Estas entidades no son puramente mentales, pero no son en sí mismas los objetos materiales que actúan sobre los sentidos. Podemos hablar de objetos cotidianos —tales como una manzana— pero el conocimiento de semejantes objetos se compone de datos individuales de los sentidos, que son los que nos proporcionan la sensación de rojo, redondo, sólido, suave, etc. y nos llevan a construir el objeto «manzana», lo mismo que la coherencia, la constancia y la continuidad del mundo de los objetos. Los objetos persistentes del mundo material consisten en construcciones lógicas a partir de los datos de nuestros sentidos.
Desde esta epistemología es fácil progresar hasta una visión científica del mundo. Todos los instrumentos de medición y observación no son sino extensiones de nuestros sentidos. También ellos nos proveen de nada más que datos sensibles. A partir de la más débil punta de alfiler de luz centelleante observada a través del telescopio construimos una vasta estrella situada a una distancia de millones de años luz. Haciendo pasar luz a través de un espectrómetro podemos construir lógicamente la minúscula longitud de onda de esa luz.
Ciento cincuenta años antes, el filósofo escocés David Hume había esbozado la más extrema teoría empírica de la epistemología. Todo conocimiento humano verdadero se basa en impresiones efectuadas en nuestras «sensaciones, pasiones y movimientos». Nuestro conocimiento del mundo exterior viene solamente de la percepción; hasta nuestra comprensión de cosas tales como cuerpos, causalidad, etc., se logra sólo mediante el incierto proceso de la inducción. No sabemos que una bola de billar sea un objeto individual; esto es simplemente una interpretación de nuestras impresiones, una idea inducida. No sabemos que el Sol saldrá mañana por la mañana, o que la llama quema el papel; semejante conocimiento es una mera suposición basada en la idea inducida de probabilidad o causa. ¿Está diciendo Russell en realidad algo más que esto? La clave de la teoría del conocimiento de Russell y su originalidad radican en el énfasis que pone en la construcción lógica. No experimentamos realmente un objeto material resistente como una «montaña». Esta noción se ensambla por un proceso de construcción lógica que comienza solamente con los datos de los sentidos.
El objetivo de Russell era nada menos que unir filosofía y ciencia, tal y como había ocurrido en la antigua Grecia y en el siglo XVII. (La gran obra de Newton sobre la gravedad lleva el título de Principios matemáticos de la filosofía natural). Pero en esto tropezó Russell con una dificultad. Si yo construyo simplemente el mundo material a partir de los datos de los sentidos, ¿qué es entonces el mundo material en sí mismo? ¿Es simplemente una construcción lógica dentro de mi cabeza? ¿No tiene existencia independiente fuera de mis procesos mentales, fuera de mi cabeza? Y si la tiene, ¿cómo puedo conocerlo?
Russell se volvió ahora hacia el problema del mundo exterior. Antes había trabajado «hacia adelante», a partir de los datos de los sentidos, en la construcción lógica del conocimiento. Ahora lo haría «hacia atrás», a partir de los datos sensibles, en la construcción de la materia. La sustancia del mundo, la materia misma, consiste en «todos los datos sensibles que todos los observadores posibles podrían detectar al percibir la misma cosa». Un objeto material visto y percibido desde todas las perspectivas posibles es el objeto material. Los datos sensibles son funciones del objeto.
La materia no es una especie de misterioso secreto incognoscible oculto tras nuestra percepción, como habían sugerido filósofos anteriores, tales como Kant. No hay ningún enigma, ningún secreto respecto del mundo, sólo «la ciencia, la serena luz del día y asuntos normales». La filosofía y el mundo son cosas tan claras y obvias como las muestra la ciencia. Los datos de los sentidos son una relación directa entre la mente y el mundo no mental, tanto si se trata de objetos físicos como si de ideas abstractas. Esta última categoría confiere una realidad platónica a cosas tales como la idea de belleza o de bondad, así como a entidades como los números. «Existen» de forma abstracta. De esta manera se relaciona la mente también con las matemáticas, de modo que conceptos tales como el de número son análogos a los datos básicos de los sentidos.
Los procesos mentales manejan estas nociones básicas —color, número, etc.— como «simples» atómicos. Del mismo modo que el mundo está hecho de átomos y combinaciones de átomos, el conocimiento se construye a partir de estos simples atómicos. Se pueden manipular, combinar o clasificar mediante el uso de la lógica. Esto hizo que Russell llamara a su filosofía «atomismo lógico». A fin de descubrir si una proposición es verdadera podemos descomponerla en sus átomos lógicos y ver si éstos han sido combinados de manera lógica correcta. Este método sería conocido como análisis lógico, y fue una de las tendencias dominantes en la filosofía del siglo XX.
Un ejemplo simple de análisis lógico es el utilizado en la proposición siguiente: «El actual rey de Francia es calvo». El aserto parece establecer una relación simple que puede ser verdadera o falsa, pero, en realidad, presenta una parado ja. No es ni verdadero ni falso, es un disparate. ¿Por qué? Porque no existe tal cosa como «el actual rey de Francia». La proposición puede ser analizada en sus partes atómicas constituyentes: «existencia actual», «rey de Francia», y «ser calvo». La primera parte es falsa, y, por consiguiente, «el rey de Francia» no puede entrar en relación con «ser calvo».
Mientras trabajaba en estos problemas, Russell discutió muchas de sus ideas en evolución con Wittgenstein. Pronto estuvieron colaborando como iguales, pero por debajo de esta aparente asociación filosófica comenzaron a surgir profundas diferencias. Wittgenstein insistía en la primacía de la lógica, mientras que la epistemología de Russell se ocupaba cada vez más de la noción de materia, el «mundo real» de la ciencia. Éste fue un periodo particularmente incitante de descubrimientos científicos, uno de los más grandes en la historia de la ciencia. Einstein había publicado en 1905 su primer artículo sobre la relatividad especial, según la cual el espacio y el tiempo son relativos y la materia es una forma de energía (E = mc2). Entretanto, Niels Bohr comenzó a desarrollar hacia 1921 la teoría cuántica, que señala que las leyes de la física clásica no permanecen vigentes en los niveles subatómicos. El espacio y el tiempo no son absolutos; ilógicamente, la luz puede ser a la vez una partícula sólida y una onda (sin masa). Russell era consciente de estos descubrimientos. Era evidente que cualquier nueva teoría filosófica tendría que tener en cuenta hallazgos tan revolucionarios. A la luz de la relatividad y de la mecánica cuántica, la epistemología, tal y como había sido entendida, simplemente se desmoronaba.
Muchos se preguntan todavía si se ha recuperado. Tanto Einstein como Bohr se sintieron muy intrigados por los problemas epistemológícos suscitados por sus descubrimientos. Hoy en día, los científicos que se ocupan de las últimas entidades subatómicas, tales como los quarks y las supercuerdas, no están interesados en la epistemología. ¿Son la supercuerdas partículas reales o simplemente entidades matemáticas? Semejantes preguntas les son indiferentes. Las supercuerdas «funcionan» en sus ecuaciones, eso es todo lo que le importa al científico. Reaccionan ante los aspectos ilógicos de la ciencia como lo hicieron los matemáticos ante la refutación de Gödel de la certeza matemática. ¿Tiene todavía algo que decir la filosofía acerca de la materia, o está aquí de más la epistemología?
Russell se percató de la importancia fundamental del tema y se propuso estudiarlo. Wittgenstein, por su parte, pensaba que los fundamentos de la epistemología estaban en otro lugar, pero tanto el uno como el otro ponían un gran énfasis en la lógica, aunque sus caminos filosóficos se apartaban a partir de allí. Para Russell había más en la filosofía que la pura lógica, mientras que para Wittgenstein la lógica era lo más importante. Estaba de acuerdo con Russell acerca de los constituyentes atómicos del conocimiento y de la necesidad de analizar el lenguaje a fin de llegar a dichos constituyentes, pero, para él, la estructura del lenguaje revelaba la estructura del mundo. Su primera gran obra, el Tractatus Logico-Philoso phicus, establece con toda claridad: «El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas […] Los hechos en el espacio lógico son el mundo». Partiendo de este punto llega a concluir: «Sobre lo que no se puede hablar se debe callar». Con otras palabras, el conocimiento debe hablar lógicamente o no hablar en absoluto.
Por fortuna, los científicos que investigaban los últimos constituyentes de la materia —y su comportamiento ilógico— no siguieron ese camino, y al no seguirlo dieron por falso el consejo de Wittgenstein. El lenguaje es capaz de habérselas con lo ilógico y puede tratar también con una realidad que esté más allá de la lógica misma: la física nuclear hizo avances gigantescos durante el siglo XX. Wittgenstein, al evitar temas semejantes y retirarse a un mundo lógico, quería decir que la filosofía podía continuar operando con un éxito considerable en certezas limitadas. De aquí su posición dominante en la filosofía del siglo XX. En claro contraste, la filosofía de Russell nunca resolvió satisfactoriamente el abanico más amplio de problemas que trató. El continuo intento de Russell de resolver estos problemas dio cada vez a su filosofía el aspecto de un arreglo provisional. Comparados con las nítidas, aunque complejas, certidumbres de Wittgenstein, los valientes y ambiciosos ensayos de Russell parecen ser mera confusión.
Aun así, Russell aprendió mucho de Wittgenstein. Diría después que haberlo conocido fue la experiencia más incitante de su vida intelectual. Pero llegó a sentirse deslumbrado por las complejidades que expresaba Wittgenstein y a ver socavada su confianza por la pasión casi enfermiza con que Wittgenstein embestía contra sus posturas filosóficas, hasta el punto de concluir que la filosofía se le había hecho demasiado difícil cuando estaba en sus primeros cuarenta. Se convenció de que nunca volvería a ser capaz de realizar una obra original. En esta batalla filosófica entre dos gigantes no había duda de quién ganó. Queda por determinar cuánto fue debido a la fuerza de la personalidad más que a la coherencia de los razonamientos filosóficos.
A pesar de este revés, Russell estaba muy lejos de ser un hombre acabado. Por el contrario, fue entonces cuando sus más profundas cualidades humanas empezaron a surgir. Habiendo abandonado el intento de forjar una filosofía original y comprensiva, se puso a escribir libros de filosofía popular. En una serie de libros engañosamente sencillos, que siguió escribiendo con regularidad durante el resto de su larga vida, trató de todo, desde problemas específicamente éticos hasta la historia entera de la filosofía occidental. Completó en 1912 el primero de estos libros, titulado Los problemas de la filosofía; sigue siendo para muchos la quintaesencia de las introducciones al tema. Wittgenstein estaba horrorizado de que Russell se degradara hasta el punto de introducir en la filosofía a personas de talento inferior al suyo. A partir de entonces trató a su anterior mentor con un menosprecio condescendiente, a pesar de lo cual Russell le ayudó generosamente más tarde en dos coyunturas cruciales de su vida: consiguió que se publicara el Tractatus Logico-Philosophicus, y que obtuviera un puesto en Cambridge en la década de los treinta a pesar de su total carencia de credenciales académicas.
Los intereses filosóficos de Russell siempre trascendieron los claustrofóbicos límites de la lógica. Las cuestiones políticas, éticas y estéticas le interesaron de forma persistente. Y no sólo en teoría. Su actitud fue liberal, y se sumó con fuerza a los debates políticos y éticos de la época. El asunto social más disputado en Gran Bretaña durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial fue el movimiento en pro del voto femenino, dirigido por Emmeline Pankhorst, que fue encarcelada en varias ocasiones debido a sus protestas. En una época en que la expresión de estas opiniones conducía a menudo al ostracismo social, Russell se manifestó a favor de dar el voto a las mujeres. Incluso se presentó en 1907 a las elecciones complementarias de Wimbledon al Parlamento haciendo campaña por el sufragio femenino y por el libre comercio, lo cual causó furor en toda la nación y provocó muchos más insultos que votos para Russell. (Las mujeres no obtuvieron el voto en Gran Bretaña hasta 1918, dos años antes que en los Estados Unidos). A pesar de este revés, Russell siguió desempeñando un papel activo en política haciendo campaña en las elecciones por el partido liberal, y así fue como conoció a Lady Ottoline Morrell, cuyo marido era diputado liberal en el Parlamento.
Al contrario de lo que suele suceder, los principios de Russell se fueron radicalizando a medida que envejecía. Al iniciarse el siglo se dejó arrastrar por la marea de patriotismo imperialista que acompañó a la guerra de los bóers, cuando el ejército británico derrotó a los colonos holandeses de África del Sur. En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, tenía cuarenta y dos años y ya había racionalizado los principios liberales. Pensaba que la guerra era inmoral, y dirigió un número de muy impopulares protestas pacifistas en Londres; esto hizo que fuera expulsado de su puesto de profesor en el Trinity College de Cambridge.
Pero Russell no era hombre que se dejara disuadir de sus principios por el hecho de ser despedido del trabajo. Persistió. En 1918 fue sentenciado a una pena de seis meses en la cárcel de Brixton, un periodo de soledad bien recibido puesto que le libró de distracciones y le permitió volver a sus serios escritos filosóficos. El resultado final fue Análisis de la mente, donde llegó a la importante conclusión de que la diferencia entre mente y materia es ilusoria. La materia es más mental, y la mente más material de lo que se supone comúnmente. Intentaba así superar las dificultades inherentes a los datos sensibles. Aunque éstos sean «función» de la materia, también se les había considerado «simples atómicos» en la mente, algo imposible siempre que se mantuviera la distinción entre mente y materia. La mente no era ya una especie de sustancia pensante que recibía datos, sino algo de cierta manera compuesto de los datos sensibles y los «simples» (ideas abstractas, números, etc.). Lo que antes había sido concebido como mente se construía a partir de lo que antes había sido concebido como materia y otras entidades platónicas externas.
Ottoline apoyó en gran medida a Russell durante su campaña antibélica, pero la pasión entre ellos menguó hasta el punto en que se convirtieron simplemente en muy buenos amigos. Los principios liberales de Russell le habían llevado a abogar por el amor libre desde mucho tiempo atrás, pero fue sólo entonces cuando empezó a practicarlo. (Su episodio anterior de promiscuidad después de desenamorarse de Alys parece haber sido una sucesión de apasionamientos espontáneos surgidos de la incontinencia emocional y al margen de cualquier actitud moral). Tuvo unos cuantos affaires, los más notables con la actriz de veintiún años Colette O’Niel, la escritora Katherine Mansfield, y Vivien Eliot, la primera esposa, mentalmente inestable, del poeta T. S. Eliot.
Pero en 1919 conoció a Dora Black, una mujer de veinticinco años de espíritu independiente, que fumaba en pipa y que se había graduado con las máximas calificaciones en lenguas modernas en Cambridge. Dora admiraba la postura pacifista de Russell, pero su persona se le asemejaba al Sombrerero Loco de Alicia en el país de las maravillas (un perspicaz juicio que sorprendió a más de uno de sus conocidos). Ella y Russell sostuvieron intensas conversaciones en las que ambos expresaron su profunda falta de fe en el matrimonio. Dora era una feminista radical que declaraba que su propósito en la vida era tener hijos que serían criados enteramente por ella sin que el padre tuviera ningún papel en el asunto. «Bueno, no será contigo con quien yo tenga hijos», replicó Russell.
Quizás fue inevitable que se casaran, pero eso no sucedió hasta dos años más tarde. Permanecieron juntos entretanto, y viajaron para conocer la Rusia bolchevique. La revolución que estalló en 1917 indujo a Russell a creer que por fin se podría establecer una sociedad justa en algún lugar de la Tierra. Partió para Rusia, albergando grandes esperanzas, como miembro de una delegación del Partido Laborista, muchos de cuyos delegados creían ser peregrinos que iban a presenciar el inicio de una nueva era. Como reconocimiento a su preeminencia filosófica, a Russell le fue concedida una audiencia privada con Lenin. Al filósofo británico no le impresionó el líder de la revolución y quedó horrorizado por lo que vio de los efectos de ésta, particularmente entre los campesinos que se morían de hambre. Dora, que viajó siguiendo un itinerario distinto y vio a Lenin dirigiéndose a la multitud, regresó entusiasmada.
Inmediatamente después del viaje, Russell escribió Teoría y práctica del bolchevismo, donde criticaba lo que había visto; esta obra le hizo muy impopular en los círculos izquierdistas británicos. La mayoría de los visitantes se sintieron seducidos por lo que vieron, o imaginaron que vieron. H. G. Wells, que visitó Rusia el mismo año1 escribió al volver una serie de entusiastas artículos en el Sunday Express. George Bernard Shaw, que viajó a Rusia en el punto culminante de las purgas de los años treinta, comparó a Stalin con el Papa y a Rusia con «un espléndido y luminoso sueño».
Russell fue siempre un radical, pero insistió en decir la verdad tal y como él la veía, con el resultado de que conservó pocos amigos políticos en su larga vida. Pero sus vehementes discusiones con Dora Black sobre la Rusia bolchevique les unieron más, y se casaron en septiembre de 1921. Dora dio a luz seis días después al primer hijo de Russell, un niño al que llamaron Conrad (por el gran novelista polaco).
Dora pensó que casarse fue una seria traición a sus principios. Russell era más ambiguo. Temía que la ilegitimidad —un importante estigma social en aquel tiempo— podría hacer que Conrad albergara un resentimiento hacia sus padres. Con pragmatismo impropio de sí mismo, se dio cuenta de que permanecer sin casarse con un hijo ilegítimo añadiría aún más dificultades a la posibilidad de encontrar un trabajo académico. Su postura pacifista y su etapa en prisión habían hecho de Russell persona non grata en los círculos académicos británicos. Por fortuna, su fama internacional le procuró una gira remunerada de conferencias por Norteamérica, aunque no acompañado por una amante y un hijo ilegítimo. Con el fin de obtener ingresos suficientes, Russell continuó escribiendo libros populares sobre filosofía y sobre temas de la época. Él y Dora escribían también con regularidad artículos para los periódicos, hasta que Dora dio a luz un segundo hijo, esta vez una niña llamada Katherine.
Surgió ahora el problema de la educación de los hijos. Siendo intelectuales de principios avanzados, los Russell estaban naturalmente en contra de toda forma de educación convencional, de tal modo que pensaron que lo único que podían hacer era abrir su propia escuela y buscar alumnos entre padres de opiniones similares. La escuela de Beacon Hill, situada en medio de la campiña de Surrey, cerca de Petersfield se inauguró en septiembre de 1927. El prospecto describía cómo serían educados los internos, como si fueran miembros de una gran familia del viejo estilo. Las clases no eran obligatorias, y los jóvenes alumnos tenían libertad de vagar por los jardines. En lugar de disciplina, se les incitaba a discutir sus problemas en el consejo escolar, un foro en el que los profesores eran de costumbre menos en número y en votos que los alumnos. Lo que el consejo escolar decidía tenía que ser cumplido, salvo en una ocasión notable, después de una votación unánime en contra de ciruelas en el menú. Dora vetó esta acción basándose en que la ciruelas eran esenciales para la salud.
Quizás fueron inevitables los resultados de semejante régimen. Los niños lo pasaban muy bien, lo mismo que los maestros. Existe una fotografía de Russell trajeado, sentado en un escalón con un niño en sus rodillas y rodeado de un grupo de chicos algo desastrados pero innegablemente felices. La sonrisa benévola en el rostro de Russell es probablemente la imagen más feliz que tenemos de él. (Uno no puede evitar elucubrar sobre la psicología que esto implica). Pero, lamentablemente, parece ser que fue escaso el resultado en cuanto a aprovechamiento académico; los chicos se fueron haciendo cada vez más díscolos con el tiempo. En justicia, se debe añadir que la escuela se convirtió pronto en un vertedero de chicos rebeldes, mocosos mimados de padres ricos, y otros que simplemente no encajaban en ningún sitio y la mayoría de los cuales habían sido expulsados de otras escuelas. Estos muchachos de entre tres y doce años, difíciles y a menudo malcriados, probablemente se beneficiaron de la atención de los Russell decididos librepensadores. Pero discutir con chicos de ocho años sobre las virtudes de las ciruelas no parece la más productiva de las actividades para uno de los filósofos más importantes del mundo, pues no puede negarse que eso es lo que era Russell (esto es, un filósofo, no un chico de ocho años).
Por ese tiempo, Wittgenstein envió un manuscrito del trabajo que estaba haciendo al Trinity College de Cambridge, con la esperanza de que le dieran un empleo. El escrito fue enviado inmediatamente a Russell, de quien se pensaba que era el único filósofo competente para juzgar sus méritos. Aunque Wittgenstein había descrito recientemente la obra de Russell como «vomitiva», Russell accedió a la ingrata y exigente tarea de intentar entender el casi incomprensible manuscrito. Russell sentía poca simpatía por la dirección que había tomado la filosofía de quien había sido su discípulo, pero reconoció, benévolo, que la nueva obra de Wittgenstein era «muy original, y sin duda importante». Esta opinión fue decisiva, y Wittgenstein fue aceptado. En Beacon Hill no se recibió ninguna carta de agradecimiento.
El hermano mayor de Russell murió en 1931, de manera que él accedió al título familiar convirtiéndose en el tercer conde de Russell. Frank había acabado con lo que quedaba de la fortuna de la familia, lo cual quiere decir que, aparte del título, todo lo que Russell heredó fueron las deudas de su hermano, entre las que estaban las cuatrocientas libras anuales destinadas a la manutención de una de las dos esposas divorciadas de Frank. Cuatro años más tarde, el nuevo conde de Russell emulaba a su predecesor al contar con una segunda esposa divorciada de él. Su matrimonio con Dora había sido desde un comienzo un asunto de elevados principios liberales, acompañados de una conducta algo menos elevada. Al final, Russell se encontró incapaz de mantener tan encumbrada actitud después de que Lady Russell tuviera un hijo, y después otro, de su joven amante norteamericano. Un año después, en un triunfo del optimismo sobre la experiencia, Russell a sus sesenta y tres años, se casó con su ayudante de investigación de veinticinco, que tenía el pelo color cobre, como Ottoline, y fumaba en pipa, como Dora.
Dos años más tarde, Russell se trasladó a Estados Unidos, donde una serie de nombramientos académicos terminaron debido a sus declaraciones públicas en temas como el control de natalidad y el amor libre. En esos tiempos, en Gran Bretaña no existía todavía el sexo, y muchos Estados de Norteamérica eran todavía más vehementes al respecto. Cuando en Europa estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939, Russell se encontró en Estados Unidos encallado y sin un duro. Viviendo de la hospitalidad de amigos norteamericanos, se puso a escribir Historia de la filosofía occidental, que llegaría finalmente a tener más de ochocientas páginas. Esta divertida obra, dogmática y llena de ingenio, le salvó financieramente al convertirse en un éxito de ventas. Se sigue imprimiendo hasta el día de hoy como la mejor obra de un tomo sobre el tema, con el resultado de que es constantemente vilipendiada por los filósofos profesionales (muchos de los cuales estarían sin trabajo de no ser porque el libro sirvió de inspiración original a sus estudiantes para atraerles a la materia).
Russell regresó a Gran Bretaña en 1944 y volvió a ser nombrado miembro del claustro del Trinity College de Cambridge. Todo le fue perdonado; ahora tenía setenta y dos años y era considerado sabio nacional. Sus libros llamados populares lo fueron cada vez más en medio del clima más liberal de la Gran Bretaña de posguerra. Daba también charlas en la radio con regularidad. En aquellos días primeros, antes de que se entendiera totalmente el concepto de radiodifusión, ocasionalmente se les concedía a conferenciantes distinguidos más de cinco minutos sin interrupciones de anuncios cantados, risas enlatadas, o un presentador chistoso, con lo que le fue posible a Russell desarrollar sus ideas de forma comprensible. En 1950 le fue concedido el Premio Nobel, ostensiblemente de literatura, pero en realidad por ser «un apóstol de la humanidad y de la libertad de expresión» (en palabras de la BBC).
Aunque a Russell le gustaba que le adularan —tanto si lo hacía una sola persona enamorada como si lo hacía el público en general— su psicología no le permitía tolerar mucho tiempo semejante popularidad, y pronto encontró una oportunidad para corregir esta situación. El mundo se estaba adentrando en el periodo más frígido de la guerra fría, y en 1954 Russell firmó un manifiesto junto con Einstein advirtiendo de las consecuencias nucleares de una tercera guerra mundial, que entonces parecía inminente. Dos años más tarde tuvo lugar en Pugwash, Nueva Escocia, una conferencia a la que asistieron muchos de los físicos más importantes del mundo, y donde éstos instaron a los líderes mundiales a evitar una guerra nuclear. Russell fue uno de los principales promotores de la conferencia, pero a sus ochenta y cuatro años era demasiado frágil para asistir. A pesar de ello, un año más tarde lanzó la campaña de desarme nuclear en Gran Bretaña. Fiel a sí mismo, su militancia crecía a medida que se hacía más viejo. En 1960, siguiendo el ejemplo de Ghandi, inició una campaña de desobediencia civil en contra del armamento nuclear. Un año después fue arrestado en una sentada de protesta en Trafalgar Square, en Londres. Después de un intervalo de cuarenta y tres años, regresó por un breve periodo a la prisión de Brixton.
Se volvió incluso más intransigente cuando se adentraba en los noventa años. Durante los últimos años sesenta se convirtió en un destacado opositor internacional a la presencia norteamericana en Vietnam, tomando parte en protestas y congresos en pro de la paz. Entretanto, escribió su notablemente franca y lúcida Autobiografía en tres tomos (aunque endulzó unos pocos episodios, como biógrafos posteriores señalaron con regocijo). A pesar de que se iba acercando al final de su larga vida, conservaba su adhesión a los tres principios que le habían impulsado a través de los años, «un anhelo de amor, la búsqueda de conocimiento y una angustiosa compasión por el sufrimiento humano». Bertrand Russell murió en 1970 a la edad de noventa y siete años.